Primer año de estudiante en Madrid (1935-36)

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Me trasladé a Madrid al comenzar el otoño de 1935. En mi primer viaje a la capital me acompañaban mi padre -que tampoco la había pisado- y mi cuñado, que había estudiado allí durante un año, aunque luego cursó Derecho en Zaragoza. Pedimos orientación para mi alojamiento en la Academia Cibrián-Rodrigañez, muy acreditada para la preparación de Agrónomos, instalada en la calle del Prado. Aunque mencionaron una residencia de estudiantes en la calle Ferraz, nos recomendaron más otra en la calle Serrano, de muy próximo traslado a la de Narváez, que pareció bien a mi padre. Si nos hubieran dicho que la de Ferraz tenía que ver con don Josemaría Escrivá, mi cuñado se habría interesado a buen seguro por ella, ya que los dos habían coincidido en las aulas de Derecho en Zaragoza por algún tiempo. En cualquier caso, la elección de esa residencia, Dios sabe por qué, retrasó en cuatro años mi encuentro con el Fundador del Opus Dei.

Rondaba yo los dieciséis años. La residencia en que me alojé estaba dirigida por un sacerdote de Lopera (Jaén), don José Orti, a quien todos llamábamos Padre Pepe, que después de la guerra civil española restableció la Orden de los Jerónimos en el monasterio de El Parral, tomando el nombre de José de Lopera. Años más tarde supe que don Josemaría Escrivá y él se conocían. Mi soledad madrileña estaba un tanto aminorada por una relación escasa con una familia algo conocida de la mía y, más en particular, por la que recuperé pronto con mi querido profesor Albareda, que seguía soltero y sin compromiso, y se alojaba en una casa de huéspedes en la calle Menéndez Pelayo 13, en el límite Este del Retiro, muy cerca de la de Narváez. Con él salía yo de paseo por las calles de Madrid bastantes domingos. Además de su trabajo de catedrático en el Instituto Velázquez, se encargaba ese año de desarrollar un curso de su especialidad -el primero que se daba en España sobre Ciencia del Suelo- en la Cátedra Conde de Cartagena de la Academia de Ciencias.

Por aquel entonces, Albareda empezó a visitar a don Josemaría Escrivá en la residencia de estudiantes de la calle de Ferraz 50, pero en nuestros largos paseos no me lo comentó. Las conversaciones con Albareda me resultaban agradables, mejoraban mi cultura y mi conocimiento de la ciudad y de sus riquezas artísticas, a la vez que contribuían a que formara criterio con trasfondo cristiano sobre variadas cuestiones. Pronto me di cuenta de que el recorrido incluía siempre la visita a alguna iglesia, donde estábamos unos pocos minutos ante el Sagrario, muestra de la devoción eucarística de mi cicerone. Más tarde comprendí que esa costumbre la había aprendido de don Josemaría Escrivá. Entre los diversos temas de nuestras charlas, surgía espontáneo el de servir a los demás y a la sociedad con el trabajo científico bien hecho. Casi nunca tratábamos temas políticos, al menos de carácter partidista.

Fuera de aquellos paseos y de algunos otros más breves con algún compañero de residencia por el vecino Parque del Retiro, mi vida en Madrid consistía en acudir -caminando o en tranvía- a las clases de la academia de preparación, y en estudiar, consciente de la dificultad de la carrera y de mi responsabilidad ante mi familia. No creo que fuera más de dos o tres veces al cine en todo el año. Tampoco iba al fútbol, con la excepción de un partido Austria-España que se jugó en el Estadio Metropolitano. Procuraba no agravar el esfuerzo económico que para mi familia suponían mis estudios.

Nunca había hecho ejercicios espirituales. El Padre Pepe organizó en la residencia unos dirigidos por un jesuita, el Padre Martínez, a los que como residente asistí. Poco antes de que terminaran, uno de los mayores que vivía con nosotros anunció su decisión de ingresar en la Compañía de Jesús, en un noviciado de Bélgica. Este hecho, y el contenido de algunas meditaciones, hicieron que pasara por mi cabeza la posibilidad de entregarme al Señor, pero de forma muy fugaz: deseché enseguida la idea.

Aquel curso fue en lo político bastante movido, sobre todo a partir de las elecciones de febrero de 1936, cuando triunfó el Frente Popular, que agrupaba a todos los partidos de izquierda. Se repitieron las huelgas y alborotos, las manifestaciones de masas envalentonadas, las luchas callejeras violentas, las revueltas estudiantiles de todos los colores. El ambiente de amenaza y los asesinatos en plena calle elevaban la tensión y presagiaban lo peor. Yo andaba algo al margen de todo aquello, porque mis clases no tenían lugar en la Universidad. Las actitudes antirreligiosas eran cada vez más agresivas y uno se topaba con bravuconadas y griteríos cuando menos lo esperaba. En medio de esa extremada agitación política y social, las amigables conversaciones con Albareda constituían un remanso de serenidad y de paz, y me abrían más amplios y elevados horizontes.

Por ese tiempo, la relación espiritual que Albareda mantenía con don Josemaría Escrivá le llevó a descubrir miras más altas en su vida, una razón de ser más profunda para su vocación científica, un sentido más pleno de lo que Dios esperaba de él. Y de algún modo procuraba también transmitirme esa misma visión cristiana, con consideraciones que abundaban en la primacía de los valores del espíritu, en el sentido sobrenatural de la existencia, en el servicio humano y cristiano que se podía prestar con las tareas corrientes.

Llegaron los exámenes de junio. Como solía ocurrir con los que aún tenían 16 años y se presentaban por primera vez -salvo en el caso, que no era el mío, de algún genio-, me suspendieron en el ingreso de Agrónomos. Volví a Huesca de vacaciones, para preparar la convocatoria de septiembre.