Un profesor distinto

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

En octubre de 1934 -con quince años- inicié el 6º y último curso de Bachillerato. Mi hermano, que estudiaba Medicina en Zaragoza, me habló del profesor de Agricultura que tendría yo ese año, el mismo que le había dado clase a él dos cursos antes. Se trataba de José María Albareda, un aragonés de Caspe que tenía gran prestigio científico, por haber pasado varios años ampliando estudios en diversos países de Europa. Aunque obtuvo la cátedra del Instituto de Huesca ya en 1928 -el año en que Dios hizo ver a don Josemaría Escrivá el Opus Dei-, sus largas estancias en Alemania, Suiza y Gran Bretaña redujeron mucho su actividad como profesor de aquel Instituto. No obstante, cuando mi hermano y yo fuimos alumnos suyos en los cursos 1932-33 y 34-35, le tuvimos todo el año.

Con dos doctorados en su haber, en Farmacia y en Ciencias Químicas, y su merecida fama, Albareda se ganó enseguida nuestro respeto, sin que fuera nunca objeto de bromas, motes, ni chascarrillos, tan frecuentes entre estudiantes. En 1934 tenía treinta y dos años y le veíamos como un profesor muy inteligente, profundo, de aspecto sencillo, serio aunque con un fino sentido del humor, incansable en el trabajo, puntual en las clases, agudo, tenaz. Conocíamos su arraigada formación cristiana y que era "de misa diaria": un hombre bueno a carta cabal, que nos trataba siempre con afecto, delicadeza y comprensión.

Las clases de Albareda me resultaron muy formativas. En sus explicaciones atendía sobre todo a las cuestiones básicas de química y microbiología del suelo, al papel del laboreo y aireación de la tierra, a la nutrición vegetal, dejando de lado la Agricultura descriptiva, sobrecargada de datos, maquinarias y técnicas de cultivo. Aunque en aquel Instituto las clases prácticas experimentales eran excelentes, las de Agricultura con Albareda fueron singulares, porque vinieron a ser como una colaboración en su investigación científica. El laboratorio estaba muy bien dotado de material, lo que permitía abordar con suficiente precisión una parte del análisis de suelos, campo que dominaba nuestro profesor, al que ayudábamos con interés y curiosidad. Había que verle exultante al descubrir por vitrinas y armarios nuevos instrumentos de trabajo, por ejemplo un juego muy completo de densímetros de precisión, que nos alababa con entusiasmo como de la mejor calidad existente entonces en el mundo.

Albareda llegaba a veces al Instituto con unas botas de campo que había comprado en Alemania, que le duraron muchos años, y una gabardina bastante usada, cargado con muestras de suelos que había tomado en excursiones científicas, que hacían abultar desmesuradamente su gran cartera de mano y hasta los bolsillos de aquella gabardina. En el laboratorio nos enseñaba con suma paciencia y comprensión a realizar cada proceso, sin enfadarse por nuestras torpezas, pero de forma que cuidáramos la calidad del trabajo. Un día se le cayó a uno un gran matraz de vidrio Jena que quedó hecho añicos y todos pensamos que nos iba a gritar por la pérdida del matraz y de su contenido; pero cuando llegó a nosotros atraído por el estrépito, se limitó a decirnos que esas cosas pasaban alguna vez en los mejores laboratorios.

Diversas circunstancias hicieron que mi relación con Albareda fuera bastante más estrecha que con otros profesores. De una parte, me atraía su calidad científica y su modo de ser, sus clases, el trabajo en aquel laboratorio. De otra, mi hermana Consuelo se había casado en 1934 con un joven abogado muy valioso y conocido en la ciudad, José María Lacasa, activo en la política local y director del Orfeón Oscense, de edad parecida a la de Albareda, del que se había hecho bastante amigo. En mayo de 1935 murió mi hermana, pocos días después de dar a luz a su primer hijo, José Antonio, lo que contribuyó a que el profesor Albareda me mirara con particular compasión y afecto.

Llegó el momento de decidir mis futuros estudios. Por un lado, pesaba la tradición médica familiar, que no dejaba de gustarme, aunque más en lo que pudiera tener de fundamentación biológica que en la atención directa a los enfermos. El hecho de que mi hermano hubiera escogido ya la carrera de medicina constituía para mí un factor disuasorio. Otra posibilidad era seguir la línea de lo que explicaba el profesor Albareda. Después de hablar con unos y otros, mi cuñado Lacasa me animó a pedir consejo a Albareda, quien a la vista de mis aficiones me sugirió estudiar para ingeniero agrónomo. Mis padres no querían interferir en mi elección, aunque les dolía que me alejara de ellos. Por fin me decidí por la carrera de ingeniero agrónomo, lo que me iba a convertir en uno de los pocos estudiantes de Huesca que por aquel entonces iban a Madrid a cursar estudios superiores. Justo por ese tiempo José María Albareda ganó un concurso de traslado al Instituto Velázquez de la capital de España, lo que iba a permitir que continuara allí nuestra relación.

Durante mis estudios de bachillerato en Huesca se produjeron fuertes convulsiones políticas. Me tocó de cerca la sublevación militar de Jaca, en diciembre de 1930: proclamaron la República y se produjo un encuentro entre las tropas sublevadas y las leales a la Monarquía en las afueras de Huesca, cerca de Cillas, con cañonazos "de verdad" disparados por la artillería, que me alarmaron y sacaron de la cama. Días después tuvo lugar la condena a muerte y fusilamiento en Huesca de los capitanes sublevados Galán y García Hernández.

Llegó la República en 1931. Mi padre, que siendo estudiante quizá llegó a sentir simpatía por movimientos de izquierdas, era hombre a quien gustaba el orden y el trabajo. A principios de los años treinta veía con gran preocupación la actitud revolucionaria, antirreligiosa y de violenta demagogia de los primeros años de la República. Por eso, mostraba inclinaciones hacia los partidos de centro-derecha, por Gil Robles y la CEDA a partir de su creación, aunque también hacia Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera y otros líderes políticos. Yo, con catorce a dieciséis años, participaba, de modo poco definido, en el modo de pensar de mi padre.