Amor a Pedro

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

El punto 520 de «Camino» dice: «Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro». Hay numerosísimas expresiones de Monseñor Escrivá con idéntico o similar contenido; de ellas se deduce que no sólo consideraba el Papado como una institución legitimada por la historia, útil, importante e incluso necesaria para garantizar la unidad y la labor eficaz de la Iglesia en el mundo (todos éstos son puntos que cualquier católico acepta, lo mismo que muchas personas que ni son católicas ni creyentes), sino que amaba al Papa como Cabeza visible de la Iglesia, instituida por el Fundador de ésta, Jesucristo; es decir, como aquel que, como hombre y en la historia, representa a Cristo.Para que se dé este amor no son decisivas las cualidades personales de cada sucesor de Pedro, sino el hecho de que cualquiera de ellos es, en esencia, el mismo Pedro; pues Jesucristo no quiso instituir una cabeza visible para una «Iglesia» meramente humana y temporal o, menos aún, para sus primeros tres o cuatro decenios; Cristo quiso instituir un Pastor supremo para ese Pueblo de Dios que recorre los tiempos como Iglesia visible; un Pastor que fuera hermano de los Obispos, pastores también, y a la vez su regente y padre; un Pastor hermano de todos los cristianos y de todos los hombres; un Pastor, en suma, en quien la caridad, la verdad, la unidad y la autoridad de Cristo se hacen visibles.

El que se acepte este concepto del ministerio de Pedro es, en mi opinión, el núcleo central de cualquier ecumenismo, aunque parezca que hay otras cuestiones controvertidas más profundas y más difíciles de superar, como pudieran ser la doctrina sobre la justificación, sobre los Sacramentos (en especial sobre la Eucaristía), sobre la importancia de «Escritura» y «Tradición», sobre el sacerdocio y tantas más. Esas cuestiones son muy importantes, pero el primado papal está, tanto en la teología como en la práctica, en íntima e indisoluble conexión con todas ellas. Antes de que los «hermanos separados» puedan ponerse de acuerdo sobre lo que no ven, tendrían que reconocer lo que está ante sus ojos: el sucesor de Pedro, el Papa. Este punto tiene que ser el comienzo, no el final, de un sincero ecumenismo. La naturaleza humana enseña que, por lo general, el conocimiento de la verdad, la permanencia en ella y el retorno a ella se logra con dos condiciones: obediencia y humildad; condiciones que se manifiestan en cosas concretas y reales, en el espacio y en el tiempo, en lo humano y deficiente, o sea, allí donde nos pueden resultar duras y causar dolor. La historia de la Iglesia, además, nos muestra que, si se ven las cosas con calma,. hay muchas más herejías consecuentes a los cismas que al revés.

En este sentido, ser verdaderamente «romano» es ser verdaderamente «ecuménico»... y viceversa. A menudo se olvida esto en nuestros días. Ante periodistas, Mons. Escrivá comentó que, con ocasión de una audiencia, había dicho al Papa Juan XXIII: «En nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad». Este comentario, que suena quizá algo pretencioso, expresaba una idea tan importante para el Fundador que lo citó dos veces, la primera en un periódico francés, la segunda en otro español (18). Al hacerlo quería rectificar las confusas concepciones sobre el ecumenismo que proliferaron después del Concilio. Y como era hombre de criterio claro y limpia distinción, diferenciaba entre las actividades comunes de personas «de buena voluntad», que por su fe en Dios o en Cristo o por su actitud ética están dispuestas a servir al bien común, y la unidad en la fe. Entre los cristianos, ésta no puede conseguirse (un punto sobre el que no le cabía ninguna duda) por medio de negociaciones o de un compromiso en que cada parte «concede» un poco y «acepta» otro poco, sino sólo por la conversio in corde, un don del Espíritu Santo que ha de mover a los que se han marchado a retornar a la casa del Padre común. El amor que hemos de tener a los «hermanos separados» (como a todos los hombres, cristianos o no) no puede suponer, pues, una merma del amor a la verdad, a cuyo servicio estamos llamados y de la que no podemos disponer. Siempre distinguió Monseñor Escrivá de Balaguer el error y las personas equivocadas: rechazaba el error, pero respetaba a la persona que lo sostenía. Defendía la libertad de la persona (también la libertad de equivocarse). Pero nunca permitió que se tuviera la impresión de que la Obra es, como se suele decir hoy en día, «supraconfesional»; no, la Obra es  católica cien por cien; por eso precisamente tiene un espíritu abierto y ama a todos los hombres, aunque en grado diverso. «Ciertamente los miembros son católicos -decía-, y católicos que procuran ser consecuentes con su fe (...) Desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad»(19).

Monseñor Escrivá de Balaguer dejó escritas ocho meditaciones sobre el tema de la «unidad de los cristianos» (20), para los días del octavario por la unidad en la fe, que se celebra cada año. En esos textos se recuerdan los fundamentos sobre los que se basa la unidad, aclarando así las condiciones que son decisivas para poder reconquistarla: en Jesucristo nos sabemos unidos a todas las criaturas. Él es Cabeza de la humanidad y de la Creación toda... Para poder vivir esta unidad tenemos que unirnos personalmente a Cristo y mover a los que nos rodean a que también ellos se identifiquen con É1 (21). Una unidad así vivida no es ni una «mezcolanza» de sentimientos religiosos, ni un estadio determinado dentro de un desarrollo histórico-social, ni una unidad forzada por nosotros mismos; esa unidad tiene que darse en la Iglesia, comunidad instituida por Dios con las notas de catolicidad y universalidad (22); en ella encuentran sitio personas de todo tipo, con distintos puntos de vista en lo opinable (y eso también tiene que estar claramente definido: lo que es opinable y lo que no lo es), pero que, al mismo tiempo, es depositaria de una verdad de fe íntegra, que no se halla en un continuo status nascendi a lo Hegel, sino que es un depositum fidei perfectum. Un ecumenismo sincero, por lo tanto, debe combinar la firmeza con respecto a ese depositum y la bondad y comprensión para los que aún están en camino de alcanzarlo (23). La unidad interior en la fe y la fidelidad a ese depósito dentro de la Iglesia católica son el más fuerte estímulo para el retorno de los cristianos separados (24). Y la garantía segura para la conservación y para la reedificación de esa unidad que tanto anhelamos es el Papa (25).«Para mí -decía Monseñor Escrivá de Balaguer a un periodista-, después de la Trinidad Santísima y de nuestra Madre la Virgen, en la jerarquía del amor, viene el Papa» (26). Nunca iba a la Plaza de San Pedro en Roma sin rezar un Credo pidiendo especialmente por el Papa; y recomendó a todos los miembros de la Obra que adoptaran esta costumbre. Quería que la primera visita de sus hijos en la Ciudad Eterna les llevara a San Pedro, como muestra de la fidelidad a la Iglesia Romana. Con tres Papas -Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI- mantuvo él mismo encuentros personales y una frecuente correspondencia (27). En Roma tuvo dos veces ocasión de seguir de cerca la elección de un nuevo Papa: «Cuando el Siervo de Dios vio salir el humo blanco anunciando que teníamos Papa, inmediatamente se puso de rodillas, gesto que secundaron todos los que estaban con él, y, sin saber quién era el elegido, rezó la siguiente oración: Oremus pro Beatissimo Papa nostro... » (28).

Cuando, durante los años posteriores al Concilio, la, Iglesia tuvo que superar erosiones internas que se extendían como en oleadas (doctrinas falsas, rebeldías de teólogos, decadencia general de la disciplina, fuga de sacerdotes y arbitrariedades en la liturgia), el Fundador confesaba: «Sufro, ¡para qué voy a ocultarlo!; y sufro también pensando en el dolor del Papa» (29). En los últimos años de su vida, según indican los Artículos del Postulador, ofreció a diario al Señor su vida por la Iglesia y por el Papa. Pedía que Dios tomara su vida como holocausto por la Iglesia, para que se diera una nueva floración de santidad y de buena doctrina, un nuevo recomenzar como en Pentecostés... «Cuando vosotros seáis viejos -decía a sus hijos-, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas» (30). El mismo amor, la misma estima sentía por la Jerarquía, por los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Precisamente por eso -y no por su categoría personal o por su popularidad- tienen derecho a veneración y respeto, es decir, a una actitud que ¡incluye la obediencia. El Fundador del Opus Dei hizo que todos los miembros rezaran cada día por el Papa y por el Obispo de sus respectivas diócesis y que, dentro y fuera del ámbito eclesiástico, les fueran leales, de palabra, por escrito y en sus hechos.

Los Papas y los Obispos correspondieron al cariño y a la entrega de Josemaría Escrivá de Balaguer con simpatía, admiración y apoyo. Quizá no entendieran todos las dimensiones del «fenómeno del Opus :Dei» o no se dieran cuenta de la grandiosa personalidad del Fundador, pero en lo que respecta al fruto visible, al asentimiento de la Santa Sede y al constante aliento de la jerarquía, Mons. Escrivá de Balaguer logró realmente abrir dentro de la Iglesia un camino nuevo y renovador, tal como Dios se lo había encomendado.

Sabemos que Pablo VI utilizaba «Camino» para su meditación personal. Juan XXIII, por su parte, comentó a su secretario, el futuro Prelado de Loreto, que la Obra «é destinata ad operare nella Chiesa su :inattesi orizzonti di universale apostolato», que «está destinada a abrir en la Iglesia desconocidos horizontes de apostolado universal» (31). Para los Papas Juan Pablo I y Juan Pablo II, el Opus Dei y su Fundador eran ya hechos históricos objetivos que suponían el comienzo de una nueva época del cristianismo. Todos ellos tuvieron que empuñar -y Juan Pablo II lo sigue empuñando- el timón de la «nave de Pedro» en el tormentoso mar de los años conciliares y posconciliares, años en los que el barco «rechinaba en todas las junturas».

La situación de Pío XII era muy distinta: tuvo que conducir a la Iglesia a través de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, pero la Iglesia, en su interior, parecía fuerte y sana (y lo era en su mayor parte). Su prestigio, el del Papado en general y el de Pío XII en particular, alcanzaron entre 1946 y 1958 una cima no alcanzada desde la Reforma protestante, que ya no parecía posible alcanzare (32). Fue precisamente este Papa el que, en una época en la que ningún peligro interno parecía amenazar a la Iglesia y en la que las persecuciones externas (por ejemplo en los países comunistas) acrecentaban la gloria de sus mártires, se dio cuenta de la necesidad de realizar una intensa labor apostólica en medio del mundo; y vio también, en la Obra fundada por aquel sacerdote español, un medio querido por Dios para este fin. Clarividencia que, sin duda alguna, formaba parte de un cambio de rumbo inspirado por Dios, un cambio de enorme trascendencia.

Encarnación Ortega, que a principios de diciembre de 1946 llegó a Roma con otras mujeres del Opus Dei para, en su día, ocuparse de la administración de la sede central, narra una audiencia privada que Pío XII le concedió a ella y a Carmen, la hermana del Fundador, por deseo expreso de Mons. Escrivá y gracias al empeño del Secretario General, don Alvaro del Portillo, que estaba muy bien considerado en los ambientes vaticanos. La descripción es tan conmovedora como interesante, pues transmite algo de la afabilidad humana del Papa Pacelli y también de la despreocupada candidez de sus visitantes (33). «Nos acompañó don Alvaro como introductor en el Vaticano y para estar con nosotras mientras duró la espera. Fuimos pasando distintas guardias -la suiza, la palatina, la noble- y distintos salones. En el inmediato al que nos recibió el Santo Padre, había un silencio sepulcral...» Don Alvaro -sigue comentando Encarnación Ortega- enseguida comenzó a explicar a los componentes de la guardia noble lo que era el Opus Dei. Por fin, se pidió a las dos que entraran. «Pasamos nosotras. Después de besar, con la rodilla en tierra, la mano de Pío XII, le explicamos que Carmen era la hermana de nuestro Fundador y que yo era del Opus Dei: una de las que habían llegado a Roma para comenzar la labor en Italia. Le dijimos el cariño que teníamos al Vicario de Cristo, aprendido de nuestro Fundador, y cómo nosotras queríamos que el Santo Padre encomendase la labor de la Sección femenina en la Ciudad Eterna y, especialmente, que encomendase al Padre. Entonces nos contestó que lo hacía todos los días, desde el año 1943, fecha en que lo había visitado don Alvaro del Portillo». Entonces no era sacerdote -añadió el Papa- y venía con el uniforme de gala de ingenieros. «En aquel encuentro me encargó que pidiese por el Fundador del Opus Dei. Desde entonces lo hago todos los días. Tengo en mi mesilla el ejemplar de Camino que me regaló.» El Papa pasó luego a comentar que había recibido la visita de otro socio de la Obra, José María Albareda, que le había impresionado por su talla intelectual y científica. Es de destacar la contestación de las dos mujeres: «Le comentamos cómo en la Obra cada uno se santifica con su trabajo: el investigador, investigando; la profesora, dando clases y ocupándose de sus alumnos; el ama de casa, viviendo amorosamente sus obligaciones familiares (...), y que si el trabajo era el medio de encuentro con Dios, era lógico que pusiéramos en él el mayor empeño».

Estas palabras -sobre todo si recuerdo mi propio encuentro con Pío XII en 1953- me llenan de admiración por su despreocupación. La que escribe estos recuerdos anota que contaron al Santo Padre detalles de la labor apostólica y del crecimiento de la Sección de mujeres, intercalando algunas anécdotas. Seguro que el Papa se dio cuenta del espíritu filial, completamente genuino, de las dos mujeres, atribuyéndolo -como un reflejo de la filiación divina- al mensaje del Opus Dei.

Esta estrecha unión de Mons. Escrivá de Balaguer con la Santa Sede permaneció inalterada hasta su muerte y continúa ahora bajo su sucesor.

En 1957, Monseñor Escrivá fue nombrado miembro de la Pontificia Academia de Teología y Consultor de la Congregación de Seminarios y Universidades. Ya cuatro años antes, en 1953, el Prefecto de esta Congregación, el Cardenal Pizzardo, le expresaba en un documento su reconocimiento por la erección, dirección y labor de formación del Collegium Romanum Sanctae Vía (34), de Roma, inaugurado en 1948. En 1953 entró en funcionamiento un Centro análogo para las mujeres del Opus Dei, el Collegium Romanum Sanctae Mariae.

En 1952 había abierto sus puertas, en una fase previa, lo que más tarde sería la Universidad de Navarra, de la que hablaremos más adelante, y había ya numerosos colegios en varios países en los que el Opus Dei se había hecho cargo de la dirección de las actividades formativas.

En 1957 se encomendó a un sacerdote de la Obra la Praelatura nullius de Yauyos, en Perú, un territorio inmenso y escabroso con varios picos andinos de más de cinco mil metros de altitud, poblado de indios depauperados.

En 1961, Juan XXIII nombró a Monseñor Escrivá Consultor de la Comisión para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico.

Como se ve, al Fundador del Opus Dei nunca le faltaron encargos de la Santa Sede, algunos particularmente difíciles. Y nunca eludió el deber de aclarar las cosas. En 1966 contaba que, en cierta ocasión, un Cardenal le había recordado la norma vigente en la Curia: «A veces hay que hacerse el muerto para que no le maten a uno». Y respondió que él, cuando hablaba con la Santa Sede, siempre se expresaba con claridad, sin preocuparse de que pudieran surgirle incomprensiones por confesar la verdad que llevaba en el corazón. Si consideramos su vida en general, debemos subrayar que esta aseveración suya se vio confirmada por la comprensión, cada vez más amplia y profunda, que las autoridades eclesiásticas le prestaron siempre.