«Alma sacerdotal» y «mentalidad laical»

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En varias ocasiones hemos resaltado que Monseñor Escrivá no sólo fundó el Opus Dei, sino que él mismo fue Opus Dei, y, además, durante más de un decenio, lo fue él solo. Hasta después de la guerra no le fue posible encomendar a aquellos que ya llevaban años en el Opus Dei y que había ido preparando con su ejemplo y su doctrina, parte de la labor de formación religiosa y espiritual de los muchos que se acercaban a la Obra y de los que iban pidiendo la admisión. Isidoro Zorzano (que, para gran dolor del Fundador, falleció en 1943), Alvaro del Portillo, Ricardo Fernández Vallespín, Pedro Casciaro y otros estaban ya en condiciones de transmitir el espíritu y la naturaleza del Opus Dei y de ocupar cargos de dirección. Poco a poco fue aumentando el número, la intensidad y la calidad de los que iban ayudando, quienes, a su vez, por delegación del Padre y Fundador, participaban así de la gracia fundacional. Sin embargo, había una barrera infranqueable, que don Josemaría denominaba «el muro sacramental» Los que tenían simpatía por la Obra, los que estaban en camino de recibir la vocación y los que ya la habían aceptado, tenían que confesarse con el Padre o bien con otros sacerdotes que no eran del Opus Dei. Ahora bien, confesarse con el Padre se iba haciendo cada vez más difícil, pues la Obra crecía y se extendía sin cesar. No era éste un detalle sin importancia; tenía un relieve singular, pues los miembros de la Obra acuden al Sacramento de la Penitencia no de vez en cuando o en caso de pecado mortal o «por lo menos una vez al año, por Pascua florida», sino, normalmente, cada semana. El núcleo fundamental de la espiritualidad del Opus Dei, la búsqueda de la santidad en la vida corriente, incluye la lucha contra el pecado venial y contra las debilidades y defectos personales; incluye también -claro está- el arma más importante en esa lucha: la cercanía sacramental a Cristo en la Confesión y en la Eucaristía. Eso hacía que mientras el Fundador fuese el único sacerdote del Opus Dei, todo este sector, vital para la Obra, estaba en sus manos; sólo podía delegarlo en las de otros sacerdotes diocesanos a los que había pedido que le ayudaran.

Ni que decir tiene que cualquier católico puede recibir válidamente el Sacramento de la Penitencia de manos de cualquier sacerdote y que los consejos, amonestaciones e indicaciones de un sacerdote fiel a la doctrina de la Iglesia siempre serán de provecho. Ahora bien, la Confesión, para los miembros del Opus Dei, no es sólo un medio de obtener el perdón sacramental de los pecados, sino también un medio de formación de importancia capital para poder ir creciendo en el espíritu de la Obra y en la espiritualidad laical y secular que le es característica. Por eso un miembro del Opus Dei difícilmente puede confesarse bien con un sacerdote que sepa poco del Opus Dei, que no lo entienda o que lo ignore, pues ese sacerdote tendrá dificultades para matizar -y aconsejar debidamente al penitente- en el terreno de los pecados veniales, de las faltas pequeñas de cada día, de lo que se refiere al cumplimiento del plan de vida de la Obra, etc. Es decir, en todo lo que constituye la fidelidad a la vocación de un miembro del Opus Dei.

Dieciséis años estuvo el Fundador en esta situación. No por eso dejó nunca de confesarse, según dijo él mismo, al menos una vez por semana y a veces dos o tres... Y no porque fuera escrupuloso -decía-, sino porque sabía lo que venía bien a su alma (40).Don Josemaría se daba perfecta cuenta de lo que significaba la ausencia de sacerdotes en el Opus Dei y buscaba una solución. Lo cual no quiere decir que no tuviera en gran estima a sus confesores (como a todos los sacerdotes), quienes, por su parte, tal vez vieran en él alguien que les animaba a su propia santificación. José María García Lahiguera, que luego sería Arzobispo de Valencia, con quien se confesó entre 1940 y 1944, escribía en 1976: «No era un alma complicada, sino sencilla, rectilínea... Para afirmar esto tengo una prueba muy clara y que para mí, como para cualquier confesor, es definitiva: que sus confesiones eran siempre breves: él me hablaba, yo le hablaba y terminábamos» (41). El Obispo constata que, en este punto, nunca cambió nada; y treinta años después aún destaca una característica de don Josemaría que supongo que le atraería especialmente: «Nunca se presentaba como víctima» (42).

El remedio era patente: el Opus Dei, para poder seguir su camino en el mundo, necesitaba sacerdotes que tuvieran el mismo espíritu de los laicos de la Obra, que procedieran de esos laicos y que unieran en su sacerdocio ministerial el «alma sacerdotal» y la «mentalidad laical» que deben caracterizar a todos los miembros del Opus Dei. Pero para poder realizar este deseo había que resolver primero un difícil problema pastoral con múltiples implicaciones humanas, teológicas y jurídicas entrelazadas entre sí. El problema consistía en que los laicos que habían recibido la vocación al Opus Dei debían ahora recibir, en él, la llamada al sacerdocio sin que por eso se lesionara o se perdiera la unidad de la vocación a la Obra; algo que sólo podía realizarse si se aclaraban algunos datos esenciales sobre la naturaleza de la existencia cristiana. Dicho con otras palabras: era preciso que se comprendiera y se aceptara que la intención divina al suscitar el Opus Dei (y el lector me perdone que lo repita tan a menudo) era «refrescar», rejuvenecer, renovar la vida cristiana siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos; es decir, hacer que en la Iglesia hubiera una familia espiritual que entendiera el mundo y la vida cotidiana tal como lo habían entendido los primeros cristianos: como materia sanctitatis et sanctificationis.

Como fruto de la gracia bautismal, todos los cristianos -casados y solteros, viudos y sacerdotes, todos- tienen «alma sacerdotal». Este sacerdocio común de los fieles es esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, aunque tiene la misma razón de ser: la inhabitación de Cristo en el alma. El Fundador de la Obra redescubrió esta verdad, adelantándose así a una de las afirmaciones centrales y más destacadas del Concilio Vaticano II. A la vez, todos los miembros del Opus Dei tienen «mentalidad laical», lo cual es una condición indispensable para su vocación específica, ya que ésta consiste en ir por caminos de santidad y de apostolado cumpliendo con la mayor perfección posible la labor profesional y los deberes y derechos de estado en medio del mundo. Para querer alcanzar la santidad no hace falta rechazar o alterar ese estado. En otras palabras: en la Obra el laico lucha por la santidad como laico y el sacerdote como sacerdote (43).

Aquellos Numerarios que son llamados al sacerdocio (un porcentaje muy pequeño en relación a la totalidad de los miembros) no sufren, por tanto, un conflicto interior, una «crisis de identidad»; su vocación al Opus Dei permanece inalterada e íntegra. La ordenación sacerdotal, según explicaba el Fundador, en nada cambia lo esencial de la vocación a la Obra: la «mentalidad laical» de un sacerdote -qué duda cabe- consiste en ejercer con la mayor perfección posible su trabajo «profesional», o sea, su ministerio sacerdotal. Gracias a que llevan años siendo miembros del Opus Dei y gracias a la «mentalidad laical» que han adquirido, los sacerdotes Numerarios están especialmente capacitados para una acción pastoral en el mundo. Esa mentalidad les hace totalmente inmunes contra cualquier tipo de clericalismo: no se entremeterán en cuestiones incompatibles con su labor sacerdotal, ni en sectores que competen a la responsabilidad libre y personal de los laicos.

El mismo Fundador, a lo largo de toda su vida, dio ejemplo de esta mentalidad laical, que predicó con tanta intensidad y que exigió con tanta fuerza. Fue un sacerdote que «sólo hablaba de Dios», que no quería «mangonear las almas», que no se entremetía en terreno ajeno, que respetaba la libertad de las conciencias y que abominaba de privilegios y exenciones: un sacerdote que quería, eso sí, «vivir con sotana», pero nunca «vivir de la sotana». No aceptaba ni la «capellanización» de los laicos ni la «laicización» de los sacerdotes en política, economía o ciencia profana. Los laicos dedicados a conquistar sacristías eran, en su opinión, ejemplos de un clericalismo malo y pernicioso; y los clérigos que no se ocupaban de funciones sacerdotales eran ejemplos de un laicismo no menos pernicioso. «Yo soy anticlerical -decía en 1972- porque amo al sacerdote» (44).

Su mensaje de que el mundo puede y debe ser santificado desde dentro, por los «cristianos corrientes» que viven «en medio de la calle», rompía los esquemas acostumbrados que hacían creer que la lucha por la santidad exigía la retirada de este mundo («mundo» entendido como el reino cuyo «príncipe» es el enemigo de Dios) y el paso a otro estado, al estado religioso «de almas consagradas a Dios». Para el Fundador del Opus Dei, el estado religioso era algo querido por Dios y necesario para la Iglesia -él mismo lo tenía en gran estima-, pero no el único camino para una perfecta imitación de Cristo. No olvidaba en absoluto que, durante casi mil quinientos años, las órdenes religiosas, desde su bastión de desprendimiento del mundo e incluso de segregación de él, habían influido benéficamente sobre la sociedad humana, bien con la contemplación, bien con las diversas actividades caritativas, como el cuidado de los enfermos, la educación, las misiones, etc.; es más, estaba convencido de que seguirían haciéndolo en el futuro, porque eran necesarias. Pero, por otra parte, captaba perfectamente que la transformación histórica de la convivencia humana reclamaba (más aún, exigía) que, junto a los antiguos caminos, se buscaran nuevas vías de santificación y de apostolado.En nuestros días el apostolado de las órdenes y congregaciones encuentra, en muchos casos, infranqueables barreras, tanto por tratarse casi siempre de apostolados especializados como porque es imposible que algunas de dichas especializaciones se hagan compatibles con el estado religioso; y eso, sin tener en cuenta que la secularización de todos los sectores, que se observa en cualquier parte del mundo y también en países católicos, va limitando las posibilidades de influencia social de las órdenes y congregaciones religiosas.

Me gustaría añadir que no es casualidad, sino providencia divina, que, precisamente en este momento de la historia de la humanidad y de la Iglesia, ese entrar en «los mares de los hombres» y echar las redes «para una pesca milagrosa» se encomiende precisamente a aquellos que no pueden ser acusados de secularización, ni segregados mediante prohibiciones o decretos, porque son cristianos corrientes que viven como ciudadanos normales en su propio ambiente. «Por ese motivo -decía Monseñor Escrivá en 1959- podemos decir, hijos míos, que pesa sobre nosotros la preocupación y la responsabilidad de toda la Iglesia Santa -sollicitudo totius Sanctae Ecclesia Dei-, no de esta parcela concreta o de aquella otra. Secundando la responsabilidad oficial -jurídica, de iure divino- del Romano Pontífice y de los Reverendísimos Ordinarios, nosotros, con una responsabilidad no jurídica, sino espiritual, ascética, de amor, servimos a toda la Iglesia con un servicio de carácter profesional, de ciudadanos que llevan el testimonio cristiano del ejemplo y la doctrina hasta los últimos rincones de la sociedad civil» (45).

Esto, que hoy se lee sin sorpresa y se considera como algo natural y sabido, a comienzos de los años cuarenta era algo nuevo y parecía muy audaz. Ni siquiera los que tenían que ver con ello más directamente comprendieron de golpe toda la profundidad de la conexión interna y la íntima unidad que existía entre «alma sacerdotal» y «mentalidad laical». Aquellos tres que iban a ser los primeros sacerdotes del Opus Dei habían recorrido durante casi diez años un camino de entrega como laicos en el mundo, según el espíritu de la Obra; la vocación al sacerdocio ¿no les podría parecer, en un primer momento, como una contradicción respecto a su genuina vocación laical? Lo que hoy es «transparente» para cualquiera, don Josemaría entonces se lo tenía que explicar, paso a paso, a sus hijos. Se había esforzado, durante años, por encontrar la solución jurídica a un problema a todas luces difícil e incluso contradictorio, aunque esa contradicción -como luego se veríafuera sólo aparente, no real. Cuando el 25 de junio de 1944 recibieron por primera vez tres hijos suyos la ordenación sacerdotal, se sentía a la vez -lo dijo algún tiempo más tarde- muy contento y muy triste: «Amo de tal manera la condición laical de nuestra Obra, que sentía hacerlos clérigos con un verdadero dolor; Y. por otra parte, la necesidad del sacerdocio era tan clara, que tenía que ser grato a Dios Nuestro Señor que llegaran al altar esos hijos míos» (46).

La solución para el problema canónico de cómo el Opus Dei podría contar con sacerdotes procedentes de entre los laicos de la Obra se veía dificultada porque todavía no estaba aprobada como institución de la Iglesia universal; tan sólo había recibido, el 19 de marzo de 1943, la aprobación del Obispo de Madrid como «Pía Unión» para el territorio de su diócesis; el Obispo quiso defender así a la Obra de los ataques que venía recibiendo desde hacía algún tiempo.

Aunque el Fundador no sabía cómo se podría romper ese «nudo gordiano», confiaba firmemente en que, a su tiempo, con la gracia de Dios, se abriría un camino transitable. Con esta seguridad decidió que tres de sus hijos se fueran preparando para el sacerdocio: Jose María Hernández Garnica, José Luis Múzquiz y Alvaro del Portillo. Los tres tenían casi treinta años; dos de ellos pertenecían a la Obra ya desde antes de la Guerra (el tercero desde poco después); los tres habían estudiado y practicado la profesión de ingeniero. De acuerdo con el Obispo, y con su eficaz ayuda, don Josemáría Escrivá pudo reunir un excelente claustro de profesores, de gran nivel científico y teológico; también formaban parte de él media docena de religiosos, dominicos sobre todo. Se constituyó, pues, una casi-universidad privada. Las exigencias correspondían, como es natural, a las disposiciones sobre el estudio de los clérigos en España: no se les ahorró nada. Los exámenes de Latín y de Filosofía los tuvieron que hacer en el Seminario diocesano de Madrid; los exámenes de Teología los fueron realizando en el centro de Diego de León, ante tres profesores. Las clases las tenían también en Diego de León. El Fundador no sólo acompañaba sus estudios con una constante y paternal atención, sino que también les iba grabando, por medio del trato cotidiano, la imagen del sacerdote que él mismo vivía. «La pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei -escribía en 1945- ha de ser predicar y confesar. Ése es su ministerio, ésa su función específica, ésa la razón de su sacerdocio» (47). Y cuando la Iglesia, un cuarto de siglo más tarde, se veía atribulada por la desorientación espiritual de algunos fenómenos en el posconcilio, escribía: «¿Sacerdotes de derecha, de izquierda, de centro? Ni de centro, ni de izquierda, ni de derecha: sacerdotes de Dios. Sólo así será sacerdote para servir a todas las almas, y sólo así sabrá defender la libertad personal responsable de cada uno, en el orden temporal y en todo lo que el Señor ha dejado a la libre elección de los hombres» (48).

Como trece años antes la fundación de la Sección de mujeres del Opus Dei, también la fundación de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» tuvo lugar durante la Santa Misa y también en un 14 de febrero: «El 14 de febrero de 1943, después de buscar y de no encontrar la solución jurídica, el Señor quiso dármela, precisa, clara. Al acabar de celebrar la Santa Misa (...), pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» (49). Encarnación Ortega recuerda que después de la Misa el Padre fue a la pequeña biblioteca de la casa -un centro de la Sección de mujeres- y pidió papel y lápiz; pocos minutos después volvió a salir, visiblemente emocionado: «Mirad -nos dijo, señalándonos una cuartilla en la que había dibujado una circunferencia y una cruz inscrita de proporciones especiales-. Éste será el sello de la Obra. El sello, no el escudo -nos aclaró-: el Opus Dei no tiene escudos. Significa -nos dijo a continuación- el mundo y, metida en la entraña del mundo, la Cruz» (50). Junto con la «Rosa de Pallerols», en muchos centros y altares de la Obra se ve también este sello, que, a la vez, es la definición más breve del Opus Dei.

Esta nueva rama en el tronco del Opus Dei recibió, el 11 de octubre de 1943, el nihil obstat para la erección diocesana; era la primera aprobación canónica de la Obra por parte de la Santa Sede. Se obtuvo con ello el título adecuado para la ordenación, no sólo de los primeros tres, sino de todos los Numerarios de la Obra que seguirían ese camino: unos mil hasta la muerte del Fundador. El nombre completo de la Obra pasó a ser «Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis et Opus Dei», hasta su erección como Prelatura personal en noviembre de 1982.

El 25 de junio de 1944 el Obispo de Madrid confirió el Sacramento del Orden a aquellos tres primeros en la capilla del palacio episcopal. Fue un momento importante en la historia del Opus Dei... en el que el Fundador no estuvo presente. Quería evitar que -sobre todo en aquel día alegre- pudieran situarle en el centro de la atención y de la admiración. «Adoptó su habitual norma de conducta -dicen los Artículos del Postulador-. Por la tarde hubo una tertulia en Diego de León, a la que asistió don Leopoldo. El Obispo, bromeando, preguntaba: "¿Dónde estaba el Padre, que no lo vimos esta mañana?" El Padre no había querido asistir a la ordenación. Durante la ceremonia celebró la Santa Misa pidiendo por los tres nuevos sacerdotes, ayudado por José María Albareda. Estaban los dos solos en el oratorio de Lagasca, rezando y dando gracias al Señor» (51). Al día siguiente, el Fundador fue el primero en confesarse con Alvaro del Portillo, quien siguió siendo su confesor hasta el fin de sus días en la tierra.La «secularidad» del sacerdote que no pertenece a una orden religiosa consiste en ver y realizar su labor sacerdotal como un «trabajo profesional normal»; esta frase es la clave gracias a la cual el Opus Dei quedó abierto a todos los sacerdotes seculares. En los años posteriores a la Guerra de . España, muchos Obispos pedían a don Josemaría que diera ejercicios para el clero diocesano. Había llegado a ser uno de los predicadores para sacerdotes más conocidos de España. El profundo cariño que sentía por los sacerdotes le llevaba a aceptar con alegría las invitaciones de los Obispos. No había sacrificio que no hiciera para cumplirlas: por dar unos ejercicios dejó incluso a su madre enferma en Madrid -no conocía la gravedad de su mal-, donde falleció mientras él estaba ausente- (52). Mientras tanto pensaba insistentemente -casi obsesivamente- en cómo se podría conseguir que los sacerdotes seculares pertenecieran a la Obra. Llegó a tal extremo, que, en un momento determinado, a finales de los años cuarenta, se mostró dispuesto a abandonar el Opus Dei para fundar una institución que se dedicara a fomentar la santidad entre los sacerdotes diocesanos (53). No fue necesario que realizara este sacrificio casi inimaginable porque los sacerdotes encontraron un sitio en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. A partir de 1950, como consecuencia de la aprobación definitiva de la Obra como institución de derecho pontificio, fue posible que los sacerdotes pidieran la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, o sea, también en el Opus Dei. Con ello se cumplió un deseo especialmente apremiante de Monseñor Escrivá de Balaguer.

«El verdadero milagro de los años cincuenta en nuestro país -me dijo el Consiliario del Opus Dei en España- fue el crecimiento realmente explosivo de vocaciones de Sacerdotes Agregados y Supernumerarios de la Obra»- (54).