Con juventud y entusiasmo por Cristo

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La Sección de mujeres del Opus Dei sufrió mucho durante la guerra. Mientras que en 1939 el Fundador pudo recomenzar la labor con los varones con un «equipo base» robustecido por los peligros y las aflicciones que habían superado conjuntamente, en elcaso de las mujeres había que volver a empezar prácticamente desde cero. Las causas son obvias: en las condiciones de guerra que reinaban en las dos partes de España el Padre no había podido mantener contacto personal con ellas. Por eso se rompieron los lazos; durante una temporada incluso circuló el rumor de que el Fundador había muerto. Algunas de las mujeres, a las que ya no podía dirigir personalmente ni transmitir con mayor profundidad el espíritu del Opus Dei (un espíritu que hasta 1936 sólo había empezado a germinar en ellas, pero sin que pudiera echar raíces profundas), se fueron por otros camino y tomaron, en parte, formas de vida propias de las religiosas.

Nada más natural para este «segundo comienzo» (que se incoó ya en Burgos, durante la guerra) que dirigirse especialmente a los parientes de sus hijos y de cuantos participaban en las labores del Opus Dei. Era lógico, puesto que el Opus Dei no se extiende por medio de campañas y acciones de propaganda, sino mediante una siembra y germinación de persona a persona, por «contagio», de amigo a amigo o dentro de una familia. Es natural, pues, que las familias de los miembros y de los amigos de la Obra constituyeran el primer vivero de vocaciones para la Sección de mujeres. Como antes de la guerra, también ahora iban a confesarse con don Josemaría en alguna iglesia de Madrid; las meditaciones las daba en la casa de la calle Jenner, donde, con su madre y sus hermanos, ocupaba una vivienda separada de la Residencia de estudiantes. En 1940 se efectuó el traslado a Diego de León; la Sección de mujeres encontró también allí un «hueco» separado del resto de la casa, y don Josemaría se pudo ocupar de la formación espiritual, de la dirección y de la atención sacerdotal de las primeras. La labor apostólica pronto empezó a crecer visible y continuadamente, de tal forma que ya en 1942 pudo abrirse el primer centro sólo para ellas.

En el capítulo anterior hemos hablado de algunos documentos de gran valor histórico que escribieron los primeros miembros varones del Opus Dei. Afortunadamente contamos también con documentos escritos por las primeras mujeres. Los recuerdos sobre el Fundador que Encarnación Ortega puso por escrito en 1978 con destino a la Causa de Beatificación abarcan más o menos el decenio comprendido entre 1942 y 1952. Están redactados con un estilo muy gráfico y se refieren a una época de gran relevancia histórica para la Obra: años de duras contradicciones para Monseñor Escrivá de Balaguer, pero años, también, en los que se produjo la fundación de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz», el traslado a Roma, la aprobación de la Obra por parte de la Iglesia y el comienzo de la expansión del Opus Dei por todo el mundo. El valor especial del informe de Encarnación Ortega consiste en que no sólo describe el desarrollo de la Sección de mujeres en esos diez años decisivos, sino que capta también perfectamente la personalidad del Fundador, vista con ojos de mujer (18).

Encarnación Ortega trabajó en diferentes centros en España, en los organismos de dirección de aquella región y también, durante años, en la «Asesoría Central», el órgano de dirección de las tareas apostólicas de las mujeres del Opus Dei a nivel universal, con sede en Roma. Aquí, y también antes. y después en España, estuvo muchas veces con el Fundador; hoy vive en España y puede suministrar información de primera mano sobre tres decenios del desarrollo de la Obra y de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer.

Cuando, el Domingo de Ramos de 1941, conoció al Fundador del Opus Dei en Valencia, Encarnación tenía quince años: don Josemaría estaba en la ciudad del Turia dando un curso de retiro para las jóvenes de Acción Católica, en la casa de ejercicios de las Operarias Doctrineras. Participaba por pura curiosidad, como dice ella misma. Un hermano suyo le había hablado de un sacerdote excepcional y había querido conocerlo.«Entramos en la capilla. Poco después llegó nuestro Padre. Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañamos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y de ser generosa con El» (19).

Tras la meditación, Encarnita pudo hablar brevemente con don Josemaría. En pocas palabras, y como de pasada («como en hipótesis», dice), el Padre le fue explicando la Obra, de la que ella hasta entonces no sabía nada, pues su hermano le había hablado de don Josemaría, pero no del Opus Dei: «Buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin salirse de su sitio; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos, convirtiendo -sin hacer cosas raras- la calle en celda... Me habló de la filiación divina como nota que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajaban así, y su gran importancia; de inquietud apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía ...» (20). Quedó profundamente inquieta, pues sentía la llamada...e internamente la rechazaba, como suele ocurrir a menudo. «Hice el propósito de no volver nunca a encontrarme, frente a frente, con el Padre. A pesar de esa decisión, no podía dormir ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador... Aquella idea la tenía viva constantemente» (21).

En la última meditación del curso de retiro, don Josemaría habló sobre la Pasión del Señor. El término «hablar», en este caso, es inadecuado; don Josemaría vivía la Pasión de tal manera en su interior, la hacía tan presente a los que le escuchaban, que éstos iban reviviendo en su alma los padecimientos de Cristo. De ese modo lograba vencer la indiferencia y sacar del anonimato a cada uno. En la meditación habló, con más extensión y por decirlo así- más despiadadamente, de lo que luego repetiría en el «Vía Crucis»: «Amo tanto a Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ... Yo sufriendo, y tú ... cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú ... negándome» (22). En aquellos ejercicios en Alacuás, don Josemaría añadió: «Sé valiente, al menos, y dile que eso que te está pidiendo ¡no te da la gana!» (23). En los treinta minutos de aquella meditación sobre la Pasión, Encarnita tomó una decisión definitiva sobre el futuro de su vida... «Sólo quería -escribe ella misma- decir (al Padre) una cosa: que estaba dispuesta a todo» (24).

A todo aquel que quería servir a Dios, a la Iglesia y a los hombres en la Obra, el Fundador no le ocultaba lo que le esperaba y cualquiera podía entenderlo, por muy joven que fuera: tendría que llevar una vida dura, de gran pobreza; debería estar totalmente disponible, dispuesto a partir para países lejanos..., para Japón por ejemplo, aprendiendo japonés, claro... «Nada importaba ya -recuerda Encarnita-: me había arrancado una decisión plena que, apoyada en la gracia de Dios, salvaría las dificultades» (25).

Cuando algunos atacan al Opus Dei suelen decir que se anima a personas jóvenes a tomar decisiones cuyas consecuencias no pueden sospechar; decisiones para las que no estarían ni capacitadas ni autorizadas, sobre todo si sus padres no las aceptan; por lo tanto, esas decisiones podrían causar daños irreparables...

Ante este argumento parece necesario aclarar algunas cosas. Si nos fijamos en la historia de las vocaciones cristianas a través de los siglos (y vocación es la llamada divina a una entrega sin condiciones a Cristo y a la Iglesia, con la correspondiente aceptación del que es llamado), nos damos cuenta, en primer lugar, de que el Espíritu Santo, que es el que llama, no se preocupa de la partida de nacimiento, sino que escoge a las almas que quiere llamar. No hay regla fija sobre la edad mínima para que un alma pueda comprender lo que Dios espera de él, ni sobre aquella en que es capaz de seguir su voluntad: hay ancianos a los que no se les abren «las puertas de la comprensión» y hay niños a los que se «les enciende una luz».

Hace algunos años, el conocido teólogo Wilhelm Schamoni publicó un pequeño libro, titulado «Jóvenes y santos», en el que presentaba treinta y dos retratos y breves biografías de santos jóvenes y de jóvenes de vida santa. El libro habla de algunos desconocidos y de muchos santos bien conocidos: San Luis Gonzaga, Santa Teresita del Niño Jesús, San Juan Bosco, Santa María Goretti... Es un libro que deberían conocer todos los padres católicos, y especialmente aquellos que no comprenden la vocación de sus hijos a un determinado camino de santidad, pues ello hace que, casi siempre a causa de una preocupación y un cariño mal encauzados, les pongan obstáculos y les planteen dificultades. En el prólogo del libro se leen estas hermosas frases: «Los niños son como una flor que se está abriendo; los jóvenes, como la flor ya en toda su belleza. Están llenos de promesas. Y la santidad hace que esas promesas se conviertan en realidad» (26). Son palabras decisivas. Porque es una gracia muy especial el que los niños o los jóvenes sean llamados por Dios para seguir a Cristo, y que acepten la llamada. Una gracia que debiera mover a los padres a una profunda gratitud. ¿Por qué dudar de que así como hay jóvenes que son «capaces» de llevar una vida de pecado, de prostitución, de extorsión o de violencia, haya otros que también sean «capaces» de todo lo contrario, es decir, de amar a Dios, de entregarse, de vivir la pureza? No me cabe en la cabeza por qué los jóvenes, en la adolescencia, lo quieran los padres o no, han de tener derecho (por lo menos en Alemania) a dejar de asistir a las clases de Religión y no hayan de tener la posibilidad de decidirse por servir a Cristo y a su Iglesia. Esta época, la adolescencia, no es un dato arbitrario: la Iglesia sabe, por larga experiencia, que, por lo general, un cristiano adolescente es capaz de reconocer el modo y la esencia de una vocación divina y de seguirla (27). En muchas vidas de santos jóvenes o de santos que recibieron la llamada divina cuando eran aún muy jóvenes encontramos como común denominador la lucha de los padres contra esa vocación, una lucha a veces brutal e incluso insidiosa. Parece, sobre todo (y tenemos numerosos ejemplos desde Santo Tomás de Aquino hasta nuestros días), que la decisión de los jóvenes de aceptar el celibato «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12) provoca en algunos padres un serio rechazo y, en ocasiones, incluso aversión e ira. Los jóvenes que toman esa decisión experimentan enseguida, y además en el ambiente que les es más querido, que el seguimiento de Cristo no es un paso cómodo, sino que incluye siempre el compartir Su suerte. Qué oportunas son, por eso, unas palabras de Monseñor Escrivá, quien, en cierta ocasión, decía: «Os he de decir en primer término que los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi (Ps CXVII, 100); tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandamientos del Señor. No esperéis a la vejez para ser' santos: sería una gran equivocación» (28). En cuanto a los padres, manifestaba con toda claridad cuál es su deber: deben sentir «una especial veneración y un profundo cariño hacia la castidad perfecta que sabéis que es superior al matrimonio, y por eso os alegráis de verdad cuando alguno de vuestros hijos, por la gracia del Señor, abraza ese otro camino, que no es un sacrificio: es una elección hecha por la bondad de Dios, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor de Jesucristo» (29).

El Fundador de la Obra procuraba que sus hijas, lo mismo que sus hijos, vieran el futuro del Opus Dei como una «realidad anticipada de lo que sería»; era un «visionario» realista... y además un visionario que contagiaba. Según cuenta Encarnita Ortega, ya en noviembre del 1942 había descrito con detalle los futuros campos de acción de las mujeres del Opus Dei en todo el mundo: Escuelas agrarias para campesinas, centros de formación profesional, residencias para universitarias, actividades en el campo de la moda, bibliotecas circulantes, librerías... Todo ello como base y medio -como instrumento- para lo más importante: el apostolado personal». Realmente, hacía falta un gran optimismo sobrenatural para no dudar de que todos los planes y proyectos del Padre, incluso los más atrevidos, se harían realidad; pues la «realidad del momento» no dejaba ver ni siquiera los perfiles de la realidad futura. En 1940-41 las mujeres del Opus Dei «eran» seis jóvenes. Tres no siguieron adelante. Las otras tres fueron fieles yperseveraron. A finales de 1942 eran media docena. En 1975, cuando falleció el Fundador, había más de doscientos centros culturales en todo el mundo, sesenta y dos residencias para universitarias, numerosos Colegios mayores en diecisiete países y otras muchas actividades a cargo de las mujeres del Opus Dei (30).

En el verano de 1942, las mujeres del Opus Dei (o sea aquella media docena) se instalaron en su primer centro propio: un pequeño chalet en la calle Jorge Manrique, 19, sin muebles. Lo más necesario lo trajeron ellas mismas, lo compraron de segunda mano o lo regaló alguna persona generosa. La formación espiritual, la labor apostólica, las normas de vida propias de la Obra y la «vida de familia» eran en todo semejantes a las de los miembros varones del Opus Dei. No hace falta, me parece, explicarlo exhaustivamente: con respecto a la dignidad humana y a la filiación divina no había, para Monseñor Escrivá de Balaguer, diferencia alguna entre hombre y mujer. Esta igualdad, querida por Dios, es la que condiciona, soporta, une y da eficacia a las diferencias propias de cada sexo, queridas también por Dios. En 1967 el Fundador del Opus Dei recordaba que, un cuarto de siglo antes, su intento de que también las mujeres de la Obra adquirieran el grado académico de Doctor en Teología había despertado incomprensión e incluso recelos (31). No pretendía con ello (es superfluo decirlo) que fueran una especie de «sacerdotisas»: quería que mejorara la preparación de las mujeres en la labor de la catequesis, en la enseñanza de la doctrina de fe dentro y fuera de los centros docentes. Las mujeres del Opus Dei asumieron también una tarea específica que sólo a ellas compete o, mejor dicho, distingue: la «administración». Este término, que parece denominar algo burocrático, designa, en la realidad del Opus Dei, todo lo contrario: la creación de un ambiente de hogar en los centros, la atención material de las casas, la colaboración en el bienestar humano de los que allí residen o están de visita..., es decir, todo lo que suele hacer una buena madre de familia. No es casualidad que el Fundador llamara a la «administración» el «apostolado de apostolados». En los primeros tiempos de la Obra, como ya_ dijimos, fue el Padre, con algunos de sus hijos, quien se ocupó de las labores domésticas. Luego, cuando su madre y su hermana se instalaron en casas próximas a diversos centros o residencias, las dos fueron llevando más y más estas tareas, con alegría y como la cosa más natural del mundo, hasta ocuparse de toda la atención de la casa, incluyendo, por ejemplo, el lavado de la ropa o el zurcido de los calcetines. Dolores y Carmen Escrivá fueron la primera «administración» del Opus Dei. Cuando murió doña Dolores, en 1941, toda esta labor recayó sobre Carmen. Con la expansión de la Obra y el crecimiento del número de centros, se hizo necesaria una solución definitiva. Y si se tiene en cuenta que el Opus Dei es una familia espiritual, la solución estaba clara: era natural que fueran las hijas y hermanas las que, en la familia, se ocuparan del hogar. Se abría así, para las hijas del Fundador, un campo inmenso de apostolado, de importancia vital para el carácter familiar de la Obra; un campo de santificación en una labor profesional cuya relevancia a menudo se olvida, y un campo de apostolado en el servicio del hogar con la creación de Escuelas de formación especializadas; un apostolado, en suma, cuyas benéficas consecuencias eran entonces casi imprevisibles.

En el verano de 1943, cuando abrió sus puertas el nuevo Colegio Mayor Moncloa, el Padre, por primera vez, encomendó la administración a las mujeres de la Obra. Encarnación Ortega narra muy expresivamente los comienzos (32): eran tres mujeres jóvenes -no habían cumplido todavía los veinte años- y, por aquel entonces, totalmente inexpertas en la atención de una casa. Además, se trataba de una casa llena de complicaciones; tenían que limpiar y mantener en orden las habitaciones de unos cien estudiantes, las salas de estar, el oratorio, etc.; realizar las compras, preparar el menú de las comidas, cocinar, lavar, planchar y coser; llevar las cuentas y afrontar las dificultades económicas... Todo ello, sin descuidar las normas de la Obra: cada día, la Santa Misa, la oración, la lectura espiritual, el rezo del Rosario... ¡Dios mío!..., las pobrecillas iban de aquí para allá como pajarillos que han perdido la orientación; les parecía que estaban fracasando en toda la línea y veían cómo la marea iba creciendo... Así estaban las cosas cuando, dos días antes de la Navidad, las visitó el Padre; y su inquietud se desbordó: así no valía la pena seguir trabajando, era imposible... Y le contaron todo lo que les preocupaba. Don Josemaría permanecía silencioso y sereno, aunque apenado. Y, además -le dijeron finalmente-, con todo aquel trabajo no tenían tiempo para rezar; intentaban hacerlo «entre medias», pero sin necesidad, sin darse cuenta de que hablaban con Dios... Y, de repente, lo que en el Fundador había sido sólo preocupación se transformó en profundo dolor. ¿Es que su predicación sobre la unidad de vida, la continua presencia de Dios en una fusión constante de acción y contemplación, la alegría permanente como consecuencia de la filiación divina -también y especialmente en las contrariedades había sido inútil? ¿Es que sus hijas en el Opus Dei no habían comprendido lo que era la esencia del Opus Dei? ¿Es que las mujeres del Opus Dei, con su cohesión tan sutil, apenas incoada y todavía no fortalecida en las tormentas, iban a volver a perderse y a desintegrarse? Y prorrumpió a llorar, con un llanto amargo. Las jóvenes se quedaron como de piedra. «Quizá -escribe Encarnación Ortega- fue el momento del trato con nuestro Padre que recuerdo con mayor viveza y siempre con gran emoción: aquella persona que había visto con tanta fortaleza en momentos de insidias y calumnias; que parecía estar siempre por encima de todas las dificultades, sabiendo darles un tono positivo y sobrenatural y tratando de no agrandarlas, se derrumbó por completo» (33). Pidió luego un papel y apuntó: «1) sin servicio; 2) con obreros; 3) sin accesos; 4) sin manteles; 5) sin despensas; 6) sin personal; 7) sin experiencia; 8) sin dividir el trabajo». Trazó una raya y escribió debajo: «1) con mucho amor de Dios; 2) con toda la confianza en Dios y en el Padre; 3) no pensar en los desastres hasta mañana durante el retiro». Y don Josemaría pidió a sus hijas que no comentaran entre sí lo que había sucedido. Luego hizo que le prometieran que habría una buena cena aquella noche, que estarían alegres y contentas. Al día siguiente el Fundador explicó a Encarnita por qué había llorado: «... porque no hacíais oración. Y para una hija de Dios en el Opus Dei el trabajo más importante, ante el que hay que posponer todo lo demás, es éste: la oración» (34).

Una de las deformaciones de la imagen del hombre que en nuestros días se da con más frecuencia, y con terribles consecuencias, nace del desprecio hacia la actitud de servicio: la sospecha de que la exigencia y la voluntad de servicio no son más que un maligno truco de los «poderosos» y una humillación para los «oprimidos», que no se dan cuenta de la trampa. Se piensa que servir es el principal obstáculo para la autorrealización, y son cada vez más los que rechazan o miran con repugnancia el servicio a otras personas. Los idealistas que trabajan en los servicios sociales, en la atención de enfermos, en la ayuda al desarrollo, no cuentan con el apoyo del espíritu de los tiempos. Tienen que superarlo muchas veces con cierto heroísmo interior; no ejercen profesiones «prestigiosas». Ya es malo que los hombres no quieran servir, porque se les ha dicho que servir es de «tontos» o algo «fascista», pero cuando también las mujeres se contagian de ese rechazo es una catástrofe. Muchas jóvenes pasan por toda clase de humillaciones con tal de trabajar en una oficina o en una fábrica, porque consideran como trabajos de menor valor y dignidad la atención de la cocina, ser empleada del hogar o cuidar de los niños. Y esto también sucede si se trata de cuidar a los propios hijos: un trabajo no renumerado, que exige a veces el abandono de la profesión, que según dicen algunas es lo único que «las realiza plenamente». Muchísimas mujeres y madres sufren un descontento crónico porque se les ha quitado la conciencia de la dignidad de su vocación específica, una vocación que corresponde a todas las épocas y llega hasta las raíces de la humanidad; a cambio, se les ha dado una brújula mal orientada. «Prefiero -me dijo una vez una joven- quedarme en paro a limpiar los zapatos de otro o ponerme a hacer camas. Eso no se me puede exigir»...

A Monseñor Escrivá de Balaguer siempre se le pudo exigir: no sólo porque Dios le exigió mucho, sino porque durante casi cincuenta años enseñó que un «serviam!» -serviré- dicho por amor a Dios y, por Dios, a los hombres es el núcleo de cualquier lucha por la santidad y, además, condición indispensable para una alegría de vivir sólida y profunda. Infinitas veces rechazó la distinción entre trabajos «elevados» y trabajos «bajos»: el trabajo y el servicio reciben su valor sólo por la medida del amor con que se realizan. Así se hace patente que precisamente el trabajo, el «servir» en la propia familia o en otro hogar, tienen un valor eminente; pues ese amor que se concreta en mil detalles para crear un hogar agradable es algo muy natural, sobre todo para la mujer. «No hay que olvidar -decía en 1968 a una periodista- que se ha querido presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto... Es necesario que la persona que preste ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada... Toda tarea social bien hecha es un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez... Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía del Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario» (35). Partiendo de esta actitud animó desde el principio a las mujeres del Opus Dei a erigir Escuelas de Capacitación Doméstica en las que las jóvenes aprendieran a realizar el trabajo del hogar de forma íntegra y moderna, incluyendo todos los medios técnicos y los aspectos económicos, y que aprendieran también que, si realizan este trabajo con amor, están muy cerca del corazón de Dios. En todo el mundo muchas mujeres viven su vocación al Opus Dei a través de esta forma peculiar de entrega.

Grande era el cariño del Fundador por aquellas hijas suyas que trabajaban en profesiones domésticas. Ese cariño se expresaba en multitud de detalles y en una preocupación muy especial por ellas, empezando por el cuidado de su armonía interna y externa, siguiendo por el consejo de comprar una lavadora o una plancha nueva y terminando por enseñanzas dichas alguna vez en tono enérgico. Un día, al darse cuenta de que una de sus hijas vacilaba ante un trabajo molesto, tomó el cubo y empezó a trabajar. «Hija mía, no lo hago por nada, sino porque soy vuestro padre y vuestra madre -porque no habéis tenido fundadora-, y debo enseñaros. Quiero que lo tengáis todo muy limpio, ¡reluciente!, ¡que se vea la cara!» (36). Debajo de un grifo que goteaba descubrió un día un pequeño charco que había pasado inadvertido. Tomó un trapo y lo limpió: «Hija mía, esto se hace así, y después de hacerlo se dice una jaculatoria al Señor o a la Virgen: por mi hermana, por mi padre, por quien sea, pero con amor de Dios» (37).

Este amor no debe ponerse de manifiesto como un terremoto, sino con «micro-elementos» que, sumados unos a otros, superan la potencia de un terremoto. Por eso el que se descuidaran los pequeños detalles dolía especialmente a don Josemaría, por lo que suponía de falta capital contra el espíritu de la Obra. En 1946, poco antes de partir para Roma, visitando el centro de las mujeres del Opus Dei de la calle de Lagasca, observó que en una habitación que tenía cuatro armarios grandes, uno de ellos no estaba bien cerrado. «Esto no puede ser -exclamó-. ¿Dónde está la presencia de Dios?» Abrió otro, y lo encontró desordenado, por lo que, disgustado, añadió: «Tenéis que vivir todo con más responsabilidad». Pero cuando vio sobre una mesa las compras del mercado, todavía sin ordenar, indignado, alzó la voz, aunque, inmediatamente, cambió de tono y exclamó: «Señor, perdóname». Luego, dirigiéndose a la que allí estaba, dijo: «Hija mía, tú perdóname también» Y ella: «Por favor, Padre, a mí no me pida perdón, que tiene usted razón». «Sí, porque lo que estoy diciendo es verdad, pero no te lo debo decir en este tono» (38).