Burgos o la preparación para tiempos de paz

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La castellana ciudad junto al Arlanzón, famosa por su Catedral (una joya gótica de renombre europeo), tiene, precisamente en ella, un punto de contacto con Alemania: dos alemanes, padre e hijo, contribuyeron decisivamente, en el siglo XV, a terminar la edificación comenzada en el XIII: Juan y Simón de Colonia. En los años treinta de nuestro siglo, la ciudad del Cid contaba con unos treinta mil habitantes. Burgos, que en 1808 había sido tomada por los franceses y liberada en 1813 por Wellington, se puso de lado del general Mola el 20 de julio de 1936. Allí se constituyó, el 26 de julio, una junta de Defensa Nacional y allí se proclamó, el 1 de octubre de 1936, a Francisco Franco como nuevo Jefe del Estado español. Burgos fue, hasta el final de la guerra, la sede del gobierno de la España «nacional».

Había motivos claros para que don Josemaría Escrivá de Balaguer fuera a vivir a esa capital provisional; allí podía ponerse en relación con el Obispo de Madrid y esperaba encontrar unas condiciones relativamente favorables para continuar su labor apostólica y la del Opus Dei, por lo menos en esa media España nacionalista. A comienzos de febrero llegó a la ciudad, procedente de Pamplona. Se alojó en una pobre pensión de la calle de Santa Clara, donde ya vivía Albareda, que trabajaba en las oficinas de un organismo oficial, y más tarde se mudaron al modesto hotel Sabadell. Todos los jóvenes que habían escapado de la zona roja, muchos de ellos desertores del ejército republicano, habían sido alistados inmediatamente en el «otro» ejército. Por eso, hacia el final de la Guerra, la mayoría de los miembros y amigos de la Obra formaban parte del ejército «nacional», y muchos estaban en los frentes. Y como en esta guerra fratricida casi no se hacían prisioneros y un desertor a quien se apresara no quedaba con vida, nos podemos imaginar qué preocupación suponía para el Fundador la suerte de cada uno de sus hijos.

Francisco Botella, Paco, y Pedro Casciaro, los compañeros de fatigas de los Pirineos, cumplían el servicio militar en Burgos y podían acompañar al Padre. Pasaron a ser así sus colaboradores más inmediatos. Los recuerdos que han escrito para la Causa de Beatificación son un testimonio precioso -y también amenosobre aquel tiempo en Burgos. Muestran, en una densa concentración referida al año 1938, el perfil humano de Mons. Escrivá de Balaguer en todas sus facetas: su enorme capacidad de trabajo; su heroico espíritu de pobreza, que entonces -y en muchas ocasiones futuras- comprendía el soportar gustosamente, con humor y sin quejas, la falta de lo más elemental; su serenidad y prudencia en las más difíciles situaciones; su pedagogía, que sabía combinar cariño y autoridad sin pedantería, con amor al sacrificio, fortaleza de ánimo y buen humor.

Pedro Casciaro brinda ejemplos elocuentes de todas estas actitudes (56). Por él sabemos que en la historia de la Obra ha habido no sólo personas santas y audaces que consiguieron cosas extraordinarias, sino también... algún que otro «jaimito». Este papel lo compartían, a conciencia, Paco y él mismo. Un ejemplo: el Fundador había recibido un regalo de su amigo, el Obispo de Pamplona: un sombrero negro, ya usado, pero que por lo menos serviría hasta que se pudiera comprar uno nuevo. Sin embargo, la compra se demoraba, pues el dinero apenas llegaba para pagar el hotel y la comida, y el pobre sombrero cada vez estaba más gastado y deslucido, de tal forma que llegó a tener un brillo verdoso. Con gran realismo se dieron cuenta de que tendrían que obligar al Padre... Pero ¿cómo? Hablar con él no servía de nada. «Decidimos -escribe Casciaro- "actuar"... En ese momento estábamos acabando de preparar el envío de un número de "Noticias"... De pronto se nos ocurrió una idea que nos pareció luminosa: ¿Y si recortáramos el sombrero en trocitos y los enviáramos de recuerdo a los que estaban fuera? Ellos se llevarían una alegría y el Padre..., al no tener sombrero que ponerse, no tendría más remedio que comprarse uno nuevo. Dicho y hecho. Creo que fui yo quien se decidió a cortar el primer trozo de fieltro. Una vez comenzado el desaguisado, no había más remedio que continuar, colaborando Paco con gran entusiasmo. Los recortes fueron lo suficientemente pequeños para no tener que aumentar la franquicia postal, que ya estaba puesta. Echamos al Correo inmediatamente los sobres, de modo que cuando volvió el Padre al Hotel ya no había cuerpo alguno del delito» (57).

Bien está lo que termina bien: tras una severa reprimenda, quieras que no, sombrero nuevo. Sin embargo, una segunda coacción de ese estilo, esta vez con respecto a una nueva sotana, fracasó plenamente. Dicho y hecho: rasgaron de arriba abajo y a conciencia, ris-ras, la parte de atrás de la vieja y gastada sotana, reluciente ya por el uso..., pero se equivocaron en las consecuencias: cuando volvieron a la habitación, don Josemaría estaba allí, sentado y cosiendo, con paciencia y sin decir una palabra, su «funda de paraguas», como llamaba a veces a su sotana. Y siguió llevándola durante mucho tiempo..., pero ahora con un aspecto todavía mucho peor (58).

Durante el día, mientras Albareda y los dos soldados iban a sus quehaceres, el Padre trabajaba muchas horas solo. En esos meses completó las «Consideraciones espirituales» del año 1934, que recibieron así su forma definitiva, publicada en 1939 bajo el título de «Camino». La mayoría de los puntos estaban escritos a mano, y prácticamente todos eran el resultado de su propia experiencia espiritual y del trato sacerdotal con hombres de carne y hueso, con personas que vivían en situaciones concretas de la vida real. El Fundador tenía por costumbre ir anotando en pocas palabras pensamientos, ideas y experiencias que le parecían dignas de ser fijadas por escrito. Para ello llevaba unas hojas sueltas en el bolsillo izquierdo de la sotana; cuando hablaba con una persona o cuando estaba con un grupo, en cosa de segundos -casi nadie se percataba- tomaba unas notas. Al principio las iba pasando a limpio usando una vieja máquina de escribir con bastante esfuerzo, pues para algunas cosas tenía poca habilidad manual; al afeitarse, se cortaba, y más de una vez, al querer borrar alguna cosa, raspando con una hoja de afeitar, hizo un agujero en el papel. Más tarde se acostumbró a dictar en cinta y a corregir el borrador (59).

También en Burgos dio forma al libro «La Abadesa de las Huelgas», del que ya hemos hablado. Muchas mañanas las pasaba en el archivo de ese monasterio de monjas cistercienses situado en las afueras de la ciudad, a donde se llega dando un pequeño paseo. Allí se dedicaba a estudiar unos documentos que tenían más de siete siglos (60).El Padre dedicaba muchas horas del día al apostolado epistolar, que seguía siendo la única posibilidad para mantener el contacto con los miembros de la Obra y con los demás amigos. Pero las cartas, para él, no eran un sucedáneo, sino una expresión con valor propio de mutua simpatía humana; fue un apasionado escritor de cartas y, tanto en las muchas que durante su vida dirigió a todos los miembros de la Obra como en las cartas personales, sabía unir una naturalidad humana llena de cariño a un afán muy sobrenatural de dar testimonio del Amor de Dios. «Del "apostolado epistolar" -se lee en «Camino»- me haces un buen panegírico. -Escribes: "No sé cómo emborronar papel hablando de cosas que puedan ser útiles al que recibe la carta. Cuando empiezo, le digo a mi Custodio que si escribo es con el fin de que sirva para algo. Y, aunque no diga más que bobadas, nadie puede quitarme -ni quitarle- el rato que he pasado pidiendo lo que sé que más necesita el alma a quien va dirigida mi carta" » (61).

Cada mes salía de Burgos una carta circular. Se enviaba a todos los frentes de guerra: al de Madrid, al de Teruel, al del Norte, al de Andalucía... Contenía comunicaciones del Padre, consejos y estímulo, consuelo y asistencia espiritual, así como copia de cartas que habían llegado a Burgos, pues no se trataba de una corriente epistolar de dirección única, que partía de Burgos, sino que muchos miembros y amigos de la Obra escribían con profusión; lo que era interesante para todos se recogía en las circulares. Así surgió una red de comunicación epistolar que funcionaba bien y que constituiría un factor importante para, al final de la guerra, recomenzar enseguida la labor.

El Opus Dei iba a cumplir diez años y parecía haber retrocedido enormemente. Pero las apariencias engañaban: como demostraría la enorme «explosión apostólica» en su segundo decenio, había crecido para dentro. «Seguimos trabajando -escribía el Fundador en marzo de 1938- con el mismo empeño de siempre. ¡Diez años de trabajo! Dentro del undécimo, que comenzará pronto, Jesús y yo esperamos mucho de vosotros. Ahora mismo en el cuartel, en la trinchera, en el parapeto, en el forzoso descanso del hospital, con vuestra oración y vuestra vida limpia, con vuestras contradicciones y vuestros éxitos, ¡cuánto podéis influir en el impulso de nuestra Obra! Vivamos una particular comunión de los santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora de la pelea con las armas, la alegría y la fuerza de no estar solo» (62).

Escribir era sólo una parte de su actividad burgalesa, y ni siquiera la más importante. El Fundador pensaba continuamente en el futuro de la Obra, en su fortalecimiento interno y en su expansión, que, sin duda, comenzarían en España en cuanto callaran las armas y se extenderían pronto a todo el mundo (63). Es decir, ahora era fundamental ganar a más «apóstoles de apóstoles» y seguir formando espiritualmente a los que ya habían dicho que sí. Pues para éstos la Guerra tampoco pasaba sin dejar huellas; aquellos hombres jóvenes estaban expuestos a todos los peligros del embrutecimiento, de la confusión sentimental y moral que puede traer consigo una guerra de larga duración y aún más una guerra civil. Hacía falta una gran firmeza interior, además de prudencia y tacto, para mantener y profundizar, en un ambiente militar, la vida de piedad y la actitud moral de un cristiano entregado. Las visitas que hacía a los hijos suyos que estaban en el frente suponían una gran ayuda; servían, entre otras cosas, para afianzarles en su vocación e impulsar su formación espiritual y ascética en el espíritu del Opus Dei, que también puede ser vivido entre soldados, como les aclaraba el Fundador. A veces, alguno sentía que le faltaban las fuerzas para seguir el camino de la vocación, y el Padre, entonces, iba a verle para tomarle de la mano y levantarle de nuevo. No fueron pocas las ocasiones en las que se sometió a viajes largos, incómodos y extenuantes, para apoyar a algunos de sus hijos, en cualquier sitio que estuviera, a veces cerca del frente. En este sentido, nunca le pareció excesivo ningún esfuerzo. Pero también hay que decir que su cariño era correspondido: los jóvenes soldados no escatimaban esfuerzos para, con sacrificio, ir a visitarle; muchos pasaban en Burgos gran parte del permiso -que solía ser muy breve- para poder estar con el Padre, o realizaban un viaje de veinte horas para poder hablar una sola vez con él.

Además del apostolado personal, realizaba, siempre que se lo pedía algún Obispo, una auténtica labor pastoral y de formación espiritual en bien de la Iglesia y de las almas: catequesis, retiros, ejercicios espirituales en el mismo Burgos y en Vitoria, en Avila, en Salamanca... Don Josemaría sabía transmitir a los que le escuchaban el convencimiento de lo que era más importante para ellos; no lo que les parecía más importante, sino lo que, bajo la luz del Espíritu Santo y con los ojos del Maestro, realmente lo era. En sus recuerdos, Casciaro (64) cuenta que un domingo el Fundador predicó un retiro en una iglesia burgalesa, a la cual concurrió un gran número de «intelectuales»: académicos, científicos, personalidades de relieve en la vida pública. Al ver a este público, comentó que le parecía ser un relojero que se encuentra en su taller, donde hay una enorme cantidad de valiosas piezas sueltas: ruedecillas dentadas de platino, puntos de apoyo de zafiro, etc. Esas piezas son para construir un reloj, pero si se intenta hacerlo, quizá se constate que no encajan bien unas con otras, con lo cual se tendría un reloj al que no se le podría dar cuerda o que, al cabo de pocos minutos, se pararía (65). «El reloj no funciona: ¡no me sirve! (diría el dueño) ¡Prefiero un despertador de cinco pesetas, de los que venden en Sepu!» Quizá a alguno le molestara la comparación, pero don Josemaría siguió diciendo que lo fundamental no es ser de platino, de oro o de zafiro, sino servir para un reloj que funcione bien, porque los mejores talentos, las capacidades más brillantes, el «material» más valioso adquieren valor sólo por el Amor y la rectitud con que se emplean en servicio de Dios y de los hombres.

Ya en otra ocasión había dicho que la cultura no podía ser un fin en sí misma, que la investigación científica no podía limitarse a «círculos cerrados» ni organizarse sobre la base de «sociedades de bombos mutuos»; que sería inadecuado «fabricar» intelectuales construyéndoles pedestales falsos, dirigir un instituto de investigación como un coto cerrado o utilizar una cátedra como arma de poder (66). «No se trata -así terminó aquella homilía en Burgosde estar en alto o en bajo, sino de servir a Dios y a los demás: de poner en alto a Dios, no de ponerse uno en alto; si lo hacéis así, ese trabajo vuestro sería entonces santo y santificador» (67).

Durante los dieciséis meses que don Josemaría permaneció en la zona nacional, desde diciembre de 1937 hasta el fin de la guerra, mantuvo relación con la «otra» España, principalmente a través de Isidoro Zorzano. Por medio de un amigo que vivía en Francia, podía mantener correspondencia frecuente. Su madre, sus hermanos y los miembros del Opus Dei que habían quedado en Madrid sufrían muchas dificultades, pero estaban bien.

En el verano de 1938 Alvaro del Portillo y algún otro pudieron salir de sus escondites e incorporarse al ejército republicano para intentar pasar también a la zona nacional, tal como había hecho Ricardo Fernández Vallespín unos meses antes que el Padre. El 12 de octubre consiguieron escapar por el frente de Guadalajara, que estaba estabilizado desde hacía mucho tiempo. El 14 de octubre llegaron a Burgos.

La guerra iba llegando a su fin. El territorio dominado por el gobierno de la República iba disminuyendo paulatinamente. Entre marzo y julio de 1938, las tropas franquistas consiguieron introducir una extensa cuña que llegó hasta el Mediterráneo, rompiendo en dos partes el territorio que aún tenían los republicanos: Cataluña quedó aislada del resto. Tras una cruenta batalla en el Ebro -la más sangrienta de la guerra-, comenzó la campaña de Cataluña, que sería muy rápida: el 26 de enero de 1939 caía Barcelona.Las tropas nacionales entraron en Madrid el 28 de marzo, sin ninguna lucha, y al día siguiente las operaciones cesaron en todos los frentes (68). El 1 de abril de 1939, el cuartel general del Generalísimo dio el último parte: «la guerra ha terminado». Había durado dos años, ocho meses y catorce días y había costado la vida a más de un cuarto de millón de personas.

Josemaría Escrivá de Balaguer regresó a Madrid el mismo día 28 de marzo. En la calle Ferraz se encontró con las ruinas de la Residencia. Entre los escombros, lo único que halló fue un pergamino con unas palabras del Evangelio de San Juan que había hecho poner, enmarcado, en una habitación de la casa: «Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem; sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia me discipuli estis: si dilectionem habueritis ad invicem». «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» (~,o 13, 34-35). Muy conmovido, lo recogió; seis meses más tarde 'encontraba su sitio en el nuevo Centro del Opus Dei en la calle Jenner, de Madrid.