Sin fanatismo y sin neutralismo

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Muchas veces se suelen plantear preguntas sobre la actitud de Mons. Escrivá de Balaguer con respecto a la tragedia española, consistente, sobre todo, en la existencia de dos bloques enemigos enfrentados a muerte entre los que parecía no existir una «tercera vía», lo que hacía que cualquier tipo de neutralidad resultara imposible.

No es preciso destacar que el Fundador quería que en su país, al que amaba intensamente, se mantuviera la tradición cristiana -católica- y que la Iglesia gozara de libertad para poder dar al pueblo una formación cristiana permanente y profunda. Deseaba, también, un orden estatal y social que garantizara todo eso, por lo que es natural que no pudiera estar a favor de un Estado decididamente ateo y marxista, que perseguía a la Iglesia y a los sacerdotes, o que, por lo menos, aprobaba o no evitaba su persecución. Era lógico que viera la victoria de Franco como un mal menor. Me parece que estas palabras, «mal menor», dan con la fórmula exacta. Monseñor Escrivá de Balaguer, al margen de sus posibles simpatías personales hacia algún tipo de gobierno determinado, fue siempre un ciudadano leal que nunca se dejó atrapar por los lazos de las ideologías políticas. Nunca fue lo que se suele llamar un «partidario de Franco», y la cuestión «República o Monarquía», que en los años posteriores, tanto en España como en Italia, exaltó de tal manera los ánimos, le preocupó muy poco.

El hecho de que nunca expresara su opinión sobre temas políticos no significa -lo hemos señalado ya- indolencia respecto a cuestiones fundamentales. Para el católico, y especialmente para el sacerdote, rigen criterios claros: nunca puede aceptar algo que va contra los mandamientos del Señor y contra la doctrina de la Iglesia, como, por ejemplo, cualquier tipo de socialismo marxista, por muy humano que se presente. «La realidad del comunismo -hoy como ayer- es de persecución contra la Iglesia -escribía en 1965 el Fundador del Opus Dei-, de atentados continuos a los derechos más elementales de la persona. Algunos hacen declaraciones contrarias a la violencia, pero a las palabras no siguen los hechos: y la Iglesia es maltratada de común acuerdo por unos y por otros» (9).Hay numerosas declaraciones suyas de este tenor, siempre claras, comprensibles para cualquiera. Pero lo que algunas personas difícilmente entendían -y parece que siguen sin entender- era su convicción de que el peso de la lucha para defender la fe católica tiene que descansar, en primer lugar, sobre la imitación de Cristo que cada cristiano realiza en su vida cotidiana, una imitación que abarca todos los aspectos de la vida. Las «organizaciones» y los «instrumentos» pueden resultar una ayuda, pero también un peligro, en cuanto que el seguimiento personal y responsable de Cristo se puede diluir, sin mala voluntad y a menudo inconscientemente, en un activismo colectivo. Actuando en grupo, se atrofia fácilmente la disponibilidad personal y la capacidad de un encuentro con Dios «de tú a tú». «Me parece mucho mejor -opinaba Monseñor Escrivá en cierta ocasión- que haya muchos católicos bien preparados que, desde los puestos de responsabilidad, trabajen con esos instrumentos -aunque no se adornen con el nombre de católicos- y hagan de ese modo una verdadera labor católica, con sincero afecto por todos los hombres con los que trabajan» (10). Como realista que era, el Fundador del Opus Dei sabía que siempre ha habido y habrá conflictos políticos, sociales e ideológicos, ya que forman parte de la naturaleza del mundo secular; el cristiano no puede desentenderse de ellos y flotar en el aire sin tomar partido, declarándose «neutral». Forma parte de su vocación el ser testigo de Cristo, siempre y en todo lugar, y también (o mejor: precisamente) cuando los conflictos parecen querer desembocar en un «point de violence». En este camino, los pasos y el comportamiento de cada uno pueden ser diferentes; lo único que tiene que permanecer siempre igual es la fidelidad a la Iglesia y a su Fundador y Cabeza. Mons. Escrivá de Balaguer nunca se apartó de estos principios; incluso en el ambiente recalentado y fanatizado del verano de 1936 procuró que sirvieran de orientación a los suyos.

«Los suyos»: una docena de hombres jóvenes, de unos veinte años, casi todos estudiantes; entre ellos estaban Isidoro Zorzano -que era un poco mayor- y Juan Jiménez Vargas (de quienes ya hemos hablado) y Alvaro del Portillo, futuro Prelado de la Obra.

Además de Zorzano, había, entre los miembros del Opus Dei, otro «mayor», de la misma edad que el Padre (o sea, de treinta y cuatro años, lo cual no quiere decir que fuera «viejo»), que trabajaba ya profesionalmente y era un prestigioso investigador y profesor universitario: José María Albareda. Había nacido en 1902 y era químico y farmacéutico; sus investigaciones fueron innovadoras en el sector de la química del suelo; gracias a su prestigio científico y a sus experiencias internacionales (había estado en Alemania, Francia e Inglaterra), en 1939 llegó a ser Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (11) y más tarde primer Rector de la Universidad de Navarra. A la edad de cincuenta y siete años fue ordenado sacerdote; murió en 1966. Su biografía es una importante fuente de conocimientos para la vida y la actividad del Fundador, también durante los años de la Guerra de España (12).

Albareda pidió la admisión en el Opus Dei en 1937. Desde ese momento se uniría a aquellas personas como Alvaro del Portillo o Pedro Casciaro, entre otros, cuya vida quedaría inseparablemente unida a la de Josemaría Escrivá de Balaguer. Albareda poseía una personalidad acusada -más aún, eminente-, capaz de aglutinar amigos y discípulos. Como a Zorzano, el Fundador le había hecho ver que su situación específica, vital y profesional era la materia sanctitatis que Dios le había otorgado: «Tú eres un científico, hombre de laboratorio; eres profesor. Ése es tu sitio: el laboratorio y la cátedra son los lugares de tu encuentro con Cristo» (13).

En la biografía de Albareda se recoge una meditación que don Josemaría Escrivá de Balaguer, «el Padre», dio en mayo de 1936 en el oratorio de Ferraz, 50. ¿Qué quiere decir «dar una meditación»...? El sacerdote toma como punto de partida un pasaje del Evangelio o, a veces, de otro libro de espiritualidad, conduciendo a los oyentes a «contemplar» su contenido de forma que se sientan personalmente aludidos e involucrados, animados así a que algo de lo que están oyendo se convierta en realidad, es decir, a ponerlo en práctica, a hacerlo parte de su vida. No es el análisis intelectual lo que figura en primer plano, sino la sencilla disposición para oír la Palabra de Dios y querer vivir de acuerdo con ella. Las meditaciones de Monseñor Escrivá -algunas de las cuales se han reunido en dos libros- han recibido el título de «Homilías», con lo que se las ha integrado en una de las categorías tradicionales de la literatura espiritual; ahora bien, en sentido estricto no son «homilías», aun cuando en ellas se trate de predicar e instruir, comentar y explicar; lo específico -lo propio de estas meditaciones- consiste en el encuentro real entre el que oye y medita y Cristo, en un diálogo callado, de tú a tú. Una «homilía», tal como la entendía Mons. Escrivá, es oración: oración común del sacerdote que habla y de los fieles que escuchan. Cada uno puede y debe mantener esa meditación en soledad, ante el Santísimo, en casa o donde sea; en el tren, en la sala de espera del médico, paseando... Y aun cuando siempre sea posible hacer esa meditación sin apoyo de ningún tipo, el Fundador del Opus Dei señaló muchas veces que el Evangelio o un libro de espiritualidad pueden suponer una ayuda que facilite el prevenir la distracción o el superar un «vacío» temporal. Por otra parte, las meditaciones que los sacerdotes de la Obra dan a los fieles son una expresión esencial de la piedad en el Opus Dei. Y como el Fundador fijó su forma característica para los miembros de la Obra -una forma que cualquiera que tenga contacto con el Opus Dei conocerá-, la descripción de una meditación de hace muchos años tiene un valor histórico documental.

«Antes de la Misa, don Josemaría Escrivá de Balaguer pronunció una plática. Estaba sentado ante una mesita con tapete granate, a un lado del altar. Una pequeña lámpara de pantalla opaca ponía un círculo de luz sobre la mesa; allí había un crucifijo, que sacó del bolsillo, y su reloj; a un lado, un pequeño tomo de los Evangelios; delante, en medias cuartillas, el guión de la plática. Luz de dos cirios a los lados del sagrario; el resto, en penumbra. Allí sólo había sagrario y palabra. Hablaba de santificación del trabajo ordinario. Con mucha frecuencia abría los Evangelios por lugares señalados por tiras de papel y leía despacio, como deletreándolo, un texto. Todo giraba en torno al Evangelio. Y dirigía miradas y frases encendidas, directas, al sagrario: la plática se hacía oración» (14).

En esa ocasión, don Josemaría expuso verdades claras y sencillas que no se cansaría de repetir hasta el fin de su vida; habló también del mensaje del Opus Dei y de su naturaleza, cosas que se fueron grabando indeleblemente en el corazón de Albareda: «Tenemos que convertir -decía el Fundador- en servicio de Dios nuestra vida entera: el trabajo y el descanso, el llanto y la sonrisa. En la besana, en el taller, en el estudio, en la actuación pública, debemos permanecer fieles al medio habitual de vida; convertirlo todo en instrumento de santificación y en ejemplo apostólico» (15). Pero para poder santificar el trabajo corriente de cada día, los deberes familiares, la educación de los hijos, la participación en la vida ciudadana y en la vida de la Iglesia, la multitud de cosas pequeñas de las que consta cada día, y la vida entera de la gran mayoría; para poder santificar todo esto (santificándose también con ello) y para poder ver en cada persona al «prójimo» y en el prójimo a Jesucristo, tratándole por eso como si fuera «otro Cristo» (así decía el Fundador en aquel día de mayo), es necesario amar la libertad. «Evitad -seguía diciendo, ocho semanas antes de que se desatara la furia de la guerra en España y tres años antes de que se ciñera sobre todo el mundo- ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos (está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo), que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales y a defender ese falso criterio, con intentos y propaganda de naturaleza y sustancia escandalosa, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse» (16).

La voz de don Josemaría Escrivá sonaba con apasionamiento al exhortar a sus jóvenes oyentes: «¡Sois libérrimos! Oídme bien: ¡Sois libérrimos!» (17). Y les explicaba cómo se expresa esta libertad: en el deber de defender la libertad de los demás, de forma concreta, en la vida cotidiana, «en medio de la calle» y, sobre todo, en el amor que sabe aceptar a los demás como se acepta uno a sí mismo, con sus debilidades y con sus errores -de los que nadie está exento-, pero ayudándoles, con la gracia de Dios y con bondad humana, a que los vayan superando, para que, finalmente, todos sean dignos del nombre de «cristianos». Si se entiende así la libertad, ésta lleva a ser tolerante en todo lo que Dios ha dejado al libre juicio de cada uno: «Respetad la libertad de los demás -así lo resumía el Fundador-; defended la vuestra» (18).

Ante cualquier empeño de renovación cristiana, surge una dificultad capital: el retorcimiento, el orgullo intelectual, que se extiende como una zona pantanosa entre el alma del hombre moderno y la verdad. Si no se supera personalmente, no se puede llegar hasta Jesucristo; y si no se consigue secar metro a metro esa zona pantanosa, no hay posibilidad de edificar un mundo mejor. «La inteligencia -son palabras de Albareda que cita su biógrafo Gutiérrez Ríos- ha de servir para algo más que para exhibir engreimientos, para lucir agilidades, para suscitar inquietudes, para organizar catástrofes, para acotar parcelas exentas de contribución al bienestar social» (19). Estas palabras, acuñadas para la situación de España en 1936, siguen siendo válidas para todo el mundo occidental. «Aunque no moviesen el dolor y la ruina, bastarían las veleidades intelectuales (...) para sentir cansancio ante ese vaivén de exhibiciones, ante ese intelectualismo que exige comparecer a los ojos de la pública atención admiradora, para lucir su agilidad en un toreo sin toro» (20). En el recuerdo de muchos españoles, el primer tercio de nuestro siglo aparece como «una época emponzoñada por los frutos amargos y tóxicos del diletantismo intelectual y por (...) los frutos del odio» (21). Frutos que, en aquella primavera de 1936, eran tangibles en todo el país y, especialmente, en Madrid: cada día había disturbios, manifestaciones, batallas callejeras, jóvenes fanáticos con pañuelos rojos y puños alzados en el «saludo proletario»... Madrid era la ciudad de las masas endurecidas en la miseria y enfurecidas por el odio, de las miradas turbias en las que, bajo la superficie, ardía la violencia esperando su hora... Era un barril de pólvora al que ya se había aplicado la mecha.

Todos los testigos concuerdan en afirmar que don Josemaría, tanto en los años anteriores a la Guerra como durante ésta, permaneció al margen de todo fanatismo, de cualquier gesto de amargura o incluso de odio o de miedo; no caía en el desánimo o la desesperación, ni se daba a ilusiones; no dudaba ni de que la lucha sería larga y cruel ni de que el Opus Dei la superaría y, después, se extendería con más vigor. Opus Dei, opus divinum: ya no era posible borrarlo del mapa. La conciencia de este hecho es una parte fundamental del realismo que siempre distinguió a Mons. Escrivá de Balaguer y que confirman todos los que entraron en contacto con él en aquella época: «El Padre -escribe Jiménez Vargas- (22) veía como todo el mundo la gravedad de la lucha que estaba planteada (...) Pero nunca perdió la serenidad ni consintió que la alarma por lo que estaba ocurriendo, ni la expectación por lo que se veía venir, pudiera perturbar, lo más mínimo, las actividades de apostolado, la labor de la Residencia, la regularidad de los medios de formación, etc.» Sólo una cosa tenía importancia: «mantener el curso normal de la vida de la Obra» y «hacer la voluntad de Dios (...) sin sombra de pesimismo, pasara lo que pasara. Nosotros, naturalmente, no hacíamos más que intentar seguirle». La unidad de la Obra tenía prioridad; por eso «se hacía lo que había que hacer -por ejemplo, participar normalmente en unas elecciones-, pero con mucha vista y mucha prudencia para no intervenir en ninguna actuación que pudiera perjudicar a la Obra o que pudiera dar motivo a que nos confundieran con algún grupo político» (23).El Fundador sabía que para aquellos jóvenes suponía una gran tentación el caer en un activismo político apasionado y que era muy fácil sucumbir a la tendencia a exagerar los aspectos naturales y humanos de las cosas; caer en eso hubiese supuesto, quizá, descuidar la vida interior, alejarse de Dios, relegar la espiritualidad de esa Obra que aún se estaba desarrollando... Al fin y al cabo, era grande el peligro de dejarse llevar por el amor propio.

Jiménez Vargas comenta que ellos no siempre comprendieron esta preocupación, sobre todo cuando se trataba de cosas muy personales. Por ejemplo, al Padre no le gustaba que participasen en manifestaciones políticas o hechos similares. No se trataba de limitar su libertad, sino de actuar con prudencia: eran todavía tan pocos, que resultaban inadecuadas ciertas actividades que, en el futuro, por formar parte de la normalidad ciudadana, quedarían al libre arbitrio de cada uno.