La semilla va creciendo

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En septiembre de 1934 la Academia DYA se trasladó al tercer piso de la calle Ferraz, 50 se trasladó al tercer piso de la calle Ferraz, 50; en el segundo se instaló una Residencia universitaria, la primera del Opus Dei. El ordinal «primero, primera» se repite muchas veces en estas páginas, y es natural: el primer Círculo de San Rafael, la primera vocación para la Sección de mujeres, el primer centro... y ahora el primer oratorio y el primer Sagrario de la Obra.

El Fundador obtuvo permiso del Obispo de Madrid para instalar en la Residencia un oratorio en el que quedara reservado el Santísimo. Si se tiene en cuenta que las prescripciones a este respecto eran rigurosas en extremo, hay que ver en el permiso episcopal un importante paso para la Obra: no suponía, es cierto, un reconocimiento canónico del Opus Dei, pero era una expresión pública de la confianza de un Obispo en don Josemaría Escrivá y en sus hijos. Desde el primer momento de la existencia de la Obra, el Fundador quiso mantener una estrecha unión con la Iglesia toda, con la jerarquía y con los Obispos diocesanos, y no lo hizo por «táctica», sino como consecuencia de su concepción de la Iglesia, de su actitud llena de amor para con la Iglesia Católica y Romana, instituida por Jesucristo; una obra de renovación cristiana -lo que por Voluntad de Dios había de ser el Opus Dei-, separada o distanciada de la Iglesia y de su jerarquía y Magisterio, ni siquiera le habría cabido en la cabeza.

Es natural que no siempre resultara fácil que las autoridades eclesiásticas comprendieran la naturaleza del fenómeno del Opus Dei y que, a veces, no se dieran cuenta de que valía la pena apoyarlo y estimarlo. También los Obispos son hombres, anclados en el espíritu de su tiempo y apegados a ciertas concepciones sobre el clero, los religiosos y los laicos que, en parte, tienen una tradición multisecular; por eso, quizá, algunos, al principio, tuvieron ciertas reservas o no comprendieron bien de qué se trataba. Ahora bien, al Opus Dei nunca le han faltado amigos y bienhechores entre los Obispos españoles y, más tarde, entre los de todo el mundo. Monseñor Escrivá mantuvo contactos personales, casi siempre sumamente cordiales, con todos los Obispos de España. El que, ya a los seis años de su muerte, se abriera su Causa de Beatificación, con la aprobación del Papa y por deseo expreso de gran parte del episcopado mundial, se debe, en parte, a los lazos de sincera y perdurable amistad que, desde los primeros años del Opus Dei, unían a don Josemaría con una multitud de religiosos y sacerdotes seculares, muchos de los cuales hicieron luego una brillante carrera eclesiástica. De entre los impresionantes testimonios sobre el Fundador puestos por escrito y reunidos para la Causa de Beatificación, muchos proceden de amigos de su juventud, de los años treinta y cuarenta, que luego llegaron a ser Obispos. Entre sus mejores amigos se contaban el que sería Arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo, y el Obispo Administrador Apostólico de Vitoria, Xavier Lauzurica Torralba, que escribió el prólogo a la primera edición de «Camino» (Valencia, 1939). Se pueden nombrar más ejemplos: el Cardenal José María Bueno y Monreal, Arzobispo dimisionario de Sevilla; el Arzobispo dimisionario de Valencia, José María García Lahiguera; su antecesor Marcelino Olaechea, que también había sido Obispo de Pamplona; el Arzobispo titular de Grado, José López Ortiz; el ya fallecido Pedro Cantero Cuadrado, que fue Arzobispo de Zaragoza; el Obispo dimisionario de Sigüenza-Guadalajara, Laureano Castán Lacoma, y Juan Hervás Bonet, fallecido, que fue Obispo de Ciudad Real. Todos ellos conocieron al Fundador entre 1924 (López Ortiz) y 1934 (Hervás) y mantuvieron contacto con él durante toda la vida; por lo tanto, sus testimonios tienen un valor documental de primera importancia. Laureano Castán Lacoma, que fue Obispo de Sigüenza-Guadalajara, por ejemplo, es algo más joven que Monseñor Escrivá; en 1926-27 era seminarista; en algunas ocasiones ayudó a Misa a don Josemaría en Fonz, el lugar natal de Castán, donde vivía y ejercía su ministerio sacerdotal don Teodoro Escrivá, tío de don Josemaría, a quien éste en ocasiones hacía breves visitas. Don Laureano recuerda ciertas conversaciones mantenidas a solas con don Josemaría en los años 1931 a 1935. «Me habló de la Fundación que le pedía el Señor, refiriéndose a ella como a la "Obra de Dios", y aunque me decía que estaba trabajando para realizarla, la daba ya como cosa hecha: con tal claridad la veía, ayudado evidentemente por el Señor, proyectada en el futuro ...» (60).

Le comentaba Mons. Escrivá de Balaguer que, en su día, conocería a los miembros de la Obra, «jóvenes que parecen unos "pollos peras", con elegancia y distinción», pero que vivían la mortificación y el espíritu de penitencia, que tenían «una profesión o un oficio bien remunerado, del que podrían vivir holgadamente», y que, con total libertad, vivían una pobreza total. «Refiriéndose a determinados mentores de la juventud católica española, se dolió con frase gráfica de que cortaran los vuelos de no pocos jóvenes, al no proponer a los que tenían capacidad para ello una entrega plena al apostolado, que, para que fuese eficaz, tenía que ser consecuencia de una intensa vida interior» (61).

Un testimonio especialmente interesante sobre los años treinta es el de don Pedro Cantero, que fue Arzobispo de Zaragoza y falleció en diciembre de 1978. Conoció a Monseñor Escrivá en el otoño de 1930, en la Universidad de Madrid. Con el primer encuentro -escribe Cantero- «empezó una amistad que duraría toda la vida»; una afirmación que se repite muchas veces y que confirma el «carisma de la amistad» del Fundador. Como tantos otros españoles en aquella revuelta época anterior a la Guerra, también Cantero estaba comprometido en política y con deseos de «hacer carrera»; «pensaba incluso -recuerda- que podía llegar un día en que se me presentase la oportunidad de ganar una cátedra». Es fácil imaginárselo: un sacerdote joven y capaz, no sin ambiciones y concentrado en su propio futuro; y si bien es cierto que don Josemaría le animó a trabajar intensamente, la amistad con él también le transformó; con «su ejemplo -escribe el Arzobispo a la vuelta de cuarenta y cinco años- me fue preparando (...) para el encuentro con que me hizo ver la necesidad de un cambio total en el enfoque de mi vida». Y esto sucedió durante una visita en agosto de 1931, en la que Mons. Escrivá de Balaguer le comentó con toda claridad: «Mira, Pedro, estás hecho un egoísta: fíjate cómo está la Iglesia en España hoy y cómo está España misma. No piensas más que en ti mismo. Hemos de pensar en la Iglesia y darnos cuenta de la situación en que se encuentra el catolicismo en nuestro país. Hemos de pensar en lo que podemos hacer personalmente en servicio de la Iglesia» (62). Don Pedro Cantero fue uno de los que acompañaban al Padre en sus visitas a los hospitales (por lo que conocía también a Somoano) y hace alusión a que el Fundador nunca le habló de vocación a la Obra: «Respetaba siempre la libertad para que cada cual eligiese su propio camino y siguiese su personal vocación. Mejor dicho, no sólo la respetaba, sino que sinceramente alababa todo cuanto se promoviese en servicio de Jesucristo y de su Iglesia» (63).

No contradice esto el afán natural de ganar miembros para la Obra: «Estamos designados por Dios -escribía un residente de Ferraz en mayo de 1936, recogiendo las ideas de Monseñor Escrivá de Balaguer- para extendernos rapidísimamente...» (64); pero este «extenderse» sólo conoce un método: Dios llama a quien quiere, y aquellos a los que llama deben dar su libre consentimiento. Ahora bien, Dios se sirve también de otras personas como «instrumentos» libres para llamar a los hombres a su servicio. Durante toda su vida, Monseñor Escrivá de Balaguer destacó la prioridad de la amistad personal como marco natural del apostolado y de encuentro con personas que se entregaran libremente al servicio de Cristo en el Opus Dei. Lo que no admitía era que se instrumentalizara la amistad, es decir, que se redujera a un simple medio para alcanzar ciertos fines, porque el único fin de la amistad es el bien del amigo. Puede ser, desde luego, un medio divino cuando el amigo es capaz de amar desinteresadamente, con honradez y sacrificio. A veces es imposible saber cuál es ese bien, que, en ocasiones, no tiene por qué ser la vocación al Opus Dei.

Junto con una mirada que calibraba cada personalidad y su verdadera vocación, el Fundador de la Obra tenía en grado máximo una capacidad natural para acercar libremente cada alma al querer de Dios. Y actuaba, en consecuencia, confiando en los demás y ganándose su confianza. Así se explica que en una persona descubriera y fomentara la vocación a la Obra, con otra persona esperara años para hacerlo y con una tercera nunca hablara de este tema; o bien, que a uno le recomendara el camino de la profesión religiosa y a otro el del matrimonio. Y la amistad nunca sufría por eso.

Ya no se conservan los lugares vinculados a la historia del Opus Dei en la calle Ferraz de Madrid. La casa número 50 es otra, y también tiene nueva construcción la número 16, a la que se trasladó la Residencia DYA en julio de 1936 y que fue destruida durante la Guerra Civil. El solar donde estuvo situado el Cuartel de la Montaña, con cuyo asalto por las milicias republicanas se inició el 19 de julio de 1936 la época de terror comunista en Madrid, lo ocupan ahora unos bellos jardines. Y, sin embargo, mientras paseábamos con calma por esa calle me resultaba fácil imaginar la situación de entonces: la agravación del enfrentamiento político, ideológico y social que, entre 1930 y 1936, había llevado a la amarga enemistad entre la España tradicional y católica y la revolucionaria, anarquista, comunista o socialista; los profundos abismos llenos de odio que abrían zanjas en toda la sociedad, separando regiones y provincias, la ciudad y el campo, los estamentos y las clases... ¡Qué seguridad sobrenatural de estar cumpliendo la Voluntad de Dios necesitaba Josemaría Escrivá para seguir trabajando en la edificación del Opus Dei; y lo hacía sin nerviosismos y sin intranquilidades, con optimismo y buen humor constantes, pero con sentido de la realidad y sin hacerse ilusiones; esto es, con una profunda preocupación por la paz interior del país, que se deterioraba rápidamente. Aun cuando iba encontrando personas que le ayudaban (y a veces también algún bienhechor generoso), en el fondo todo dependía de él, por lo menos en cuanto a la «iniciativa»: él tenía que ir buscando el dinero, como un mendigo; él tenía que ocuparse de la instalación y acondicionamiento de los centros; él tenía que dar los Círculos de estudio (varios al día), las meditaciones y las clases de formación... Cientos de estudiantes durante los años 1934, 1935 y 1936, hasta el estallido de la Guerra, recibieron de sus manos una profunda formación cristiana, que suponía también la formación humana y espiritual. No le gustaban las largas discusiones que se acostumbraba tener en las sedes de los partidos y organizaciones (también en las eclesiásticas). Lo que le interesaba, siempre y en todo lugar, era concretar (65); no se trataba de discutir sobre la virtud de la humildad o sobre la conveniencia del rezo del Rosario, sino de ser humilde, de rezar el Rosario... Un residente de la calle Ferraz, 50, que, muchos años después, siendo ya padre de familia, llegó a ser miembro de la Obra, recuerda al cabo de decenios que el Padre conseguía ir «comunicando su vibración simplemente con dos palabras: ¡hijo mío!» (66); dos palabras que no eran una fórmula de cortesía, sino que transmitían un contenido existencial.

Con piedad filial, el Padre, ante los interminables agobios económicos, se dirigía a San Nicolás: «Sancte Nicolae, curam domus age!» («San Nicolás, ¡cuida de esta casa!»). Dejando de lado todas las dificultades y los densos nubarrones que se cernían sobre España, el Fundador iba preparando ya la expansión de la Obra a Valencia e incluso, rebasando las fronteras nacionales, a París.

El 31 de marzo de 1935 había podido celebrar por primera vez la Santa Misa en un centro del Opus Dei y dejar al Señor - reservado en el Sagrario. Este primer oratorio de la Obra era sencillo, pero digno; el Tabernáculo, de madera dorada, lo habían prestado unas religiosas. En realidad, estaba previsto que aquella primera Misa tuviera lugar en la festividad de San José, el 19 de marzo, pero en esa fecha todavía faltaba parte de lo necesario: los candeleros, las vinajeras, el atril, etc. Días más tarde, un desconocido entregaba al portero un gran paquete que contenía exactamente lo que faltaba. Nunca se pudo saber quién trajo aquel paquete; la procedencia de los regalos quedó para siempre en la sombra (67).

Con clara luminosidad, sin embargo, se ve todo lo que el Fundador y el Opus Dei deben al Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay. No sólo permitió la instalación del primer oratorio de la Obra, sino que, en los años posteriores a la Guerra, cuando el Opus Dei tenía que luchar con graves dificultades y resistencias en España, fue su promotor y protector. Desde el principio tuvo un gran cariño a don Josemaría. Con él comienza la larga lista de los amigos y bienhechores de la Obra entre los Obispos de todo el mundo; a él le corresponde ante la historia el mérito de haber sido el pionero en el camino del Opus Dei hacia la aprobación eclesiástica. Eijo y Garay, que antes había sido Obispo de Vitoria, llegó a la sede de Madrid-Alcalá en 1923; fue el séptimo Obispo de esta diócesis, que se había creado muy tardíamente, en 1885 (68). La dirigió durante cuarenta años, hasta su muerte en 1963. Formaba parte de una generación de Obispos que veían su función no sólo como la de un padre y pastor, sino también como la de un regente, y se comportaba de acuerdo con esta concepción de su cargo. En este punto se parecía al Cardenal Soldevila y también a muchos Obispos alemanes anteriores al Concilio. Pero a la irradiación y al ejercicio de la autoridad se unía, como se dice hoy, «la cercanía a la base». Eijo y Garay convocó sínodos diocesanos, amplió la capacidad de los seminarios, erigió nuevas parroquias y construyó iglesias en los barrios extremos de Madrid, que iban creciendo a gran ritmo. Aun cuando ocupó numerosos e importantes cargos en el sector de la educación y de la ciencia (69), siguió siendo un hombre de la Iglesia, un Obispo para el que la responsabilidad pastoral era la pauta fundamental de su actuar. Y precisamente esta responsabilidad pastoral fue la que le llevó a comprender tan pronto al Opus Dei y a apoyarlo con decisión.

Si el oratorio estaba instalado en la mejor habitación de la Residencia de estudiantes, el Fundador ocupaba la más modesta: tenía pocos metros cuadrados y la luz entraba únicamente por una pequeña ventana que daba a un estrecho patio interior; estaba amueblada con un escritorio, una pequeña mesa con una silla, una «cama turca» y un armario para la ropa litúrgica, pues a la vez servía como sacristía. Don Josemaría -todos los testigos lo afirman- tenía una «jornada laboral» de dieciocho horas diarias; fuera de las brevísimas comidas, no le quedaba momento de descanso alguno. Y, aun así, es casi inexplicable cómo conseguía atender a todo: sus deberes como Rector de Santa Isabel, las visitas a los enfermos, las catequesis, las clases en la Academia DYA, la responsabilidad por la marcha de la Residencia, los esfuerzos por conseguir los medios económicos, una labor apostólica de dimensiones casi inimaginables basada en la amistad, la conversación, el paseo, la correspondencia con cada uno (es decir, con cientos y, en toda su vida, con miles de «cada uno»)... Además, estaba la formación humana y espiritual de los miembros de la Obra, una Obra cuya fisonomía familiar, espiritualidad específica y situación canónica había que ir perfilando día a día, sin descuidar por eso su propio desarrollo y el de las labores corporativas; tareas que, a pesar de la excelente disposición y del empeño desinteresado de los miembros de la Obra, recaía en último término sólo sobre don Josemaría. Y eso que la enumeración que hemos hecho no es exhaustiva, ni mucho menos, pues especialmente en aquellos años desarrolló una importante actividad como escritor, no sólo con sus «cartas doctrinales» y con una correspondencia personal que iba aumentando continuamente, sino con otros escritos; fue en aquella época cuando también surgieron algunos de sus libros más significativos, como las «Consideraciones espirituales», editadas en 1934 y publicadas de nuevo en 1939, notablemente ampliadas, con el título de «Camino». En ese mismo año de 1934, un día, después de celebrar la Santa Misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel, el Fundador escribió, «de un tirón», «Santo Rosario», una obra de la literatura religiosa profundamente poética e intimista.

Junto a un máximo de disciplina, que le llevaba tanto a aprovechar el tiempo lo mejor posible como a luchar contra el cansancio y el agotamiento, hubo en su vida algo así como un «milagro de la multiplicación de las horas», pues nunca había concesiones respecto a los tiempos fijos dedicados a la oración, la lectura espiritual y otras normas de piedad, que jamás acortaba o suprimía, como tampoco prescindía de la obligación de formarse continuamente y de seguir leyendo textos científicos. Todos los que le conocieron concuerdan en que nunca parecía apurado, inquieto, nervioso o distraído al escuchar, sin mirar al reloj descaradamente o a hurtadillas (entre otras cosas porque, a partir de 1946, dejó de llevarlo, pues -decía- «no lo necesito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz» (70). No conocía esa fórmula, carente de contenido, del «no tengo tiempo», fórmula que suelen utilizar sobre todo aquellos que se dedican a «matar el tiempo» o a perderlo con un absurdo activismo; él tenía tiempo, mucho tiempo (algo casi inimaginable, milagroso), porque Dios le había otorgado el don de saber aprovecharlo y en sus manos era como un tesoro que parecía aumentar cuanto más se gastaba. «No nos debe sobrar el tiempo -decía en 1956-, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco (...) Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (II Cor V, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» (71).

Sólo así se comprende que en el comienzo del verano de 1936, cuando toda España vivía como atenazada por el presentimiento de una catástrofe, el Fundador, en vez de cruzarse de brazos y esperar, se dedicara, con grandes sacrificios y esfuerzos, al traslado de la Residencia a su nueva sede. No conocía ni la medrosa cautela ante el futuro ni la resignación paralizante ante las consecuencias de lo pasado. Al final de la Guerra la Residencia de la calle Ferraz, 16, se encontraba en ruinas y tenía que volver a empezar prácticamente desde cero en cuanto a medios materiales para el desarrollo de la Obra. Pero no derrochó ni un solo suspiro por ello, como tampoco se amedrentó antes de comenzar la labor en cualquiera de los numerosos países a los que envió a sus hijos a lo largo de su vida, aunque indudablemente se podría haber dicho que era demasiado pronto, demasiado difícil o incluso imprudente o carente de perspectivas... Con serenidad, sin titubeos, fue recorriendo su camino en el «tiempo aritmético», fue envejeciendo hasta que Dios le llevó a su lado y en el «tiempo histórico» que le tocó vivir. Un tiempo en el que nunca faltaron guerras, catástrofes, revoluciones y crisis, en el teatro del mundo y en muchos corazones. Pero, en medio de todo, inmutables, fijos desde la eternidad, tenía siempre presentes el encargo y la meta: «Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos permanecer pasivos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (I Cor XII, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, misioneros con misión -sin llamaros misioneros-, que tenéis el mandato concreto de negociar hasta la venida del Señor con vuestro trabajo responsable -vocacional- del que Cristo os pedirá cuenta» (72).

En mayo de 1935 don Josemaría hizo, con dos de sus hijos, una romería a la ermita de la Virgen de Sonsoles, cerca de Ávila. En febrero de 1974 recordaba el esfuerzo del camino: «Íbamos a campo traviesa, para llegar antes a la pequeña colina sobre la que se alza el Santuario de la Virgen de Sonsoles. Veíamos la ermita durante todo el trayecto hasta que de pronto, cuando ya estábamos muy cerca, desapareció de nuestra mirada. Pero no se nos ocurrió pensar: si no la vemos, hemos perdido el camino...». Era como una imagen de la propia vida interior, de la lucha, de las ansias del alma por estar junto a Dios: «Algunos días después -siguió diciendo al recordar aquella romería- escribí una ficha (...): cuando perdemos la luz de Dios, la visión sobrenatural de las cosas, hay que recordar que en otras ocasiones la tuvimos, y seguir adelante, sin desmayos, aunque sea cuesta arriba y a ciegas» (73). Sólo una cosa es necesaria: seguir andando camino arriba, con firmeza y fidelidad, sin flaquear ante un repentino repecho, sin ceder a la tentación de tumbarse sobre un buen prado.

2 de octubre de 1962: el Opus Dei cumple treinta y cuatro años, un tiempo en el que el camino del Fundador ha sido mucho más empinado y pedregoso y lleno de peligros que aquel camino de Sonsoles. «No os podéis imaginar -dice a los miembros del Opus Dei que están reunidos con él en Roma para celebrar ese día- lo que ha costado sacar adelante la Obra. Pero ¡qué aventura más maravillosa!» (74). Y sigue hablando en presente, el tiempo del hoy que permanece siempre: «Es como cultivar un terreno selvático: primero hay que talar los árboles, arrancar la maleza, apartar las piedras..., para después arar la tierra a fondo, echar el abono (...). Una vez roturada, hay que dejar reposar la tierra, para que se airee bien. Luego viene la siembra, y los mil cuidados que exigen las plantas: prevenir las plagas; el temor a que descargue una tormenta... Es necesario esperar mucho, trabajar mucho y sufrir mucho, hasta que el trigo se encierra en los graneros.» Y tras una breve pausa agrega: «Granos de trigo apretados en las manos llagadas de Cristo: eso somos nosotros».