El Opus Dei es familia

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

No recuerdo ya las calles por las que fuimos caminando después de haber visitado el convento de las Agustinas Recoletas; además, sus nombres no serían muy elocuentes para quien no conozca bien Madrid. Lo que sí sé es que fueron las calles por las que el Fundador recorrió kilómetros y kilómetros, cuando, con prisa, iba de uno de sus lugares de trabajo a otro. En esos recorridos, tan largos a veces, iba descubriendo imágenes de la Virgen, por muy escondidas que estuvieran o por muy inadvertidas que pasaran al transeúnte, como, por ejemplo, aquel mosaico en la parte alta de una fachada en la calle Atocha, un mosaico que yo nunca hubiera descubierto si no me lo hubieran indicado. Y supongo que también hubiera pasado de largo ante la estatua de la Virgen de la Almudena, en una hornacina incrustada en una parte de la antigua muralla de Madrid, cercana al Palacio Real (30), una imagen ante la que el Fundador, en ocasiones, pasó una hora de rodillas sobre el suelo, rezando... (¡los transeúntes le tomarían por loco!).

Estas calles no fueron sólo vías de comunicación entre los diversos lugares de _trabajo de don Josemaría; también fueron lugares de trabajo; porque el Opus Dei creció en la calle, como crecen los niños más fuertes. A las mujeres sólo podía dirigirlas y formarlas en confesión, pero con los jóvenes que se confiaban a su dirección espiritual, que sentían crecer en su interior una vocación o que ya habían dicho que sí -un «sí» sin condiciones-a la Obra de Dios, se veía a menudo en plazas, calles y parques. Cada vez más «Padre» de los suyos, se reunía con los jóvenes, en pequeños grupos o con uno solo. Mientras paseaba con ellos les iba explicando el espíritu del Opus Dei: porque aquellos estudiantes, trabajadores y empleados solían tener una actitud cristiana basada en el convencimiento de que la piedad y la Iglesia eran una cosa y «la vida» otra, y de que, quien se sintiera atraído «más de lo corriente» por Dios y por la Iglesia, tenía que hacerse fraile o sacerdote. Tenía que ayudarles a entender que el Opus Dei, viejo y nuevo a la vez, venía a romper aquel esquema tradicional; era preciso explicárselo bien, con fundamentación teológica, y, sobre todo, había que aclararles en concreto y con detalle el cómo del nuevo camino, el cómo de la unidad de la vida.

Hoy como ayer, y especialmente en épocas de cambio como la que atravesamos, resulta poco eficaz el simple uso de los términos especializados -viejo o nuevos- de la Teología o de la espiritualidad, y a veces resulta incluso contraproducente. Se parte de ese caso del principio -falso- de que esos términos «los conoce todo el mundo». Por esa razón, el Fundador del Opus Dei nunca se contentaba con dar consejos genéricos, al estilo de: «mejora en tu vida de oración», «santifica el trabajo» o «considera tu filiación divina». Don Josemaría enseñaba a sus hijos, con su palabra y con su ejemplo, a materializar la vida espiritual: es decir, les mostraba cómo se hace todo eso. Les hacía ver la necesidad de dedicar todos los días un tiempo fijo a la oración y, si es posible, en una hora concreta, sin dejarse llevar por el capricho o por los estados de ánimo. Les recordaba que el verdadero espíritu de mortificación lleva, en la práctica, a hacer cada día pequeños -o grandes- sacrificios de los sentidos, de los caprichos y de los propios gustos, y hacerlos sin desfallecer, sin llamar la atención y con alegría. Ese espíritu de mortificación en las cosas pequeñas de la jornada no nace de un oscuro odio al mundo o hacia uno mismo, sino del amor a Cristo que lleva a querer identificarse con Él. Y esa identificación supone desear vivir como Él vivió. Sabemos que el Señor se alegraba con los demás y que tomaba parte en algunos banquetes, pero que lo hizo siempre con una sobriedad absoluta y con una entrega plena hacia los hombres. Por tanto, esa entrega que se quiere imitar presupone la mortificación del propio yo, como Cristo la vivió.

Ésta era la constante enseñanza del Fundador del Opus Dei: se puede rezar, dialogar con Dios, en todo momento y en todo lugar, porque la oración es como el latir del corazón. Ese trato con Dios no puede limitarse al tiempo previsto para la meditación personal. Pero para alcanzar este diálogo continuo con el Señor hay que ejercitarse: con jaculatorias, con el rezo del Rosario, con visitas al Santísimo, con el saludo a las imágenes de la Virgen...

Todo esto no es más que una pequeña parte de lo que el Fundador enseñaba a los primeros: con sencillez, con naturalidad, como «de pasada», en un sentido absolutamente literal del término.

A veces entraban en algún café. Me enseñaron, por ejemplo, el edificio en el que estuvo, hasta los años cincuenta, «El Sotanillo», una chocolatería típica que se encontraba cerca de Correos, en la calle de Alcalá. Una de las primeras advertencias que hacía don Josemaría a las personas que trataba era que no debían ir a su lado por la calle, por lo que suponía de falta de secularidad. Sin mbargo, como tenía un gran sentido práctico, en ocasiones hacía una excepción y dejaba que le acompañaran. Lo hacía porque veía la necesidad de reunirse en una tertulia familiar con ellos, y quería facilitarles que le presentaran a sus amigos.

Desde finales de 1932, el Padre empezó a reunirse con sus jóvenes amigos en la vivienda de la familia Escrivá, ya que, cuando don Josemaría se trasladó de Zaragoza a Madrid, su madre, su hermana Carmen y el pequeño Santiago no habían tardado en seguirle. Entre diciembre de 1932 y febrero de 1934 (año en que se instaló en la vivienda rectoral de Santa Isabel), el Fundador vivió con su familia en la calle Martínez Campos, 4, en un piso acogedor, montado con buen gusto en todos los detalles, en contraste con la escasez de medios económicos. Puede decirse que esta vivienda fue el primer centro de la Obra, pues en ella encontramos ya la célula primitiva del futuro espíritu de familia del Opus Dei. Quien allí acudía por primera vez a visitar al Fundador, vislumbraba el espíritu de la Obra a través de la charla con un sacerdote que vivía en una familia enteramente normal. Por eso puede decirse que la familia del Fundador -sus padres y hermanos- cimentó la «estructura» de la Obra. El Opus Dei no es ni una asociación, ni una peña de amigos, ni una orden religiosa; es una familia. La dificultad que a veces se encuentra para comprender esto se basa en que no se trata de una «familia» en sentido alegórico o figurado, sino de una familia en sentido real y esencial; una familia espiritual, ciertamente (puesto que no está basada en unos «lazos de sangre», sino en una espiritualidad común, consecuencia de la vocación divina), pero familia al fin y al cabo: una familia en el sentido real de la palabra, puesto que los llamados son hombres de carne y hueso, unidos por el Espíritu Santo, que mantienen entre sí una lealtad y fidelidad naturales (como entre personas de una misma familia de sangre), llenas de cariño y de confianza.

¿Cuál es el origen de una familia? El matrimonio, del que nacen los hijos, que son un regalo de Dios. En este sentido, el «matrimonio» del que nació el Opus Dei fue la unión espiritual del Fundador con Jesucristo en el Sacramento del Orden Sacerdotal y la plena realización de esta unión en la entrega total. También el Opus Dei fue un regalo de Dios y, por lo tanto, fruto de esa unión. Es la gracia la que hace que, sin mérito alguno por su parte, los miembros del Opus Dei nazcan a su vocación: es un don gratuito de Dios. Pero su paternidad espiritual pertenece -también a los que vendrán al Opus Dei en el futuro- a aquel sacerdote que Dios había llamado para ser Padre mediante su oración, su sacrificio, su obediencia y su amor, es decir, su identificación plena con Cristo y con el encargo recibido. «No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor -escribía Monseñor Escrivá de Balaguer en 1945-..., por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso os quiero con corazón de padre y de madre» (31). Y algunos años más tarde lo expresaba con las siguientes palabras: «Hijos míos, yo os he engendrado como las madres, con dolor como las madres» (32).

El que el Fundador sea Padre hace que los miembros de la Obra sean hermanos entre sí, que la Obra sea una familia. Este punto es de una importancia tan capital para poder entender el Opus Dei que tenemos que hacer un alto para considerarlo, pues del concepto de familia como forma de vida se deduce todo lo demás. Un padre quiere a sus hijos y quiere que sean felices. En este caso, quiere, también, que alcancen la felicidad eterna; que, con alegría, sigan a Cristo en la vida cotidiana en medio del mundo y logren que muchas otras personas emprendan ese mismo seguimiento alegre, «iluminando los caminos de la tierra» (33). Es lógico que un padre quiera que los hermanos se tengan cariño entre sí y se ayuden mutuamente, y un padre también quiere que la ropa que usan esté limpia y con todos los botones, que vivan con decoro... Pero la paternidad no es una «calle de dirección única», sino que, como contrapartida, tiene (y produce) la filiación. «Tenéis que rezar por mí -¡cuántas veces lo dijo Mons. Escrivá de Balaguer!-; rezad por mí mucho. Yo rezo por vosotros, y esto sería correspondencia; pero correspondencia es poco. Por piedad, necesito que me ganéis, que me ayudéis, que me sostengáis. Rezad por mí para que sea niño ante Dios, fuerte en el trabajo -ya soy viejo y se me hace de noche-, para que sepa recibir con alegría la llamada definitiva, camino del amor que barrunto» (34) ... «Y si algo os cuesta, ofrecedlo por mí, para que sea bueno y fiel y alegre. ¡Cuántas cosas ofrezco yo durante el día por mis hijos !» (35).

Pero una «familia» es algo más; comprende también, por ejemplo, un hogar, tanto en el sentido material como en el sentido espiritual-afectivo del término. La palabra «hogar» indica ambiente, calor de familia, responsabilidad personal, cuidado por los demás: si resulta que hay un miembro de la familia que se convierte en «la oveja negra», como dice la expresión popular, todos sufren por él e intentan ayudarle. No se conforman, en esos casos, con la mentarse por su situación. Se preguntan si no habrán sido culpables, en cierto modo, por no atajar el mal a tiempo, por no haberle dado mejores ejemplos o haberle corregido con más cariño o con más severidad. Por eso decía el Fundador del Opus Dei que «el proselitismo más fino es hacer que no se pierda ningún hermano tuyo» (36). Todos deben trabajar para sostener la familia cada uno en su ambiente -en el que debe poner a Cristo- ha de velar por el honor de su familia y, además, tiene que poner todo su empeño para que muchas personas se acerquen a ese hogar de amistad y de alegría. Dice el Fundador: «Que aprendan los hijos míos que querrían vivir encerrados en casa a abrirse en abanico, acudiendo a todos los ambientes. Es un deber nuestro, de primera categoría, sustancial, ir a buscar las almas donde estén, para traerlas luego a la barca -dice, haciendo alusión a la pesca milagrosa que narra San Juan Un 21,6)-, heridas de amor, de compunción, de entrega, de deseos de entrega al menos» (37).

Y, finalmente, la salud de una familia se muestra en la voluntad de crecer en calidad y en cantidad. El Fundador no vacilaba en prever la posibilidad de cualquier debilidad humana, y siempre estaba dispuesto a perdonar cada falta de sus hijos, siempre y cuando pudiera estar seguro de que no dejaban de luchar. Sin embargo, había un tipo de comportamiento que le indicaba que la vocación corría un peligro grave: la indiferencia o la negativa a colaborar en el crecimiento de la propia familia. «El hijo mío que no es proselitista... hace mal. Algo en él no anda bien. Porque el que ama de verdad su camino, siente la ambición de traer otras criaturas a su felicidad, porque el bien es difusivo. ¡Pobre del hijo mío que no tuviera este afán de traer otras almas!» (38).

Las familias grandes suelen tener la costumbre de celebrar de vez en cuando reuniones de toda la familia -abuelos, tíos, nietos, biznietos...- y conservan con cariño sus propias fiestas, sus costumbres y sus tradiciones familiares. Conozco a algunas especialmente numerosas que confeccionan incluso una especie de «boletín» o revista con el fin de informar y fomentar la unión entre sus miembros. Lo que a ninguna persona normal se le ocurriría es ponerse un botón con la inscripción «Miembro de la Asociación familiar de los Meyer» o de presentarse diciendo: «Me llamo Karl, pertenezco a la familia Meyer y, como tal, vengo a arreglar su lavadora». Es cosa esencial en cualquier familia que cada uno de sus miembros actúe en el contexto social con independencia y de acuerdo con su situación personal; por eso es imposible hacer justicia al Opus Dei si no se entiende este aspecto. La Obra es, en verdad, una familia laical y secular, aun cuando algunos de sus miembros sean clérigos. En ocasiones se oye comentar que el Opus Dei es «poco cooperativo», que no envía «una representación» a este encuentro o a aquella reunión, que no actúa como grupo, no presenta soluciones, no hace propaganda, no lleva insignias ni tiene bandera... Todo esto el Opus Dei no puede hacerlo, pues, como cualquier otra familia, cada uno de sus miembros tiene el derecho y el deber de actuar en la vida civil (en esa vida civil en la que está integrado), según su propio parecer y criterio. Los límites para esta libertad -como para cualquier cristiano- los señala tan sólo la obediencia debida al magisterio y a los mandamientos de la Iglesia. Ya en mayo de 1935 decía el Fundador en una «Instrucción» a la que daría forma definitiva quince años más tarde: «No olvidéis que solteros, casados, viudos o clérigos continúan (después de su vinculación al Opus Dei) siendo miembros de su propio hogar, con dependencia plena de su familia de sangre y con los deberes y derechos que de ahí se siguen» (39). Y más tarde, el entonces Secretario General y actual Prelado del Opus Dei, Alvaro del Portillo, escribía el siguiente comentario a estas palabras: «Su vinculación a la propia familia de sangre sigue siendo la de antes de pertenecer a la Obra: pero la llamada de Dios les ha trazado un nuevo camino divino en la tierra. Porque, al elevar y sobrenaturalizar todos sus sentimientos y afectos, todos los derechos y deberes, que les competen en la propia familia, se abren horizontes insospechados de alegría y de paz, se transforma todo con la gracia inherente a la vocación y se produce el encuentro con Dios. Como procuran que su hogar sea cristiano, luminoso y alegre, "contagian" fácilmente la gracia divina de la vocación, y las familias se convierten en fecundos focos de santidad» (40).

Queda aún por aclarar la íntima conexión entre entrega y desprendimiento. Sobre la pertenencia al contexto biológico-social de la familia y sobre los lazos de sangre que de ella se desprenden, Jesucristo mismo adoptó una actitud clara y tajante, con palabras que no sólo suenan «duras», sino que en cierto modo lo son. Cuando habla de la «espada» que ha venido a traer (Mt 10,34), se refiere a ese filo cortante que rompe todas las ataduras que pueden retener a aquellos que Dios llama a su seguimiento y que dicen que sí a la llamada. Es la espada del amor supremo, que libera de las cadenas que atenazan el corazón e impiden que se entregue totalmente. Ahora bien, en un corazón que ha sido liberado de este modo, todos los demás afectos subordinados encuentran también su lugar; es más, se hacen mucho más profundos, ricos y fecundos. Jesucristo no exige que no se ame a los padres o a los hijos, sino que no se les ame más que a Él, al Dios hecho Hombre. Y esto no supone un debilitamiento o una devaluación de los lazos y de las inclinaciones naturales, sino más bien una intensificación al integrarlos en ese amor perfecto, el amor de Jesucristo.

En aquel hogar de la calle Martínez Campos, el ama de casa era doña Dolores Escrivá, a quien ayudaba su hija Carmen. Se preocupaba de que los jóvenes que se reunían en torno a su hijo comprendieran, desde el primer momento, que formaban una familia; no como un «concepto abstracto» o como un «símbolo», sino experimentándola como una realidad, siendo ellos mismos familia, bajo la paternidad espiritual de don Josemaría, «el Padre».

La primera impresión que tuve al ver el retrato de doña Dolores fue el de una dignidad natural sin rigideces; llama la atención su frente alta, clara tenaz, que me hace sospechar que aquella «tozudez aragonesa», de la que el Fundador tantas veces hacía gala, provenía de ella; da la impresión de gran serenidad, y alrededor de la boca parece insinuarse una leve sonrisa. Sabemos que, con su marido, llevó sin quejas y sin amargura las duras pruebas de las que ya hablamos; todos los testimonios concuerdan en que tenía un carácter muy recio, que era muy laboriosa y nunca estaba mano sobre mano; una mujer, además, muy cariñosa y con sentido del humor. El hijo también había heredado de su madre esta última cualidad (41). Aquella amonestación al pequeño Josemaría que, como suele suceder con los niños, se avergonzaba cuando venían visitas («Josemaría, vergüenza sólo para pecar»), se convirtió en un lema que influyó sobre toda la vida del Fundador del Opus Dei (42).

Ese ambiente de familia que, al principio, se basó en la familia de sangre del Fundador se convirtió después en un principio general para todos los centros del Opus Dei. La Sección de mujeres de la Obra hace posible que el espíritu de familia se viva realmente, pues se ocupa de la «administración es decir, del cuidado de las habitaciones, de la comida, de la atención de los que vienen, de la ropa personal, de las pequeñas fiestas familiares, de la ropa destinada al culto, etc. Doña Dolores Escrivá realizó estos trabajos hasta su fallecimiento en 1941 y, además, se preocupó de formar a las mujeres del Opus Dei para estas tareas. Luego, Carmen Escrivá fue la organización y el alma de la administración de los primeros centros, que, como es natural, se fueron multiplicando a la par que se extendía la Obra.

«Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» Un 12,24); aquellos primeros años treinta trajeron para la Obra no sólo «granos de trigo» que murieron físicamente, sino también aquellos otros cuya vida, más o menos larga (algunos siguen trabajando con la misma fuerza por el Opus Dei), ha sido aquel «morir» al que se refiere San Juan Evangelista, un morir al egocentrismo, que tanto fruto ha traído. Quisiera referirme a dos de estos primeros hijos espirituales del Fundador, no para «destacarlos» de entre los demás, sino para explicar cómo suelen comportarse todos los que se esfuerzan por andar por el sendero del Opus Dei.

Uno de ellos es Isidoro Zorzano. Vivió entre 1902 y 1943 y fue, con Luis Gordon, uno de los primeros en recibir la vocación al Opus Dei. Fuera de la Obra, su nombre será conocido en cuanto concluya la Causa de Beatificación, iniciada en 1945. Nació en Buenos Aires, como hijo de españoles residentes en Argentina (el que gozase de la nacionalidad argentina llegó a tener gran importancia para la Obra durante la Guerra Civil) y creció en España, a donde la familia había venido en 1905, con ánimo de regresar al Nuevo Mundo una vez que los niños hubieran salido del colegio. Josemaría e Isidoro se habían conocido cuando cursaban el bachillerato en Logroño. Después, sus caminos se habían separado. Zorzano había terminado la carrera de ingeniero, había trabajado una temporada en unos astilleros de Cádiz y en 1928 había encontrado un nuevo puesto de trabajo en la «Compañía de Ferrocarriles Andaluces». «Es un trabajo monótono», se lee en su biografía (43).

Una mañana de agosto, en 1930, los dos compañeros de colegio se encontraron «casualmente» en Madrid. Ese día, por excepción, don Josemaría había tomado un camino distinto del acostumbrado para regresar a su domicilio, presintiendo -con un presentimiento de origen sobrenatural- un encuentro que reavivó la antigua amistad. Isidoro descubrió muy pronto su vocación a la Obra, que entonces no llegaba a los dos años de existencia, y, de acuerdo con la esencia misma de la vocación al Opus Dei, siguió trabajando como antes en su «prosaica» labor, pero «buscando al mismo tiempo hacer del trabajo un instrumento de santificación y apostolado» (44). Había comprendido al Fundador. Ahora bien, estaba claro que la Obra crecería y que, en su día, habría Residencias de estudiantes, Centros diversos y Cursos de formación; se necesitarían entonces personas que ayudaran y cargaran con el peso de la labor, pues el Padre estaba todavía completamente solo. ¿No convendría que estuviera plenamente disponible? «Si el Señor me llama -solía decir-, conviene que le diga que sí» (45). Pero todavía no era necesario; Dios quería que, de momento, siguiera donde estaba, en su trabajo, pero lleno de un nuevo amor a Cristo, un amor que impulsa al que ama a querer ser santo y a ayudar a los demás a que también lo sean.

Isidoro constituyó un primer ejemplo de unión con el Padre: vivía en perfecta sintonía con el Fundador y se iba formando, a pesar de la lejanía física que los separaba, en el espíritu del Opus Dei. Mons. Escrivá de Balaguer le escribía con frecuencia, e Isidoro hacía con regularidad viajes breves a Madrid para ir profundizando en la formación espiritual y en la comprensión del espíritu y de la vida del Opus Dei. Pero su lugar de trabajo, hasta 1936, siguió siendo Málaga, la «ciudad roja».

La fortaleza humana de la Obra -como recordaba el Fundador al hablar de los comienzos- fueron los enfermos de los hospitales de Madrid. Isidoro entendió esta lección; en Málaga practicó obras de misericordia, principalmente con muchachos sin hogar, realizando así un magnífico apostolado entre la juventud, un apostolado que recuerda al de San Juan Bosco (46): les proporcionaba alojamiento en el internado para chicos abandonados que dirigía el jesuita padre Aricarda, les servía la mesa, comía con ellos y los acompañaba a jugar al fútbol. «No les llevaba en procesiones, ni les obligaba a arrodillarse para rezar; pero cuando les exhortaba a que estudiasen o trabajasen, a que se debía jugar al fútbol con corrección, repetía con energía: «No sirves si no cambias"... Los chicos no entendían fácilmente esta frase; tampoco Isidoro la había entendido cuando la oyó decir por primera vez a Mons. Escrivá de Balaguer. Pero los muchachos entendían la obligación de hacer las cosas bien, conscientemente, y advertían que algo crecía lentamente en sus corazones, acercándoles a Dios. Lo que no entendía nadie era que Isidoro encontrase tiempo para todo» (47).

Poco antes de que estallara la Guerra Civil lo destinaron a Madrid. En el próximo capítulo tendremos ocasión de volver a hablar de él.

De entre los más de setenta mil miembros con que cuenta la Obra, Juan Jiménez Vargas es quien pertenece a ella desde hace más tiempo: a principios de 1933, aproximadamente en las mismas fechas que González Barredo. A comienzo de 1932, siendo un joven estudiante de diecinueve años, conoció al Fundador. Cuando en el verano de 1981 hablé con él (actualmente es catedrático de Fisiología en la Universidad de Navarra, en Pamplona), se refirió a ello: «En mi pandilla de amigos, en su mayor parte estudiantes de Medicina, se encontraban dos que conocían a don Josemaría y decían que era su confesor. Nosotros admirábamos a aquel sacerdote sin haberle visto nunca y sin saber exactamente qué era aquella labor de apostolado que, según ellos, realizaba. Le admirábamos, pero no mostrábamos el menor interés en conocerle. Sólo les oíamos hablar de apostolado, de dirección espiritual y también de visitas a pobres y enfermos de hospitales, y por eso algunos de nosotros decíamos que no nos interesaba "la mística" de don Josemaría... A principios de 1932 tuve ocasión de conocerle, en un encuentro casual en la calle Martínez Campos, a la salida del Metro. Hablamos muy poco rato, aunque lo suficiente para que me quedara una impresión inolvidable, pero seguí sin tener demasiado interés en volver a verle» (48). En los recuerdos que Jiménez Vargas escribió con ocasión de la apertura de la Causa de Beatificación de Mons. Escrivá de Balaguer explica también por qué: España se encontraba en una situación de efervescencia febril, las tensiones religiosas, políticas y sociales crecían constantemente, el país comenzaba a disgregarse en dos bloques enfrentados... En este ambiente -dice Jiménez Vargas- «se comprende que la actitud exclusivamente religiosa de don Josemaría no resultase demasiado atractiva para gentes de pocos años que consideraban la situación de España como un grave problema religioso (...), pero que no veían otra solución que la política, y por eso estaban metidos de lleno en un activismo orientado a la solución violenta de todo» (49).

El 10 de agosto de 1932 se produjo en Sevilla, protagonizado por el general Sanjurjo, un intento de sublevación militar que quedó sofocado en menos de veinticuatro horas. Los más destacados de entre los jóvenes «rebeldes» (estudiantes en gran parte), que habían actuado movidos por motivos ideológicos y políticos muy variados, fueron a parar a la cárcel (50). Don Josemaría fue a visitarles con frecuencia, casi a diario; no le preocupaba que visitar a los detenidos supusiese «significarse» -mucho más tratándose de un sacerdote- y fuese motivo suficiente para quedar fichado por la policía; con la valentía y la fortaleza de raíz sobrenatural que no le faltó nunca, hacía lo que pensaba que tenía que hacer.

En sus conversaciones (siempre a través de la reja del locutorio de presos políticos) no hacía distinciones entre personas «de derechas» y «de izquierdas»: charlaba con algunos en grupos, mantenía conversaciones más personales con otros, les confesaba... En charlas de circunstancias, y en medio de comentarios sobre las cosas del momento, aun de lo más instrascendentes, brotaba su empuje sobrenatural con alguna sugerencia penetrante o una frase que impresionaba de modo más directo. Además se ofrecía a hacerles encargos personales, aun de cosas materiales, como llevar un paquete de ropa a su casa, lo que era motivo de profundo agradecimiento. No hablaba de la Obra, pero lo que decía formaba parte del espíritu de la Obra. Hablaba de trabajo y estudio, cosa que en aquel momento, y en tan extrañas circunstancias, hasta podría desentonar; además, intentaba conseguirles libros; les aconsejaba dejar de lado la rivalidad política. Como consecuencia de estas conversaciones decidieron jugar al fútbol en equipos «mixtos» con los anarcosindicalistas encerrados también en la cárcel Modelo de Madrid; y jugar con ilusión y con corrección, lo que, desde el punto de vista humano, daría mejores resultados que largas discusiones en un ambiente de disputa (50 a). En contra de las tendencias reinantes que pretendían obligar «en conciencia» a todos los católicos a apoyar un determinado partido, ponía de relieve que también los católicos tienen derecho a la libertad política, siempre y cuando permanezcan fieles a la doctrina de la Iglesia (50 b).

Siempre y en todo lugar se comportaba como sacerdote; un sacerdote que, como no se cansaba de repetir, no podía -ni quería- hablar más que de Dios. A la distancia de casi cincuenta años, Jiménez Vargas recuerda que, por aquel entonces, lo que más le impresionó fue cómo hablaba el Fundador del Sacramento de la Penitencia -al que más tarde a menudo llamaría el «Sacramento de la alegría»-, y también con qué naturalidad, con qué cariño profundamente humano se refería a la Virgen. Nunca daba la impresión de ser una persona ajena al mundo, esotérica o extravagante. Todas sus palabras se fundaban en el cariño de un verdadero padre; además, ponían de manifiesto una gran cultura general, unos conocimientos muy exactos; estaba perfectamente al tanto de los hechos de actualidad en España, pero no se quedaba encerrado en ellos como en una jaula, sino que -como expresa Jiménez Vargas- siempre «era evidente el carácter espiritual de las conversaciones».

Durante toda su vida Mons. Escrivá de Balaguer estuvo ligado a la Universidad. Para todos los hombres, de cualquier proveniencia, encontró siempre la palabra justa, específica, capaz de hacer mella en su corazón y su cabeza, pero entre los estudiantes se encontraba «como en su casa». Ellos se daban cuenta y se lo agradecían con confianza y franqueza (50 c). En la «entraña» del Opus Dei, por decirlo así, estuvieron siempre los estudiantes, y durante los primeros veinte años la mayor parte de las vocaciones surgieron entre ellos. Esto -lo veremos con más detalle- no tenía nada que ver con un suspuesto «elitismo», sino que correspondía a las necesidades de desarrollo y de crecimiento; la Obra sólo podía arraigar en la sociedad, en la vida corriente, por medio de aquellos que todavía eran jóvenes y capaces de aceptar cosas nuevas y, a la vez, de entender la Obra con tal profundidad y realizarla con tal autenticidad que, más tarde, en su madurez y actuando con eficacia en las diversas profesiones, serían capaces también de convertirse en «multiplicadores», de ser cada uno de ellos un «foco de irradiación» del amor de Cristo, un «foco» que contagiase por un motivo muy sencillo: su propia felicidad.

A principios de. enero de 1933, Juan Jiménez Vargas pidió la admisión en el Opus Dei, después de una conversación con el Fundador (50 d), que éste había preparado con una novena al Espíritu Santo. En esa conversación mostró a aquel joven estudiante el panorama de la belleza y grandeza del nuevo camino, es decir, los fundamentos de la Obra (51). Le contó lo que el 2 de octubre de 1928 había «visto» y cómo, antes, había pasado muchos años queriendo conocer la Voluntad de Dios y pidiendo por aquello que no conocía, pero presentía. «Todo, por supuesto, sin la menor nota de sensacionalismo, ni mucho menos con detalles personales incompatibles con su profunda humildad. Pero quedaba bien patente su correspondencia a la gracia -recuerda Jiménez Vargas-. En medio de aquella naturalidad y sencillez con que hablaba, resultaba evidente que don Josemaría era la persona que Dios había elegido para hacer la Obra, y que se había entregado de tal manera que su decidida voluntad de realizar aquella misión divina era algo que había llegado a constituir la característica más decisiva de su propia personalidad. Esto era así de claro para todos los que le conocieron entonces. Había visto la Obra, y, con palabras verdaderamente inspiradas, lo contaba de tal modo que después de oírle no era posible dudar que la Obra, que entonces no era nada, llegaría a ser todo eso que él sabía. Por otra parte, resultaba muy claro -y en este punto concreto procuraba remachar las ideas que en el conocimiento que tenía de la Obra no había nada que pudiera considerarse como inspirado en ninguna otra cosa conocida, ni remotamente. Se procuró información acerca de organizaciones que se pudieran parecer a lo que él sabía que tenía que ser la Obra, pero eso sólo sirvió para confirmar que todo era radicalmente distinto.»