«Fundamentos de piedra y granito»

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Durante el mes de junio de 1981 hice un viaje por España. Pensaba que una «inspección ocular» enriquecería los trabajos preliminares de este libro. Deseaba ver la tierra, el paisaje, los lugares en los que había vivido el Fundador del Opus Dei. Me detuve primero en Roma; y allí, en Villa Tevere, puedo decir que casi aspiré el ambiente de la vida cotidiana, de Mons. Escrivá de Balaguer. Había vivido allí durante treinta años: resultaba fácil evocar su presencia física al recorrer los pasillos, las salas de estar en las que se reunía con sus hijos, su mesa de trabajo, su oratorio... Pero yo buscaba los comienzos: por eso pasé de la cripta silenciosa en la que reposa su cuerpo, bajo' el oratorio de Santa María de la Paz, a las calles ruidosas y llenas de luz de Madrid, en las que había desgastado muchos pares de zapatos con el ir y venir de sus afanes apostólicos. Quería visitar aquellos lugares en los que había crecido el Opus Dei. Mis amigos comprendieron este deseo, retrasaron un poquito el reloj del tiempo (¿qué es medio siglo en la historia de la humanidad?) y me acompañaron en su recorrido por los años treinta, siguiendo las huellas de don Josemaría.

En el capítulo anterior hemos hablado ya de los hospitales en los que atendió espiritualmente a innumerables pacientes. Eran, por lo general, personas pobres, que vivían en la miseria y sin ayuda de ningún tipo. Muchos sufrían enfermedades incurables y don Josemaría los atendió no sólo como sacerdote, administrándoles los Sacramentos, consolándoles y queriendo reconciliarles con Dios, sino también como hermano: les prestaba los servicios más humildes, que no resultaban precisamente ni «estéticos» ni agradables. No solía hacer estas labores solo: a partir de 1931, por lo menos, le acompañaban -sobre todo los domingos por la tarde- algunos jóvenes que había ido conociendo a través de sus variadas actividades profesionales (como sacerdote, como estudiante y docente, como catequista, renovando viejas amistades o reuniendo nombres entre sus alumnos o entre las personas que se confesaban con él), jóvenes a los que había «contagiado» su amor a Dios y al prójimo. No les daba conferencias sobre «Problemas sociales en los hospitales de Madrid» o sobre «Mejoras en la estructura de la atención médica a las clases pobres»; sencillamente, les decía: acompañadme, que-el domingo ,vamos al Hospital General a ayudar; en esta sala hay que cortar las uñas a los pacientes, lavarles el pelo, peinarles y hacerles las camas, y en aquella otra hay que volver a limpiar las escupideras, los vasos de noche y las bañeras...Esta preocupación por los enfermos no es ninguna «novedad»; su atención y la de los pobres ha sido, desde siempre, una de las actitudes básicas del espíritu cristiano; las órdenes hospitalarias y caritativas, por ejemplo, han actuado benéficamente en este sector, y lo siguen haciendo, aunque, en nuestros días, el cuidado de los enfermos y de los pobres se ha especializado, profesionalizado y comercializado, con su jornada laboral de ocho horas, su pago según convenio, su explosión de gastos y su falta de personal: un problema social y médico de primera magnitud. Nada tenemos que objetar contra la profesionalización, pero sería fatal que ésta llevara a los hombres, y especialmente a los cristianos, a dispensarse internamente de los deberes fundamentales de la caridad. Y como el Fundador del Opus Dei tenía que volver a traer al mundo, de forma nueva, la conciencia de la unidad de una vida cotidiana de identificación con Cristo, tenía también que enseñar a los primeros a vivir esta unidad de trabajo profesional, vida interior . y obras de misericordia; es decir: tenía que vivirla con ellos. Nadie llega a la Obra sin haber conocido esta unidad tridimensional de la vida cristiana.Siempre recordó el Fundador de la Obra que, entre las muy diferentes actividades que pueden ponerse en práctica para la formación de la juventud, «dos son obligatorias:' la catequesis y la visita a los pobres»; la eficacia de las demás dependerá de su entraña apostólica (10). «Empezamos a llamar pobres de la Virgen a las personas que íbamos a visitar -contaría más tarde-. Al chico que no tenía ninguna preocupación de apostolado le reventaba ir, y no iba. De este modo se hacía ya una selección»(11). Destacaba siempre que la visita a los pobres o enfermos era más importante para el que la hacía que para el que la recibía: era un medio de formación imprescindible en la vida cristiana. Don Josemaría Escrivá de Balaguer no quería que se utilizara en este contexto la palabra «social», que le parecía rimbombante y exagerada. «Con estas sencillas visitas -escribía en 1942- no vamos a resolver ningún problema social. Explicadlo así a los chicos: se trata de llevar un pequeño regalo extraordinario que conforte a un pobre, a un enfermo, a alguno que está solo; hacer que pase un rato agradable, prestarle quizá un pequeño servicio, nada más... Lo entenderán enseguida, si van teniendo vida interior; y si además saben que hacemos esto también para honrar a Nuestra Señora» (12). «No tratamos tampoco con estas visitas de despertar superficiales inquietudes sociales. Se trata -ya os lo he dicho- de acercar esta gente joven al prójimo necesitado. Nuestros chicos de San Rafael ven -de una manera práctica- a Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño» (13). Y lo que valía para aquellos primeros que acompañaban al Fundador, siempre seguirá siendo válido: «Este contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosas y divinas aventuras» -por algo he hablado antes de los «descubridores» de Escrivá-. «A la vez, sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad» (14).

Recordaba estas palabras al recorrer las estancias del Hospital General de Madrid, que se encuentra en la callé de Santa Isabel.

Estábamos en pleno verano madrileño: la mañana era calurosa y deslumbrante. Aunque no vi más que un inmenso edificio vacío, que se encontraba en obras para dedicarlo a otra finalidad, me produjo la impresión de un viejo coloso algo fantasmagórico. En Alemania ya casi no quedan hospitales así: éste me recordaba mi época de estudiante de medicina, y no me resultaba difícil imaginarme los pasillos interminables, las salas abarrotadas de camas -casi cien-, los altos ventanales por donde se filtraba con dificultad la luz del sol, las lánguidas bombillas colgando del techo, sin pantallas, las pertenencias del enfermo sobre un taburete junto a la cama... Así sería, más o menos, el Hospital General de la Diputación Provincial de Madrid hacia 1930.

Tuve la misma sensación al pasar por el lugar donde estuvo el Hospital de la Princesa y, sobre todo, ante los pabellones del Hospital del Rey, inaugurado en 1925 y destinado a los enfermos infecciosos (con tifus, viruela, disentería o, principalmente en aquel tiempo, tuberculosis).

Como consecuencia de la legislación anticlerical de 1931, se había suprimido del presupuesto de este hospital el dinero destinado a la capellanía, y los gastos derivados de la atención sacerdotal corrían a cargo de las religiosas que lo atendían. En esta situación, don Josemaría Escrivá se prestó a colaborar gratuitamente.

En el verano de 1931 había dejado la Capellanía del «Patronato de Enfermos» para dedicarse más plenamente a la labor que Dios le había señalado cuando le hizo ver la Obra, que, recién nacida todavía, ya crecía y se iba desarrollando.

El Hospital del Rey estuvo atendido por un joven sacerdote asturiano, don José María Somoano Verdasco, hasta 1932, año en que falleció. Era un buen amigo del Fundador y pertenecía al Opus Dei. Hombre de ardiente amor a Cristo y con profunda preocupación por las almas, tenía un gran cariño a don Josemaría, y había comprendido el Opus Dei con tal profundidad que había visto claro que también un sacerdote diocesano podía recibir la llamada a la santidad, propia de todos los miembros del Opus Dei. En el poco tiempo que pudo estar junto al Fundador, Somoano fue un precursor de algo que sólo se haría una realidad jurídica muchos años más tarde, cuando los sacerdotes diocesanos pudieron pedir la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Todavía era muy joven cuando murió el 16 de julio de 1932, envenenado, quizá, por algún fanático del odio. En la breve nota necrológica (15) que don Josemaría Escrivá dedicó a su amigo indica que, antes de que supiera nada del Opus Dei, un día le descubrió -creyéndose solo- en el oratorio, ofreciéndose a Jesús en voz alta como víctima «por esta pobre España», en la que se iba extendiendo el odio a Dios y a su Iglesia y en la que, precisamente en los años 1931 y 1932, aumentaban la persecución religiosa y las quemas de iglesias y conventos. «Nuestro Señor Jesús -se sigue leyendo en ese documento- aceptó el holocausto y, con una doble predilección, predilección por la Obra de Dios y por José María, nos lo envió: para que nuestro hermano redondeara su vida espiritual, encendiéndose más y más su corazón en hogueras de Fe y Amor; y para que la Obra tuviera junto a la Trinidad Beatísima y junto a María Inmaculada quien de continuo se preocupe de nosotros» ... «Yo sé -así termina el Fundador- que harán mucha fuerza sus instancias en el Corazón Misericordioso de Jesús, cuando pida por nosotros, locos -locos como él, y... ¡como Él!-, y que obtendremos las gracias abundantes que hemos de necesitar para cumplir la Voluntad de Dios.»

Este texto deja entrever algo muy importante: la Obra de Dios había recibido su nombre con pleno derecho; el nombre significa que no puede faltar la Cruz, una Cruz que llega hasta el testimonio cruento. El Opus Dei no sólo se preparó y nació con ayuda de los sufrimientos que ofrecieron los pobres, enfermos y moribundos; para que la Obra echara raíces perdurables en la sociedad humana y para que creciera era además necesario el martirio de algunos de los primeros miembros; sin el martirio no se puede establecer en el mundo nada que sea santo; por eso, los fundamentos de la Obra tenían que contener también la entrega de la vida (no en sentido «metafórico», sino en sentido real, físico) de algunos de los primeros que don Josemaría había reunido y que Dios escogió para esta entrega de su vida, una entrega aceptada con amor y con alegría. Pero, de acuerdo con el espíritu de la Obra, habría de ser un martirio callado, dicreto y escondido, no un martirio «ante los bastidores de la historia».

También otro sacerdote que, como Somoano, quiso unirse a la Obra llegó a ser, como él, un «mártir silencioso»: don Lino Vea-Murguía, asesinado en Madrid durante la guerra (16).

Unos cuatro meses después del fallecimiento de Somoano, el 5 de noviembre de 1932 moría el ingeniero Luis Gordon, uno de los primeros laicos del Opus Dei. Tenía más o menos la misma edad que don Josemaría y era uno de los que le ayudaban en sus visitas a los hospitales. «Ya tenemos dos santos: un sacerdote y un seglar», escribía poco después el Fundador (17), que, a continuación, diseñaba, con trazos sucintos, una biografía del fallecido y, a la vez, una versión breve de lo que se espera de un miembro de la Obra: «Buen modelo: obediente, discretísimo, caritativo hasta el despilfarro, humilde, mortificado y penitente..., hombre de Eucaristía y de oración, devotísimo de Santa María y de Teresita (del Niño Jesús)..., padre de los obreros de su fábrica, que le han llorado sentidamente a su muerte». En esta nota necrológica de «nuestro hermano Luis», el Fundador expresaba su firme convicción de que los miembros y amigos del Opus Dei que han fallecido siguen apoyando la Obra con su intercesión constante desde el purgatorio o desde el Cielo, formando así como la «columna vertebral» -sobrenatural y santa- de sus hermanos que luchan en la tierra.

Tan sólo diez meses más tarde, el 13 de septiembre de 1933, víspera de la Exaltación de la Santa Cruz, moría en el Hospital del Rey María Ignacia García Escobar, una de las primeras mujeres del Opus Dei.

Don Josemaría le había explicado algunas cosas, pero María Ignacia había sido introducida en profundidad en el espíritu de la Obra por el capellán del Hospital del Rey, José María Somoano, de quien ya hemos hablado. «María -le dijo ya en 1931-, hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. Esta petición no es de días: es un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana y siempre» (18). En la primavera de 1932, María, que ya estaba enferma, pidió la admisión en la Obra; poco después se le diagnosticó una tuberculosis intestinal que haría necesarias varias operaciones; comenzó así un largo camino de dolor. María Ignacia García Escobar tuvo conciencia cierta de estar haciendo la Obra de Dios desde su cama en el Hospital: «Hay que cimentarla bien -escribe en su diario-. Para ello, procuremos que los cimientos sean de piedra de granito, no nos ocurra lo que-a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue edificado en la arena. Los cimientos, ante todo; luego vendrá lo demás» (19). «La oración y el sufrimiento -escribió don Josemaría inmediatamente después de su fallecimiento- han sido las ruedas del carro de triunfo de esta hermana nuestra. No la hemos perdido: la hemos ganado. Al conocer su muerte, queremos que la pena natural se trueque pronto en la sobrenatural alegría de saber ciertamente que ya tenemos más poder en el cielo» (20).

En septiembre de 1931 el Fundador había aceptado el puesto de capellán en el Patronato de Santa Isabel. Este Real Patronato (como se llamaba antes) comprendía un colegio que llevaban las monjas de la Asunción y un convento de Agustinas Recoletas fundado en 1589 por el Beato Alonso de Orozco (21), con el apoyo del Rey Felipe II. Los dos conventos tenían en común la iglesia de Santa Isabel. Aquí era donde don Josemaría celebraba Misa y confesaba. A partir de 1934 pasó a ser Rector del Patronato y a vivir en la casa rectoral, situada junto al convento. Este cargo lo mantendría hasta 1946, en que trasladó su residencia a Roma.

No han cambiado el aspecto exterior de la Iglesia ni el del convento; siguen teniendo una fachada amarillenta o gris, sin adorno alguno: no llaman la atención en medio de una lisa hilera de casas. El interior es más bien pobre; a la izquierda del sencillo altar está la reja que separa el coro de las monjas del resto de la iglesia. No existe ya en España casi ningún otro lugar tan íntimamente unido a la historia de la fundación y de la «infancia» del Opus Dei como este Patronato de Santa Isabel. Ignoro si posee valiosas obras de arte, como afirma una postal de «El Niño de Monseñor Escrivá». Para el historiador el verdadero tesoro del convento es precisamente esa imagen del Niño Jesús en madera barnizada. Una simpática monjita nos la enseñó en el locutorio; es una figura de unos treinta centímetros, tallada seguramente en el siglo XVII: un niñito de unos cinco meses, desnudo y tumbado, que cruza gentilmente sus piernecitas y sus bracitos; la cabeza está vuelta hacia la derecha; la cara está enmarcada por el pelo, que llama la atención porque parece muy de persona mayor. La expresión de los ojos semicerrados, de las delgadas cejas, de la nariz ya marcada y de la pequeña boca, alrededor de la cual parece jugar una levísima sonrisa, es, curiosamente, de alguien que sabe y se entrega; una expresión que, cuanto más se mira, tanto más parece reflejar todavía el paso del cielo a la tierra. La buena religiosa nos explicó (y la postal también lo dice) que esta imagen se venera por los fieles, tradicionalmente y hasta nuestros días, durante la Navidad. Pero ¿por qué se llama «el Niño de Monseñor Escrivá»? Nos dice la monja que el Fundador del Opus Dei, aquel joven sacerdote que amaba con locura la Eucaristía y vivía entregado a la oración, según se recuerda todavía, seguramente recibió del Niño divino muchas gracias para su vida interior. «Se cree que le concedió una gracia muy extraordinaria...» Según atestigua la religiosa, don Josemaría, con permiso de la Madre Priora, llevaba a menudo la imagen a su casa y siempre que la devolvía estaba profundamente conmovido y radiante de felicidad.

Desde hace dos mil años, millones de cristianos han repetido estas palabras: «Padre nuestro...», pero eso es una cosa, y otra muy distinta experimentar, en la propia vida, que esa relación filial con Dios, tratándole como Padre, que pasa a través de la Humanidad de Cristo, es tan concreta, tan real, que comprende todas las demás relaciones que puede haber sobre la tierra, y las eleva a la plenitud que les corresponde. Posiblemente, como tantos otros cristianos de todos los tiempos, algunos lectores de este libro sabrán ya, en mayor o menor medida, lo que supone, en su propia existencia, ese vivir sabiéndose «hijo de Dios». Porque no basta con saberlo «en teoría». Hay muchos que se esfuerzan por mantener y profundizar esa filiación por medio de la oración, de los Sacramentos, de la lectura del Evangelio, del fortalecimiento de la vida interior; pero sólo la gracia concede al alma esa luz interior que le hace ver el sentido último de esa filiación. El Fundador del Opus Dei recibió esa gracia de modo muy singular, adecuada para la misión que Dios le había confiado. No hay que pensar, por esto, en situaciones espectaculares: su profundo sentido de la filiación divina le llevaba al completo abandono en las manos paternales de Dios precisamente en esas situaciones que, consideradas en sí mismas, parecen insignificantes. Lo que sobre la filiación divina narran los Artículos del Postulador puede servir de ejemplo: A comienzos del verano de 1931 -se lee allí- «advirtió con una luz muy viva el sentido de la filiación divina, que constituye el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei» (22). Él mismo habló de ello: se encontraba «en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible -de lo que hoy contempláis hecho realidad-» (23). En esa situación, humanamente tan poco esperanzadora, según recuerda, «sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía; la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración» (24).

Ese espíritu de filiación divina suele encontrar un obstáculo en el alma: esa incapacidad -tan comprensible humanamentepara ver la relación que existe entre ese confiado abandono en las manos de nuestro Padre Dios y la realidad dolorosa de la Cruz. Muchos hombres -incluso cristianos- llegan a echarle la culpa a Dios de las crueldades, los atropellos y las injusticias humanas. Y algunos, en sus protestas, llegan a hacerle reproches a Dios: «Cómo puedes permitir que me suceda esto y lo de más allá si eres mi Padre y me quieres...». Y sigue una larga retahíla de amarguras y de sufrimientos. Realmente, no se puede decir que esta actitud no sea la de un niño, porque los niños, a veces, son un poco tontos y se enfadan y patalean absurdamente... Además, la existencia del dolor, sus causas, su sentido y sus consecuencias nos resultan tan incomprensibles como su enormidad. Pero si no luchamos, esa actitud puede llevarnos a la pérdida del Amor y de la fe. Los teólogos y los escritores eclesiásticos de todos los siglos (empezando por San Pablo) han librado verdaderas batallas en su interior para aceptar el insondable misterio de la Cruz, que es el misterio del amor paternal de Dios. Para Mons. Escrivá de Balaguer la filiación divina, la santificación del trabajo, el apostolado y la aceptación de la Cruz (mejor dicho, el amor a la Cruz) forman una unidad en la que todo depende de todo, en la que todo se condiciona y se presupone mutuamente.

No sabemos de qué tipo fue la cercanía mística del Niño Jesús que proporcionó a Mons. Escrivá de Balaguer la imagen del convento de Santa Isabel. Pero yo me imagino que el que llega amorosamente a la contemplación del Niño Jesús (que el arte ha representado tantas veces) empieza a ver con el tiempo una corona casi imperceptible sobre su cabeza, en la que apuntan ya unas pequeñas y tiernas espinas. Una corona que se convertirá, en los días de su Pasión, en terrible instrumento de martirio, con sus espinas punzantes y dolorosas... En ese verano de 1931, en el que se dio cuenta, de forma casi física, de que la filiación divina está en el centro de la vida de cada hombre, comprendió también, con la misma fuerza, que la Cruz es el corazón de la existencia humana. Durante la Santa Misa, en la festividad de la Transfiguración del Señor, que en la diócesis de Madrid se celebraba el 7 de agosto, «recibió otra luz clara del Cielo y desde entonces predicó con más fuerza y con incansable insistencia la necesidad apostólica de "poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas", mediante un trabajo santificado, santificante y santificador, realizado por personas que se unen a Cristo Crucificado con una sólida vida interior de oración y de penitencia» (25).

Ese engarce entre la filiación divina y el sufrimiento humano es un tema sobre el que el Fundador del Opus Dei habló muchas veces. Las páginas más bellas, en este sentido, se encuentran, quizá, en el «Vía Crucis» que se publicó en 1981 como obra póstuma. «Dios es mi Padre -leemos en la meditación sobre la primera estación: "Condenan a muerte a Jesús"-, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo» (26). Considerando la séptima estación: «Jesús cae por segunda vez», Mons. Escrivá advierte: «Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida» (27). Y en la novena estación, «Jesús cae por tercera vez», lo vuelve a recordar: «¿Me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos» (28).

Si la filiación divina es la forma de la relación entre Dios y el hombre, y si el corazón de esa relación no es otro que la Cruz, su irradiación, lo que los hombres deben advertir de esa relación, debe ser la alegría. «Nuestro camino -decía el Fundador- es de alegría, de fidelidad amorosa al servicio de Dios. Alegría que no es el cascabeleo de la risa tonta, puramente animal. Tiene raíces muy hondas... Pero es compatible con el cansancio físico, con el dolor -porque tenemos corazón-, con las dificultades en nuestra vida interior, en nuestra labor apostólica. Aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, no se viene abajo nada, porque Dios no pierde batallas. La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre» (29).

La alegría de Mons. Escrivá de Balaguer: eso es lo que las monjas de Santa Isabel recordarán durante decenios; esa alegría es la que hizo mella en los hombres que encontró en su camino: una alegría totalmente contagiosa, el signo distintivo más inconfundible de la Obra; allí donde falte, quizá se esté haciendo algo muy bueno y provechoso, pero indudablemente no se tratará del Opus Dei.