Cristóbal Colón y Josemaría Escrivá de Balaguer

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Todo esto se daba dentro del marco de las actividades profesionales propias de don Josemaría, que para nada cambiaron a partir del 2 de octubre; es decir, se manifestaba como ejercicio de la profesión. Por lo tanto, si consideramos su plan de vida en un día cualquiera, obtenemos una impresión de primera mano de lo que es el Opus Dei en la práctica, pues la Obra es vida cotidiana, la vida cotidiana de Cristo: a Él se le ofrece, a Él pertenece. Don Josemaría Escrivá de Balaguer sigue cumpliendo sus tareas sacerdotales, que ya describimos, y, a través de ellas, conoce a muchas personas. A todas las trata con cariñoso afecto, con un optimismo contagioso, dándoles ánimos e interesándose por sus cosas; allí donde va, enseguida surge un ambiente de confianza. Desde un punto de vista humano, impresiona por su gran simpatía. El conocimiento lleva a la conversación; la conversación a la confesión; y, todo junto, a la dirección espiritual. Don Josemaría va desplegando poco a poco, ante aquellos que se le abren con confianza, toda la plenitud grandiosa de lo que significa «vocación cristiana» para un laico, enseñándoles, a la vez, a llenarse de esa plenitud gracias a cortos pasos que paulatinamente van siendo más largos. No les puede entregar un manual y decirles: «¡Tomad! Leed esto y sabréis lo que es el Opus Dei y cómo se hace...» Sólo puede mostrarlo a través de su propia vida y del ejemplo: sólo así puede invitar a sus amigos a seguirle y a intentar ejercitarse en la lucha por la santidad de la vida cotidiana. «A la vuelta de tantos siglos -escribe en 1932-, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria -del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia» (2).

Monseñor Escrivá de Balaguer y los primeros que le siguieron me recuerdan en cierto modo a los descubridores. Fueron jóvenes con una gran capacidad de entusiasmo, con una sed espiritual de aventuras y con un corazón generosamente dispuesto para un camino rico en descubrimientos espirituales. Se reunieron con confianza en torno al Padre, que los guiaba, a su lado, hacia regiones desconocidas. Los caminos aún no existían: había que abrirlos. Acechaban peligros, que alguno no superaría. Esas regiones .de conquista no se pierden en la niebla de lo 'lejano ni son islas de leyenda, sino que están muy cerca: en el suelo que se pisa, en los alrededores donde viven los vecinos y los colegas y los conciudadanos. Sin embargo, sigue siendo terra incognita, tierra por descubrir.

Aunque la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo con sus millones de miembros, vive y actúa desde hace mil novecientos noventa años en la Historia de la humanidad, ahora se ha recibido un nuevo impulso, definitivo y lleno de vida, para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. La Iglesia ha conocido, a lo largo de su historia -también la contemporánea-, muchos de estos grandes impulsos «renovadores» e «innovadores». Gran fuerza espiritual y docente tuvo el Concilio Tridentino y los años posteriores. ¡Qué imponente el número de santos en la época de la Contrarreforma y también en los siglos XIII y XIX! Y el romanticismo europeo, ¿no fue en buena parte también una « renovatio catholica»? Sin embargo, hemos de reconocer un hecho innegable: los últimos quinientos años, con el Renacimiento, el Humanismo, el Protestantismo, el Siglo de las Luces, los diversos socialismos -sin entrar en juicios y dejando de lado el papel que puedan tener en el plan divino de salvación-, han mostrado y demostrado que la «impregnación del mundo con el espíritu cristiano» fue mucho menor de lo que se tiende a creer al ver tantos testimonios de la cultura cristiana. Entre las convicciones más duras, pero más necesarias, que el siglo xx ha traído a los cristianos que no quieren seguir durmiendo, sino despertar del sueño, se cuenta la de que la «cultura cristiana», con sus catedrales y conventos, sus esculturas, cuadros y libros, sus costumbres y usos, es una cosa, y otra muy distinta la santidad personal de los cristianos, su identificación con Cristo. Esas dos cosas no van necesariamente unidas; incluso podríamos decir que la grandeza y la belleza de la cultura cristiana pueden servir como excusa o como coartada, provocando un insuficiente seguimiento personal de Cristo, encarnado individualmente: la «cultura cristiana» puede ahogar la «santidad», sin que la conciencia del hombre de la calle sea capaz de distinguir entre los dos conceptos.

A la luz de estas consideraciones, la figura de Monseñor Escrivá de Balaguer, su mensaje y el Opus Dei adquieren su verdadera dimensión histórica y salvífica, pues de ese mensaje se desprende que la belleza y la riqueza de los caminos y de las obras cristianas caracterizadas por lo especial, lo extraordinario (que glorifica a Dios y que, por eso, podemos y debemos admirar y querer), no debe excluir el impregnar el mundo con el fermento de Cristo por medio de personas corrientes que aspiran a alcanzar la santidad en la vida ordinaria, que es, para ellos, lugar y medio de santificación. «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4,3). En este punto -hoy como ayer- estamos comenzando... y no sólo eso, sino que tenemos mucho terreno que recuperar.Explicaba el Fundador del Opus Dei el significado de todo esto en una homilía que se ha hecho famosa; fue pronunciada el 8 de octubre de 1967 ante los estudiantes, profesores, empleados y amigos de la Universidad de Navarra, reunidos en Pamplona: «Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» (3). Cuando no lo descubrimos, entonces -digámoslo con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- «el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él » (4).

Es el mismo Fundador del Opus Dei quien nos dice que esto, y nada más que esto, era el núcleo de lo que había predicado ya treinta y nueve años antes: «Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarles así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida): interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena d¡e pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca» (5).Este encuentro, este descubrimiento, tiene sus particularidades: nadie puede realizarlo por los demás, cada uno tiene que hacerlo por sí mismo. Cuando Cristóbal Colón llegó a América buscando el camino occidental hacia las Indias, realizó un descubrimiento único en lo subjetivo y de validez universal en lo objetivo. Ese Nuevo Mundo aportaba una masa ingente de «materia prima» para el esfuerzo humano, para la lucha y el sacrificio, para victorias y derrotas; un tesoro en bruto en el que todo estaba por hacer, sin excluir trabajos, sufrimientos, heroicidades y crímenes..., pero excluyendo, eso sí, una sola cosa: ncp podía ser descubierto otra vez; desde el 12 de octubre de 1492, América existía para todos los hombres; también antes había existido, pero sólo a partir de ese momento empezaban a tener conciencia de ello.

Ahora bien, para tener esa conciencia no hace falta emprender personalmente el viaje e investigar si Colón ha tenido razón con su descubrimiento. Esta es la diferencia, notable diferencia, respecto al descubrimiento espiritual que realizó Mons. Escrivá de Balaguer: Dios espera a los hombres en medio del mundo; Dios quiere que el hombre le encuentre en la vida cotidiana, en la vida de ese hombre de la calle, que quiere dar forma al mundo; Dios quiere que el hombre sea su colaborador a la hora de cristianizar el mundo, y desde el principio de la creación ha previsto que debe colaborar mediante el ejercicio normal de todas las actividades humanas, personales o sociales, que no son pecaminosas... Y todas esas tareas deben ser realizadas en unión con Cristo, para poder ofrecerlas a Dios. Pero este descubrimiento no es transferible; sólo se hace realidad cuando cada cual, personalmente, lo realiza. Por eso, para todo aquel que no se pone en camino y trata de encontrar a Cristo (al Cristo vivo, es decir, también al Cristo con la Cruz) en las «cosas pequeñas» de cada día, identificándose así con Él, la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer y su mensaje no son más que una especie de fantasía.

Si se establecen bien los términos, la comparación entre Cristóbal Colón y Mons. Escrivá de Balaguer (que no es, en principio, más que una ocurrencia mía) tiene consecuencias tan sugerentes, que me voy a permitir profundizar algo más en ella. Sabemos que América, antes del «Descubrimiento», ya había sido «encontrada» varias veces por pueblos provenientes de Europa. Pero la llegada de quién sabe qué barcos vikingos en los siglos x y xI no tuvo consecuencia alguna: la escasa o nula toma de conciencia de aquellos navegantes, así como el contexto global de la época (en lo intelectual y religioso, en lo económico y social), impidieron que aquel suceso se convirtiera en un hecho de resonancia universal. Y es que, en la humanidad y en la cristiandad, todavía no existía «demanda» de un Nuevo Mundo; no había llIgado la hora, el «kairós». Por eso, todo el asunto volvió a caer en el olvido o, por lo menos, en el claroscuro de la leyenda, tal y como había caído el saber que antaño se tuviera de que la tierra es redonda.

No es que los hombres, antes del descubrimiento de América, hubieran permanecido inactivos en lo que se refiere a la exploración y la conquista del mundo; lo que sucedía era que miraban en otra dirección; se centraban en Europa y en los países mediterráneos o se dirigían hacia el oriente; sólo relativamente tarde empezaron a interesarse también por el África central o meridional. Para que Cristóbal Colón pudiera entrever y realizar su misión de cara a la historia universal fue preciso que, a finales del siglo xv, se produjera, junto a un desarrollo multisecular de Europa en la historia de las ideas, una conjunción muy singular de factores políticos y económicos, especialmente en el mundo ibérico, con su especial desarrollo del poder real gracias a la unión de Castilla y Aragón y su situación geográfica. Por otra parte, la biografía del navegante genovés fue, entre su nacimiento en 1451 y aquel viernes 12 de octubre de 1492, en el que a las dos de la mañana vio la tierra que habría de ser como la avanzadilla del «Nuevo Mundo» (la costa de la isla Guanahaní, que más tarde se denominaría San Salvador), como una larga preparación para llevar a cabo su misión. Sabemos, además, que, al otro lado del Atlántico, las culturas precolombinas estaban sumid s en la decadencia. En definitiva: había llegado la hora.

Pues bien, lo que quiero mostrar con esta comparación entre estos dos descubridores de un, mundo nuevo -geográfico o espiritual- es que también aqu llo que Dios mostró a Josemaría Escrivá de Balaguer el 2 de octubre de 1928 (lo que luego se convirtió en el contenido de su mensaje y en la realidad del Opus Dei) era «conocido», y más que conocido, pues en los tres primeros siglos del cristianismo había sido lo normal y corriente. Mucho antes de que hubiera «padres del desierto» y «eremitas», órdenes religiosas y conventos, en las ciudades del inmenso imperio romano multitud de cristianos habían llevado una vida completamente normal como ciudadanos del imperio, cada uno en su estado, como solteros, casados o viudos, como terratenientes o funcionarios, como militares o civiles, como libres o esclavos, como niños, hombres o mujeres... Para ellos no existía otra cosa que esa vida normal, y por eso estaban convencidos de que en ella habían de santificarse y hacer apostolado para que así aumentara el número de los cristianos. ¿Dónde habrían de hacerlo, sino en la vida corriente? ¿Cómo habrían de hacerlo, sino por la santificación de la vida ordinaria? Los primeros mártires y la gran mayoría de los cristianos que fueron asesinados por su fe no eran personas en una situación especial, sino miembros normales y corrientes de las comunidades cristianas, del «pueblo»... Fue más tarde, a lo largo del multisecular desarrollo histórico de la cristiandad y de la Iglesia, cuando se fue oscureciendo la conciencia de que hay que «empapar» el mundo con el espíritu cristiano, algo que, normalmente, sólo pueden realizar los' que viven en el mundo y que sólo excepcionalmente se puede llevar a cabo desde fuera, actuando ab externo. Es indudable que en y a través de los conventos se han dado -y se siguen dando- estupendas floraciones de vida cristiana y un tesoro inabarcable de santidad, muy digno de veneración, en y a través de los conventos, y a nadie se le ocurrirá querer prescindir de la herencia monástica de milenio y medio, o negar o despreciar su importancia; ahora bien, precisamente quien ama ese tesoro y quiere conservarlo y tomarlo como punto de partida para un nuevo futuro de la Iglesia sabe que sólo será posible cuando se reconozca de nuevo como norma habitual de la existencia cristiana la santidad de los primeros cristianos, una santidad que Mons. Escrivá redescubrió,, concretó y puso como fundamento de la misión cristiana en el' mundo; santidad que el Concilio Vaticano II presentó ante la cristiandad como norma universal, válida en todo tiempo.

Y, como en el caso de Colón, la misión de Mons. Escrivá de Balaguer -aquel redescubrimiento espiritual- requería una preparación, un largo desarrollo en la historia de la Iglesia y una evolución de las ideas, así como las duras pruebas que la Iglesia ha tenido que superar en los últimos quinientoss años. Necesitaba que se produjeran esas situaciones históricas tan especiales que se han dado en el primer y segundo tercio de nuestro siglo en España, en Europa, en el mundo y también dentro de la Iglesia. Y, sobre todo, precisaba la preparación del «descubridor», de la que ya hemos hablado. Del año 1928 se puede decir lo mismo que del año 1492: había llegado la hora...

Cristóbal Colón-Josemaría Escrivá de Balaguer: dos descubridores; sirviendo a España el uno, español el otro. Los dos habían tenido antecesores: varias veces se habían hecho los navegantes a la mar rumbo al occidente, pero los vientos contrarios y las circunstancias adversas les abían obligado a volver sobre sus pasos... El que el apostolado e los laicos es necesario, el que es preciso activar al «pueblo de ios», el que se debe y se puede santificar la vida corriente, ya habían sido expresados antes de la fundación del Opus Dei. Se habían expuesto esas ideas y se había tratado de realizarlas: basta nombrar a San Francisco de Sales (6), a San Vicente Palotti (7), al Movimiento de Oxford y al Cardenal Newman (8), a las declaraciones de los Papas Pablo III, Pío VII, Pío IX, León XIII y Pío X (9). Sin embargo, estas iniciativas no abordaban el problema con toda su hondura y radicalidad, porque su punto de partida no era la vida del laico en su propio estado, con una llamada específica a a santidad. Intentaban acercar el estado del laico al del religioso, con una consecuencia casi inevitable: la de prestarle al hombre corriente de la calle una espiritualidad cuasi-religiosa, extraña a su propio estado.

Colón y Mons. Escrivá de Balaguer: hombres atrevidos, sin miedo, totalmente convencidos de la existencia de una providencia divina, perseverantes, dispuestos y capaces para los mayores sacrificios y esfuerzos... Ambos realizaron lo que se les había encomendado. Tuvieron que poner en movimiento una vigorosa activación de la potencialidad humana que parecía olvidada. Realizaron una revolución de gran alcance que paulatinamente se fue haciendo visible en todas sus !dimensiones y consecuencias. A ninguno de los dos les faltaron enemigos: el descubridor del Nuevo Mundo retornó en 1500 de su tercer viaje a América... encadenado. Al Fundador del Opus Dei se le calumnió tanto a comienzos de los años cuarenta en España, y sobre todo en Madrid y Barcelona (le llamaban hereje y masón), que en más de una ocasión temió verse encarcelado, por lo que tuvo que esconderse o disimular su propio nombre. Pero aquí terminan los puntos de comparación que parten del concepto común de «descubrimiento». Pues mientras que Cristóbal Colón casi no tuvo ninguna influencia sobre las consecuencias de su hecho ni sobre su desarrollo, porque no era necesario, la naturaleza del «descubrimiento» de Monseñor Escrivá implicaba el que él mismo tuviera que extenderlo y profundizarlo hasta que llegara a formar parte del tesoro de la Iglesia en tiempos futuros y de la conciencia de la humanidad. Cristóbal Colón murió convencido de haber descubierto el camino occidental hacia las «Indias»: otros hicieron de aquellos países «América». Mons. Escrivá de Balaguer no sólo fue el primero en pisar las nuevas «tierras» de la santidad laical, sino que además, con la gracia de Dios, fue formando el pueblo que habría de habitar, cultivar y extender aquellas «tierras».