La primera carta

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

A la edad de casi dos años, la «criatura» recibó su nombre: entonces es cuando realmente entra en la historia. El vástago surgido el 2 de octubre de 1928  espuntaba ya, muy pequeñito todavía, pero visible: se podía señ; lar con el dedo y decir: «¡Es el Opus Dei!». Puesto que Dios había mostrado al Fundador la grandiosa cosecha de futuro, no le inquietaba que todavía no se vieran más que algunos brotes en el campo. Aunque el Opus Dei cuantitativamente casi no existía todavía, su Fundador lo impulsaba del mismo modo y con los mismos medios con los que lo haría después, cuando ya pertenecían a la Obra decenas de miles de personas en todo el mundo; medios que seguirían siendo válidos también después de su muerte, y siempre.

Uno de esos medios, que utilizó desde el principio, fue la exposición, de palabra y por escrito, de lo que es el Opus Dei, y la aclaración de cómo se ha de realizar, de cómo se ha de vivir personalmente y en concreto. Muchas de sus innumerables exposiciones orales en homilías, conversaciones, tertulias familiares más o menos numerosas, viajes de catequesis, etc., han sido puestas también por escrito y, en parte, se han publicado. Muchas otras todavía están esperando el momento de su publicación. Además tenemos sus cartas, llenas de cariño parterno, que, por una vez, me atrevería a llamar «cartas doctrinales»; cartas que fue escribiendo para sus hijos en el Opus Dei con objeto de irles adoctrinando en ese camino de «santificación de la vida corriente» que habrían de recorrer, y, al mismo tiempo, de exhortarles, animarles, consolarles, fortalecerles y llenarles de optimismo y alegría. La primera de esas cartas (seguro que no es una casualidad) lleva la fecha del 24 de marzo de 1930, fiesta del Arcángel San Gabriel, y la última está fechada el 14 de febrero de 1974, «cumpleaños» de la Sección de mujeres. La primera es, si queremos ver las cosas humanamente, una santa y magnífica quijotada, pues se dirigía a personas que todavía no existían; la última estaba escrita para más de sesenta mil miembros de la Obra.

Con el objeto de archivar estas cartas, que tienen una gran importancia no sólo espiritual, sino también para la historia de la Iglesia, la mayor parte de ellas se han traducido al latín, idioma de la Iglesia. Como es normal en estos casos, se suelen designar y citar por las primeras palabras. Por ejemplo, aquella primera carta, dirigida a personas que sólo Dios conocía, se llama «Singuli dies». Es patente que tiene una importancia muy especial para comprender a Monseñor Escrivá de Balaguer y a la Obra: en esta carta tenemos el documento más temprano del Opus Dei, la primera «objetivación», en la historia, del carisma vocacional concedido al Fundador el 2 de octubre de 1928. Al leerla, llama inmediatamente la atención la sencillez y claridad de la exposición: cualquiera puede entenderla, tanto un indito con escasa formación como un científico de alto rango; quizá el indito la entienda con mayor facilidad, porque es más como un niño; aunque también el intelectual, si está dispuesto, podrá captar la gran profundidad de las sencillas frases.

«Nuestra entrega -así comienza la Carta- al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás -providentes, non coacte, sed spontane secundum Deum (I Petr V,2), prudentemente, sin coacción; espontáneamente, segúnn la voluntad de Dios- el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo» (75)... «Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth V,48); sed perfectos, como lo es nuestro Padre celestial» (76).

El desconocimiento de su realidad ha llevado a alguno a tildar de elitista al espíritu del Opus Dei. Dejando de lado que esta expresión, con tanta carga de envidia, no parece muy adecuada para reflejar objetivamente un hecho, habría que decir lo siguiente: si partimos de la base de que es «elitista» cualquier asociación a la que sólo puede pertenecer quien es nombrado personalmente y acepta el nombramiento, entonces tenemos que reconocer que instituciones como la Academia Francesa, por ejemplo, son «elitistas». En el lenguaje religioso, sin embargo, se utilizan los términos «elección», «elegido» y otros similares para indicar que Dios ha llamado a alguien a su servicio por un don y una gracia que siempre necesitan el complemento del sí personal. Así ha sucedido con los patriarcas y profetas, con algunos jueces y reyes del Antiguo Testamento (no con todos); con la Virgen, con los Apóstoles y sus sucesores, con los sacerdotes y los religiosos y, también, con todos los bautizados. Sólo en este sentido el Opus Dei es «elitista»: el camino a la Obra pasa por la vocación. Pero ahí comienza y acaba todo lo que hay dé «elitismo». No conozco ninguna asociación de cristianos que sea más igualitarista que la Obra: la «élite» del Opus Dei se basa en la igualdad de los hijos de Dios.

«La misión sobrenatural que hemos recibido -dice Monseñor Escrivá de Balaguer en la carta "Singuli dies"- no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra patria. Somos, repito, iguales a los demás -no como los demásy tenemos en común con ellos las preocupaciones de ciudadano, de la profesión o del oficio que nos es propio, las otras ocupaciones, el ambiente, el modo externo de vestir y de obrar. Somos hombres o mujeres corrientes, que en nada nos diferenciamos de nuestros compañeros y colegas, de los que conviven con nosotros en nuestro ambiente y en nuestra condición» (77).

Puesto que el Opus Dei ha nacido en el mundo para santificarlo desde dentro, haciendo que los cristianos normales y corrientes santifiquen la vida cotidiana y se santifiquen ellos mismos en ella y por ella (respondiendo así, como «cristianos corrientes», a la norma que es Cristo), es de capital importancia comprender realmente lo que significa la igualdad, es decir, la actitud de no discriminar a nadie ni de separarse de los demás, la convivencia habitual del «cristiano en medio del mundo» con sus iguales. «Nuestro camino -dice el Fundador- no es de mártires -si el martirio viene, lo recibiremos como un tesoro-, sino de confesores de la fe: confesar nuestra fe, manifestar nuestra fe en nuestra vida diaria... Pero en el trabajo ordinario hemos de manifestar siempre la caridad ordenada, el deseo y la realidad de hacer perfecta, por amor, nuestra tarea; la convivencia con todos, para llevarlos opportune et importune, con la ayuda del Señor y con garbo humano, a la vida cristiana, y aun a la perfección cristiana en el mundo; el desprendimiento de las cosas de la tierra, la pobreza personal amada y vivida» (78).

Quizá sea necesario releer varias veces estas frases para comprenderlas realmente. Parecen «inocentes», pero suponen el inicio de una nueva era en la' vida cristiana. «Ser del mundo», sí, pero no ser mundanos, «hijos de este mundo», sino hijos de Dios en este mundo; amar el mundo como obra de Dios y trabajar en él como colaboradores suyos, pero sin querer acaparar los frutos de ese trabajo, presentándolos, como Abel, al Señor de la tierra, al «empresario» divino: ésta es la única posibilidad de disfrutar realmente de ellos, calmando a la vez el hambre y la sed del alma.

Luego, el Fundador del Opus Dei da un paso decisivo, pues el descubrimiento de que Dios quiere que los hombres, y especialmente los cristianos, se identifiquen con Cristo en la vida cotidiana en medio del mundo, quedaría difuso si no se precisara este concepto. Esa «vida cotidiana en medio del mundo» fue, para Jesucristo, la que pasó en Nazaret, o sea, aquellos decenios de labor profesional normal y discreta, ni brillante ni «importante». Sería absurdo partir de la base de que aquellos años carecieron de importancia para su tarea mesiánica, para la historia de la salvación, para nuestra redención. La vida terrena de Jesucristo nos proporciona como un «patrón» de la santidad: la mayor parte de esa vida (que transcurrió en una comunicación tal con la voluntad del Padre que ni siquiera podemos imaginárnosla) fue un simple artesano en una aldea de Palestina, ocupado en las cien mil pequeñas cosas propias de la actividad de un carpintero que tiene que ocuparse de su madre, cumplir los encargos que le hacen los clientes, ser un vecino más entre sus convecinos, etc. En esos años no realizó milagros, ni predicó una nueva doctrina. No llamó la atención. Y, sin embargo, no hace falta una especial fantasía para imaginarse que sería un artesano excelente y habilidoso, trabajador y cumplidor, un hijo y un pariente cariñoso, un vecino apreciado y querido, sobre todo por los niños; y que, seguramente, en la aldea habría también algunos que no le tendrían simpatía, se reirían de él o quizá incluso tratarían de hacerle la vida imposible...

Ahora bien, en esos treinta años de normalidad absoluta, de vida callada y desconocida, fue implantando en el mundo aquella Cruz que en el Calvario se haría visible para todos. El Sacrificio cruento del Calvario no es un «episodio biográfico» aislado, sino parte de una unidad, culminación de un sacrificio que comenzó con la Encarnación en el seno de María, continuó en los decenios de vida de trabajo y en los años de vida pública y terminó con la Pasión y Muerte. El Niño en el pesebre, el Carpintero de Nazaret, el Maestro de salvación y el Crucificado son una misma Víctima que se ofrece sobre el altar del mundo; así como el Sacrificio se realizó de modo sacramental sólo una vez, en el Cenáculo, quedando instituido para siempre como fuente de salud y de santificación para la flaqueza humana, así también ese mismo Sacrificio se preparó en los tres decenios de Nazaret, con objeto de mostrarnos que el camino de salvación, para cada hombre y para todos juntos, discurre de este modo. Nadie que quiera seguir a Cristo en el mundo puede, por principio, recorrer un camino distinto al que recorrió el Señor.

El núcleo del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer (que podríamos expresar con las palabras «santificar la vida cotidiana y santificarse en y por la vida cotidiana») no quiere decir otra cosa que vivir en el mundo tal y como Jesucristo vivió en Nazaret. El «Nazaret» de cada cristiano es la tierra; por eso el Fundador llamaba al Opus Dei «un rinconcito en el hogar de Nazaret». Nada hay allí que llame la atención: no hay hechos sensacionales ni espectaculares. La vida consiste más bien en la fidelidad en las cosas pequeñas de un día cualquiera, esas cosas que a veces pueden parecer monótonas, sin importancia, agotadoras. Pero apartarse de ellas, para seguir la llamada de lo que se cree que es «el gran teatro del mundo», equivaldría a distanciarse del carpintero de Nazaret, del Señor... «Si alguna vez viniera la tentación -escribe el Fundador de la Obra- de hacer cosas raras y extraordinarias, vencedla: porque, para nosotros, ese modo de obrar es equivocación, descamino» (79). Explica este consejo mediante un ejemplo: un buen día vamos a un restaurante y pedimos una pescadilla. Y el camarero nos trae una serpiente. ¿Qué debemos hacer? Comenta con humor las diversas reacciones: «... uno de esos grandes taumaturgos, que admiro y cuya vida está llena de milagros, hubiera reaccionado dando una bendición y convirtiendo el reptil en una merluza bien guisada. Esa actitud me merece todo el respeto, pero no es la nuestra. Lo nuestro es llamar al camarero y decirle claramente: esto es una porquería, lléveselo y tráigame lo que le he pedido. O también, si hay razones que lo aconsejen, podemos hacer un acto de mortificación y comernos la culebra, sabiendo que es culebra, ofreciéndolo a Dios. En realidad cabe una tercera postura: llamar al camarero y darle un par de bofetadas; pero ésa tampoco es una solución nuestra, porque sería una falta de caridad» (80).

En algunas conversaciones he topado con una interpretación falsa -que yo mismo compartí durante algún tiempo-, según la cual Mons. Escrivá de Balaguer, al rechazar tan taxativamente las «cosas raras y extraordinarias», habría postulado la mediocridad como «ideal». En el verano de 1981 hablé sobre este tema con un sacerdote, miembro de la Obra, que conocía al Fundador desde 1939. Su respuesta ha tenido una gran importancia para mí: «El Padre -me explicó- utilizaba la expresión "cosas raras" para indicar un comportamiento extraño o excéntrico, es decir, todo lo contrario de un comportamiento natural, genuino y normal. No le gustaban las extravagancias. Con "extraordinario" se refería a lo contrario de la vida cotidiana, de la vida corriente; quería decir que la búsqueda de cosas extraordinarias no puede convertirse en un obstáculo para tomar en serio y cumplir lo que es normal.

Ahora bien, lo "normal", para una determinada persona, puede ser, si se parte del término medio, algo "extraordinario", pues está por encima de ese término medio. A quien puede dar como diez no se le permite que dé como cinco... Es decir, los frutos deben corresponder a los dones recibidos. Si éstos son extraordinarios, lo ordinario, para quien los ha recibido, será corresponder a ellos. Por eso el Opus Dei sólo conoce una vocación igual para todos, independientemente de que cada uno haya recibido uno, tres, cinco o diez talentos ... » (81).

La carta «Singuli dies» es algo así como una «declaración de principios» del Opus Dei. Todos los escritos posteriores son como su desarrollo, ampliación, explicación y diferenciación. Es una carta llena de juventud y de frescor, redactada con palabras vigorosas, nada pedantes ni propias de una jerga pía, sino claras y transparentes como las palabras de los Apóstoles; cristalinas y, a la vez, para quien se adentra en ellas, profundas como el mar. «Nos ha llamado el Señor a su obra para que seamos santos; y no seremos santos si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin Cruz, sin mortificación. Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día (82); en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia. En cambio, hijos míos, no es espíritu de penitencia el de aquel que hace unos días grandes sacrificios y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ése es el amor sacrificado que espera Dios de nosotros» (83).

Este sacerdote de veintiocho años, que escribe para la historia y con la mirada puesta en el futuro, sabe que para recorrer este camino, un camino de sencillez y naturalidad, se requieren ayudas espirituales muy concretas: «Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor». «Hijos míos, os lo repito una vez más: habríamos errado el camino si despreciáramos las cosas pequeñas. En este mundo todo lo grande es una suma de cosas pequeñas... No es obsesión, no es manía: es cariño, amor virginal, sentido sobrenatural en todo momento, y caridad. Sed siempre fieles en las cosas pequeñas por Amor, con rectitud de intención, sin esperar en la tierra una sonrisa, ni una mirada de agradecimiento.» «Hijos míos, tenemos mucho que hacer en el mundo: el Señor nos ha dado una misión divina. Desde el primer día os he invitado a agradecer esta muestra de predilección soberana, esta llamada divina en servicio de todos los hombres: Dios nos pide que el afán apostólico llene nuestros corazones, que nos olvidemos de nosotros mismos, para ocuparnos -con gustoso sacrificio- de la humanidad entera. La mayor parte de los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. ¡Darse, darse, darse! Darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino» (84).