22. La ordenación episcopal

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

El Opus Dei había sido erigido como Prelatura personal en 1982. Pasaron casi nueve años hasta el 6 de enero de 1991, en que Juan Pablo II confirió a don Álvaro la ordenación episcopal, algo bien conforme con la naturaleza jurisdiccional y jerárquica de la Prelatura. Con este motivo, resplandeció de nuevo su prudencia y humildad. Cuando Juan Pablo II decidió nombrarle Obispo, subrayó su alegría, teniendo en cuenta el bien de la Obra. Se advertía hasta en el uso de la tercera persona, al dar la noticia en Villa Tevere el 7 de diciembre de 1990:

"-Quería comunicaros que el Papa ha decidido nombrar Obispo al Prelado del Opus Dei: hoy, a las doce, se ha hecho pública la noticia. El Prelado recibirá el Sacramento del Orden en plenitud: habrá una nueva efusión del Espíritu Santo sobre la cabeza de la Obra y, por la Comunión de los Santos, de algún modo, sobre todo el Opus Dei".

Para dejar aún más clara su rectitud, eligió como lema de su escudo episcopal una de las frases que el Beato Josemaría usaba para resumir la finalidad apostólica del Opus Dei: Regnare Christum volumus! Don Álvaro no pensaba en su persona, sino en el servicio a la Iglesia, "único motivo de nuestra existencia y de la existencia de nuestra Prelatura", repetía. Y su alma se iba continuamente también a la fidelidad del Fundador de la Obra. Al día siguiente de su ordenación, en el pontifical que celebró en la Basílica de San Eugenio, buena parte de su homilía consistió en un canto de encendida acción de gracias a Dios, y también a Mons. Escrivá de Balaguer, con la convicción de que se habían cumplido las palabras de la Escritura: "Dios ha honrado al padre en los hijos" (Eclesiástico III, 3).

Don Álvaro no pensaba en sí mismo, menos aún cuando ocurrían estos sucesos en su vida y en la historia del Opus Dei. Lo observé nítidamente durante los días anteriores a la ordenación sacerdotal de fieles de la Prelatura, que confirió el 1º de septiembre de 1991 por vez primera, después de su consagración episcopal. Poco antes, don Álvaro pidió a los que estábamos con él que invocásemos mucho al Espíritu Santo, para que su huella, su garra, se marcase en el alma de los nuevos sacerdotes, pero también en la suya, pues iba a ser el cauce de la efusión del Espíritu Santo.

Llevaba muy dentro de su corazón esa idea central de ser instrumento, porque la reiteró aquellos días, con distintas palabras. Rogaba a todos que rezasen por los ordenandos -para que recibieran el sacramento con una fe muy honda-, pero también por él, para que lo confiriera con piedad grande. Ya en Torreciudad, fue ostensible su agradecimiento a Dios por tantas cosas buenas ‑lo reiteraba constantemente, en voz alta-, así como la continua presencia del Beato Josemaría: no dejaba de insistir en que todo había sido posible por su heroica fidelidad al espíritu recibido de Dios:

"-Mi pensamiento, necesaria y más constantemente que lo habitual -afirmaba al comienzo de su homilía-, vuela hacia nuestro queridísimo y santo Fundador, que, con su ejemplar entrega a Dios, ha hecho posible lo que ahora contemplamos".

Con mayor motivo en esas situaciones de posible esplendor humano para sí mismo, se consideraba sombra del Fundador, sombra inseparable de su cuerpo, de su persona.

Poco después, el 7 de septiembre, celebró Misa pontifical en la Universidad de Navarra, accediendo a un ruego de la Junta de Gobierno. Cuando llegó a la homilía, que llevaba escrita, improvisó unas palabras:

"-Antes de empezar a hablar, dejadme que levante un momento mi corazón a Dios, para darle gracias al ver este montón de personas, hombres y mujeres, que aman a Dios; y, por eso, han querido venir a una Misa, que no tiene más finalidad que la de alabar a Dios, bendecir a Dios y pedirle gracias, que nos hacen falta muchas..."

Don Álvaro procuraba servirse de lo que hacía o de los objetos que usaba para aumentar su trato con el Señor. Así, por ejemplo, pude apreciar cómo utilizaba el anillo y la cruz a modo de recordatorios para su diálogo contemplativo a lo largo del día.

Al terminar una audiencia con Juan Pablo II, le pidió el favor de que se pusiera un instante su anillo pastoral. Luego le confió:

"-Este anillo me da mucha presencia de Dios, porque es el símbolo de mi unión con el Opus Dei; significa que soy esclavo, servidor de la Obra por amor a la Iglesia y al Papa. Pero ahora que lo ha llevado Vuestra Santidad, me dará también mucha presencia del Papa".

Y, ciertamente, en muchas ocasiones, observé cómo se lo llevaba a los labios de un modo discreto: era una industria humana para renovar su amor, para rejuvenecer su entrega.

Por la ordenación, don Álvaro se incorporó al colegio episcopal. Vivió desde entonces, también sacramentalmente, su íntegra unión con los Obispos, que había aprendido en sus largos años junto al Fundador del Opus Dei, y había cultivado con creciente generosidad a lo largo de su vida.

Al acabar algunas temporadas de verano que pasé junto a don Álvaro, no faltaban personas que me preguntaban impresiones y anécdotas. Un año, a modo de síntesis, utilicé la expresión paulina sollicitudo omnium Ecclesiarum (2ª Epístola a los Corintios XI, 28): realmente, estar a su lado unas semanas significaba crecer en visión universal, participando de infinidad de noticias, alegrías y desvelos relativos a la Iglesia en tantas regiones del mundo. Un ejemplo: a mediados de agosto de 1992, se le veía radiante por la franca recuperación de Juan Pablo II. En ese contexto, aludió al gran sufrimiento del Papa, pocos días antes de la intervención quirúrgica, inquieto ante la situación eclesial de un determinado país. Y, con gran delicadeza y prudencia, fue señalando a grandes rasgos algunos serios problemas en la vida de la Iglesia, planteados en naciones de los distintos continentes. Sus observaciones y comentarios ‑precedidos y acompañados por el ruego de rezar mucho más‑ reflejaban plásticamente su unión y afecto a los Obispos de todo el mundo.

Un año más tarde, cuando su salud estaba tan maltrecha ‑por las operaciones de cataratas-, resumí en mi agenda: "Aunque se le nota aún bastante cansado, a pesar de todo, resulta patente su sollicitudo omnium Ecclesiarum, y su continuo desvelo por sus hijos y por la Obra, siempre con toda naturalidad, en las manifestaciones sencillas y ordinarias de la vida en familia". De hecho, aquel día de julio nos había invitado a rezar para que no le diagnosticaran nada grave a un sacerdote de la Prelatura que presentaba síntomas alarmantes; había alabado una antigua iniciativa sacerdotal de don Victorio Lorente, editor de unas difundidísimas Oraciones del cristiano; recordó actividades de formación espiritual y apostólica; y, sobre todo, nos comentó diversos asuntos de la vida de la Iglesia en América -a raíz de la muerte, en circunstancias violentamente dramáticas, del Cardenal de Guadalajara (México), y del Ordinario militar de El Salvador‑, o en España, con relación al último viaje de Juan Pablo II. Estos temas surgían en la conversación, con espontaneidad, a cualquier hora, porque consumían su corazón de hijo de la Iglesia.

Desde que le traté con mayor cercanía física, aprecié la cordialidad con que se refería a los Obispos, y su gozo íntimo porque los fieles de la Prelatura ‑especialmente los Directores‑ les demostraban veneración y cariño, siguiendo el ejemplo de Mons. Escrivá. Sintetiza esta faceta esencial en la biografía de don Álvaro, un párrafo de la carta que dirigió el 7 de agosto de 1976, a los miembros de la Obra que iban a recibir la ordenación sacerdotal en Madrid: "Permaneced siempre unidísimos al Romano Pontífice, Padre Común de los fieles, Vicario de Cristo en la tierra -Vicecristo, como le llamaba, lleno de amor, nuestro Padre-; y, en cada Diócesis, al Obispo, con cariño profundo y respeto grande. Acordaos del afecto inmenso, teologal y humano, que nuestro queridísimo Fundador tenía a los Ordinarios diocesanos. Nos ha enseñado, con su vida santa, a amarles y a obedecerles en todo lo que constituye el ámbito de su Sagrado Magisterio, como legítimos Pastores que son. Nos ha dicho mil veces, en frase muy gráfica, que tiramos del carro en la misma dirección que ellos; que el fruto de nuestro apostolado queda en sus Diócesis, a las que amamos; que nos sentimos y somos -como le gustaba comentar a nuestro Fundador- sacerdotes diocesanos en todas las Diócesis, en las que trabajamos; y que los Obispos ya llevan encima una buena cruz, la cruz pastoral, y nosotros no tenemos derecho a ponerles cruces nuevas".

Otra de las razones por las que empujó la solución jurídica del Opus Dei era potenciar el servicio a las Iglesias locales a través de la atención espiritual de los sacerdotes diocesanos. La anhelada figura canónica de la Prelatura vendría a confirmar, con definitiva precisión, la imposibilidad de la llamada doble obediencia: los Agregados y Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz -inseparable de la Prelatura del Opus Dei- no tienen más Superior que el propio Obispo diocesano.

He aludido a cómo se fue forjando su amistad con muchos obispos y eclesiásticos. Algunos fueron profesores suyos de Teología, como el futuro Cardenal Bueno Monreal, Arzobispo de Sevilla. En agosto de 1987 conoció por la prensa que había sido internado en la Clínica Universitaria de Navarra, con pronóstico muy grave. Lo mencionó en la tertulia con gran cariño, y de él pasó a otros Obispos españoles. Se notaba que los quería, rezaba por cada uno y deseaba efectivamente tirar del carro en la dirección que esos prelados marcasen en sus diócesis respectivas. No mucho después, le comunicaron que el Card. Bueno había fallecido. Rezó inmediatamente un responso por su alma. Recordó luego manifestaciones de su vida al servicio de la Iglesia, y de su cariño hacia Mons. Escrivá de Balaguer..., al que correspondía plenamente ahora don Álvaro.

Otro ejemplo: el 8 de enero de 1992 murió en accidente de tráfico Mons. Miguel Roca, Arzobispo de Valencia. La noticia me dolió mucho, pensando también en la intimidad grande que don Miguel había tenido con Mons. Escrivá de Balaguer, y en sus hermanos y sobrinos miembros del Opus Dei. Pero no imaginé que don Álvaro llegaría a Madrid el 10 de enero, camino de Valencia, para asistir a los funerales, a pesar del abundante trabajo que le absorbía por entonces. No tuve en cuenta la magnitud de su sentido de la amistad y de la gratitud, que le había llevado unos años antes a acudir a Colonia para estar presente en las exequias del Card. Josef Höffner.

De don Álvaro aprendí a querer aún más a los Obispos. No le dejaba indiferente ningún detalle, aun pequeño. Hacía suyo inmediatamente cualquier problema que afectase a las Iglesias locales. En agosto de 1988, leyó en la prensa una noticia sobre el porcentaje de ciudadanos españoles que, en su declaración fiscal, deseaban que una parte de sus impuestos se destinase a la Iglesia católica: la cantidad resultaba menor de la esperada y deseada. Le dolió, y nos alentó a fortalecer la vibración apostólica de los fieles de la Prelatura, para que contribuyeran ‑en lo que estuviera de su parte- a cambiar el signo de esa situación, tan ligada ciertamente a la formación de los fieles y a la efectiva práctica religiosa.

Como no podía ser menos, los Obispos agradecían el trabajo apostólico de los miembros del Opus Dei en sus diócesis. Más de una vez oí comentar a don Álvaro su reconocimiento hacia Mons. Juan Fremiot Torres Oliver, Obispo de Ponce, Presidente de la Conferencia Episcopal de Puerto Rico cuando hizo su viaje pastoral a esa Isla del Caribe en 1988. Llevó su hospitalidad hasta el extremo de regalar a don Álvaro la primera cruz pastoral que había tenido. Cuando supo que tendría en San Juan una tertulia para sacerdotes, redactó un mensaje para el Rector del Seminario diocesano de Ponce: "Declaro mañana, día 22 de febrero, no lectivo, para que todos los seminaristas que lo deseen puedan asistir a la reunión que el Prelado del Opus Dei tendrá en San Juan con los sacerdotes de Puerto Rico. La estancia de Mons. del Portillo es una fuente de gracias espirituales para toda la Isla".

Muchos Obispos manifestaron públicamente su amistad con don Álvaro, al conocer la noticia de su muerte. Reflejaban que su sincero afecto fue correspondido con honda gratitud por prelados de los cinco continentes. Así, el Cardenal Joseph Bernardin, Arzobispo de Chicago, mostró su agradecimiento al apoyo espiritual y moral que recibió de él cuando en los meses anteriores había sido objeto de acusaciones tan falsas como injustas. Por su parte, el Cardenal Jaime L. Sin, Arzobispo de Manila, subrayó el buen humor: en sus viajes a Roma, comían juntos, y lo pasaban tan bien, y se reían tanto, que una persona que no les conociera podía pensar que estaban locos...

Basta leer las apretadas páginas de Romana, boletín de la Prelatura, que sintetizaron las Misas en sufragio por don Álvaro que celebraron tantos Obispos del mundo entero. En sus homilías, casi todos evocaban momentos en que estuvieron con él, en circunstancias muy variadas. "Para mí ‑compendiaba el Cardenal James Hickey, Arzobispo de Washington D.C.-, estos encuentros eran una fuente de inspiración". Por su parte, el Cardenal Primado de México, Ernesto Corripio Ahumada, trazaba en la Basílica de Guadalupe un breve perfil biográfico de don Álvaro, y concluía: "El resultado de todo esto fue un fecundo servicio a la Iglesia universal y a su Cabeza visible, el Romano Pontífice, unido a un cordial empeño de colaboración con las Iglesias particulares y sus respectivos Ordinarios, a los que amaba fraternalmente y ayudó siempre con generosidad".

Realmente, como había escrito don Álvaro a los Centros del Opus Dei cinco días antes de su ordenación episcopal, "toda la Prelatura, no me cansaré de recordarlo, está para servir a la Iglesia universal y a cada una de las Iglesias particulares, tanto a aquellas en las que ya trabajamos como a aquellas otras en las que, con el tiempo, se irá extendiendo nuestra labor apostólica. Por eso, sobre el Prelado pesa y pesará siempre una verdadera sollicitudo omnium Ecclesiarum: una solicitud de amor por el Cuerpo Místico de Cristo, fundada en la virtud de la caridad. Su ordenación episcopal confiere a esa solicitud una fuerza sacramental nueva, pues sobre todo Obispo, como miembro del Colegio Episcopal -que sucede al Colegio de los Apóstoles‑, recae de modo peculiar -cum Petro et sub Petro- la responsabilidad de toda la Iglesia (cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 22; Decr. Christus Dominus, n. 2)".