21. Ante la cultura y la opinión pública

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Don Álvaro conocía bien las tendencias y los cambios culturales o sociales. En los ratos de tertulia surgían con relativa frecuencia libros recientes o cuestiones de actualidad. Estaba atento a lo que sucedía en el mundo. Nada le resultaba indiferente: por inquietud intelectual, y porque le consumía el bien de las almas. Le interesaba, sobre todo, en cuanto influía positiva o negativamente en las convicciones o en la práctica religiosa de los creyentes. Impulsaba también la formación cultural y doctrinal de los fieles del Opus Dei, cada uno dentro de sus condiciones personales y su posición en el mundo, con vistas a poder iluminar, con las luces de una fe bien pensada, los múltiples senderos del pensamiento y el arte, de la civilización de nuestra época. La coherencia cristiana exigía estudio, tiempo de reflexión, esfuerzo intelectual, para proyectar los grandes criterios sobre las realidades cotidianas del trabajo profesional, la cultura o la vida pública.

"Siempre será necesario dar doctrina, pero es indudable que existen épocas, como la actual ‑escribía al comienzo de 1985-, en las que este deber adquiere particular urgencia". Animaba continuamente al apostolado personal, pero, además, responsabilizaba de la configuración de la opinión pública a todos los fieles cristianos, cada uno según sus posibilidades, realmente variadísimas: desde las cartas a los periódicos o los demás medios de comunicación, hasta la publicación de artículos y libros.

Sentía y predicaba "la urgencia de hacer más, de llevar a cabo una constante cristianización de la sociedad, y especialmente de aquellos ambientes y trabajos más apartados de Dios". Y, como aprendió del Beato Josemaría, no dejaba de proponer el ejemplo de "los cristianos de los primeros siglos, hombres y mujeres corrientes pero llenos del Espíritu Santo, que con la ayuda divina fueron capaces de transformar la entera sociedad pagana, haciéndola cristiana y, por tanto, también más humana".

Esperaba que los fieles de la Prelatura supieran actuar con valentía espiritual y comprensión, pero sin complejos, componendas ni lamentos estériles; con mentalidad laical, lejos del clericalismo: "En unión de esfuerzos con otros buenos cristianos, hemos de procurar que no haya ninguna esfera de la sociedad civil en la que no se difunda la luz de Cristo: colegios profesionales, sindicatos, partidos políticos, órganos de gobierno de las ciudades y de los Estados... Dar la vuelta al mundo que huye y entregárselo a Dios forma parte importantísima de la misión que hemos recibido. La llevaréis a cabo, hijas e hijos míos, con la gracia del Señor y con vuestro esfuerzo abnegado, siempre con libertad y responsabilidad personales, en uso de vuestros derechos y deberes como ciudadanos".

Apasionado por la cultura y el saber, deseaba que los miembros de la Obra siguieran fielmente los planes de estudio que estableció el Fundador, para ser hombres y mujeres de fe viva y cultivada, ajena a una mentalidad más o menos fideísta, que rechaza o minusvalora la razón y la filosofía. Para profundizar intelectualmente con bases firmes en las riquezas insondables del misterio de Cristo, don Álvaro -en su calidad de Gran Canciller de la Universidad de Navarra- concedía prioridad a la publicación de buenos manuales para las grandes materias filosóficas y teológicas: que supieran incorporar la indeclinable tradición católica al estudiar los problemas nuevos del tiempo presente, junto con las aportaciones originales del Concilio Vaticano II y la novedad del espíritu del Opus Dei, "viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo", en expresión de Mons. Escrivá. Recuerdo su alegría cuando tuvo entre las manos el primer volumen de una colección editada desde la Universidad de Navarra.

De la Facultad de Teología de Navarra le interesaba también mucho la Biblia Popular. Había planteado ese objetivo Mons. Escrivá de Balaguer, como primer Gran Canciller. A don Álvaro le gustaba muy de veras cómo iba quedando ‑la traducción y los comentarios-; sólo echaba de menos una mayor rapidez en el desarrollo de los trabajos.

Más de una vez le conté anécdotas apostólicas protagonizadas por fieles de la Prelatura que enseñaban en Universidades públicas españolas. Solía referirse entonces a la oportunidad de que personas jóvenes eligiesen ese tipo de orientación profesional, por su trascendencia para las almas. Respetaba completamente la libertad de cada uno, pero quería que ponderasen que valía la pena renunciar a posiciones de relumbrón o a ingresos económicos quizá superiores, ante la posibilidad de iluminar cristianamente a tantas personas, desde la propia dedicación universitaria desempeñada con prestigio científico y académico. Le dolía, en cambio, lo que pasaba en algunos países por la apatía de tantos: que cátedras, departamentos o puestos de gobierno universitario son dejados de lado por los creyentes; le apenaba la inhibición de gente buena, que no quiere complicarse la vida.

Tuve ocasión de ver junto a don Álvaro programas en vídeo de interés informativo o doctrinal. Valoraba este excelente medio de difusión, y consideraba importante que se orientasen hacia este campo más personas con buen criterio, que reunieran cualidades para adquirir la oportuna capacitación técnica y ética, y lo deseasen libremente, claro. Así, por méritos propios ‑porque valen profesionalmente‑, serían llamadas a participar en las más diversas actividades. En ocasiones, las referencias a los medios audiovisuales surgían ante informaciones o programas negativos. Sugería entonces, con gesto apesadumbrado, que debíamos rezar mucho más y mover a la gente para que reaccionase con iniciativa: al menos, para que no se acostumbrase a una cierta zafiedad irresponsable y procaz.

En ese contexto recordó un día el redimentes tempus, quoniam dies mali sunt, de Efesios 5, 15; y evocó cómo las dificultades para la Iglesia comenzaron en el siglo I, con herejías y persecuciones. Pero -agregaba, con palabras del Beato Josemaría‑, porque los tiempos son malos, son buenos: Dios no deja de conceder las gracias oportunas y necesarias. Y los cristianos ‑así lo exponía también el Fundador del Opus Dei muchos años antes- no pueden agarrarse a una tabla, como buscando la propia salvación desentendiéndose de los demás, sino que han de esforzarse decididamente por ayudar a todos.

En agosto de 1992, se clausuraron los Juegos Olímpicos de Barcelona. Junto a don Álvaro, resultaba espontáneo reflexionar sobre la influencia de los medios audiovisuales: como había sucedido antes con la apertura de la Olimpíada, millones y millones de personas en todo el mundo se disponía a ver por televisión la ceremonia final. Don Álvaro soñaba con la eficacia apostólica que se podría conseguir en ese sector tan decisivo, en el que está casi todo por hacer, desde el punto de vista de la fe y de la doctrina católicas.

Pero estos ambiciosos afanes apostólicos de ningún modo significaban corporativizar las iniciativas individuales en el ámbito de la opinión pública: cada miembro del Opus Dei debía actuar y decidir por su cuenta, como había enseñado el Fundador y se había vivido desde los comienzos. La formación que se imparte a los fieles de la Prelatura persigue justamente fortalecer su buen criterio cristiano, mediante el repaso y actualización de la doctrina común entre los creyentes, para potenciar su capacidad personal de análisis de acontecimientos y mentalidades, que les permita discernir y actuar con la máxima libertad y prudencia en cualquier momento y circunstancia.

Don Álvaro recordaba, además, que la Prelatura -según la mente del Beato Josemaría- no tiene ni tendrá un céntimo en ese tipo de actividad humana, porque necesariamente una empresa informativa ha de tomar partido en cuestiones opinables. Quedaba claro, pues, que también ese ámbito, aun con su gran interés doctrinal, corresponde a decisiones personales libres ‑aun nobilísimas-, pero nunca al apostolado corporativo del Opus Dei; por eso, los Estatutos de la Prelatura excluyen expresamente la posibilidad de editar diarios o cualquier tipo de publicación bajo el nombre de la Obra (cfr. n. 89, § 3).

Pero la libertad no se confunde con la indiferencia. A don Álvaro le encantaba la espontaneidad activa de los fieles de la Prelatura. En los primeros días de julio de 1993 la prensa española publicó amplias informaciones sobre la exposición conmemorativa de los cincuenta años del Premio Adonais de poesía. Don Álvaro recordó enseguida la ilusión que Florentino Pérez Embid -un miembro del Opus Dei fallecido en 1974- puso en ese proyecto, que tanto y tan merecido prestigio conserva en medios culturales hispánicos. Y mencionó luego otros aspectos, relativos a la investigación y la universidad, que permiten orientar cristianamente las diversas soluciones cuando hay una profunda competencia profesional.

Su temple intelectual se reflejaba también en la pasión por los libros. Desde 1976, siempre que pasaba unos días a su lado, me preguntaba antes o después por las lecturas entre la gente joven. Le preocupaba -como a tantos intelectuales y hombres de cultura‑ que la creciente influencia de los medios audiovisuales incidiera negativamente sobre la formación cultural y humana de las nuevas generaciones. Manifestaba por eso ciertas reticencias, bien matizadas, ante el predominio de lo audiovisual. Veía necesario superar esa especie de "dependencia casi morbosa de la pequeña pantalla" que sufre tanta gente en cualquier rincón del mundo.

Insistía en que la lectura favorece la capacidad de análisis, enriquece la personalidad, y permite también utilizar adecuada y positivamente la televisión: no de modo pasivo, sino con un prudente espíritu crítico. Además, consideraba la lectura como un instrumento esencial para adquirir modos de decir: de expresarse con precisión, claridad y buen estilo, tanto de palabra como por escrito.

Así lo subrayaba en agosto de 1990 a los asistentes a un curso de verano en Los Robles (Asturias). Ante la pregunta más bien idealista de uno de aquellos universitarios, evocó la realidad de que hoy lo dan todo soñado en la televisión. Frente al riesgo de ataduras que provienen de acostumbrarse a no pensar, concluía:

"-Razonar es propio de las personas. Algunos desean que no pensemos, quieren monigotes que se puedan manejar fácilmente. Vosotros usad la inteligencia".

Le preocupaba la teleadicción, tanto desde el punto de vista cultural, como respecto de la unión y confianza en los hogares: observaba con pena que tantos programas sustituían los ratos de sobremesa o tertulia, y que, muchas veces, la propia familia se rompía, al haber en la casa varios receptores... Aludía a la energía nuclear, que sirve para curar enfermos, pero podría destrozar naciones enteras e, incluso, acabar con la humanidad. El remedio consistía en saber utilizar la televisión en los hogares de modo que no sofocase el ambiente de una familia cristiana.

Al mismo tiempo, esperaba que los padres ejercitaran sus derechos y se comprometieran a fondo en la gran batalla -de amor, de paz‑ de promover y ejercitar la educación de los hijos. Desde luego, ofrecía un abanico amplio de sugerencias, en torno a oración, amistad y paciencia, desde un punto de partida bien realista:

"-Hay que tener en cuenta -explicaba en México en mayo de 1983- que los hijos son, sí, hijos de sus padres, pero simultáneamente son hijos del tiempo, y el tiempo está muy revuelto".

Se comprende que don Álvaro viviera intensamente y con gran naturalidad todo lo relacionado con la opinión pública y los medios de comunicación. Cuando se trataba de su propia vida, no buscaba imagen alguna, pero cumplía su deber como Prelado del Opus Dei, sin pretender ningún objetivo personal: "era poco dado a la galería", como sintetizó Mons. Ambrosio Echebarría el 24 de marzo de 1994.

Pude observar directamente esa actitud en diversos sucesos. El día de su cumpleaños en 1986, atendió desde Roma una llamada de Manuel Antonio Rico, periodista de la cadena radiofónica COPE, para el primer informativo de la mañana emitido desde Madrid. Tan espontáneas ‑y tal vez inusuales‑ fueron sus primeras frases, que el periodista se las hizo repetir:

-"Setenta y dos años. Ya no son unos días, son bastantes años, gracias a Dios. Ayúdeme a dar gracias a Dios por todos estos años de vida que me ha dado, y a pedir perdón por todo lo que le haya ofendido, y a que me ayude más Nuestro Señor a ser bueno y fiel el tiempo que me quede de vida".

"-Me parece que va a tener que hacer Vd. esto por nosotros, porque yo me imagino que el presidente del Opus Dei está más cerca de Dios que nosotros".

"-Hay mucha gente que reza por mí; pero tengo mucha responsabilidad delante de Dios; o sea, que soy yo el que extiende la mano como un mendigo para pedir la limosna de su oración y de su afecto".

"-Qué bonito es esto que dice Mons. del Portillo".

"-Lo importante no es decirlo con palabras más o menos bonitas, sino ser fieles a Nuestro Señor, eso es lo importante. Deseo a Vd. y a todos los que oigan toda la felicidad, toda la serenidad y la gracia de Dios, la alegría, porque los cristianos tenemos que estar alegres pase lo que pase".

El diálogo se prolongó durante diez minutos, y resultó expresivo de la naturalidad y simpatía de don Álvaro, así como de su desbordante alma sacerdotal.

Unos años después, durante su estancia en Asturias en agosto de 1990, acudió al palacio arzobispal de Oviedo, para felicitar a Mons. Gabino Díaz Merchán, que festejaba el 25º aniversario de su ordenación como obispo. Eran buenos amigos. De hecho, se tuteaban y, como coincidían en celebrar el santo el 19 de febrero, se cruzaban ese día cartas de felicitación. Se encontró allí con un equipo de Televisión Española, que había ido a grabar una entrevista con el Arzobispo de la diócesis. Aprovecharon para filmar también a don Álvaro, que accedió a contestar a sus preguntas. Ese mismo día emitieron parte de sus respuestas en el servicio de noticias de ámbito regional; y apareció por la noche en un informativo nacional, pero sin mencionar el contexto, por lo que resultaba más bien raro. Don Álvaro no le dio importancia, aunque precisó que la información era muy confusa: nadie sabría a cuento de qué decía esas palabras.

Su carácter espontáneo se armonizaba con el indispensable pudor. Las exigencias del derecho y deber a la información resultaban compatibles con el respeto a la intimidad:

"-Las cosas íntimas son para uno: no hay que contarlas, no hay que llevarlas como las banderas al viento. Pero para hacer apostolado, hace falta decir: yo soy del Opus Dei y el Opus Dei es esto, y esto... Ya veis que no hay posibilidad de secreto".

Desde luego, no se achicaba ante las dificultades. Algo ha salido en estas páginas a propósito del camino jurídico del Opus Dei o de la beatificación del Fundador. En el fondo de su alma, don Álvaro estaba completamente desprendido de los juicios humanos: con San Pablo, sabía que qui iudicat me Dominus est (1ª Epístola a los Corintios 4, 4), el que nos juzga es el Señor. Pasase lo que pasase, iba adelante sin aminorar su empuje apostólico, nunca influido por razones del qué dirán, como escribía en noviembre de 1986: "¿Que critican?; ¿que calumnian?; ¿que interpretan torcidamente nuestra actuación?; ¿que levantan, mintiendo, campañas denigratorias? Nosotros, con la ayuda del Señor, pensemos que el que nos juzga es Él, y sigamos adelante sin desviarnos un ápice del camino que nos ha trazado Dios, queriendo sinceramente también a quienes lanzan o propalan esas iniquidades".

El 12 de julio de 1980, en plenos sanfermines, el edificio central de la Universidad de Navarra sufrió un gravísimo atentado terrorista. Don Álvaro estaba en Greystanes, al norte de Londres. Al conocer la noticia, insistió en que todos estuvieran muy tranquilos y serenos, con espíritu de desagravio. Añadió que enviaría una carta. La trajo el propio Rector de la Universidad, Alfonso Nieto, que pasaba esos días en Inglaterra. Volvía conmovido por el cariño que don Álvaro derrochó con él y con la Universidad, al día siguiente de las bombas. Destacaba cómo le repitió que debían perdonar con pleno corazón a los autores del daño, rezar por ellos, y proseguir con nuevo empeño la tarea universitaria, acudiendo también a tantas personas e instituciones que podrían ayudar a reparar los destrozos causados.

La prensa española destacó la noticia, y varios periódicos incluyeron comentarios editoriales que condenaban el suceso y mostraban su apoyo a la Universidad. A don Álvaro le alegraron mucho las reacciones que se produjeron de modo espontáneo en Pamplona, también entre personas sencillas: un obrero se presentó para entregar su paga extraordinaria de julio; otros no estaban en condiciones de dar dinero, pero ofrecían gratis su colaboración como carpinteros o electricistas. Llegaron muchas cartas, con cheque incluido, o con la promesa de enviarlo en cuanto tuvieran saldo disponible. Lógicamente, buena parte de las adhesiones procedían de alumnos, de padres de alumnos y de graduados de la Universidad.

A don Álvaro no le importaban los obstáculos de opinión pública, sino sólo el servicio a la Iglesia. Los aceptaba de antemano con sentido sobrenatural:

"-Nos vienen muy bien las dificultades y las incomprensiones, porque así queda claro que no trabajamos para que nos aplaudan, sino cara a Dios. Muchas personas, ciertamente, quieren a la Obra y les parece muy bien lo que hacemos; pero ver que hay quien interpreta torcidamente las cosas buenas que llevamos a cabo, nos obliga a pensar más fácilmente en Dios y no en el beneplácito humano, a rectificar siempre la intención".

Por lo demás, seguía trabajando con alegría, con optimismo, sin preocupación alguna. Lo había remachado en noviembre de 1985, al contestar a un periodista en el auditorio de Netherhall House (Londres): la ignorancia religiosa exigía de los creyentes un más acusado deber de apostolado doctrinal, para "llevar la luz a las inteligencias que están apagadas". Desde luego, "sin ánimo de dar lecciones", y "con mucho cariño, con caridad, sin ofender ni humillar a nadie".

Además, con buen humor. Durante su estancia en Australia, en enero de 1987, mantuvo una tertulia con miles de personas en el Auditorium Clancy, de la Universidad de New South Wales. Paul, un Cooperador del Opus Dei que vivía en Tasmania, tomó la palabra:

"-Por todo lo que he vivido, y viendo a toda la gente que hay aquí, no puedo menos que sorprenderme con los comentarios que algunos hacen sobre el Opus Dei. En mi contacto con la Obra nunca he visto que haya ningún secreto. Padre, ¿hay algún secreto?"

Don Álvaro contestó sonriente, con palabras que usaba a veces el Fundador:

"-Cuando oigas a alguien hablar del secreto, ruégale que me lo explique, porque no es justo que yo sea el Prelado del Opus Dei y no conozca sus secretos".