20. La beatificación de Josemaría Escrivá

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Algunas virtudes de don Álvaro, como la tenacidad, la capacidad organizativa y el impulso de la tarea en equipo, resultaron notorias durante la preparación de la documentación para el proceso de beatificación de Mons. Escrivá de Balaguer. He visto, en parte, cómo planeó las diversas etapas, cómo eligió a las personas que habían de ocuparse de tantos asuntos, y cómo estaba pendiente -sin agobios ni controles- de que fuesen adelante. La verdad es que a la solemne ceremonia del 17 de mayo de 1992 -en la que fue beatificada también Giuseppina Bakhita, religiosa canosiana de las Hijas de la Caridad, nacida en Sudán, luminoso testimonio de reconciliación y perdón evangélicos, en palabras de Juan Pablo II- habían precedido miles de horas de trabajo a conciencia, que cuajaron en multitud de páginas encuadernadas en decenas de volúmenes. Las reformas jurídicas promulgadas por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II -en aplicación del Concilio Vaticano II‑ agilizaron los procesos. Pero no por eso dejó de ser indispensable un esfuerzo ímprobo de reunir y estudiar documentos. Don Álvaro manifestaba también que no habría sido posible acabar tan pronto sin los modernos medios informáticos: los ordenadores habían permitido trabajar mucho más deprisa y mejor.

El 17 de mayo de 1992, don Álvaro publicó un artículo en el diario ABC de Madrid: "Reconozco -terminaba- que mi deuda personal con el Beato Josemaría resulta impagable. Tengo el privilegio, y siento la gran responsabilidad, de haber sido testigo, durante cuarenta años, de su afán de santidad. Muchas veces he pedido al Señor que me conceda al menos un poquito del amor que he visto en su corazón. En este momento de alegría, como deudor insolvente, me acojo a la misericordia de Dios, a la afectuosa lealtad de los miembros de la Obra, y a la oración de los hijos de la Iglesia".

En cierto modo, pagó esa deuda desde 1975 difundiendo incansablemente las enseñanzas del Fundador, así como la devoción privada al futuro beato: aconsejando a millares de almas que recurrieran asiduamente a la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer. Predicó una y otra vez que, desde el Cielo, ayudaría más, y con mayor eficacia, a cuantos le invocaran ante Dios.

Año tras año, se podía observar esa creciente convicción cuando evocaba las noticias de conversiones, de amor de Dios renovado, que recibía con ocasión de las Misas de sufragio que en torno al 26 de junio se celebraban en Roma, en Madrid, o en Bogotá, Manila o Sidney. Se conmovía hasta saltársele las lágrimas.

Además, pensando en el proceso canónico, vibraba con la difusión de la fama de santidad del Fundador: así, cuando contábamos -o leíamos‑ relatos de favores divinos extraordinarios. Si la narración era verbal, subrayaba la importancia de escribirla. Si se trataba de la curación de enfermedades, nunca dejaba de preguntar si se había recogido la documentación médica pertinente.

Lo que más le emocionaba era la reacción sobrenatural de miles de personas que ponían su confianza en la oración, y consideraban al Fundador del Opus Dei una vía directa y fácil para llegar a Dios. Estaba convencido de que hacía de altavoz del Espíritu en las almas, y también de altavoz de nuestras súplicas ante el Señor. A través de esa devoción, y especialmente en la cripta de Villa Tevere, muchas almas se decidían a tomarse plenamente en serio la vida cristiana, o a reconciliarse con Dios, por medio de la confesión, a veces después de muchos años:

"-Ésos son los milagros más importantes -precisaba don Álvaro en 1983‑, pero que no cuentan, no sirven para la beatificación".

Alentó continuamente a utilizar el ejemplo y la doctrina del Fundador como instrumentos de apostolado:

"-Durante toda su vida -señalaba en noviembre de 1979-, nuestro Padre fue un instrumento fidelísimo en las manos de Dios; también lo es, ya para siempre, en el Cielo, y con mayor eficacia. Ahora, además, como buen Padre, está encantado de ser instrumento nuestro: de que empleemos el ejemplo de su vida y la riqueza de sus enseñanzas para hablar a las almas de las maravillas de su Dios".

Ya desde 1975, don Álvaro había impulsado la preparación de los documentos requeridos, con indicaciones precisas para recoger escritos, sucesos y anécdotas del Fundador. Se trataba de disponer lo necesario para incoar más adelante la tramitación, dentro de las normas generales de la Congregación para las Causas de los Santos, que establecían un plazo mínimo de cinco años desde la muerte del candidato. Y señaló algunas ideas centrales, que serían como un retornelo a lo largo de los años.

El primer gran criterio hablaba de rectitud de intención: para el Opus Dei era cosa lícita y noble soñar con la beatificación del Fundador, pensando en el bien de la Obra; pero el último fin era la gloria de Dios y el servicio a la Iglesia, convencidos de que proponer como modelo de santidad a una persona tan amable y tan actual, sería un gran beneficio para las almas.

Por otra parte, don Álvaro exigía realizar muy bien, lo mejor posible, cada uno de los pasos. Mons. Escrivá había enseñado y urgido a no hacer chapuzas. Por tanto, no se podía dejar a medias ninguna tarea, pero menos aún en actividades referidas tan directamente al Fundador.

En fin, como el diablo se opondría, era necesaria la ayuda de Dios, hacía falta mucha humildad. Lo comentó el 6 de agosto de 1978, casi a la misma hora en que un puñado de miembros del Opus Dei recibían el diaconado a muchos kilómetros de distancia: como harían ellos dentro de la ceremonia, había que postrarse sobre el suelo:

"-Hay que convertir toda nuestra vida -agregaba- en una letanía constante, una letanía de continua petición de ayuda".

La solicitud formal para incoar el proceso se presentó en 1980 ante la Congregación para las Causas de los Santos. Don Álvaro no pudo acompañar al Postulador, como deseaba, porque aquella jornada tuvo una alegría mayor: ser recibido en audiencia por el Santo Padre. No le pasó inadvertido el detalle simpático de que correspondiese al expediente el número de registro 1339: con esas tres cifras ‑1, 3, 9- jugaba Mons. Escrivá de Balaguer en su trato filial a las Personas de la Trinidad Beatísima. Cuando dio la noticia en el Colegio Romano de la Santa Cruz, insistió en humildad, en no hacer ruido:

"-Lo nuestro es pasar inadvertidos, y estamos seguros de que nuestro Padre no quiere que nos demos importancia".

Algo semejante sucedió un año después, cuando el Cardenal Ugo Poletti, Vicario del Papa para la diócesis de Roma, firmó el decreto de introducción de la causa en 1981, y fijó la fecha para la constitución del tribunal.

No dejó de prevenir entonces contra posibles ataques. Le parecía natural que los hubiera: si no hiciésemos nada, el diablo no los promovería; en cambio, las dificultades venían a ser una señal de estar en buen camino: "como la prueba del nueve", añadió bromeando. Y contó que, a raíz de la difusión de unos panfletos, le había escrito un obispo para darle la enhorabuena: "Eso mismo nos pasó a los Salesianos cuando empezamos el proceso de Beatificación de San Juan Bosco; hubo unas calumnias tremendas contra el santo y contra sus hijos. Ahora que la Santa Sede ha empezado el proceso de Beatificación del Fundador de la Obra ‑decía este buen obispo‑, es natural que el diablo se revuelva. ¡Que sea enhorabuena!"

El 12 de mayo de 1981 tuvo lugar en el Palacio de Letrán la sesión de apertura del proceso, presidida por el Cardenal Poletti. Asistió un puñado de personas, las que cabían en la sala. Fue un acto solemne y sobrio, lleno de sentido sobrenatural y espíritu de oración, como recalcó el Cardenal Vicario en su discurso.

Seis días después, el 18 de mayo, el Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid, constituyó el Tribunal para el proceso cognicional con testigos de habla castellana o residentes en España. Para presidirlo, designó al P. Rafael Pérez, un agustino de gran prestigio, que había sido durante muchos años promotor de la fe -abogado del diablo- en la Santa Sede: tenía justa fama de ser muy riguroso y hacer las cosas bien. Los trabajos se desarrollaron día a día, en largas sesiones vespertinas, hasta que el 26 de junio de 1984 se llegó al solemne acto de clausura, presidido por Mons. Angel Suquía, Arzobispo de Madrid.

Tuve oportunidad de estar también presente, el 8 de noviembre de 1986, en la clausura del proceso en Roma, presidida por el Cardenal Poletti, en la Sala della Conciliazione del Palazzo Lateranense (donde se firmaron, en 1929, los Pactos de Letrán). Allí se encontraban Cardenales y obispos, así como embajadores acreditados ante la Santa Sede, y tal vez un millar de personas. El Cardenal Vicario de Roma insistió en una idea muy querida para él ‑Mons. Escrivá fue "un gran Fundador, que ha dejado una huella imborrable en la Iglesia y especialmente en la ciudad de Roma"‑, y concluyó manifestando un deseo:

"-La esperanza de todos nosotros es verlo pronto elevado al honor de los altares, y propuesto como modelo de vida cristiana para la Iglesia universal. Vayan nuestras oraciones para solicitar del Señor esta gracia".

El proceso siguió su curso, y el 9 de abril de 1990, el Papa promulgó el decreto que reconocía la heroicidad de las virtudes del Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer: su santidad de vida y la rectitud de su doctrina. Al comunicar la noticia en Villa Tevere, don Álvaro manifestó espontáneamente:

"-Pido a Dios que no nos envanezcamos: la declaración de las virtudes heroicas de nuestro Padre no debe dar pábulo a la vanidad, sino que ha de empujarnos a tener más sentido de responsabilidad. Ha de servir para que haya una explosión de deseos de santidad en todo el mundo, dentro de la Obra".

A finales de abril celebró Misa en el oratorio del Centro de Diego de León en Madrid. En su homilía, comenzó aplicando al Fundador el qui se humiliat exaltabitur: ahora que comienza la exaltación de quien procuró pasar la vida escondido, hemos de dar gracias a Dios sin faroleos, renovando nuestra entrega personal al Señor... Por esto, había querido que la misa en acción de gracias fuese en honor de la Santísima Trinidad. En nuestra alegría, justa, legítima, propia de hijos buenos, debíamos saborear -así hacía Mons. Escrivá de Balaguer- aquellas palabras que recoge la liturgia -quid retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi? Calicem salutaris accipiam, et nomen Domini invocabo-, para abrazar la Cruz y, con la gracia del Señor, cumplir su Voluntad.

Debíamos pagar ese beneficio tan grande recibido de Dios, procurando ser mejores hijos, viviendo lo mejor posible el espíritu del Opus Dei, con íntegra fidelidad a la herencia del Fundador y con iniciativa. Y animaba a imitarle practicando el nunc coepi!: ¡empiezo otra vez!

Al cabo de algo más de un año, el 6 de julio de 1991, la Santa Sede hizo público el decreto super miro del Venerable Josemaría Escrivá, es decir, el reconocimiento del carácter milagroso de una curación física atribuida a su intercesión. Lógicamente, este nuevo hito conducía a la recta final del proceso. Sólo faltaba ya fijar el día más oportuno para la beatificación, dentro de la agenda de viajes y ceremonias del Papa, así como de las ineludibles necesidades organizativas, pues se preveía una afluencia numerosa de fieles. Se determinaría la fecha después del verano: post aquas, explicó don Álvaro con frase típica de la Curia Vaticana.

"No me olvidéis -escribió el 7 de julio a los Centros de la Prelatura- que este paso es una nueva campanada de nuestro Fundador, para que nos decidamos a ser santos, a luchar para pertenecer enteramente a Dios, sin componendas ni cesiones".

Cuatro días más tarde, el 11, le esperábamos en Madrid. Y justo esa mañana se publicaron en un diario afirmaciones muy inexactas e injuriosas sobre el Fundador del Opus Dei. Resurgía la reacción negativa contra la que nos había prevenido años atrás. También a finales de ese mes apareció algún reportaje más bien desafortunado. A don Álvaro le dio pena por los autores ‑"que Dios les perdone", repitió‑, y le dolió el daño que podían causar a la Iglesia y a las almas. A la vez, comprobé su delicadeza filial hacia la Santa Sede. Para contrarrestar esas informaciones, planteé la posibilidad de escribir algún reportaje positivo. Pero prefirió esperar, y evitar la falsa impresión de que deseábamos presionar sobre la Santa Sede para anticipar la fecha de la beatificación.

A la vez, por esos días de julio de 1991, recibió una noticia que le alegró mucho, también como madrileño: don Antonio Astillero ‑uno de los Vicarios episcopales de Madrid, encargado de la terminación de las obras de la futura catedral de la Almudena‑ había ofrecido la posibilidad de que una de las capillas laterales se dedicase a Mons. Escrivá de Balaguer, después de ser beatificado por el Papa. A don Álvaro le encantó la idea, y nos animó a ir pensando un proyecto adecuado, recordando tantas escenas de la vida del Fundador rezando ante la imagen de la Almudena situada extramuros, frente a la Cuesta de la Vega.

Los sucesivos jalones hasta la beatificación acrecentaron la gratitud en el corazón de don Álvaro. Cuando supo la fecha determinada por la Santa Sede, confió a los Centros de la Prelatura el primer impulso de su alma: "Gracias, Señor, he repetido, porque eres Bueno y ensalzas a los que se han querido humillar. Durante toda su vida, nuestro Padre se esforzó por ocultarse y desaparecer, para que sólo Dios se luciera; y ahora, el Señor quiere elevarle a la gloria de los altares, proponerle como modelo de virtudes y como intercesor en todas las necesidades de los cristianos".

Desde el anuncio público de esta fecha, se planteó cierta oposición a la decisión pontificia, especialmente -por paradoja‑ en algunos medios de comunicación más o menos laicistas. Don Álvaro perdonaba, desagraviaba, y hacía rezar y trabajar, lleno de fortaleza y sosiego, sin dejar de decir la verdad con caridad y claridad, cuando lo consideraba necesario.

A título de ejemplo, un semanario norteamericano publicó en enero de 1992 cosas tan increíbles como que Mons. Escrivá estuvo a punto de abandonar la Iglesia Católica para pasarse a la Ortodoxa, o que había exculpado a Hitler del Holocausto. Esas informaciones alcanzaron difusión en Europa. Don Álvaro no dio especial importancia a lo primero, pero vio conveniente hacer una declaración formal sobre el segundo punto: "Es absolutamente contrario a la realidad afirmar eso de una persona que amó profundamente al pueblo hebreo y siempre condenó vigorosamente cualquier tiranía. Tan pronto como he leído la prensa de hoy, me he puesto en contacto con la Embajada de Israel y con representantes de la comunidad israelita, y les he expresado mi solidaridad y mi indignación por semejantes mentiras. Sé que de este modo no hago otra cosa que participar del dolor de Mons. Escrivá por el holocausto sufrido por el pueblo hebreo, por obra del criminal programa nazi".

Por aquellos días de 1992, el 9 de enero, Mons. Escrivá habría cumplido 90 años. Con ese motivo, el Cardenal Angel Suquía, Arzobispo de Madrid, publicó un extenso artículo en la tercera plana del diario ABC, en que mostraba su alegría por la llegada a los altares de ese sacerdote español, "que recibió aquí, en la diócesis de Madrid, la llamada clara del Señor para encarnar y difundir un mensaje de alcance universal". Esa misma fecha, en Heraldo de Aragón, Mons. Ambrosio Echebarría, Obispo de Barbastro, recordaba la palabras que había escuchado a Pablo VI en 1976 para referirse al Fundador del Opus Dei: "hijo amadísimo de la Iglesia". De otra parte, en la edición sevillana de ABC, escribía Simón Hassán Benasayag, Presidente de la Comunidad Israelita de esa ciudad andaluza: "Parecía que ya no se podría decir nada nuevo sobre el Opus Dei, y la invención del nazismo o antisemitismo del fundador alcanza las cumbres más altas de la fantasía".

Don Álvaro animó a rectificar con claridad esas calumnias inverosímiles. Y siguió ultimando los preparativos de la beatificación. Ese mes de enero pasó dos o tres días en Madrid, al regreso de Valencia, donde asistió a los funerales por el alma del fallecido Arzobispo de la diócesis, Mons. Miguel Roca Cabanella. Aprovechó su estancia en la capital de España para acercarse una mañana a la futura catedral de la Almudena, todavía en obras, y ver in situ la posible capilla dedicada al ya próximo Beato. La Almudena estaba aún llena de polvo, hacía un frío glacial, y no resultaba nada fácil calibrar cómo quedaría. A la vuelta, con sentido del humor, evocó un viejo refrán: a la suegra, a la cuñada y a la mujer, no les enseñes cosas a medio hacer.

A comienzos de abril, don Álvaro dirigió una carta a los Centros de la Prelatura, centrada en la contemplación de la Cruz y la Resurrección de Cristo, como correspondía al tiempo litúrgico. Al final, ofrecía una rápida consideración sobre "esa campaña de calumnias y sandeces que unos pocos promueven": "Rezad por ellos, renovad vuestros actos de desagravio al Señor por las ofensas que cometen, y no perdamos ni por un momento la paz. Comportémonos así a diario, con el fin de ahogar el mal en abundancia de bien, difundiendo la verdad sin cansancios".

Antonio Prieto hizo un rápido viaje a Roma por esos días de abril. Resultaban llamativos los coletazos de la campaña. Don Álvaro se refirió una vez más a que era preciso sofocar esos males con amplitud de bienes, prevenidos contra la omisión y, desde luego, sin tristeza ni pesimismo alguno. De hecho, al comienzo de la Semana Santa, se difundieron otras insidias, publicadas el Domingo de Ramos con gran despliegue en el diario nacional de más circulación. Quienes nos ocupábamos de este tipo de asuntos estábamos lógicamente apenados, aunque muy tranquilos. Pero nos confortó la energía y la paz de don Álvaro. El Jueves Santo, don Tomás Gutiérrez, Vicario Regional de la Prelatura en España, recibió dos cartas de Roma: una, de don Álvaro; la otra, de don Javier Echevarría.

Las líneas de don Álvaro venían a ser un resello de la identificación con Cristo: sus seguidores están llamados, como el Maestro, "a padecer incomprensión y sufrimientos". Así había ocurrido siempre en la historia de la Iglesia, y las calumnias y enredos venían a ser una prueba más de la santidad del Fundador. En el núcleo de esa apretada página, don Álvaro escribía: "Estad alegres, serenos, vivid in laetitia, con la pequeña Cruz que ahora nos toca llevar. Acordaos de que, como aseguraba nuestro Padre, cuando el Señor quiso coronar su Obra puso el resello de la Santa Cruz, moneda divina, que daba prueba, si hiciera falta, de su autenticidad. Más aún, traigo a vuestra consideración que, en los años cuarenta, y luego, cuando arreciaba la persecución, nuestro Fundador, con buen humor comentaba que, en esa España mía, yo era una escupidera en la que todos se consideraban con derecho a escupir. Por su generosidad ante la contradicción, por su alegría que tiene raíces en forma de Cruz, se hizo la expansión de la Obra. Ahora, en tiempos de prueba para la Iglesia, la Trinidad permite que algunos pocos, ¡muy pocos!, sigan tratando la santa memoria de nuestro Padre como una escupidera: trabajemos serenos, porque también de este episodio saldrá más gloria para Dios".

Y, ya antes de despedirse, afirmaba lacónicamente: "Sobre las sandeces que afirman del Proceso, no os preocupe nada: se ha actuado de acuerdo con las normas, con grande rigor".

La fortaleza de don Álvaro difundía paz a su alrededor. Jordi Miralbell había acudido desde Barcelona al Congreso UNIV, que cumplía entonces su XXV aniversario. El día de la clausura, pasó por Villa Tevere, y se enteró de que Fernando Valenciano, colaborador inmediato de don Álvaro, había sufrido un ataque de ciática. Decidió ir a saludarle. Al llegar, se encontró con el Prelado, que salía de la habitación después de hacer un buen rato de compañía al enfermo. Se dirigió a Jordi por su nombre de pila, le dio un par de besos, y lo dejó abrumado con su entereza:

"-En medio de aquel momento durísimo de calumnias, don Álvaro estaba completamente sereno, pendiente de su hijo enfermo, con paz para dedicarle su tiempo, y muy cariñoso. Me impresionó mucho".

Pocas jornadas más tarde, el 27 de abril, dirigió una carta breve a los Centros de la Prelatura, cuando había comenzado el sprint final -así escribía- de los preparativos para la ceremonia de la beatificación. Enviaba algunas recomendaciones cara a la ya inminente peregrinación: ante todo, deseaba que acudieran a Roma con el espíritu de los antiguos romeros, con un intenso espíritu de oración, muy unidos a Santa María, ofreciendo con generosidad el cansancio y las contrariedades que podrían surgir durante los viajes.

Entre el 9 y el 11 de mayo se publicaron entrevistas con don Álvaro en un buen número de diarios. A la vez, salían de la imprenta la breve biografía del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, los folletos para las Misas (de beatificación y de acción de gracias), la diversa documentación práctica para viajes y actos. Y, entre tantas noticias y artículos en los periódicos ‑no todas agradables, desde luego-, destacó el breve y enjundioso artículo de don Álvaro, ya citado, y una extensa nota oficial de la Congregación para las Causas de los Santos: reiteraba el rigor y precisión con que se había llevado el proceso, en contra de algunas infamias difundidas hasta el último momento.

El 17 de mayo seguí la ceremonia por televisión, desde Madrid. Aunque lo esperaba, me dejaron atónito los planos generales de la Plaza de San Pedro, sin hueco alguno, hasta bien avanzada la Via della Conciliazione. Era más difícil captar el clima de cálida piedad de aquel gentío a través de los micrófonos de ambiente (parecía como si estuvieran cerrados), pero se intuía por el rigor de la liturgia, especialmente al terminar el rito de la beatificación y descubrir las imágenes de los nuevos beatos. No pasaba inadvertido el impresionante recogimiento de la multitud, fruto de una íntima alegría. Al acabar la ceremonia, el silencio emocionado se transformaría en fuerza renovada para la vida del espíritu.

A la mañana siguiente, la prensa de Madrid informaba con amplitud, desde la primera plana de los diarios. En conjunto, y dentro de las limitaciones o la orientación de cada periódico, las crónicas resultaban muy positivas: concluí que, hasta a los que fueron a Roma prevenidos en contra, les debió de sorprender la atmósfera excepcional que observaron con sus propios ojos en la Plaza de San Pedro. Y algo semejante -aunque ya con menor espacio- sucedió en las informaciones de días sucesivos.

Pero don Álvaro no pensaba en eso, sino en que la beatificación había constituido, "para todos los cristianos, un reclamo fuerte a escuchar la llamada de Jesús, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1ª Carta a Timoteo II, 4)". Y para los fieles de la Prelatura, "si siempre es tiempo de conversión, el Señor nos invita ahora a que se opere en nosotros -en cada una, en cada uno- un auténtico nunc coepi!"

El 3 de junio, fue recibido en audiencia por el Papa, quien le dijo expresamente que daba gracias a Dios por la beatificación del Fundador, y que le había conmovido la participación de todos en las ceremonias celebradas en la Plaza de San Pedro. Así lo expresaba don Álvaro en la carta que envió ese mismo día a los Centros de la Prelatura: "Aunque éramos muchos, cada uno ha sido motivo de alegría para el Vicario de Cristo e instrumento de apostolado: seamos, pues, leales a esta llamada siempre actual, y el Señor nos bendecirá.

"Me he sentido santamente orgulloso de ser hijo de nuestro Padre, y de ser Padre de vosotros: veo muy claro, en mi caso, que il sangue del soldato fa grande il capitano! Os agradezco todo, y os pido, haciendo eco a nuestro Padre: ¡más, más, más!

"Rezad mucho por la Persona e intenciones del Papa, y por sus colaboradores".