18. Prelado del Opus Dei

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Por los años cincuenta, el corazón del Opus Dei quedó situado en el oratorio de Pentecostés, dentro de los edificios de Villa Tevere. Sobresale el Sagrario, con la inscripción Consummati in unum, delante de una amplísima vidriera con la escena luminosa de la venida del Espíritu Santo. En los laterales, una sillería al modo de los coros tradicionales, con las clásicas misericordias -ménsulas en los asientos movibles‑, que en este caso llevan tallas en madera de variadas representaciones de jumentos y borriquillos. Frente al Sagrario, las sedes destinadas al Prelado y a sus dos Vicarios.

El Beato Josemaría enseñó a Nisa González Guzmán ese oratorio, cuando regresó a Roma tras una larga temporada en Canadá. Se detuvo un instante junto al puesto que correspondía a don Álvaro, entonces Secretario General: en la misericordia se ve a un borrico dando coces a un lobo. Y le explicó el significado:

"-Este hijo mío ha sabido defender la Obra con uñas y dientes cuando ha sido necesario".

El Opus Dei había recibido de la Santa Sede en 1950 la aprobación definitiva. Pero, en contra de lo previsible, no se acabaron los problemas externos. Al contrario, pronto se desataron graves contradicciones, que tardaron en conocerse. Durante los años 1950 y 1951, Mons. Escrivá sintió, según relataba don Álvaro, "una gran inquietud, una turbación interior, porque el Señor le hacía intuir que se estaba tramando algo muy grave contra la Obra". No sabía de qué se trataba. Era la íntima intuición de que algo estaba sucediendo. Se lo confiaba una y otra vez a don Álvaro, quien sufría también con toda su alma.

En esas circunstancias, el Fundador decidió peregrinar al Santuario de Loreto, en pleno ferragosto, para consagrar la Obra al Corazón Dulcísimo de María en la fiesta de su Asunción al Cielo. Fue un viaje duro, penitente, según la expresión que he oído muchas veces a don Álvaro, que le acompañó en el coche. Pocos meses después supieron lo que sucedía: gentes ajenas al Opus Dei y con influencia en la Curia Romana, pretendían dividirlo en dos instituciones separadas ‑una de hombres, y otra de mujeres- y decapitadas, por la expulsión del Fundador.

Otro 15 de agosto, veinticinco años más tarde, don Álvaro nos invitaba a dar muchas gracias, entre otros motivos, porque Dios había inspirado en 1951 al Fundador la idea de consagrar el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María, que disipó la gravísima tormenta que se cernía sobre la Obra. Se deshizo como una palla di sapone (una pompa de jabón), pero -añadía- era como un puñal hincado junto al corazón: bastaba sólo empujar para quitar la vida. En marzo de 1952, Mons. Escrivá decidió enviar una carta muy enérgica al Cardenal Tedeschini, Cardenal protector de la Obra, según las normas canónicas de aquella época. Con pleno respeto, redactó un texto fuerte, abordando el problema en toda su crudeza. Don Álvaro consideró oportuno firmar también la carta, en su calidad de Procurador General del Opus Dei. El Cardenal decidió leérsela al Papa -lo hizo la víspera del día de San José-, y Pío XII le dijo después de hacerse cargo del contenido:

"-Ma chi pensa a prendere nessun provvedimento!" (¿Pero quién ha pensado tomar esa medida?)

Según es hoy sabido, así se desvaneció aquel tremendo ataque. Sólo me permito subrayar la frase que se le escapó a don Álvaro cuando mencionaba la visita de Mons. Escrivá al Cardenal Tedeschini, al relatar este duro acontecimiento: "Como siempre, le acompañé yo".

Aquel problema había podido surgir porque el ropaje canónico que vestía entonces el Opus Dei resultaba insuficiente para las exigencias del carisma fundacional. Mons. Escrivá era consciente del riesgo, pero -como solía decir-, en Roma había aprendido a esperar. Ya a finales de los cincuenta, volvió a plantear la necesidad de un marco jurídico más adecuado: era su intención especial, por la que rezaba y hacía rezar desde muy joven. Como en las etapas precedentes, don Álvaro ayudó a tramitar las peticiones, que no fueron acogidas, porque parecían insuperables los obstáculos, dentro del Derecho canónico vigente en la época. Pero pronto comenzó el Concilio Vaticano II, que abrió nuevas vías a la legislación eclesiástica.

La prudencia del Beato Josemaría le llevó a disponer exhaustivamente lo necesario -incluida la convocatoria de un Congreso General extraordinario del Opus Dei en 1969-, pero sin precipitar los pasos del camino jurídico, que seguía abierto cuando Dios lo llamó a su presencia en 1975.

En ese largo iter, la fidelidad de don Álvaro fue un buen apoyo para la fortaleza y prudencia del Fundador, así como para concluir el camino después de su fallecimiento. Se empeñó con fuerza cuando era necesario. Y supo esperar -con un clamor silencioso de oraciones y sacrificio- cuando esa actitud resultaba más oportuna para la Iglesia y para la Obra.

Recuerdo un comentario incidental de don Álvaro, en agosto de 1976, sobre la necesidad de rezar por esa intención. Unos meses antes, el 5 de marzo, en la primera audiencia que le concedió, Pablo VI le animó a preparar los documentos indispensables para plantear la nueva solución canónica. Pero, de acuerdo con el propio Papa, prefirió dejar correr el tiempo, porque estaba aún muy reciente el fallecimiento del Fundador.

En la segunda audiencia de Pablo VI a don Álvaro, el 19 de junio de 1978, le sugirió presentar ya la solicitud. Pero no fue materialmente posible, porque el Santo Padre murió en agosto.

Aunque su pontificado fue brevísimo, Juan Pablo I estuvo a punto de dar un buen impulso al trabajo requerido para la auspicata -deseada- solución jurídica del Opus Dei. Antes de su inesperada muerte, había aprobado una carta, para poner de nuevo en marcha los estudios correspondientes, pero no llegó a firmarla: así se lo confió a don Álvaro el Cardenal Villot, entonces Secretario de Estado, cuando le encontró en la capilla ardiente del Santo Padre.

Poco después, Juan Pablo II, según lo transmitía una carta del Cardenal Secretario de Estado, consideraba una improrrogable necesidad resolver el problema.

Se comprende que, desde finales de 1978 ó comienzos de 1979, don Álvaro empezase a repetir con insistencia palabras semejantes a éstas:

"-Intensificad la petición por la intención especial de nuestro Padre. Ofreced vuestro trabajo y vuestros sacrificios, vuestras alegrías y vuestras penas; moved a otras personas a hacer lo mismo. Es tan grande el bien que se derivará para la Iglesia y para las almas, que el Señor desea que recemos muchos y mucho, antes de concedernos lo que le pedimos".

También desde entonces, y justamente porque pensaba en que facilitaría un mayor servicio a Dios y a las almas, contó con que surgirían muchas dificultades:

"-El diablo intentará estorbar; pero nosotros, con nuestro deber de ser fieles, a pesar de las miserias personales, procuraremos ir adelante, insistir con alegría".

Llevó aquel proceso con un empeño intensísimo, pero fiado plenamente de los medios sobrenaturales: en la Obra se vivió un crescendo de oración y mortificación, que contribuyó también a enraizar aún más la unidad entre todos, así como la unión cordial con el propio Padre. Sólo así se explica que, en medio de noticias más bien desagradables que se difundieron en noviembre de 1979 -elaboradas a base de manipular de modo muy incompleto la documentación que obraba en poder de la Santa Sede, y que se publicó en contra de las disposiciones de la propia Sede Apostólica‑, el Consiliario de España nos pudiera transmitir, al regreso de un viaje a Roma, la alegría de don Álvaro ante la marcha de esa intención.

Pero ese gozo -auténtico gaudium cum pace- no fue ocasional: durante aquellos años, le vi siempre muy contento, y oí repetir, a personas muy distintas que llegaban de Roma, que estaba especialmente alegre. Incluso en momentos de serias contradicciones externas, destacaban el sosiego y el cariño que derrochaba ‑como si nunca tuviera prisa al estar con un hijo suyo‑, a la vez que la insistencia y vibración con que animaba a ofrecer mucha oración y mortificación por el Romano Pontífice y la intención especial.

Fue un largo camino, que don Álvaro transitó con una exquisita fidelidad al Fundador de la Obra; con visión sobrenatural y rectitud de intención -servir mejor a la Iglesia y a los hombres‑; con un trabajo continuo, sin perdonar ningún medio humano; con paz y abandono en la Voluntad de Dios, también cuando eran más recias las contradicciones, y con muy buen humor. Y, desde luego, rezando y haciendo rezar: para que los miembros de la Obra no se acostumbrasen, iba poniendo metas, utilizando el truco -así lo explicaba- de la liebre que se emplea en las carreras de medio fondo cuando se intenta batir una marca.

Otras veces, la metáfora deportiva venía de los cien metros lisos, y de la tremenda concentración del corredor, por la importancia de una buena salida. Había que rezar mucho, día a día, mes a mes, "sin perder un segundo". O hablaba del sprint final, y de la llegada a la meta, cuando los atletas lanzan su pecho para cortar antes la cinta:

"-Eso es lo que os pido ahora: que corráis con el cuerpo hacia adelante, sin desperdiciar ni una centésima de segundo".

Impresionaba la paz con que puntualizaba todos los extremos, dejando claro que Dios escribe recto con líneas torcidas. Como exponía sintéticamente en marzo de 1981, las calumnias significaban que, gracias a Dios, las cosas marchaban bien, y el diablo estaba furioso. Manifestaban también que Dios quería probar a los miembros de la Obra de esa manera. Se trataba, en definitiva, de ser leales: de resistir la prueba con mucha fidelidad... y con mucha labor apostólica.

En ocasiones, hizo ver la paradoja de que medios de comunicación de peso internacional, que más bien se caracterizaban por oponerse al Papa y a la Jerarquía católica, dieran la impresión de querer "defender a los obispos frente a nosotros, cuando estamos para servirles".

El Opus Dei recorrió la etapa final de la solución jurídica, de la mano de la Virgen. Fue un crescendo de súplicas: a diario, en el trabajo y en el descanso, en lo ordinario y en visitas a santuarios y ermitas. Más de una vez he pensado que sintetizaban ese espíritu las palabras con que don Álvaro se dirigió a la Madre de Dios, espontáneamente, después de renovar en 1981 la Consagración del Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María, que el Fundador había hecho en Loreto treinta años antes:

"-Desde entonces, hemos acudido a la Santísima Virgen de un modo muy concreto, pidiendo a ese Corazón Dulcísimo de Nuestra Madre que prepare el camino seguro, que quite -de nuestro camino‑ todos los abrojos, los matorrales, las insidias, que se presentan constantemente, tanto en el camino colectivo, como en el personal de cada uno, en su lucha interior. Y hemos acudido a Ella pidiéndole, con fervor, con fe, con constancia: iter para tutum! Y ahora se lo seguimos pidiendo.

"-Señora, eres nuestra Madre; eres la Madre de Dios. Siendo la Madre de Dios, lo puedes todo. Y eres nuestra Madre. Y eres una madre buena que nos lo da todo, como todas las madres buenas: y Tú, más, porque eres su Hija: más que Tú, sólo Dios. Estamos metidos en tu corazón. Queremos vivir tu vida, esa vida llena de amor de Dios: vida limpia, vida pura, vida entregada, vida de amor. Y para eso, como sabemos que no podemos -conocemos nuestra pequeñez-, acudimos a Ti, para que nos ayudes más. Y es toda la Obra. Está toda la Obra a tus pies, Señora. Somos hijos e hijas tuyos, que acudimos a tu protección, acudimos a tu socorro, y te pedimos que nos sigas preparando el camino...

"-Te pedimos concretamente por esa solución jurídica que ‑no lo puedo chillar por ahí, pero a Ti te lo digo, delante de estos hijos- ya parece que estamos tocando con las manos. Te pedimos que nos lo concedas ya, ¡ya!, ¡ya!, sin hacernos esperar más. Pero, si es Voluntad de tu Hijo que esperemos más años, lo que sea, meses, años, el tiempo que sea necesario, ¡amamos la Voluntad de tu Hijo! Pero, si puede ser, si puede ser ya, concédenosla ya, que es para tu Hijo, que es para Ti. Tú puedes: ¡concédenos esta merced!"

Con la perspectiva de los años transcurridos, se avalora el temple humano y sobrenatural de don Álvaro, que vivió estrictamente la reserva que le había solicitado el Santo Padre Juan Pablo II, cuando le comunicó que el 7 de noviembre de 1981 había decidido dar los pasos oportunos para erigir el Opus Dei en Prelatura personal. Comenzó a dar gracias, pero siguió rezando y pidiendo oraciones con redoblada tenacidad.

En julio de 1982, nos reiteraba que fuéramos impacientes en la oración y pacientes en la espera. Acababa de amainar una nueva campaña centrada en la falsa idea de que el Papa deseaba convertir al Opus Dei en una especie de diócesis universal, por encima de las demás diócesis. Pienso que, con este tipo de campaña, se pretendía poner a los Obispos en contra de la ya inminente Prelatura, como pretendiendo que el Papa diera marcha atrás. No dejaba de ser significativo, por ejemplo, que este tipo de información volviera a saltar a las páginas de los periódicos españoles en junio de 1982, mientras estaba reunida la Asamblea plenaria del episcopado.

Ciertamente, la tranquilidad de don Álvaro era impresionante. El 15 de agosto, el Consiliario del Opus Dei en España telefoneó a Roma. Transcurrían jornadas especialmente álgidas. Sin embargo, don Álvaro no se olvidó de preguntarle por la madre de Ramón Herrando, bastante grave por aquellos días (de hecho, Monserrat Prat de la Riba ‑hija del que fuera primer presidente de la Mancomunitat de Catalunya- falleció el 7 de noviembre, justo el día en que Juan Pablo II visitaba a la Moreneta).

Al fin, el 23 de agosto, la sala de prensa del Vaticano comunicó oficialmente que el Papa había decidido erigir la Obra como Prelatura personal, aunque se aplazaba la publicación de los documentos, por motivos técnicos. Llegaba la hora de incrementar las acciones de gracias a Dios y al Romano Pontífice, pero sin cejar en la oración y mortificación. Así lo expresó don Álvaro, cuando al final de la tarde de ese día, dio la noticia en el oratorio de Santa María de los Ángeles de Cavabianca, y explicó el significado de la decisión pontificia, con un emocionado y continuo recuerdo del Fundador del Opus Dei.

Y siguió acudiendo a la Virgen. El 8 de septiembre de 1982, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, acompañé a don Álvaro a una ermita dedicada a Santa María, por vez primera después de la noticia del 23 de agosto. Al terminar el rosario, continuó un buen rato rezando en silencio por la intención especial. Nos pidió expresamente que le acompañásemos en su plegaria. El 18 de noviembre, ya en Roma, comenzó una novena de visitas a santuarios o iglesias dedicadas a la Virgen, para pedir a la Madre de Dios que pusiera la última piedra. Terminó esa novena el sábado 27, día en que se hicieron públicos los documentos pontificios relativos a la erección de la Prelatura del Opus Dei.

Don Álvaro vivió también esta última fase con una paz imperturbable, derrochando serenidad y cariño a su alrededor. Lo percibió nítidamente Antonio Prieto, durante esos días de noviembre. Al regreso de un rápido viaje a Roma, volvía impresionado del sosiego de don Álvaro, en medio de un trabajo desbordante en las antevísperas del esperado acontecimiento; y también de su honda humanidad, pues, en esas intensas circunstancias, no dejó de preguntarle con detalle por su padre ‑muy enfermo‑, por su madre y por su hermana.

En esa hora histórica para el Opus Dei, acuñó una nueva jaculatoria a la Virgen, inspirada en el Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum! que repetía el Fundador al menos desde los años cincuenta:

"-Digámosle también ahora: Cor Mariae Dulcissimum, iter serva tutum!, consérvanos el camino seguro".

Esa jaculatoria se convertiría, andando los años, en "un clamor insistente que continúe por los siglos la oración de nuestro amadísimo Padre".

Por expreso deseo de don Álvaro, comenzó entonces en el Opus Dei un año mariano, un tiempo de acción de gracias a la Santísima Trinidad, a través de la Madre de Dios, "sin ruido ni ostentación, cada uno y cada una personalmente y muy en familia, desde lo más hondo de nuestra alma".

Tras la Trinidad del cielo y de la tierra, el agradecimiento al Papa. Don Álvaro manifestó especial gratitud a Juan Pablo II, porque -sin perdonar ningún paso, y realizándolos con todo rigor‑ erigió el Opus Dei en Prelatura personal.

Después del Romano Pontífice, venía el Cardenal Sebastiano Baggio y las personalidades eclesiásticas que habían trabajado tanto mientras duraron los dilatados y concienzudos estudios que precedieron a ese acto jurídico. La noticia se publicó en L'Osservatore Romano el 27 de noviembre de 1982, y el día 5 de diciembre don Álvaro salía de viaje con destino a Viena: quería expresar personalmente su reconocimiento al Cardenal König; a la vez, rezó a la Virgen, en el Kahlenberg, junto a la capital de Austria, y ante Maria Pötsch, en la catedral vienesa. De allí marchó a Colonia, para cumplir un deber semejante con el Cardenal Höffner, y a Suiza: aquí estuvo con Mons. Deskur, y el viaje de acción de gracias culminó en su visita al Santuario de Einsiedeln, tan ligado a la historia del Opus Dei.

En cuanto pudo, se encaminó hacia México, para postrarse "a los pies de la Virgen de Guadalupe en hacimiento de gracias, porque escuchó la oración filial de nuestro Fundador en el viaje romero de mayo de 1970".

Al fin, las serias dificultades, que algunos pusieron durante tanto tiempo, sirvieron también para manifestar y acrecentar la humildad de don Álvaro, la reciedumbre con que quitaba importancia a cuanto pudiera referirse a su propia persona. Lo advirtió el P. Rafael Pérez, O.S.A., que presidió el Tribunal constituido en Madrid para el proceso de beatificación de Mons. Escrivá de Balaguer. En septiembre de 1983, asistió a una numerosa tertulia al aire libre en el colegio Retamar (Madrid): fue la primera de ese tipo en España después de la erección de la Prelatura personal del Opus Dei, y lógicamente don Álvaro habló detenidamente del itinerario jurídico recorrido. Ese mismo día, el P. Pérez comentó su admiración por la solidez de la doctrina que había advertido en el Prelado y, sobre todo, destacó:

-"En casi hora y media, sólo ha hablado de él una vez, y ha pedido perdón por hacerlo".

Años después, se acuñó una medalla conmemorativa, de acuerdo con viejas tradiciones romanas:

"-Se han empeñado", oí explicar a don Álvaro en febrero de 1990. Refería que, en el anverso de la medalla, se dibujaban los perfiles del Fundador y del Prelado, circundados por la inscripción "GRATIAS TIBI, DEUS, GRATIAS TIBI", y la fecha "XXVIII * NOV * MCMLXXXII". Tiempo atrás, cuando le enseñaron el proyecto, no le pareció bien:

"-Sobra esto", comentó, porque no consideraba adecuado que su busto estuviera junto al del Fundador. Fue la principal causa del retraso en la confección de esa medalla. El arquitecto Jesús Gazapo tuvo que insistir a través de don Javier Echevarría, como hacía con don Álvaro cuando vivía el Fundador. Acabó aceptando ante el argumento de que era un modo de indicar la continuidad:

"-Por eso ‑explicaba-, aunque me da vergüenza, porque donde está el mayor, el menor desaparece, así ha quedado".

También desde el primer instante, reiteró la enseñanza que había aprendido del Beato Josemaría: perdonar y rezar por quienes se oponían a la solución jurídica del Opus Dei. Una de las oraciones de los fieles incluida en la Misa de acción de gracias que celebró el 30 de noviembre de 1982 en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz rezaba así: "Pro universis benefactoribus nostris et pro iis omnibus qui, quocumque modo, Operis Dei iter impedire vel difficile reddere conati sunt, quibus, exemplum nostri Patris imitantes, non solum ex toto corde dimittimus, sed etiam inter benefactores recensemus" (Por todos nuestros benefactores y por todos los que, de un modo o de otro, han intentado impedir o dificultar el camino del Opus Dei, a quienes, imitando a nuestro Padre, no sólo perdonamos de todo corazón, sino que consideramos también como bienhechores); "ut Dominus Deus, dives in misericordia, veris bonis in hac vita eos repleat, et Caeli gloriam ipsis concedat. Oremus" (que el Señor, rico en misericordia, les colme de verdaderos bienes en esta vida, y les conceda la gloria celestial).