16. Celo por las almas

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

La paternidad de don Álvaro se traslucía con gran vigor en un tema presente de continuo en sus conversaciones: el apostolado.

"¡Almas, hijos míos, almas!: son muchas las personas que viven a nuestro alrededor, sin conocer todavía a Cristo, y están esperando que os ocupéis de ellas, sacrificadamente, amorosamente". Estas palabras de don Álvaro compendian otra de las pasiones de su vida. Como señalaba a propósito de la escena de los Magos, "¡qué frío está el mundo, hijos míos! Hemos de caldearlo con el fuego de nuestros corazones enamorados".

Lo llevaba tan dentro de sus entrañas que, cuando apenas llegado a Chicago, en febrero de 1988, alguien le preguntó su jaculatoria preferida, contestó en broma y en serio:

"-Yo me confieso con don Javier, y no tengo por qué hacer una confesión pública. De todas formas, te diré que una aspiración muy buena, al ver esta inmensa ciudad y este inmenso Estado, es pedir lo que escribió nuestro Padre en Camino: Jesus, souls! Apostolic souls! They are for you, for your glory!" ("¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria", Camino, 804).

En sus planteamientos apostólicos, reflejaba la fuerza y el optimismo de quien está seguro de que es Dios quien pone el incremento (cfr. 1ª Epístola a los Corintios, 3, 6). Alentaba a trabajar con realismo y espíritu positivo, lejos de las que calificaba como lamentaciones estériles. Creía firmemente en la eficacia sobrenatural de los modos apostólicos que había establecido el Fundador del Opus Dei, por providencia divina. En septiembre de 1975, escribía: "un celo por las almas que no esté precedido, acompañado y seguido por oración y penitencia, será sólo un empeño humano, y nosotros no hemos venido al Opus Dei por motivos terrenos, sino para realizar una tarea divina; nada más y nada menos que la Obra de Dios".

Recuerdo que, durante los veranos, preguntaba año tras año y día tras día, con interés renovado, sobre la labor que se realizaba en ese tiempo con la gente joven en tantos lugares. Le conmovía particularmente comprobar la continuidad con las actividades desarrolladas en el invierno, de modo que no hubiera vacaciones en la tarea de formar y ayudar a la juventud y a las personas que se trataban.

A comienzo de agosto de 1977, durante el almuerzo, el Consiliario de España resumió algunas cartas que había leído esa mañana. Concretamente, una hablaba de un número bastante considerable de chicos que participaban en actividades de verano. Don Álvaro comentó:

"-Esto irá aumentando, si somos fieles".

A la vez, alentaba a que las iniciativas tuvieran horizontes amplios, desde todos los puntos de vista; por ejemplo, le alegraba la intervención directa de los padres en las tareas formativas dirigidas a sus hijos, o la atención a las familias de los que participaban en esas actividades. Estaba bien persuadido de la eficacia apostólica de ese entrelazamiento de labores. Con el Magisterio de la Iglesia, subrayaba la importancia de potenciar humana y cristianamente a la familia.

Por aquellos años, en casi todos los Centros de la Obra se organizaban siempre más iniciativas de promoción social, especialmente en medios rurales. Entonces apenas se escribía en la prensa sobre ese voluntariado tan en auge a mediados de los años noventa, cuando escribo estas líneas. Pero, también en este aspecto, personas del Opus Dei iban por delante, con un concepto sobrio y generoso de la solidaridad: acudían a rincones desconocidos y aislados del país, para prestar servicios a sus gentes. Las cartas de los asistentes describían, con gran delicadeza, anécdotas escalofriantes. A don Álvaro le emocionaban esos relatos: vibraba con sus hijos, y daba gracias a Dios por el apostolado capilar -así solía decir‑ que reflejaban esas letras.

Nunca dejó de urgir la práctica de las obras de misericordia, según se venía haciendo desde los comienzos del Opus Dei: "todos, en la medida de lo posible, hemos de ponernos en contacto con las personas que sufren, con los enfermos, con los pobres de solemnidad, con los que están solos, abandonados de todos". Casi repitiendo literalmente palabras del Fundador, añadía que ahí está "nuestra riqueza, para extender la labor; nuestro tesoro, para enamorarnos más de Dios y fortalecer nuestra vocación; nuestra fuerza -la fuerza de Dios‑ para vencer".

Vivía plenamente aquella gran insistencia del Fundador del Opus Dei: "de cien almas, nos interesan las cien". En febrero de 1976, Mike, norteamericano, alumno del Colegio Romano de la Santa Cruz, le contó que había pedido la admisión en la Obra un indio rojo. Don Álvaro le explicó con afecto que la expresión castellana era piel roja, y añadió:

"-Te hemos entendido perfectamente; pero en cualquier caso, no tiene nada de particular: somos todos de la misma raza, de la raza de los hijos de Dios; blancos o rojos o cobrizos, o aceitunados, ¡todos hijos de Dios! Y de cualquier clase social, de cualquier formación intelectual".

Y aprovechó para narrar una anécdota:

"-Ayer recibí una carta de una pastorcita que no es de la Obra. Escribía muy bien, con buena redacción y sintaxis. Me contaba que es alumna de una EFA [Escuela Familiar Agraria], y que cuida de unas vacas: es una vaquerilla. ¡Cosa más humilde que eso! Bueno, pues a continuación añadía unas consideraciones que me dejaron asombrado, porque el Espíritu Santo ha llevado la mano de esa hija de Dios. Hablaba del cariño que tenía a nuestro Padre, y de los sacrificios que hacía para ir al retiro mensual, porque atiende a su madre enferma y no se puede ausentar mucho tiempo... Me cuenta que no es de la Obra, pero que quiere a nuestro Fundador como a un Padre; tanto, que cuando pida la admisión en la Obra, se considerará como una hija póstuma; y me explica que no pudo conocer al Padre en vida, pero que ha aprendido a quererlo por lo que sus hermanas mayores le han hablado de su entrega. ¿Verdad que es muy bonito? Escrito por una pastorcita, resulta como una prueba clara de que el Espíritu Santo sopla. Y nosotros, que nos damos tantas ínfulas de saber y de estudiar..."

Resultaba ostensible el sentido universal de su celo apostólico. Había aprendido de Mons. Escrivá de Balaguer a ver almas en las personas con las que se encontraba, aunque no pudiera hablar con cada una: así, mientras iba en coche, o cuando saludaba por mera cortesía a quien se cruzaba durante un paseo por el campo. Pensaba en sus necesidades espirituales y humanas, y rezaba por ellas. Lo advertíamos en sus comentarios incidentales.

Con ocasión de diversos viajes, pude observar de cerca cómo tenía palabras amables -humanas y cristianas‑ para las personas con las que coincidía. Enlazaba fácilmente con ellas: enseguida se interesaba por sus cosas, y surgía un trato mutuo afectuoso. Comprendí entonces que Mons. Escrivá de Balaguer, refiriéndose a don Álvaro, comentara tantas veces su "capacidad para convencer a la gente".

Lo resumió Denis Saint-Maurice, en L'Informateur de Montreal, el 1 de mayo de 1994: "su identificación con el mensaje del fundador del Opus Dei, su humildad y su gran caridad le han ganado infinidad de amigos. Tenía, en verdad, el talento de interesarse por todos sus interlocutores -quienquiera que fuese cada uno- y los corazones se le abrían inmediatamente".

Mucha gente le reconocía en España cuando salía del lugar en que se encontraba. Se detenía entonces a responder atentamente a cada persona. Le movía su carácter abierto, como también, claro está, su espíritu pastoral y apostólico. Al mismo tiempo, constituía para él motivo de agradecimiento a Dios, porque comprobaba la expansión del Opus Dei en los ambientes más diversos.

El 28 de enero de 1985, don Álvaro telefoneó desde Madrid a don Juan Domingo Celaya, Vicario de la Delegación de la Prelatura en Pamplona. Quería agradecerle sus atenciones mientras había estado allí, y rogarle que se ocupara de un chico internado en la Clínica Universitaria de Navarra. Se trataba de un chaval de unos doce años, diabético, que iba a sufrir una intervención quirúrgica. Una tarde le dijo, en el pasillo de la planta, que le operaban al día siguiente, y don Álvaro contestó que le iría a ver. Ese día, al pasar cerca de la habitación, a eso de las tres menos cuarto, cuando se dirigía al oratorio de la Clínica para hacer la Visita al Santísimo, el chico lloraba, luchando contra el sueño -después de la operación, estaba adormilado-: no se quería dormir, porque esperaba a don Álvaro. Éste entró, le dijo unas palabras, el pobre se echó a llorar, y se durmió ya tan contento.

A la mañana siguiente, ya levantado, se dirigía a don Álvaro:

"-Fíjese qué bien estoy: han sido sus rezos".

Luego, manifestó a don Álvaro que deseaba hacerle un dibujo, pues se le daba muy bien (había conseguido premio en un concurso nacional). Al final, aceptó pintar una imagen de la Virgen, y hacérsela llegar a través de la enfermera. Don Álvaro le explicó que quizá se marchara de Pamplona al día siguiente, y él insistió:

"-Pues se la envío de todas maneras".

Don Álvaro nos contaba esto ya en Madrid y, al acabar de relatar la anécdota, concluía:

"-Me dio pena. Se habrá quedado desolado el pobre chico".

Y por eso encargaba a don Juan Domingo que procurara seguir atendiéndole.

Al terminar sus estancias en Solavieya, don Álvaro se despedía detenidamente de Emilio de Francisco, encargado del mantenimiento, y de Manolo Lougedo, jardinero. Al cabo de los años, Manolo recuerda que empezó a sentirse muy pronto como de la familia de don Álvaro, porque él mismo se lo dijo desde el primer día. Cuando fue a saludarle, don Álvaro le abrazó, a pesar de la protesta de Manolo, sudoroso por el trabajo:

"-Un abrazo bien dado, de esos que acercas la cara, y no tiene asco de uno aunque venga sudando. Yo no hacía fuerza en el abrazo, por venir así, pero él la hacía toda, con gran cariño, aunque se empapara de mi sudor".

A Manolo le impresionó el interés de don Álvaro por su familia: su padre, su mujer, sus hijos. Le preguntaba por sus estudios, pero también por el que jugaba al fútbol y tenía la esperanza de llegar algún día al Sporting de Gijón...

"-Hablaba conmigo -resume- como si fuera alguien que conociera de toda la vida".

Sin dejarse servir, con el ejemplo de su bondad, don Álvaro influía en la vida de Manolo:

"-Cuando me hablaba era para mí un gran gusto y satisfacción, con palabras que te llenan, que te entran y que no olvidas nunca. Le metía la oración a uno. Muchas veces me decía que para agradar a Dios tenía mi familia, mi mujer, mis hijos que son tan guapos, que había que hacer por ellos y también en el trabajo para ofrecerlo a Dios".

En 1989, don Álvaro conoció la grave enfermedad de Manolo. De hecho, aunque aún podía trabajar, comenzó a ayudarle a tiempo parcial otro jardinero. Don Álvaro nos informó enseguida, para que rezásemos por él. No dejó de encomendarle día a día, y de preguntarle qué le señalaban los médicos, cuando acudía a consulta. Esas conversaciones, breves, entrañables, solían tener lugar al final de la mañana, cuando don Álvaro, tras cuatro horas de trabajo, salía a rezar el rosario por el jardín de la finca.

-"Yo estoy seguro -evocaba Manolo en 1995- de que todos los días pedía por mí; estando allí, seguro, porque la oración de los de la familia de él no la dejaba, y nosotros estábamos en la familia, ya me lo dijo; y luego junto a los otros enfermos. Ahora más, pues lo tengo por un amigo y le pido muchas cosas".

Tengo bien grabada otra escena sucedida en El Grado, muy cerca de Torreciudad, el 3 de septiembre de 1991, a primera hora de la mañana. Don Álvaro salía en automóvil camino de Pamplona. Yo iba detrás, en otro coche, con don Joaquín Alonso. Gentes variadas le saludaron a su paso en la propia explanada del Santuario, o junto a las puertas de entrada al recinto, o en plena carretera que desciende a orillas del embalse. Pero el vehículo sólo se paró en un cruce, a la altura del Poblado, ante las señales de una mujer que llevaba un manojo de rosas, sujetas con papel de plata: hacía con la mano el gesto de ofrecerlas a don Álvaro. Iba bien arreglada, con el uniforme propio de quien se dedica a tareas domésticas. Me dijeron después que trabajaba como cocinera en El Poblado. Vi cómo don Álvaro bajaba la ventanilla y, tras una brevísima conversación, la señora se arrodillaba en la calzada, le besaba la mano, y hacía luego un gesto de despedida, a la vez que mantenía las rosas con la otra mano en su regazo. Al llegar a Pamplona, supe que aquella mujer deseaba ofrecerle esas flores, en prueba de gratitud por el bien que -a través del Opus Dei- le había hecho a su alma y a su familia. Quería pedirle también que rezara por uno de sus hijos. Don Álvaro aceptó agradecido las rosas, pero, recalcando que ya eran suyas, rogó a la mujer que las llevara de su parte a la Virgen, y allí le pidiera con fe por su hijo, segura de que la oración de una madre es poderosísima delante de Dios.

Me he detenido en estas anécdotas porque las viví, y me parecía admirable la conexión afectuosa que se producía entre don Álvaro y esas personas tan corrientes. Pero fue notoria también la honda amistad que le manifestaron grandes figuras, algunas realmente eximias, como los Papas Pablo VI o Juan Pablo II, o Francesco Cossiga ‑antiguo Presidente de la República de Italia‑, o tantos Cardenales, Arzobispos y Obispos que le abrían felices sus casas o acudían a visitarle al lugar donde se alojaba, cuando estaba en Colonia o Praga, en México o Nueva York, en Manila o Singapur, en Nagasaki o Hong-Kong. Como expresaba el Cardenal Bernard Law, Arzobispo de Boston, en su homilía del 25 de marzo de 1994: "Gocé de su hospitalidad muchas veces en Roma. Era extraordinariamente cariñoso: siempre tuve la sensación de estar en familia cuando me encontraba a su lado".

Realmente, don Álvaro iba dándose a los demás, repartiendo su cariño. En mayo de 1987, contó en Roma una anécdota ocurrida pocos días antes en un país de la Europa septentrional. Le abordó un borrachito, sorprendido de ver a unos sacerdotes católicos por la calle de su ciudad. Para explicarle rápidamente el motivo de su presencia allí, le entregó una estampa de Mons. Escrivá de Balaguer, en la que se hacía una breve y clara referencia al Opus Dei. Luego, le rogó que rezase por ellos. El interlocutor conservaba lucidez como para señalar que él nunca rezaba. Don Álvaro le hizo ver entonces que Dios es Padre, y espera con ansia la oración, las peticiones de sus hijos. Aquel hombre -dentro de sus condiciones del momento- se quedó como pensativo, y declaró:

"-Si rezo, rezaré por ustedes".

La gran capacidad de amistad de don Álvaro se apoyaba también en la claridad sincera de sus palabras. En enero de 1987 estuvo en Warrane College de Sidney, donde un estudiante universitario le expuso que algunos critican al College por tener, entre sus reglas, la de que las chicas no suban a las habitaciones de los residentes. Don Álvaro le explicó las razones de fondo de ese modo de proceder, que hacen la vida más agradable a los demás y facilitan la formación de todos, dentro del condicionamiento mutuo que implica la convivencia humana. Pero no dejó de hablar, incluso con cierta dureza, de la injusticia que suponen esas críticas:

"-Además, Sidney es muy grande. Todos los que están aquí tienen libertad de salir y estar en otros sitios. ¿O es que son tan tímidos que si no reciben a las chicas en esta casa no pueden estar con ellas? ¿O son animalitos que necesitan que haya una mujer al lado siempre porque, si no, no pueden vivir? En este College viven hombres, que se rigen por la cabeza".

Don Álvaro tuvo muchos amigos, porque era muy buen amigo. Predicaba lo que vivía: "La amistad comporta intereses comunes y cariño a las personas, y esto lleva a quererles como son, a dedicarles tiempo, a comprenderles, a no abandonar el trato, aunque parezca que no responden o que lo hacen lentamente".

Animaba a derrochar cariño, a saber ceder gustosamente en lo personal: "Acoged a todos con una sonrisa, sacrificaos por ellos, sabed pasar por alto las pequeñeces de la convivencia diaria, sin concederles demasiada importancia. Buscad lo que une, no lo que separa. Sed positivos". Y siempre -puntualizaba-, "con garbo humano, sin hacerlo notar, con delicadeza".

Realmente, se daba a los demás sin reservas. Estaba dispuesto a comprender a los demás, a disculparles, a echarles una mano. Practicaba con creces esa amistad -inseparable de su apostolado personal- que, según comentaba en la Residencia Torrescalla de Milán, en enero de 1981, "es generosidad, es donación, es sacrificio, es amor".

La cultivó hasta las últimas horas de su vida terrena. A su muerte, en la mesilla de noche, estaba la tarjeta de visita de uno de los pilotos del avión que le había traído de Tierra Santa a Roma. Había charlado con él durante la espera en el aeropuerto de Tel Aviv y en el viaje. La relación fue breve, pero profunda: aquel piloto acudió a rezar ante los restos mortales de don Álvaro en cuanto tuvo noticia de su fallecimiento.

Con idéntica delicadeza humana y sobrenatural, don Álvaro estaba pendiente de los apostolados corporativos confiados al Opus Dei. Lo comprobé, respecto de la Universidad de Navarra, desde que sucedió a Mons. Escrivá como Gran Canciller. Su fidelidad a la mente del Fundador fue profundamente activa, llena de creatividad, también para llevar a la práctica antiguos deseos o proyectos que no habían culminado en 1975. Pienso, por ejemplo, en el despliegue de los centros de estudios eclesiásticos de Pamplona y Roma, para prestar un servicio cada vez más eficiente a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares de tantas naciones del mundo.

Recordaba con frecuencia la radical identidad cristiana que debían manifestar los profesores, creyentes que viven con unidad de vida y desean hacer partícipes a los demás de las luces enriquecedoras que derivan de la doctrina católica. Les hacía ver que la sociedad espera su testimonio cristiano -decidido, con garra, respetuoso de la libertad, atento a los más débiles y desamparados- en los diferentes campos del saber y de los quehaceres humanos y sociales. Desde esa libertad, un cristiano activo vibra ante las necesidades de los hombres de cada tiempo, y se nutre de una espiritualidad inseparable de la edificación de la convivencia. Y, siempre, con una gran cordialidad en el trato. Desde su serena ecuanimidad, don Álvaro daba y exigía de todos calor humano.

Llevaba en el alma la pasión por ayudar a los demás, con valentía y audacia, sin respetos humanos, exigente consigo mismo, y comprensivo con los demás. ¡Cómo le gustaba servir! ¡Cuántas veces repetía la palabra servicio!, también en el contexto de esas labores de apostolado colectivo. Seguía con solicitud el trabajo de las obras corporativas ya existentes, pensando en acrecentar sus frutos apostólicos. Y no olvidaba la necesidad de mantener su carácter eminentemente laical y profesional, de acuerdo con otro gran criterio fundacional de Mons. Escrivá de Balaguer. Esas iniciativas educativas y asistenciales surgen y se desarrollan por la libertad y responsabilidad de ciudadanos ‑también con la participación de no cristianos, en muchos países‑ y, por tanto, ni son ni pueden ser confesionales, aunque los promotores confíen al Opus Dei la orientación doctrinal y la atención espiritual de esas actividades.

Un campo que estaba muy presente en la atención apostólica de don Álvaro, por su trascendencia social, era la formación de empresarios, de modo que aprendieran bien el oficio y supieran ser íntegramente cristianos. Soñaba -me consta personalmente desde los años setenta-, con Escuelas que contribuyeran decididamente a promover, con rigor y prestigio profesional, respuestas válidas a las tremendas diferencias sociales de tantos países. Esas injusticias, que claman al cielo, interpelan a la conciencia cristiana exigiendo soluciones, pero sin justificar el odio, la lucha de clases.

Al alma sacerdotal de don Álvaro -también en esto en plena sintonía con el Fundador del Opus Dei-, le quemaban las clamorosas penurias del Tercer Mundo. Y animaba a hacer mucho más, después de manifestar su júbilo por tantas iniciativas de fieles de la Prelatura en esos países, planteadas para remediar graves necesidades, dentro de un gran abanico de soluciones: desde la promoción de obras corporativas confiadas al Opus Dei, a la intervención personal en ONG constituidas en zonas más desarrolladas.

Tengo muy grabada en mi memoria la fuerza con que hablaba de las exigencias de la justicia según la doctrina social de la Iglesia. Mi impresión es que, especialmente tras el desmoronamiento de los regímenes marxistas en Europa, se sentía movido a urgir la práctica de las virtudes cristianas, no sólo para fomentar la personalidad de cada hombre y cada mujer en su intrínseca dignidad, sino para responsabilizar a los fieles en la construcción de un recto orden social, "respetando plenamente la libertad de todos en lo que es opinable, pero ayudando a que nadie, so capa de libertad (cfr. 1ª Epístola de San Pedro II, 16), busque pretextos para desentenderse de colaborar ‑en lo que esté de su parte- a la solución de muchas injusticias".

Se comprende que don Javier Echevarría escribiera el 24 de marzo de 1994 en ABC de Madrid, al hacer un rápido balance de la solicitud apostólica de don Álvaro, que, en todas partes, había alentado la promoción o el desarrollo de "iniciativas sociales de gran alcance, movidas siempre por lo que constituye la responsabilidad primera y la atención primordial de los Pastores: bienes espirituales de salvación". El actual Prelado del Opus Dei señalaba cómo "algunas de estas iniciativas destacan por su incidencia en la solución de los problemas sociales del ambiente en que se encuentran: nuevas universidades en países que se esfuerzan en la formación de cuadros dirigentes capaces de contribuir a promover un desarrollo homogéneo y respetuoso de la dignidad del hombre; instituciones educativas y asistenciales en favor de áreas y poblaciones particularmente deprimidas, sobre todo en América latina y en África".