15. El relevo en la paternidad

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

No mucho tiempo después de ser elegido para gobernar el Opus Dei, don Álvaro explicaba el significado del Fundador en su vida, empleando la respuesta atribuida a Alejandro Magno, cuando le reprocharon que apreciaba más a Aristóteles que a su padre, el rey Filipo de Macedonia:

"-Sí, porque mis padres me trajeron a la tierra, pero Aristóteles, con su doctrina, me ha llevado de la tierra al cielo".

El 19 de febrero de 1984 -santo de don Álvaro-, Flavio Capucci le contó que había consultado un conocido diccionario etimológico de nombres propios: Álvaro significa "aquel que protege a todos, que vela sobre todos, que defiende a todos". Don Álvaro le respondió que, personalmente, se inclinaba por un sentido basado, no en la raíz germánica, sino en otra semítica, el hijo; y añadió:

"-Pero se puede unir con la interpretación que tú dices: reza para que sea verdad, para que sea un hijo bueno y, al mismo tiempo, un buen Padre, que vela sobre los demás".

Probablemente, Flavio Capucci tenía en su corazón esas palabras cuando, ya en 1994, escribió en la revista Studi Cattolici que "la profunda unidad entre el Fundador y su sucesor, este fluir de la paternidad del uno al otro -diferentes en el temperamento, identificados en el espíritu-, y la continuidad en nuestro ánimo de la misma filiación son testimonios de realidades que no encuentran explicación humana".

Sin duda, se debe a don Álvaro que, con la gracia de Dios, en el Opus Dei se haya mantenido en todo su vigor el espíritu de filiación y fraternidad, propio de una familia cristiana (cfr. Camino, 955). Esos lazos están anclados en la originalidad radical del carisma: iniciados por el Fundador, no quedan ligados a su cordial personalidad humana.

En el primer aniversario, don Álvaro explicó sintéticamente cómo Mons. Escrivá de Balaguer tuvo esa doble paternidad: la fundacional -exclusivamente suya, como Fundador‑, y la espiritual, que "existirá siempre en la Obra, hasta el fin de los tiempos, porque somos una familia de vínculos sobrenaturales".

Diez años después de su elección, evocaría agradecido la irrupción de la gracia divina en su vida y en la del Opus Dei:

"-La paternidad espiritual, encarnada por nuestro queridísimo Fundador de modo inigualable, pasó a este pobre hombre que ahora es vuestro Padre. Verdaderamente, cor nostrum dilatatum est (II Cor. VI, 11): mi corazón se dilató para quereros, a todos, a cada una y a cada uno, con cariño de padre y de madre, como nuestro Padre había pedido para sus sucesores".

A la vez, los miembros de la Obra respondieron con un patente cariño, que le llevaba a elevar su alma en acción de gracias, "porque el Opus Dei continúa siendo una bella famigliola". Esther Toranzo ha relatado la visita de don Álvaro en 1989 a Kibondeni, un Centro de mujeres del Opus Dei en Nairobi. Le recibieron con una canción Massai ‑acompañada con las notas y ritmos de dieciséis tambores‑, que incluye estos versos: "Salí de casa para ir a ver al padre. / Cuando empezó a hablar, le rogué silencio / pues quise primero expresarle yo / mi alegría de verle".

Infinidad de anécdotas reflejan el comportamiento paterno de don Álvaro, que -sin paternalismo- quería a los fieles del Opus Dei con la ternura de los padres de la tierra. Su admirable memoria no olvidaba, junto a los grandes problemas de la Iglesia o de la Obra, tantos detalles grandes o pequeños como le llegaban de sus hijos. A través de las cartas que le dirigían directamente, con plena espontaneidad, conocía bien pronto sus preocupaciones, tristezas y alegrías. Me sorprendía su capacidad de retener tantos datos, pues con frecuencia hacía preguntas concretísimas que los demás no sabíamos contestar.

He contemplado muchas veces sus reacciones, típicas de un padre o de una madre: con razones del corazón que no puede explicar la cabeza. Casi siempre se trataba del cuidado o de la evolución de los enfermos. Pero aparecía también en circunstancias que, analizadas con rigor, parecen irrelevantes. O en manifestaciones de esa admiración embebida de virtudes y habilidades, que no es injusta ni causa mal a nadie, aunque tal vez resulte exagerada a los ajenos.La profesora de lingüística Ana Echaide, miembro de la Academia de la Lengua Vasca, recuerda una tertulia en Torreciudad en 1980: a propósito de su colaboración en las traducciones al euskera de escritos del Fundador, la encomió con un gesto de complicidad:

"-Es la que más vasco sabe del mundo".

Nunca olvidaré cómo vivió don Álvaro la enfermedad de Jaume Tur, uno de los Directores regionales del Opus Dei en Alemania. Una tarde de agosto, en 1977, nos comunicó que lo habían trasladado a Navarra, y que probablemente le harían una delicadísima intervención quirúrgica. Nos pidió que rezásemos mucho por él. El día de la operación, un jueves, instantes antes de comenzar la meditación de la mañana en el oratorio, nos recordó en voz alta que debían de estar empezando a actuar los médicos, para que le encomendásemos. Apenas pasadas las doce, supimos que había ido bien.

Pero al día siguiente surgieron complicaciones. Según entendí, debía estar durante cuarenta y ocho horas sedado, para que el corazón trabajase al mínimo. Sólo se conocería la situación real después de ese tiempo. A pesar de esto, Juan Domingo Celaya habló con los médicos a última hora del sábado: no había novedades, y Jaume seguía estacionario, dentro de la gravedad. Pero me llamó la atención el gesto agradecido de don Álvaro a Juan Domingo, al informarle: su cabeza había aceptado los datos médicos, incluida la espera de cuarenta y ocho horas; pero su corazón avaloraba el detalle de saber al menos que todo seguía igual. No otra reacción habría tenido una madre en la tierra.

Jaume fue mejorando poco a poco, hasta que el 21 de agosto Diego Martínez Caro, cardiólogo de Navarra, anunció que saldría ya de la unidad de cuidados intensivos:

"-Os agradezco que hayáis rezado por este hijo mío -repetía don Álvaro-, pero continuad haciéndolo, porque persiste el estado de gravedad".

Efectivamente, Jaume seguía con problemas: por ejemplo, apenas podía leer. Su salud se fue complicando. Se pusieron todos los medios, pero no fue posible sacarle adelante. Don Álvaro, ya en Roma, estuvo pendiente hasta el final, con el corazón roto. Aún el día del fallecimiento, 2 de octubre, rogó en Villa Tevere que siguieran rezando, cuando los médicos aseguraban que "su recuperación sería un milagro, casi como resucitar a un muerto". Y agregó que había recordado a Jaume durante la Misa, en el memento de vivos y en el de difuntos; que había trabajado y sufrido mucho, y estaba seguro de que, si ésa era su Voluntad, Dios se lo llevaría directamente al Cielo, bien purificado.

Don Álvaro quería de veras a los enfermos, y les animaba a no perdonar los medios humanos y sobrenaturales para recuperar la salud. Otro caso paradigmático para mí fue el de Seamus Timoney, uno de los primeros miembros del Opus Dei en Irlanda. El Domingo de Ramos de 1988 atendí en la capital de España una llamada desde Dublín, por si podíamos ocuparnos de recogerle en el aeropuerto de Barajas, desde donde seguiría viaje a Pamplona. Padecía algún tipo de leucemia y había sido desahuciado por los médicos. Cuando lo supo don Álvaro, aconsejó vivamente que acudiera a consulta con los oncólogos de la Universidad de Navarra. En la Clínica Universitaria confirmaron el diagnóstico, pero consideraron que existía un tratamiento con posibilidad, al menos, de alargar unos años la vida del paciente. Seamus se sometió gustoso a una dura terapia, y se recuperó. Estaba agradecidísimo a la Clínica, a la intercesión de Mons. Escrivá, al cariño de todos; pero, en primer término, a don Álvaro, por la iniciativa de que acudiera allí cuando nadie le daba la menor esperanza de sobrevivir. Hizo vida normal hasta finales de 1991, en que no pudo superar una nueva crisis de su gravísima dolencia.

El 19 de abril de 1990 esperábamos a don Álvaro en el Colegio Mayor Aralar de Pamplona. Venía en coche desde Barcelona. Por la hora de salida, calculábamos que llegaría alrededor de la una de la tarde. Cuando nos estábamos disponiendo para recibirle, llamaron por teléfono, para comunicar que se demoraría bastante. Pronto supimos la razón: había parado en Zaragoza, para visitar -en la unidad de quemados del hospital Miguel Servet- a una hija suya, que sufrió a finales de enero un accidente y seguía muy grave, porque las quemaduras le habían afectado prácticamente a todo el cuerpo. Estaba aislada. Don Álvaro le habló por medio de un teléfono, y ella le veía a través de un cristal. Le confirmó que la había encomendado desde que recibió en Roma la noticia del tremendo percance, y en ella -en el ofrecimiento de su dolor‑ se apoyaba para sacar adelante la labor apostólica en el mundo entero. Se trataba de Camino Sanciñena, estudiante entonces de la Facultad de Derecho, que lo relató en Diario de Navarra, 5.IV.1994: "Hay momentos en los que es difícil mantener el sentido positivo, sobre todo si te cambia la vida por un accidente (...) El Padre me decía que, aunque fuera difícil de entender, el dolor es una caricia de Dios. Lo decía de verdad. Lo transmitía con tanta fuerza que conseguía elevarte a su onda, que era una onda de fe".

Como es natural, me tocó ser destinatario inmediato de su cariño. Don Álvaro estaba también en las cosas más sencillas de la vida. Su mirada atenta se fijaba en menudencias que pasaban inadvertidas a los demás. A comienzos de agosto de 1988, en el contexto de una broma sobre mi ostensible sueño matutino, comenté en el desayuno que, cuando me fui a afeitar, se cortó el agua caliente, y tuve que enjabonarme con la fría; al terminar, volví a abrir el grifo de agua caliente para lavarme la cara ‑mi piloto automático pensaba que seguiría estando fría‑, y tuve que cambiar otra vez de grifo, porque casi ardía. Lo contaba pensando que era un despiste mío, y así lo entendieron todos. Pero don Álvaro me preguntó, como el que no quiere la cosa, a qué hora me afeitaba. Hice el cálculo como pude, y contesté que a las siete y diez.

"-Debo de ser yo", comentó.

Al día siguiente, en el desayuno, don Álvaro se interesó de nuevo por el agua. Había funcionado con normalidad. Y entonces concluyó:

"-Efectivamente, era yo". Había comprobado que mi horario coincidía con los minutos en que, justo en el piso inferior de una casa de comienzos de siglo, llenaba la bañera con agua caliente, de acuerdo con lo que le habían recomendado por entonces los médicos. No dejó de abrumarme que anticipase su aseo matutino, para facilitar mi afeitado.

Lógicamente, los primeros beneficiados del cariño de don Álvaro eran los fieles de la Prelatura y, más directamente, los que estaban más cerca o vivían a su lado. No daba por supuesto el afecto: lo mostraba con obras y de veras. Sintió especial predilección -también en esto seguía las huellas del Fundador de la Obra- por las personas que se ocupaban profesionalmente de la Administración doméstica de los Centros de la Prelatura. Una tarde, al comienzo del verano de 1987 ó 1988, la RAI informó de que se esperaba una ola de calor en la región del Lazio. A los pocos minutos, llamó por teléfono para preguntar si habían pensado algo para que el calor no afectase a una hija suya, que había sufrido hacía algún tiempo un infarto. Aunque estaba recuperada, don Álvaro sugirió la posibilidad de que se trasladase unos días desde Roma a Casale d'Ocre, un lugar más fresco en la zona montañosa del Abbruzzo.

En 1990, observé de cerca el desvelo de don Álvaro hacia don Javier Echevarría y don Francisco Vives, sus Vicarios en la Prelatura, que sufrieron intervenciones quirúrgicas serias durante el verano. Fueron momentos duros, que sobrellevó con sentido sobrenatural. No le faltaba tampoco el buen humor en Madrid, cuando, camino de Roma, nos animaba a rezar por sus dos Vicarios, que dejaba en Pamplona descuajeringados...

En esas circunstancias, resultaba admirable su aplomo, que resumí por entonces en tres ideas:

‑ abandono total en las manos de Dios, sin dejar de asegurar los medios humanos;

- sosiego y buen humor inquebrantables,

- continuas muestras de cariño humano.

A la vez, subrayaba que las enfermedades son una riqueza enorme. Cuando el Romano Pontífice aludía a la fuerza del Opus Dei, él pensaba especialmente en los enfermos, que ofrecían a Dios sus molestias, hasta la propia vida, por sus intenciones:

"-Resulta una energía espiritual imponente que, si no la aprovechásemos, seríamos ‑concluía bromeando- locos, locos de manicomio".

Manifestaba también un especial agradecimiento a los fieles de la Prelatura en Pamplona, por su esfuerzo en atender a los enfermos. Desde tiempo atrás, muchos que sufrían dolencias serias acudían a la Clínica Universitaria de Navarra. Además de médicos y enfermeras, tantas otras personas se desvivían por ellos y ellas, compartiendo plenamente penas y alegrías. Y don Álvaro les daba las gracias una y otra vez, también en sus cartas al Vicario en la Delegación de Pamplona: "Seguid así, hijas e hijos míos ‑escribía en mayo de 1988 a don Juan Domingo Celaya-, y continuad volcando vuestro cariño en la atención de los enfermos: es éste un importantísimo apostolado, muy agradable a los ojos de Nuestro Señor, necesario para conservar el espíritu de familia del Opus Dei, garantía de eficacia sobrenatural".

Cuando era revisado en la Clínica Universitaria, no dejaba de visitar a las personas de la Obra que estaban internadas allí, para llevarles consuelo y esperanza. Incluso a los desahuciados, les recomendaba que pidieran el milagro de recuperar la salud. Y a todos, que rezásemos por ellos, para que no perdieran la presencia de Dios ni la alegría.

Como el Fundador, insistía en que los enfermos son el tesoro del Opus Dei, no sólo porque la enfermedad es un bien cristiano, sino también por la energía espiritual que quienes sufren pueden generar en favor de los demás, haciéndose santos con el trabajo profesional de la enfermedad. En ese contexto, lleno de humanidad y de sentido teológico, se comprende su gran cariño a la Clínica de Navarra, a la que veía como una bomba atómica de potencia sobrenatural, a través de tanto sufrimiento, tanta oración, tanta caridad, tanta alegría. Cuando el 28 de enero de 1995 se celebró el acto académico in memoriam del Gran Canciller fallecido, la profesora Natalia López Moratalla, que fue Vicerrectora de la Universidad de Navarra, expresaba esta intuición: "en la Clínica tenía santa envidia de dos cosas: del trabajo que allí realizan manos femeninas, y del padecimiento de los enfermos, y muy en especial del de los niños".

Dentro del orden de afectos de don Álvaro destacaba también el amor a la familia. Conocí a Tomás Niño y Pilar del Portillo en Segovia, cuando iba a pasar parte del verano con mi abuela Piedad, en la Plazuela de la Merced. El hijo mayor, José Ramón, era de mi edad. Vivían muy cerca, calle de Daoíz abajo, frente a la explanada del Alcázar. El ejemplo de su hermano Álvaro ‑confirmado por la dedicación al Señor de otros hijos suyos- ha persuadido a Pilar del Portillo de que "la entrega plena del corazón a Dios no separa de los padres ni de los hermanos. Muy al contrario. Son los hijos que están más unidos a sus padres; por lo menos, ésa es mi experiencia". Y se goza evocando cómo les quería a todos Álvaro, con un cariño profundo, sin sensiblerías:

"-No se le pasaba un santo, una fiesta de familia, un cumpleaños... Y cuando estaba con nosotros, se le veía disfrutar: preguntaba por unos y por otros, charlaba, bromeaba cariñosamente..."

Como es lógico, seguía también de cerca a los parientes de los miembros de la Obra. En países de minoría cristiana, a veces los padres de fieles del Opus Dei no han recibido la fe católica. Don Álvaro les aconsejaba que les quisieran mucho, que los respetaran, que los veneraran. Así contestaba a una mujer, en Nagasaki, en febrero de 1987, a propósito de sus padres budistas:

"-Si tú has recibido el don de la fe es, ciertamente, por voluntad de Dios. Pero tus padres te han facilitado el camino, al practicar sus creencias con rectitud. Quizá sin darse cuenta, han hecho de ti una persona religiosa, capaz de recibir la semilla de la fe. A tus padres no les puedes dar ninguna lección, sino que debes quererles y tratarles con mucho respeto. Lo que sí puedes y debes hacer es rezar por ellos".

Y agregaba luego, dirigiéndose también a una estudiante de Medicina que le había preguntado antes por el origen de la felicidad:

"-Que te vean feliz, que te noten contenta. Entonces se preguntarán: ¿qué le pasa a nuestra hija que está más feliz que antes? Y a lo mejor te lo preguntan. Yo encomiendo a Dios que lo hagan. Entonces, tú les podrás decir: es la fe cristiana. Y la avalarás con tu ejemplo de laboriosidad y de entrega, con tu disponibilidad para servirles en todo, con la demostración de que les quieres y les ayudas".

Asistía a la tertulia la hermana de un fiel de la Prelatura, que trabajaba por entonces fuera de Japón. Le escribió una extensa carta con las impresiones de sus padres sobre don Álvaro: "era muy cariñoso, pero al mismo tiempo muy exigente, sutil (penetrante), y digno, y tenía una luz especial en los ojos". Y le confiaba: "a pesar de la mucha gente que había en la tertulia, yo sentí que el Padre me hablaba personalmente, cara a cara, fijándose en mi corazón y transmitiéndome la profundidad y exigencia de su vida".

Justamente porque don Álvaro vivía pendiente de sus hijos, y de tantas personas incluidas en el círculo de su afecto paterno, le llegaban con mucha frecuencia noticias de fallecimientos. Rezaba entonces un responso -la tradicional oración cristiana por los difuntos-, en el lugar en que estuviera en ese instante. Era su reacción inmediata, antes, incluso, de preguntar sobre las causas de la muerte, o sobre los demás miembros de la familia.

Así lo observé por vez primera en agosto de 1976, cuando avisaron del fallecimiento de una mujer del Opus Dei, Sole Gracia, que había estado internada en la Clínica Universitaria de Navarra. Pocos días antes, don Álvaro le había hecho llegar una carta extensa, que ella consiguió contestar, aunque tenía ya dificultad para escribir. Todo fue muy rápido: por la mañana había recibido la Comunión, y llegó a rezar el Angelus; murió poco después, en una agonía brevísima. Tras rezar el responso, don Álvaro nos confió que esa misma mañana la había encomendado nominatim, con la oración de la estampa para la devoción al Fundador de la Obra.

En la madrugada del 15 de septiembre de 1978 falleció inesperadamente mi padre en Segovia. Aquel día, en que la Iglesia festeja los Dolores de la Virgen, se cumplía también el tercer aniversario de la elección de don Álvaro. Como sabía que el Consiliario de la Obra en España llamaría por la noche a Roma, se me ocurrió sugerirle que no le comunicase la noticia, por no darle esa pena en una jornada más bien de júbilo. Atendió la llamada don Javier Echevarría, a quien traspasó mi sugerencia, que no fue tenida en cuenta. El propio don Javier me lo explicaba días después: "Te agradeció muchísimo tu intención de que no le dijeran nada ese día, pero agradeció muchísimo más que se lo comunicaran, porque pudo acompañarte desde antes, con la fuerza con que se quiere en la Obra y con la fuerza que da su condición de Padre".

Enseguida recibí una carta manuscrita de don Álvaro, fechada el día 16. En un folio por las dos caras, con su inconfundible letra amplia, de trazos finos y alargados, me decía: "Anoche me comunicó D. Florencio la dolorosa e imprevista noticia del fallecimiento de tu buen padre. Inmediatamente comencé a hacer sufragios por el eterno descanso de su alma, y di a todos los del Consejo la triste nueva, para que se unieran a tus oraciones y a las mías. Continuaré haciendo sufragios ‑hoy ha sido la Santa Misa-, aunque espero de la divina misericordia que habrá ya premiado la rectitud de tu padre, y que, por lo tanto, no tendrá ya necesidad de oraciones (...)

"Salva: manténte sereno; ayuda a los tuyos a vivir con paz en medio de esta pena tan grande; y no dejes de ofrecer el dolor de este trance también por mí, muy unido a las intenciones de mi Misa. Yo, por mi parte, os acompaño -a ti, a tu buena madre, y a los tuyos- de todo corazón, y de modo muy particular en estos momentos (...)".

El 9 de junio de 1991 finalizaba yo un período de trabajo en la sede central del Opus Dei. A primera hora de la mañana, don Álvaro me llamó por el teléfono interior, para comunicarme la inesperada muerte de Luis Jesús Soto, miembro del Consejo de la Delegación de la Obra en Sevilla. Me dijo que teníamos un intercesor más en el cielo, pero que era un golpe muy duro. Y que le había conmovido que Luis Jesús ofreciera todo, en sus últimas horas, por el Padre y la Obra.

Apenas dos horas después, estaba yo en su cuarto de trabajo, cuando le trajeron -pasada ya a máquina- la carta que con ese motivo enviaba a don Tomás Gutiérrez, Vicario regional de España. Casi a la vez, le comunicaban que había muerto en Pamplona don Eduardo Labandeira, sacerdote, profesor de Derecho Canónico. Don Álvaro añadió en su carta al Consiliario: "Acabo de escribir estas líneas, con pena y con paz, cuando me llega el nuevo mazazo de la marcha de Eduardo. ¿Qué os puedo decir? Que me abandono decididamente en las manos de la Trinidad Beatísima; que acepto rendidamente estas cruces, convencido de que es lo que más nos conviene; y que pido al Señor que amemos la lucha para ser santos, como lo han hecho nuestro Padre y los demás ‑tantos y tantas- que nos han precedido". Tuve así ocasión de contemplar de nuevo a don Álvaro profundamente apenado -y lleno de paz‑, ante el desgarrón que le suponía la pérdida de esos hijos.

No se acostumbraba a estas noticias, aunque fueran siendo tan frecuentes, porque -como señalaba- "somos ya muchos". No se acostumbraba su corazón, a pesar del absoluto abandono en las manos de la providencia divina. A comienzos de septiembre de 1991, tras las ordenaciones sacerdotales en Torreciudad, pasó unos pocos días en Pamplona. Al regreso de visitar a unas enfermas, poco antes de la hora de la cena, recibió el golpetazo de la muerte de dos mujeres de la Obra en Estados Unidos. Al terminar de rezar por ellas, comentó:

"-Después de una alegría grande, viene siempre una gran pena, ¿qué se le va a hacer?: son palos -caricias- de Dios".

A lo largo de mis años en el Opus Dei, no ha dejado de asombrarme la reacción negativa y episódica de algunas personas ante la evidente unidad que viven -en cuestiones de fe, de espíritu o de apostolado- personas de mentalidades, culturas y condiciones sociales tan variopintas como los fieles de la Prelatura. Existe un fuerte denominador común y, en lo demás, como expresaba el Fundador, sólo estamos de acuerdo en no estar de acuerdo: ¡viva la libertad! La organización, en el sentido jurídico o administrativo, se difumina ‑desorganizada- en trazos profundamente humanos, entrañables, libres. La exigencia manifiesta la fuerza del derecho, la urgencia de la milicia, pero con la amable voluntariedad de la familia.

Uno de esos motivos de escándalo ha sido la unión efectiva y afectiva con quien hace cabeza en la Obra. Hasta el punto de interpretarlo -no diré con malicia, pero sí injustamente- como "culto a la personalidad". Por mi parte, soy testigo de que el temple de Álvaro del Portillo le alejaba por completo de una actitud de ese estilo.

En don Álvaro, los miembros del Opus Dei vieron cómo se reafirmaba, con nuevas luces, que el Prelado -y no sólo el Fundador- es y será sobre todo Padre, nombre con el que se le trata habitualmente, según recogen los Estatutos de la Prelatura (n. 130, § 1). De otra parte, ese resello confirma que no hay lugar en una familia para falsas contraposiciones entre persona e institución, entre obediencia y libertad. Destaca la primacía de la persona, aunque en trabajo cueste, o falte el entusiasmo sensible. Y no se funda esta realidad en raíces sociológicas o intelectuales. Deriva de una profunda realidad espiritual, y se forja en términos de confianza mutua, de reconocimiento abierto de la dignidad ajena.

Con esa humanidad cumplía don Álvaro su oficio canónico. Por encima de las diversas competencias jurídicas y pastorales, fue ‑como se insinúa en los Estatutos de la Prelatura, 132, § 3‑ maestro y Padre, que amó de veras a todos en las entrañas de Cristo, y los formó y encendió con ardiente caridad, gastando su vida gustosamente por ellos. Era la razón de su vida, el centro de todos y cada uno de sus días, el núcleo de su trabajo y de su oración. Desde 1975, se fue agrandando su corazón, y sentía crecer a diario su cariño.

Al mismo tiempo, no dejaba de insistir en la importancia de que creciera ese aire de familia, inseparable del tan inconfundible como evidente despliegue de la propia personalidad de cada uno. Lo sabía. Pero le emocionaba comprobar día a día que el Opus Dei era una familia compacta: "el cemento que nos aglutina cada día más ‑escribía el 7 de noviembre de 1976 al Consiliario de la Obra en Brasil‑ es el Amor de Dios, y el espíritu que nuestro Padre encarnó con tanta perfección, y transmitió con incomparable fidelidad: y ese cemento no se disgregará jamás, si luchamos todos por ser buenos hijos".

Covadonga O'Shea preguntó a don Javier Echevarría cuál había sido la mayor enseñanza que había recibido de Mons. del Portillo:

"-La docilidad y la sencillez, sin ninguna duda. Yo no he visto una persona que haya estado más a la disposición de los demás que estuvo don Álvaro. Si ha existido alguien que se ha hecho querer y que ha sabido querer, siguiendo las enseñanzas de nuestro fundador, ha sido don Álvaro del Portillo" (en el semanario ¡Hola!, Madrid, 5-V-94).

Así, hasta el final de su vida en la tierra. Se conserva una breve ficha autógrafa de don Álvaro, datada el 7 de marzo de 1994, con breves ideas que deseaba desarrollar en la carta que se proponía escribir a los fieles de la Prelatura con ocasión de sus bodas de oro sacerdotales. Tras la fidelidad al Fundador, venía el "horror al aburguesamiento", y la pauta para evitarlo: "ayudarse: corrección fraterna". Luego: "cuanta más extensión de la Obra, más unidad". Y, al final, tras una referencia agradecida al espíritu de filiación, una sola palabra, subrayada: "fraternidad".

No hacía falta ser del Opus Dei para advertirlo. El escritor Vittorio Messori, que le entrevistó pocos meses antes de su muerte, dijo a Corriere della Sera el 23 de marzo de 1994: "era verdaderamente un padre, como le llaman en el Opus Dei. Te daban ganas de confesarte, en vez de preguntarle".