14. La herencia de un espíritu

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Si no fue ya a final de los años treinta, muy pronto debió de ver claro el Fundador que don Álvaro sería su relevo al frente de la Obra. Se iban sucediendo detalles de la Providencia que mostraban esa convicción. Y quedó patente en 1948, cuando Mons. Escrivá de Balaguer estuvo decidido a dejar el Opus Dei, para comenzar una nueva fundación para los sacerdotes diocesanos. Por aquellos días, encargó una foto original: el primer plano de unas manos ‑las de don Álvaro-, que reciben, las palmas extendidas, unos borriquillos de madera.

A nadie sorprendió el 15 de septiembre de 1975 la elección unánime de don Álvaro para suceder al Fundador: "Habéis querido ‑adujo después a los electores- poner el peso de la Obra sobre los hombros de este pobre hombre ‑sé bien que no valgo nada, que no puedo nada, que no soy nada‑, lo habéis hecho porque conocíais que llevaba más tiempo que nadie al lado de nuestro Padre, y buscabais la continuidad. No habéis votado a Álvaro del Portillo, sino que habéis elegido a nuestro Padre".

El 21 de agosto de 1981, estábamos con don Álvaro de modo distendido poco antes de la hora de comer. Intentábamos recordar una fecha sin especial trascendencia, y alguien sugirió que debía de haber sido "en tiempos de nuestro Padre". Don Álvaro reaccionó en el acto con una sonrisa:

"‑En la Obra siempre serán tiempos de nuestro Padre"; y nos animó a usar otro tipo de frases: "cuando estaba en la tierra", o expresiones semejantes.

Esta rapidez de reflejos sintetizaba cuanto venía subrayando desde 1975: con la muerte del Beato Josemaría había terminado la época fundacional del Opus Dei, y se abría la etapa de la continuidad. Su espíritu ‑escribía en septiembre de 1975‑ "queda ya inalterable, de tal manera que nadie puede aumentarlo ni disminuirlo". Se imponía la gran obligación de la lealtad y fidelidad a ese espíritu: "mantenerlo intacto, conservarlo inmaculado, transmitirlo en toda su plenitud".

Bien grabadas quedaron en la memoria de los electores las frases enérgicas de don Álvaro, durante la homilía de la Misa del Espíritu Santo con que se abrió el congreso electivo. Confirmaban la fortaleza del Paráclito en su alma afable:

"-En este momento solemne e irrepetible, pido a Dios que use de misericordia con nosotros, si no fuéramos fieles. Como tenemos el don de la libertad, si alguno se obstinara, podría ser infiel a la gracia de Dios y al espíritu de nuestro Padre. Si esto sucediera alguna vez, que los huesos del Padre, que tenemos aquí abajo, se levanten para maldecirle".

Horas después, terminada la elección, en un rato de tertulia familiar, don Álvaro explicaría:

"-Para un miembro de la Obra que tenga la desgracia de no ser fiel, va toda la comprensión, el cariño y la misericordia de todos, con el propósito traducido en realidades concretas de sacarlo adelante. Pero si no se trata sólo de un miembro de la Obra, sino de un sucesor del Padre (...); si ese sucesor del Padre -ahora o a lo largo de los siglos- quisiera apartarse del espíritu de nuestro Fundador, que sea maldito. Comprendo -y perdonad que me emocione al decirlo- que es una palabra muy fuerte, pero no la retiro. Y todos estaréis de acuerdo conmigo".

Ese mismo día, poco antes de la una de la tarde, bajó a la cripta de Santa María de la Paz: fue su primera visita a la tumba del Fundador después de haber sido elegido para sucederle. Al entrar, los que estaban allí se pusieron de pie, respetuosamente. Don Álvaro les señaló con la mano la sepultura:

"-Donde hay patrón, no manda marinero. Y el patrón está ahí".

Se arrodilló, besó la losa, y añadió:

"‑Pedidle que sea él quien dirija la Obra desde el Cielo, y que sus sucesores sean solamente instrumentos suyos, y nada más".

El deseo de discurrir tras las huellas del Fundador aparecía incluso en pequeñas anécdotas sin especial trascendencia. Cuando comenzó a utilizar lentes de contacto, contó que había luchado muchos años antes contra una especie de tic que consistía en fruncir la nariz, para empujar las gafas hacia arriba. Como pasaba muchas horas al lado de Mons. Escrivá de Balaguer, éste le corregía ese gesto. Consiguió así superarlo. Pero, después de tanto tiempo, le estaba reapareciendo ese movimiento instintivo. Y pensó: "‑Muerto el perro, se acabó la rabia; me quito las gafas, y ya no se me caen". Fue, además, una buena razón para ponerse lentillas, que los médicos consideraban que le ayudarían a ver y leer mejor. Recordó entonces que Pío XII nunca quiso llevar el camauro de los Papas: esa especie de cubrecabezas de sabor medieval, con un terciopelo blanco a la altura de la frente y salientes laterales que tapaban también los oídos. Cuando murió, se lo pusieron. Alguien avisó que al Santo Padre no le gustaba. Pero le contestaron:

"-Los muertos no mandan...

"Y don Álvaro agregó con mucha fuerza, aludiendo al Fundador dentro de la Obra:

-"¡Pues los muertos mandan!"

A pesar de su patente identificación, don Álvaro insistía a los fieles de la Prelatura que rezasen para que se esforzara por parecerse más y más al Fundador. Invocaba el dicho castellano quien a los suyos parece, honra merece. Y, desde junio de 1975, repitió ideas como las que expresaba entonces en Roma:

"-Pedid a Dios que yo sólo piense en lo que piensa nuestro Padre; que sólo tenga voluntad para querer lo que nuestro Padre quiere. Así iremos bien".

Y remachaba esa petición con una anécdota de unas hijas suyas muy jóvenes de Kenia. Les costaba distinguir al Fundador y a don Álvaro, porque veían a los dos con gafas y con la nariz alargada; sólo advertían una diferencia: el color del pelo. Y concluía:

"-Yo sé, hijos míos, que por fuera soy muy diferente de nuestro Fundador. Pero lo malo es que por dentro también lo soy... Pedid al Señor, porque redundará en bien para toda la Obra, que interiormente me parezca cada día más a nuestro Padre, de tal modo que no sea posible distinguirnos".

Evocó muchas veces con gran júbilo -usaba esta expresión‑ el consejo del Papa Pablo VI, durante la primera audiencia privada tras el fallecimiento de Mons. Escrivá: "después de encarecerme la fidelidad más absoluta a su espíritu, señalaba con seguridad y con gozo: siempre que deba resolver algún asunto, póngase en presencia de Dios y pregúntese: ¿cómo actuaría el Fundador? Y obre en consecuencia".

Sólo deseaba ser como un signo visible del Beato Josemaría. Lo expresaba con muchos y muy diversos modos, más o menos gráficos. Así, cuando daba la bendición a los fieles de la Prelatura, al terminar una tertulia, o al salir de viaje, evocaba:

"-En los últimos años, el Padre, al dar la bendición me decía muchas veces: -Álvaro, ayúdame. Pues ahora yo le pido que nos dé la bendición a todos, que yo le ayude solamente, que sea su gesto visible, que -aunque vosotros me veáis a mí- sea nuestro Padre quien nos bendiga a todos".

Quería pasar inadvertido. De hecho, procuraba llevar a las almas hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia el Fundador, hacia el Opus Dei. Él desaparecía. Así lo anoté como síntesis de unos días de junio de 1976 en Pamplona: conmovía su humildad, su insistencia en que todo lo hacía Dios, por intercesión de Mons. Escrivá y sirviéndose de la vibración de sus hijos, unidos ‑espiritualmente- como una piña. Respecto del Fundador, sólo se sentía batuta, veleta, sombra:

"-Pero, hijos míos, tenéis que rezar mucho por mí. Una batuta es un palo inerte, incapaz de oponer resistencia alguna a la mano del artista. Yo, en cambio, puedo decir que sí o que no, como todos los seres humanos".

Ya en Madrid, el 13 de junio, remacharía:

"-Soy como la veleta, la banderuola, en italiano. No porque yo sea un veleta, sino porque cuando sopla el viento, la veleta marca la dirección y, si está bien engrasada, se mueve perfectamente aunque la brisa sea muy suave (...) Si yo me oxido, si fuese tibio, si no estuviera pendiente de Dios, no podría marcaros la dirección, el rumbo; y vosotros podríais descaminaros. Ya veis que es muy importante rezar por mí".

A veces, confiaba a los fieles del Opus Dei que se daba cuenta de que usaba sin cesar giros, palabras, ideas del Beato Josemaría Escrivá, y se llenaba de gozo: "Ojalá sepa imitarle, y hablaros con sus hechos de amor a Dios y de reparación; y le pido que a vosotros os suceda otro tanto". O bien: "Debería estar repitiendo que os ofrezco el alimento que de su entrega recibí. Si no lo hago, es para evitar una reiteración que ya os consta, que salta a la vista, que no pretendo ocultar, pues mi orgullo santo es -de eso trato siempre‑ continuar la predicación de nuestro Fundador".

En julio de 1976, evocó incidentalmente unas anécdotas que reflejaban el firme deseo del Fundador de que, a su muerte, fuese elegido para sucederle: por eso -concluía-, estaba especialmente obligado a ayudarle. Resumió entonces los que consideraba sus tres grandes apoyos:

- la obligación del Fundador con él;

- las oraciones de los miembros de la Obra;

- sus propias miserias -y las nuestras-, que tanto agradan a Dios, si luchamos contra ellas.

Resultaba llamativa, dentro de la sencillez, la continuidad con que reiteraba su petición de oraciones. Precisaba con fuerza que era quien más las necesitaba, justamente porque hacía cabeza. Se sentía "un saco de miserias" necesitado de oración y cariño. Solía afirmar que era "el sucesor de un santo", siendo "un pobre pecador". Y terminaba sus cartas a los fieles del Opus Dei, o las tertulias con grupos más o menos numerosos de personas con la bendición sacerdotal y un expresivo:

"-¡Y que recéis por mí!"

Desde luego, sabía que decenas de millares de personas en mil rincones del planeta se unían constantemente a sus intenciones en el trabajo y en el dolor, en la Misa o en el Rosario, en su diálogo con Dios: "cuando lo pienso, me siento confundido y, al mismo tiempo, inmensamente agradecido a Dios y a nuestro Padre, a cuya incesante oración se debe este gran milagro de la Obra". Utilizaba a diario esas plegarias como carta de recomendación ante el Señor; y por eso insistía: "¡No me abandonéis!"

Seguía los pasos del Fundador, y extendía su brazo para pedir "la limosna de una oración más intensa". Lo recordaba con machaconería, con un martilleo insistente -empleaba estas palabras-, porque estaba convencido de que "podemos -¡y debemos!- rezar más".

"Sostenedme, para que pueda yo cumplir lo que el Señor me pide: ¡no me recortéis vuestro apoyo a mis intenciones!"

Y junto a esa petición constante, el agradecimiento, porque comprobaba un día y otro ‑hasta casi físicamente, le oí comentar‑ ese apoyo efectivo de la oración de sus hijos.

Nunca acabó de acostumbrarse a estar en el centro de las miradas y del afecto de multitud de almas. En noviembre de 1980, Juan Francisco Montuenga le refirió lo agradecido que regresaba de Roma un buen amigo suyo, después de estar con don Álvaro. Y Emilio Nadal habló de otra persona con dos hijos en la Obra que, tras asistir a una tertulia con el Padre en la Ciudad Eterna, se había acercado más a Dios. La respuesta de don Álvaro, rapidísima, utilizó un viejo adagio escolástico:

"‑Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur: hay gente buena, y reacciona bien..."

El temple de su humildad quitaba importancia a cuanto se refería a la propia persona. En la sede central del Opus Dei, ocupó desde 1975 el dormitorio, increíblemente pequeño, arrinconado, que había utilizado Mons. Escrivá de Balaguer. Lo explicaba poco después de su elección:

"-Me ha costado mucho obedecer, pero el Padre había mandado que su habitación no se convirtiera en una especie de museo".

En ese lugar, sobre la pared frente a la cabecera de la cama, se instaló en octubre de 1975 un pequeño báculo, sobre un terciopelo rojo, ajustado por dos inscripciones y enmarcado con una moldura sencilla. En la parte superior, se grabaron las palabras de San Pablo cursum consummavi, fidem servavi. Don Álvaro lo comentó por aquellos días:

"-Me da ocasión, cuando me voy a descansar, de pensar en la muerte. Es una invitación a barrer bien dentro de mi alma para quitar todas las cosas malas, y poder pronunciar algún día esas mismas palabras".

En la parte inferior del recuadro se incluyó otro texto latino, basado en las palabras de Jesucristo a Pedro poco antes de la Pasión: resumen un largo versículo del Evangelio, "como si el Padre me lo repitiera a mí", afirmaba en octubre de 1975: Et tu... confirma filios meos! Después, comprendió que podía utilizarlo también en otro sentido:

"-Yo también puedo pedir al Padre, porque ahora vosotros sois mis hijos, que os confirme en la vocación".

No era la suya humildad postiza, o de garabato, según la expresión del Beato Josemaría. Y urgió desde el primer instante a los miembros del Opus Dei:

"-Pedid lo que pida yo, que eso es lo seguro".

Actualizaba así la jaculatoria que había acuñado años atrás, reflejo de su unión de afectos e intenciones con el Fundador: "lo que pida el Padre, lo que quiera el Padre, lo que rece el Padre, lo que el Padre haga y piense". Y explicaba: "Podéis estar ciertos, hijos míos, de que soy un pobre hombre; pero no os equivocáis si rezáis por lo que rezo yo".

No pensaba en sí mismo ni en lo suyo. No se dejaba servir, ni admitía excepciones hacia su persona, incluso en aspectos justificados. Tenía conciencia de ser sólo instrumento de paso. Así lo observé en infinidad de circunstancias, como en una tertulia familiar en 1976: no recuerdo a propósito de qué, aludió con naturalidad a que quizá eso lo tendría que hacer su sucesor. Fue la primera vez que le oí ese término, y me llamó la atención porque aún no se había cumplido un año desde que fue elegido. En realidad, casi nunca se refería a su sucesor: prefería hablar de los sucesores de nuestro Padre, porque en la Obra todos tenían que seguir directamente al Fundador, beber de su espíritu.

Justamente por su humildad, don Álvaro manifestó una gran iniciativa: no tenía miedo a los juicios ajenos. Sólo con la ayuda -fiel y activa‑ que prestó a Mons. Escrivá de Balaguer hasta 1975, habría ocupado un lugar relevante en la historia del Opus Dei. Pero, sin duda, su papel se avalora a partir de esa fecha. Su tensión creativa y leal resalta en los hitos decisivos de la historia del Opus Dei entre 1975 y 1994, dentro de un período que definió desde el primer día como etapa de la continuidad: bien persuadido estaba de la actualidad y vigencia de ese espíritu. Otras veces hablaba de etapa de la fidelidad, para puntualizar que no consistía en una continuidad mecánica, "sino de responder personalmente con nuestras vidas y en las nuevas circunstancias al legado espiritual que nos dejó el Fundador".

La fidelidad auténtica exige iniciativa, para revivir, ante cada nueva circunstancia, las exigencias del amor o de la justicia. Es una lealtad "delicada, operativa y constante" que, al cabo, constituye "la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental" (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 1). Como explicaba don Álvaro al director de Scripta Theologica en 1981, a propósito de la misión evangelizadora, "fidelidad es fecundidad y, por tanto, imaginación, capacidad de inventar nuevos modos, esa sabiduría concreta que permite hablar siempre el mismo lenguaje de Dios, revestido con diferentes ropajes. Esto han hecho los santos: no inventaron un 'nuevo Cristo', ni una 'nueva Iglesia', pero acercaron 'de nuevo' a los hombres a Cristo y a la Iglesia". Por esto, no se cansó de hablar a los fieles de la Prelatura "de espontaneidad, de iniciativa personal, porque esa actitud resulta imprescindible para asimilar bien y llevar a la práctica el espíritu del Opus Dei, en todos los aspectos".

Hizo fructificar el legado recibido sin inercias ni rutinas. Tendremos ocasión de comprobarlo a propósito del itinerario jurídico del Opus Dei o de la beatificación del Fundador. Pero, entre tantos otros, deseo mencionar aquí unos detalles del trabajo de don Álvaro al frente de la Obra, que recuerdo con especial alegría.

Al final de los años setenta, planteó la ordenación sacerdotal de los primeros Agregados del Opus Dei. Ya en los años cincuenta, habían comenzado a realizar estudios institucionales de Filosofía y Teología. Avanzaban despacio, porque seguían lógicamente con su propio quehacer profesional, y con frecuencia atendiendo al mismo tiempo a su familia. Más adelante, el Fundador manifestó su deseo de que ninguno recibiese el sacerdocio sin obtener antes un doctorado eclesiástico. Y de esto se trataba: de poner en marcha un lugar específico en Pamplona, junto a las Facultades de Teología y Derecho Canónico de la Universidad de Navarra, que permitiera continuar durante unos años y culminar la preparación de Agregados de la Obra, con vistas a su ordenación sacerdotal. Cuando estaba lista la primera promoción, se hizo público el viaje pastoral de Juan Pablo II a España: de este modo ‑por feliz coincidencia-, los primeros Agregados del Opus Dei fueron ordenados sacerdotes en Valencia por el Romano Pontífice.

La audacia de don Álvaro aparece también en el contexto de la Basílica de San Eugenio, tan ligada a la historia del Opus Dei desde que se celebró allí en 1975 el funeral por el alma del Fundador. A Mons. Escrivá de Balaguer le ilusionaba dedicar algún tiempo a oír confesiones en una iglesia de Roma. Pensó acudir a la parroquia de San Giovanni Battista al Collatino, encomendada a sacerdotes del Opus Dei. Pero no pudo ser. En mayo de 1980, don Álvaro se lo comentó al Cardenal Ugo Poletti, Vicario de Roma, y, en tono cordial, le habló de lo bien que vendría la Basílica de Sant'Eugenio a Valle Giulia, tan próxima a Villa Tevere.

No había hecho una petición formal. Expresó confiadamente una gran ilusión. Pero al Cardenal Poletti le encantó la idea. Apenas un mes después, le comunicó que el Papa -a petición suya- había decidido confiar esa iglesia al Opus Dei:

"-En esto se nota la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer; si no, no se comprende", manifestó el Cardenal Vicario, a propósito de la rapidez con que se había desarrollado todo. El nuevo párroco, sacerdote del Opus Dei, tomó posesión de su oficio el 1 de marzo de 1981.

Deseo mencionar, aun brevemente, otra iniciativa de don Álvaro: poner en marcha lo que había dejado indicado el Fundador, para cuando llegase el momento oportuno, sobre Romana, el boletín de la Prelatura del Opus Dei, que comenzó a publicarse en 1986. Incluye documentos del Papa y de la Curia Romana; decretos, nombramientos y textos diversos del Prelado; informaciones varias sobre el Fundador, noticias de la Prelatura y crónicas sobre iniciativas apostólicas de sus fieles; suele terminar con un estudio teológico o canónico. Se editan dos números al año -más de trescientas páginas-, que se distribuyen por correo a cualquier persona del mundo que formalice la suscripción.

El espíritu del Opus Dei, consolidado ya en normas jurídicas firmes, requería el oportuno despliegue teológico. Así lo exponía don Álvaro, al inaugurar en 1993 unas Jornadas sobre el Beato Josemaría, organizadas por el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Había impulsado la publicación de abundantes estudios teológicos y canónicos sobre su figura y su doctrina, pero quedaba una ingente tarea por delante:

"-Las enseñanzas centrales de Mons. Josemaría Escrivá son hoy conocidas universalmente y algunas han sido recogidas en solemnes declaraciones del Magisterio de la Iglesia. Pero, en la mayor parte, entran en ámbitos que la Teología apenas ha comenzado a explorar (...) Cuanto más profundizo en el estudio y cuanto más medito en la oración la enseñanza del Beato Josemaría, tanto más adquiero la impresión de apenas haber comenzado a sondear una profunda riqueza, que parece invitar siempre a nuevos y fascinantes descubrimientos".

Don Álvaro presentó un apretado resumen de esas Jornadas, al comienzo de la audiencia que el Santo Padre Juan Pablo II concedió a los participantes. Se le veía emocionado al oír las palabras, llenas de profundidad teológica, con que el Romano Pontífice se refirió al Fundador, y lo incluyó entre esas insignes figuras "que iluminan con su vida y con su mensaje las diversas épocas de la historia". En aquel acto, el Santo Padre afirmó, entre otras cosas:

"-La investigación teológica, que desarrolla una mediación imprescindible en las relaciones entre fe y cultura, progresa y se enriquece acudiendo a las fuentes del Evangelio, bajo el impulso de la experiencia de los grandes testigos del cristianismo. Y el Beato Josemaría, sin duda, se cuenta entre éstos".

Mons. Javier Echevarría resumiría el 23 de marzo de 1994 el trabajo de don Álvaro al frente del Opus Dei:

"-Ha sido un período estupendo, una maravillosa aventura, por muchos motivos. Se trataba de recoger el testigo de un santo, y asumió ese reto, si puedo expresarme así, llevándolo adelante con el garbo, el ritmo y la fuerza con que había actuado siempre nuestro Fundador".