11. De Pio XII a Juan Pablo I

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Don Álvaro recordaba emocionado el 4 de junio de 1943, en que fue recibido en audiencia por el Papa Pío XII durante cerca de tres cuartos de hora. Al Santo Padre también se le quedó grabada la imagen del joven ingeniero español que le hablaba de nuevos caminos para alcanzar la santidad en medio del mundo. No le había olvidado el 3 de abril de 1946, cuando le concedió una segunda audiencia, ya ordenado sacerdote. Ni tampoco en 1950, al recibir a la madre de don Álvaro, que acudió a Roma con motivo del Año Santo. Pío XII le saludó, según recuerda su hermano Carlos, con un cariñoso:

"-¡Hola, ingeniero!"

Durante ese pontificado, don Álvaro recibió los primeros nombramientos para diversos organismos de la Santa Sede, y alcanzó un gran prestigio en la Curia Vaticana, gracias a sus dotes personales, su evidente experiencia pastoral y su vigorosa formación teológica y jurídica.

He oído a don Javier Echevarría anécdotas de un viaje en que acompañó a don Álvaro en 1958 por tierras de Cantabria y Vasconia, para preparar su árbol genealógico. Se lo habían pedido de parte de Pío XII, pero don Álvaro no se decidió a acometer ese trabajo -por consejo de Mons. Escrivá de Balaguer- hasta que le reiteraron la petición. Nunca llegó a saber qué finalidad pretendía, pues ese mismo año falleció Pío XII.

En octubre de 1958, el Fundador del Opus Dei estuvo muy pendiente de las comunicaciones oficiales sobre el desarrollo de la grave enfermedad del Papa. Sufrió mucho ante unas imágenes morbosas de su agonía, que emitió la televisión italiana. Resultó tan poco ético, que la organización colegial de Italia suspendió al médico que había autorizado esa filmación en el dormitorio del Romano Pontífice. Al ver aquellas escenas, don Álvaro se quedó en silencio, según relató don Javier a Pilar Urbano para la revista Época, Madrid, 2-V-94. Luego, comentó:

"-El Padre tiene razón. Eso es indignante. A ver, ¿qué hijo consiente que, con la agonía de su padre o de su madre, se haga un espectáculo?"

Pío XII falleció el 9 de octubre de 1958, y el 28 de ese mes fue elegido Juan XXIII. Desde el comienzo del pontificado, mantuvo una estrecha relación con Mons. Escrivá, y también con don Álvaro, especialmente a través de su Secretario particular, Mons. Loris Capovilla. Sus conversaciones filiales, ya en la primera audiencia que el Papa Juan concedió al Fundador el 5 de marzo de 1960, le abrían insospechados horizontes de apostolado para la Iglesia. Como expresaba don Álvaro, que admiró las virtudes sacerdotales del Santo Padre, "era muy afable y sencillo, lo que facilitaba a sus interlocutores confidencias fuera de todo protocolo".

El Card. Roncalli había tenido la oportunidad de conocer bien el Opus Dei: como antiguo Director del Colegio Mayor Miraflores de Zaragoza, me alegra evocar que se alojó allí ‑también en el Colegio Mayor La Estila, de Santiago- durante un viaje a España en julio de 1954. Luego, ya Papa, siguió muy de cerca y con mucho afecto el trabajo apostólico de la Obra. Deseaba tener más tiempo para el Fundador: "-Dobbiamo vederci spesso", solía comentarle. Y continuó contando con don Álvaro para diversas tareas de la Curia Pontificia: le nombró en 1959 Consultor de la Congregación del Concilio y, en 1960, Calificador de la Suprema Congregación del Santo Oficio. Desde 1963, fue también Consultor de la Comisión Pontificia para la Revisión del Código de Derecho Canónico.

Con el Beato Josemaría, don Álvaro se alegró hondamente cuando Juan XXIII convocó el Concilio Ecuménico. El Fundador ofreció a la autoridad eclesiástica la colaboración de la Obra y de sus miembros. Aunque muchos tuvieron oportunidad de participar muy directamente en las tareas conciliares, ninguno como don Álvaro, en quien Juan XXIII depositó singulares responsabilidades, tanto en la preparación como en el desarrollo de la Asamblea.

Pero pronto llegaron días de pena, cuando enfermó gravemente Juan XXIII. Quienes vivían entonces en Roma recuerdan los gestos de sufrimiento en el rostro de don Álvaro, siempre que el Fundador o él aludían a la dolencia del Padre común. Mons. Dell'Acqua les confiaba que Su Santidad sufría grandes dolores. Esto les movía a intensificar su oración por Juan XXIII. Don Álvaro manifestó un gran afecto a Mons. Dell'Acqua, quien, con los más íntimos colaboradores de la casa pontificia, atendió con tanta delicadeza al Papa durante los últimos días, hasta su fallecimiento el 3 de junio de 1963.El 21 de ese mes fue elegido el Cardenal Montini: Pablo VI. La Iglesia seguía por entonces en período conciliar.

Pablo VI manifestó gran aprecio a don Álvaro. Ricardo Castelo testimonia que, con motivo de las bodas de plata profesionales, los ingenieros de su promoción viajaron a Roma, y el Papa les concedió una audiencia. Pablo VI fue saludando a cada uno y, al ver a don Álvaro, preguntó con un gesto simpático:

"‑¿Ma come? ¿Lei anche qui?" (¿Pero cómo? ¿Usted también aquí?).

Se habían conocido en 1943, y tuvieron la primera conversación detenida el 17 de junio. Mons. Montini le recibió a la una y media de la tarde y, a pesar de lo avanzado de la hora para las costumbres italianas, la entrevista duró más de cuarenta minutos. Álvaro, todavía seglar, le explicó los rasgos más destacados del espíritu del Opus Dei, que Mons. Montini comprendió muy bien. Le regaló también un ejemplar de Camino. Por su parte, Mons. Montini le entregó unas medallas conmemorativas del jubileo de Pío XII, y le prometió que rezaría por la Obra.

Elegido Papa, tuvo también gran confianza en don Álvaro. Le nombró en 1964 Juez de la entonces S. Congregación del Santo Oficio, y en 1966, Consultor de la Comisión Postconciliar sobre los Obispos y el Régimen de las Diócesis, de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de la Congregación para el Clero.

Pedro Rodríguez, Decano de la Facultad de Teología de Navarra, durante su intervención en el acto in memoriam de quien había sido Gran Canciller de la Universidad, aportaba la siguiente escena: "Un alto purpurado de la Curia, despachando con Pablo VI sobre un asunto importante en la vida de la Iglesia, expone al Papa el estado de la cuestión, los distintos pareceres y una propuesta de solución. El Papa escucha atentamente y hace una pregunta: ‑¿Cuál es el parecer de Del Portillo? El Cardenal responde: ‑Santo Padre, apoya la propuesta. Concluye el Papa: ‑Entonces, adelante".

Realmente, la confiada relación de don Álvaro con Pablo VI se atisba, entre tantas manifestaciones, en lo que sucedió tras una de las audiencias iniciales que, ya Papa, concedió al Fundador del Opus Dei. Al terminar, don Álvaro pasó también a saludar al Pontífice. Pablo VI le recibió con evidente alegría, recordándole que le conocía desde muchos años atrás:

"‑Nel frattempo sono diventato vecchio..." (Desde entonces, me he hecho viejo).

Y don Álvaro, con la soltura de su ingenio, repuso:

"-Ma no, Santità: è diventato Pietro" (¡No, Santidad! Se ha hecho... Pedro).

Pasados los años, Pablo VI le recibió el 5 de marzo de 1976. Era la primera audiencia pontificia desde que don Álvaro estaba al frente del Opus Dei. El Papa tuvo la delicadeza de fijar la entrevista a continuación de una de las udienze di tabelle que tenía cada semana con sus directos colaboradores en el gobierno de la Iglesia, en un día en el que normalmente no recibe visitas. Así la conversación podría ser distendida. De hecho, se prolongó durante más de una hora. Don Álvaro agradeció sus palabras de felicitación, pero enseguida pidió al Romano Pontífice su bendición apostólica y sus oraciones:

"-Porque soy el sucesor de un santo -razonó-, y eso no es nada fácil".

Pablo VI contestó inmediatamente:"-Ma adesso il santo è in Paradiso, e ci pensa lui" (ahora el santo está en el Cielo, y él se ocupa de llevar la Obra adelante).

Antes de despedirse, el Papa le confió:

"-Ahora no me puedo mover de aquí más que en contadísimas ocasiones, y me es imposible ir a la Cripta a rezar, como sería mi deseo. Pero usted, cuando regrese a su casa, imagine que es el Papa y, en mi nombre, arrodíllese delante de la tumba del santo, y pida por mí y por la Iglesia".

"-Un deseo de Su Santidad es una orden para mí -le respondió don Álvaro-. En cuanto llegue a casa, iré inmediatamente a la Cripta".

Pero el Papa, paternalmente, especificó:

"-No, enseguida no: primero tiene que comer [la audiencia se había alargado mucho]; haga lo que le he dicho a otra hora, pero en este mismo día".

Pablo VI conoció y alentó el empeño apostólico de los miembros del Opus Dei. Algunos, por los años del Concilio, tuvieron la iniciativa de promover, con tantos amigos y personas interesadas, organizaciones de orientación familiar. Sin duda, contribuyeron mucho a la difusión mundial de los programas, las reuniones internacionales que se celebraron desde 1976, para intercambiar experiencias y contribuir a resolver problemas comunes. El "Primer Encuentro de Orientación Familiar" se convocó en Roma, y don Álvaro mantuvo una animada tertulia con los participantes. Al día siguiente, fueron recibidos en audiencia privada por el Papa Pablo VI. A don Álvaro le conmovió lo que le contarían después: "El afecto caluroso y espontáneo del Santo Padre al recibirnos en la Sala Clementina -escribió uno de los asistentes‑, nos dio una nueva medida de la importancia apostólica de los cursos de Orientación Familiar. Aparte de las enseñanzas del Papa ‑un discurso en francés, interrumpido varias veces para expresarnos directamente su cariño-, subrayaban el aprecio de la Iglesia por esta iniciativa las miradas de estímulo que nos dirigió el Santo Padre y aquel continuo manifestarnos que se encontraba muy a gusto con nosotros, como en familia". Además, les pidió que se quedaran al final, porque "quería hacerse después una fotografía con nosotros, para conservar el recuerdo gráfico de un encuentro si precieux, tan simpático y familiar".

Me correspondió ser testigo de la reacción de don Álvaro ante la muerte de Pablo VI, el 6 de agosto de 1978. Aunque a comienzos de mes se habían difundido informaciones sobre su enfermedad, de ningún modo se preveía el fallecimiento. Fue una gran sorpresa la noticia lacónica de la televisión, que escuchamos en Solavieya, poco después de las diez de la noche. Traté de confirmar y ampliar la información con la radio, sin éxito. Don Álvaro telefoneó a Roma, y tampoco le facilitaron más datos. Todo hacía suponer que había sido un desenlace fulminante.

Después de esas rápidas gestiones, acudimos al oratorio. Don Álvaro dirigió un responso por el alma de Pablo VI, y rezó también un Padrenuestro por el próximo Papa. Brevemente, añadió una intención especialísima y constante para ese tiempo, además de ofrecer sufragios por el Pontífice fallecido: por intercesión del Fundador, acudir a Santa María, para rogar por el futuro Papa. Por esa intención debíamos ofrecer todo, hasta la respiración...

Al día siguiente se cumplía el aniversario de la ordenación sacerdotal de tres de los sacerdotes que estaban allí: don Javier Echevarría, don Joaquín Alonso y don Juan Domingo Celaya. Pero, como es lógico, todas las Misas fueron de requiem, en sufragio de Pablo VI.

Después de comer, Televisión Española le dedicó un programa informativo monográfico: flojo, desgarrado, sin piedad, superficialísimo. A don Álvaro le produjo una gran pena, y manifestó su desagravio en voz alta.

Ya el 8 de agosto, acudió hasta Covadonga, para confiar a la Virgen sus preocupaciones y esperanzas. Le acompañamos en el rezo del rosario que, como casi siempre, dirigió don Javier Echevarría. Al final, el segundo Padrenuestro, que aplicaba habitualmente por la persona y las intenciones del Romano Pontífice, lo ofreció por el Papa que había de venir.

Aquellos días, aún en España, don Álvaro reiteró los sentimientos que había vivido junto a Mons. Escrivá de Balaguer durante otros momentos de sede vacante: antes de la elección del nuevo Pontífice, ya le quería mucho, fuese quien fuese:

"-El Papa necesita toda nuestra lealtad, todo nuestro cariño, toda nuestra piedad y nuestra devoción, todo nuestro deseo de ser santos, aunque seamos pobres pecadores".

Por la muerte de Pablo VI, don Álvaro cambió sus planes. Había llegado a Solavieya el 4 de agosto, y el 10 -después de concretar un montón de encargos, para que otros pudiéramos ir desbrozando la tarea prevista para ese mes‑ viajó por carretera a Madrid, y continuó en avión hasta Roma a primera hora de la tarde.

En esas circunstancias comprendí mejor lo que ya sabía: su gran amor al Papa Pablo VI, Padre común de los cristianos. Y recordé su permanente deseo filial de darle alegrías. Así había sucedido precisamente durante la Semana Santa de ese año. Tradicionalmente, Pablo VI solía recibir en la audiencia general del Miércoles Santo a los participantes en el Congreso UNIV. Pero en 1978 estaba indispuesto, y se vio obligado a suspenderla; se limitaría a impartir su bendición en la Plaza de San Pedro. Don Álvaro animó a todos a no faltar a la cita: habían acudido a Roma unos 4.500 universitarios y universitarias, y -como dijo a un grupo de ellos- "se notará toda esa juventud vuestra, y el Santo Padre se llevará una alegría".

Tras Pablo VI, vino Juan Pablo I, a quien don Álvaro quiso entrañablemente, como todo el orbe católico. Había coincidido muchas veces con el Cardenal Luciani -en el Vaticano, o con ocasión de Sínodos de Obispos-, especialmente desde que ocupó la sede de Venecia.

Alguna vez le oí evocar rasgos de su santidad: cuando fue elegido en el cónclave -contaba don Álvaro en 1990-, aceptó el pontificado sabiendo que quizá moriría pronto, porque estaba enfermo. Unos días antes de la elección, había almorzado en Villa Tevere. Corrían fechas cercanas al ferragosto, en que Roma se paraliza. El Cardenal Luciani estaba muy contento, hablando de la vida de la Iglesia, cuando recibió una llamada telefónica. Explicó entonces que tenía un dolor de muelas tremendo, y no encontraba un dentista que le pudiese atender; y por fin habían dado con uno, al que acudió nada más terminar su visita. Don Álvaro explicaba que, hasta ese instante, nadie había advertido nada:

"-Era tan santo que disimulaba el dolor de una manera maravillosa".

Apenas había transcurrido un mes, cuando la Sede de Roma quedó de nuevo vacante, tras el repentino fallecimiento de Juan Pablo I, el 29 de septiembre. Don Álvaro supo la noticia a primera hora de la mañana, a tiempo de ofrecer la Misa por su alma. Y pronunció palabras de consuelo y serenidad, con petición de oraciones por el alma del Papa fallecido y por el próximo Romano Pontífice.Muy pronto llegaría a los Centros del Opus Dei una breve carta de don Álvaro, escrita "con el corazón roto, por la inesperada muerte del Santo Padre Juan Pablo I". Discurrían las antevísperas del 50º aniversario de la fundación del Opus Dei, que debería celebrarse por tanto en "este tiempo de luto que es para todos los católicos el período de sede vacante": "el Señor ha dispuesto que notemos el peso adorable de la Santa Cruz, en este jubileo de oro de la Obra, y que lo llevemos con garbo sobrenatural. No olvidemos que la Cruz es señal de predilección divina". Y volvía a repetir cuanto había dicho ante la muerte de Pablo VI: sufragios por Juan Pablo I, oración por el futuro Papa y por la Iglesia, de la mano de la Virgen, Mater Ecclesiae.

La devoción filial de don Álvaro al Papa se integraba bien dentro de su amor fiel a la Esposa de Cristo. Pude contemplar la creciente y serena preocupación de don Álvaro por la Iglesia año tras año, hasta los últimos días que pasé a su lado en 1993. Realmente, le tocó vivir tiempos difíciles. Recuerdo, en los años setenta, ocasiones en que debía hablar de algunos problemas: en su rostro, habitualmente sonriente y acogedor, aparecía un leve signo de pena, acompañado de frases breves e incisivas que movían a rezar más, a desagraviar -también por las propias omisiones-, a sentir humildemente el dolor de no vivir con más vibración y lealtad. Muchas veces le oí urgir la necesidad de ser muy fieles a la doctrina común de los cristianos, profundizando en su contenido a través del estudio y repaso de los tratados teológicos, pero también mediante una sincera vida de piedad.

Un suceso, entre tantos, me hizo ver de cerca la pasión de don Álvaro por la unidad: en agosto de 1976, un informativo de televisión abrió con Mons. Lefèbvre. Don Álvaro se llevó un buen disgusto, y nos insistió en rezar mucho por la Iglesia. Aquella noche se le veía francamente preocupado. A la mañana siguiente decidió poner un telegrama a Pablo VI para reiterarle la unión de la Obra y ofrecerle la oración de todos, en este momento difícil.

Por esos días subrayó que, si debíamos mostrar siempre una identificación sincera con el Papa y con los Obispos, era más necesario aún en esas duras circunstancias. Repitió estas ideas en jornadas sucesivas, pues abundaron las informaciones sobre Mons. Lefèbvre. Mucho tiempo después, ya en noviembre de 1989, observé de nuevo el gesto adolorado de don Álvaro al puntualizar unas noticias de naciones en las que se difundía cierto clima de rechazo a Roma:

"-Hay que rezar más", concluía.

Ciertamente, en tiempos recios para la Iglesia, cumplió su misión pastoral, ofreciendo a su grey buenos pastos, pero sin quejarse, lleno de comprensión y de disculpa hacia todos. Acentuaba los aspectos positivos de cualquier evento. Se traslucía que su amor al Romano Pontífice y a la Iglesia era profundamente teológico, y también afectuoso, pero nada sentimental:

"-La Iglesia es santa e inmaculada -sintetizaba-; es la Esposa de Cristo, siempre joven, siempre bella. Pero está formada por hombres, que sí somos miserables y pecadores. Es injusto fijarse en las manchas de los hijos, y atribuirlas a la Madre".

Con este argumento sencillo, aprendido del Beato Josemaría, se oponía a tantas críticas superficiales, o a las susurraciones y maledicencias contra la Iglesia, el Papa o los Obispos:

"-Un buen hijo habla de su madre con cariño, con comprensión, siempre: no pregona nada peyorativo".

Don Álvaro amaba y hacía amar con vibración a la Iglesia. Gozaba con sus alegrías y sufría con sus dolores. Nada de su caminar terreno le resultaba indiferente. Y precisaba a los fieles de la Prelatura que el mejor servicio que podían prestar consistía "en vivir una existencia cristiana en todas las circunstancias, llevándola a los ambientes más dispares de la sociedad".

Incluso cuando abordaba las cuestiones más delicadas, llamaba la atención su optimismo sobrenatural y su caridad hacia las personas, dentro de su preocupación por el bien de la Iglesia y la fidelidad al Papa. Lo resumió Mons. Juan Fremiot Torres Oliver, Presidente de la Conferencia Episcopal de Puerto Rico, en El Vocero, San Juan, 31 de marzo de 1994: "En mis largas conversaciones con Mons. del Portillo, en estos agitados años de la vida de la Iglesia, siempre le escuché palabras de comprensión y de disculpa para todos. Nunca una queja, ni una palabra contra nadie. Resultaba edificante su comprensión con las personas y, a la vez, su intransigencia con el error. Sabía ver el lado positivo de todos los sucesos".