10. En Roma

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

La identificación de don Álvaro con el Fundador del Opus Dei fue tan evidente como su afán de pasar inadvertido, mientras le ayudaba delicadamente y con fortaleza. Lo hacía con una finura exquisita. Pero le correspondió por muchas razones -enviado por don Josemaría Escrivá- dar el primer paso en la ejecución de trabajos, o llevar un buen peso en asuntos decisivos para la Obra, especialmente desde su primer viaje a Roma en 1943.

Los hitos fundamentales son bien conocidos. En febrero de 1946, fue enviado de nuevo a Roma por el Fundador. Se instaló en un piso alquilado por Salvador Canals en el Corso del Rinascimento, con balcones a Piazza Navona. Trabajó intensamente hasta junio, siguiendo paso a paso las indicaciones recibidas del Beato Josemaría Escrivá. Batalló con don de gentes y con toda energía. Hasta que, humanamente, no podía hacer ya más, y era imprescindible la presencia del Fundador en la Ciudad Eterna. Así se lo comunicó con claridad.

Don Josemaría Escrivá desembarcó en el puerto de Génova el 22 de junio, poco antes de la medianoche. Don Álvaro acudió desde Roma a esperarle, junto con Salvador Canals. Comenzaba así otra etapa de oración, trabajos y gestiones, que culminaría con el decretum laudis del 24 de febrero de 1947, y la aprobación del 16 de junio de 1950.

Don Álvaro seguía siendo, en 1946, Secretario General del Opus Dei. Y su participación en el gobierno de la Obra, ya desde Roma, no se interrumpiría. Fue Procurador General de 1947 a 1956; a la vez, Consiliario de Italia entre 1947 y 1951, y Rector del Colegio Romano de la Santa Cruz de 1948 a 1953; luego, nuevamente Secretario General desde 1956 hasta el fallecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer en 1975; entonces le sucedió al frente del Opus Dei hasta que Dios le llamó a su presencia.

Estuvo siempre donde era más necesario su trabajo para ayudar al Beato Josemaría a llevar la Obra adelante. Pero no se hacía notar, ni siquiera ante los miembros del Opus Dei que le veían a diario. Las miradas de todos se centraban en Mons. Escrivá de Balaguer. A la hora de las tertulias familiares, don Álvaro podía sentarse en un rincón o, incluso, quedarse de pie si faltaban asientos. Sin embargo, estaba atento al Fundador: respondía con insólita rapidez cuando le preguntaba un nombre, una fecha, o le pedía la confirmación de un dato o un recuerdo...

"-¿Te acuerdas, Álvaro? ¿Por qué no les cuentas...?

"Y don Álvaro enlazaba en el acto...

Se comprende que fuese plena la confianza del Beato Josemaría en don Álvaro, con naturalidad y buen humor. Como cuando le entregó una foto, con el texto del Salmo 35, 7: Homines et iumenta salvabis, Domine. Y añadió, jugando con su apellido: "Esto abre un portillo a la esperanza".

También con sentido del humor, Carmen Escrivá de Balaguer contradecía a su hermano cuando afirmaba que quería por igual a sus hijos y a sus hijas:

"-No, no, a Álvaro le quieres más".

Como el Beato Josemaría parecía enfadarse, ella insistía:

"-No te molestes tanto, que también Nuestro Señor tenía a tres a los que quería más".

"-Déjate de tonterías", replicaba el Fundador...

Un día de julio de 1977, ante la insistencia de quienes le acompañábamos, haciéndose cierta violencia, narró lo sucedido hacia 1950, cuando le operaron de apendicitis. La intervención quirúrgica fue complicada, y duró bastante más de lo previsto, pues su apéndice estaba en posición distinta de la normal. Tuvieron que ampliar la anestesia. Al acabar la operación, los médicos no conseguían reanimarlo. Mons. Escrivá de Balaguer se acercó y le susurró en voz baja:

"-Álvaro".

La respuesta fue inmediata:"-Sí, Padre."

Tiempo después supo que había dado una gran alegría al Fundador:

"-Hasta dormido obedece", comentó al que le acompañaba.

Don Álvaro aplicaba a sus relaciones con el Beato Josemaría una frase típica del lenguaje castrense: "por el conducto reglamentario". La seguía incluso en detalles pequeños de la vida ordinaria, aunque Mons. Escrivá de Balaguer le recordaba que no debía imitarle a él, sino a Jesucristo. A la vez, vivía con iniciativa su fidelidad al Fundador, aunque permaneciera en un segundo plano.

Así sucedió cuando Mons. Escrivá de Balaguer celebró sus bodas de plata sacerdotales, en 1950. Don Álvaro sugirió poner en Villa Tevere una lápida, de acuerdo con arraigadas costumbres romanas. Pero no había forma de convencerle, hasta que se le ocurrió este argumento:

"-Padre, estamos en Roma, y en Roma se suelen colocar lápidas para conmemorar acontecimientos. Si nosotros no ponemos esa lápida, los que vengan después dirán que éramos tontos o que no le queríamos. Y las dos cosas son injustas: quererle, le queremos; y tontos..., lo seremos, pero no tanto".

Mons. Escrivá se rindió:

"-Bueno, haced lo que queráis; pero con una condición: que encima pongáis un borriquito".

Don Álvaro redactó el texto de la lápida, que se instaló en una galería de Villa Tevere, con un jumento arriba. En el fondo, se aprovechó del profundo sentido de la justicia del Fundador. Años después, aplicaría el mismo argumento para lograr su anuencia ante la posibilidad de filmar y grabar en vídeo diversos aspectos de su predicación por tantos países del mundo. Realmente, fue una iniciativa que nunca agradecerán bastante a don Álvaro las futuras generaciones.

También se quedaba en un segundo plano -aunque era protagonista- cuando hablaba de los trabajos para conseguir y empezar la adaptación de Villa Tevere para sede central del Opus Dei. Don Álvaro mencionaba el consejo que había dado al Fundador Mons. Montini -futuro Pablo VI-, la fe gigante de Mons. Escrivá a pesar de la falta de medios, la oración continua y confiada de los miembros de la Obra. Como si él no hubiera hecho posible la increíble solución del problema, al haberse ganado también la confianza de la principessa Virginia Sforza Cesarini ‑acompañó al Beato Josemaría en las primeras entrevistas- y, luego, la del amigo que ella presentó, el conde Gori Mazzoleni, con el que don Álvaro protagonizó -ayudado por el también fallecido Salvador Canals‑ gestiones laboriosísimas que tuvieron buen fin, según relatan las biografías del Fundador.

Como es sabido, disponer del edificio significaba incorporar nuevos problemas económicos, pues requería obras de ampliación y de reestructuración de mucha entidad. Había que pagar a los proveedores y entregar los jornales a los obreros sábado a sábado. Don Álvaro salía continuamente a la calle -si era necesario, levantándose de la cama con fiebre altísima-, para pedir donativos y préstamos a personas amigas ‑por ejemplo, el Avvocato Merlini-, para gestionar hipotecas y créditos, para conseguir la aceptación de letras de cambio. Supo ganarse la confianza de los demás y -no es paradoja- el agradecimiento de quienes tantos favores le hacían: así, en esa época se forjó su entrañable amistad con Leonardo Castelli, propietario de la empresa constructora que se hizo cargo de las obras a partir de una determinada fecha.

La única preocupación de don Álvaro era quitar trabajos y preocupaciones al Fundador, atender aquellas necesidades económicas imperiosas con todo su empeño. No eludía el esfuerzo. Llegó a hacer un viaje a España en 1954, aunque el médico le había indicado que guardase cama. Pero, al cabo de los años, cuando se refiera ocasionalmente a aquellos tiempos, se olvidará de sí mismo:

"-El Señor hizo que pudiéramos ir arreglándonos a base de letras y de equilibrios. Era desnudar a un santo para vestir a otro: una locura, una fuente de sufrimientos. ¿Y cómo pagamos? Es un milagro. No se sabe cómo, pero pagábamos siempre".

Andreu Barrera recuerda un repetido comentario del Fundador sobre don Álvaro, en aquellas circunstancias:

"-Al lado de este hombre es imposible no tener fe".

Por su parte, Francisco Monzó, entonces colaborador inmediato y directo de don Álvaro, evoca que un día le exageró el alcance jurídico de las dificultades económicas: como todo siguiera igual -le dijo-, podían ir a la cárcel; y don Álvaro le contestó, también con un punto de sorna:

"-Pues, si esto sucede, me traes a la celda una máquina de escribir y muchos folios".

Francisco Monzó concluye:

"-Nada le importaba lo que a él personalmente pudiese sucederle, solamente temía no poder ayudar a nuestro Fundador con la eficacia que éste necesitaba".

Don Álvaro vivía la austeridad cristiana con naturalidad y sentido común. Encarnación Ortega evocaba que, por esos años cincuenta, cuando en Roma el dinero no llegaba a lo más elemental, les indicó que no podían prescindir de comer lo básico para mantenerse fuertes; y lo fundamentaba también en una razón de fe: si ponían esfuerzo en recabar los medios, y administraban muy bien lo que tenían, el Señor se ocuparía de que no faltase lo necesario.

También de aquella época señala Francisco Monzó que le "hacía dar propinas a los obreros que habían cumplido con celo sus obligaciones. En este punto era muy generoso".

Y es que la auténtica pobreza resulta inseparable de la solidaridad. Mons. Escrivá de Balaguer encomió muchas veces la sensibilidad de don Álvaro ante los problemas sociales. En una ocasión sintetizaba la historia de una finca en Salto di Fondi, al sur de Roma, que se utilizó a partir de 1953, como sede de verano para los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz: el Marqués de Bisletti, "que quería mucho a don Álvaro, le habló de una finca de bastantes hectáreas, que quizá podría interesarnos.

"-¡Pero hijo mío -le dije-, si no podemos ni comer!...

"Él insistió:

"Padre, podría probar... porque lo necesitan los chicos para descansar en verano. Si no, se van a poner malos".

Don Álvaro le convenció. Además, en tiempos de gran carestía, aquella finca proporcionó alimentos a los que vivían en Roma, y dio ocasión a que don Álvaro llevara adelante una labor social con los campesinos de la zona:

"-Arregló las cosas -resumía el Fundador-, de modo que hizo propietarios a trescientos campesinos de aquellas tierras: les cedió unas parcelas, de acuerdo con un banco, para que ellos fueran pagándolas con una parte del producto de sus cosechas, de tal forma que aún les quedara lo suficiente para vivir con dignidad".

El propio don Álvaro relataría -mucho más tarde, y para ejemplificar la modestia del Fundador- otra iniciativa que tomó en los primeros años romanos: poco después de la aprobación pontificia del Opus Dei en 1947, solicitó a la Santa Sede, en calidad de Procurador General de la Obra, que se nombrase Prelado doméstico a don Josemaría Escrivá de Balaguer:

"-El entonces monseñor Montini no sólo aprobó mi iniciativa, sino que la hizo suya", explicaba don Álvaro.

El nombramiento llegó pronto, con una carta de Mons. Montini, que alababa al Opus Dei y a su Fundador. Don Álvaro no le había informado antes, justamente porque conocía su humildad, y temía que no le dejase actuar. De hecho, cuando el asunto estaba resuelto, don Josemaría manifestó que no deseaba aceptar esa distinción eclesiástica. Pero le convenció -con la ayuda de Salvador Canals- mediante un argumento inapelable: esa designación mostraba de modo aún más patente la secularidad del Opus Dei.

Diez años después, llevó un gran peso cuando llegó la hora dolorosa de atender en Roma a Carmen Escrivá de Balaguer, a quien diagnosticaron en 1957 un grave proceso canceroso. Hacia el 20 de abril los médicos anunciaron que le quedaban dos meses de vida. Por encargo del Beato Josemaría, don Álvaro asumió el mal trago de comunicárselo a Carmen, y lo hizo con toda claridad y mucha caridad. Comentó muchas veces:

"-Acogió la noticia con tranquilidad, con serenidad, sin lágrimas, como una persona santa".

Ella diría luego a su propio hermano, y a otras personas de la Obra:

"-Álvaro me ha dado ya la sentencia".

Luego, se ocupó de hablar con el P. Fernández, agustino recoleto, hombre de profunda vida interior, para que la asistiera espiritualmente cada semana. A instancias de la Secretaria Central del Opus Dei, consiguió también convencer al Fundador para que permitiera que algunas hijas suyas se alternasen en cuidarla...

En junio, días antes de morir Carmen, el Beato Josemaría acudió a casa de su hermana, para administrarle el Sacramento de la Extremaunción. Le ayudaba don Álvaro. Comenzó a rezar las oraciones del ritual con la voz entrecortada. En el momento en que Carmen debía responder, empezó a llorar. Pidió entonces a don Álvaro que siguiera. Se quitó los ornamentos, y don Álvaro se revistió enseguida con el sobrepelliz y la estola, y continuó la ceremonia. Estaban presentes algunas mujeres del Opus Dei. Al cabo de un rato, el Beato Josemaría les rogó que acudieran a una habitación contigua:

"-Hijas mías, quiero pediros perdón por el mal ejemplo que os he dado, por haber llorado, cuando os he dicho muchas veces que tenéis que ser recias, que no hay que llorar ante las contradicciones".

Y don Álvaro, con delicadeza, apostilló:

"-También el Padre nos repite que hemos de tener corazón, y hoy nos ha mostrado que lo tiene. También esto ha sido ejemplo".

Con idéntico sentido sobrenatural y corazón humano había sobrellevado don Álvaro poco antes el fallecimiento de su madre, doña Clementina. La muerte le sorprendió de improviso, el 10 de marzo de 1955 en Madrid, cuando acababa unos ejercicios espirituales en la iglesia de San Manuel y San Benito. El último día, por la mañana, llegó a casa muy contenta: había oído Misa y había hecho confesión general de su vida. Durante el desayuno, sufrió un derrame cerebral, del que no se recuperó, a pesar de ponerse todos los medios. Murió por la noche, con gran paz.

Enviaron un telegrama a Roma. Mons. Escrivá indicó a Álvaro que estudiase la posibilidad de salir enseguida para Madrid. Han pasado más de cuarenta años, y no es fácil imaginar las dificultades que presentaban entonces las comunicaciones. Pero lo cierto es que don Álvaro no habría podido llegar a la capital de España hasta tres o cuatro días después. Por eso ‑como escribió a sus hermanos-, "hube de ofrecer a Dios la pena de no poder dar un último beso a nuestra madre, y a vosotros un abrazo". Estuvo siempre convencido de que su madre salió ganando con el ofrecimiento a Dios de ese sacrificio personal suyo.

Celebró la Misa a las siete y cuarto del día 11: "jamás he rezado con mayor devoción, y nunca me han dado más paz las palabras de la liturgia: vita mutatur, non tollitur", confiaba a sus hermanos. En su carta, recordaba la santidad de vida de su buena madre, y añadía: "Por esto, podemos estar bien ciertos de que ya ha recibido su premio: el Señor me da una seguridad que es casi más física que moral, de que mamá está ya en el Cielo. Y esta seguridad lleva consigo una paz profunda, en medio del dolor. Si no fueran palabras raras, diría que da alegría, en medio de la tristeza. Pero la tristeza es bien grande: no por mamá, sino por mí; por todo lo que no hice, de bueno; y por todo lo que haya hecho, de malo. Por todo esto pido perdón a Dios, a mamá y a vosotros: por mis faltas en relación con mamá".

Aquellos años en Roma fueron muy duros para el Fundador y para don Álvaro, que llevaban el peso de la batalla jurídica, y de la expansión de la Obra, en medio de dificultades sin cuento. No se le dispensaron tampoco las dolencias físicas, ni siquiera durante los días en que debió colaborar en tantas gestiones para encarrilar la aprobación canónica del Opus Dei, y resolver las constantes y serias penurias económicas. Nunca aflojó su ánimo, pero a veces el cuerpo no resistía y don Álvaro caía enfermo. El Beato Josemaría comentaba unos años más tarde que la medicina que verdaderamente necesitaba eran "dos cataplasmas de un millón de dólares, una en cada riñón".

Aunque tuviera que guardar cama, por la fiebre, don Álvaro no perdía la sonrisa, y trataba con gratitud y cariño a quienes acudían a acompañarle: una vez -cuenta Francisco Monzó-, "hasta se incorporó en la cama para enseñarme a manejar todas las posibilidades de una regla de cálculo que sobresalía del bolsillo de mi chaqueta: para que me fuera más llevadero el control de la contabilidad de las obras. Y lo hizo con un buen humor, una ironía cariñosa y una alegría que daban la impresión de que gozaba de excelente salud".

Algunas enfermedades graves de don Álvaro preocuparon seriamente al Fundador. Así, en febrero de 1950 se le agudizaron las molestias que sufría desde años atrás en el hígado y el apéndice. Le visitó el profesor Faelli, quien concluyó que debía ser operado urgentemente de apendicitis. Don Álvaro ha relatado incidentalmente que sufrió unos dolores muy agudos, pero sólo para mostrar el cariño del Beato Josemaría, la inmensa caridad con que trataba a sus hijos enfermos: para distraerle y hacerle reír un poco, llegó a improvisar una especie de baile muy divertido.

Según recuerda Juan Masià, la operación salió bien, pero los efectos de la anestesia se dejaron sentir. Unos días después de la intervención quirúrgica, Juan acompañó al Beato Josemaría al hospital. Estaban solos en la habitación, y don Álvaro deliraba, bajo los efectos de los sedantes o de la fiebre. Repetía continuamente:

"-Yo quiero trabajar junto al Padre, con todas mis fuerzas, hasta el fin de mi vida".

El Beato Josemaría y Juan, con lágrimas en los ojos, volvieron a casa en silencio después de estar un buen rato junto al enfermo.

A comienzos de 1959 sufrió otra importante intervención quirúrgica, con un postoperatorio complicado y lento. El 2 de febrero, seguía en el hospital, y Mons. Escrivá de Balaguer fue a Villa Sacchetti, y encendió allí una vela en la llamada Galleria de la Madonna. Habló entonces a sus hijas de lo que significaba don Álvaro para la Obra, les urgió a rezar con intensidad por su pronta recuperación, y les encargó que, cuando se consumiera aquella vela, encendieran ellas otra, y así hasta que don Álvaro estuviera de nuevo en Villa Tevere.

En 1973 se abatiría sobre don Álvaro el zarpazo de otra seria dolencia. Sucedió durante el verano, mientras acompañaba al Fundador en una casita alquilada en Civenna, cerca de Lecco, a unos cuatro kilómetros de Suiza. Tras una mala noche dando vueltas en la cama, no se dispensó del paseo matutino -el Beato Josemaría necesitaba hacer ejercicio-, aunque se le iba viendo muy pálido y destemplado. Fue el comienzo de unas fiebres altísimas, que le hacían sudar a chorros. Le oí comentar años después que empapaba no sólo las sábanas, sino hasta el colchón. Acudió enseguida el médico que solía atenderle en Roma, pues pasaba aquellos días en Castel d'Urio, un lugar relativamente cercano. Diagnosticó una infección renal, y sugirió que, en cuanto estuviera restablecido de las fiebres, don Álvaro fuese a la consulta del doctor José María Gil Vernet en Barcelona, para decidir si era precisa una nueva intervención quirúrgica. Así fue efectivamente, y don Álvaro sufrió otra operación, esta vez en la Clínica San José de la Ciudad Condal.

Alfonso Balcells, Catedrático de Patología General en la Universidad de Barcelona, estuvo presente en el quirófano y en los días del postoperatorio:

"-Me impresionó -evoca al cabo del tiempo- la tranquilidad y el sosiego, sin la menor ansiedad y sin siquiera nerviosismo durante aquellos días. No se quejó de molestia alguna".