Invisible a los ojos de los hombres

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En la tarde del 2 de octubre de 1928 el Opus Dei contaba con una sola persona: un sacerdote de veintiséis años al que se le había dado una luz que ya nunca palidecería y un impulso para «materializarla» que ya nunca perdería su vigor. Se puede decir, pues, que, en sentido estricto, Monseñor Escrivá de Balaguer fue Fundador del Opus Dei sólo desde el momento en que los primeros perseveraron junto a él. Es decir, que aún tenía que transmitir a otros lo que él había recibido. Ahora bien, ¿en qué consistía...? Es imposible expresarlo con más fuerza, claridad y concisión que el escrito de la postulación para la Causa de Beatificación, en el cual se dice: «Le pidió Dios que dedicara su vida entera a promover, en servicio de la Iglesia Santa, esta tarea sobrenatural -a la que más adelante llamaría Opus Dei-, cuyo fin consiste en que personas de toda condición social -comenzando por los intelectuales, para llegar después a todos-, con una específica llamada de Dios y conscientes de la grandeza de la vocación cristiana, se esfuercen por buscar la santidad y ejerciten el apostolado entre sus compañeros y amigos, cada uno en su propio ambiente, profesión y trabajo en el mundo, sin cambiar de estado» (37).

Esta definición, tan concisa, de lo que es el Opus Dei incluye un núcleo que el sucesor del Fundador, Alvaro del Portillo, resumía con las siguientes palabras en el primer aniversario de la muerte del Fundador: «La convicción básica, la raíz de todo el mensaje espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer era la urgente necesidad de buscar la santidad personal en medio del mundo» (38). Desde el principio, y hasta nuestros días, el no poder (o no querer) comprender las últimas once palabras de esta cita ha sido el obstáculo principal, no sólo para apreciar debidamente y enjuiciar justamente el Opus Dei, sino para un renacer espiritual de muchas personas. Esa incomprensión se manifiesta en muchos casos -especialmente por parte de esos cristianos aburguesados que consideran que la santidad no es más que una palabra de un vocabulario eclesiástico «pasado de moda»- en la cándida respuesta: «Pero ¡si eso no es nada nuevo, si es algo totalmente normal y corriente!» Indudablemente, el exigir que los bautizados sean santos no es nada nuevo; es tan viejo y tan nuevo como la exigencia del Señor: «Sed vosotros perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48); o como la afirmación de San Pablo en su Epístola a los tesalonicenses: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Pero cuando los cristianos corrientes, o sea, no los religiosos (que han recibido la llamada específica a apartarse del mundo), ni aquellos sacerdotes y laicos que, ex officio, tienen que servir a la Iglesia, sino los cristianos que podríamos llamar (permítaseme una imagen militar) la «clase de tropa de Cristo»; cuando éstos se toman en serio la vocación a la santidad (es decir, a la identificación con Cristo en medio de su vida cotidiana, convirtiendo precisamente esa vida cotidiana en un servicio continuo al Señor), entonces esa «verdad tan sabida» tiene una fuerza capaz de renovar el mundo y la humanidad entera. El pulso de la presencia de Dios en su vida se comunicará también a otros precisamente a través del trabajo que los une, un trabajo que es, a la vez, medio y expresión de la santidad personal: «Pienso -decía Mons. Escrivá de Balaguer en 1968 a dos periodistas italianos- que la santidad llama a la santidad (...) Mi única receta es ésta: ser santos, querer ser santos, con santidad personal» (39). Pero la concreción de esta santidad personal (y con ello se cierra el círculo) se da, para los laicos normales y corrientes, en el trabajo profesional y a través de ese trabajo. Un trabajo «santificado» de esta manera «santifica», es decir, lleva a una presencia creciente de Cristo en el mundo, también porque es contagioso: es camino y medio para acercar a Dios a los que serán sus cooperadores; dicho con una sola palabra: es apostólico.

«Renovad el mundo -escribía el Fundador de la Obra en 1932- en el espíritu de Jesucristo, colocad a Cristo en lo alto y en la entraña de todas las cosas. Venimos a santificar cualquier fatiga humana honesta: el trabajo ordinario, precisamente en el mundo, de manera laical y secular, en servicio de la Iglesia Santa, del Romano Pontífice y de todas las almas» (40). Y ocho años más tarde, en 1940, advierte a los miembros del Opus Dei: «Quiere el Señor que solos, con el apostolado personal de cada uno, o unidos a otras gentes -quiza alejadas de Dios, o aún no católicas, ni cristianas-, planeéis y llevéis a cabo en el mundo toda clase de serenas y hermosas iniciativas, tan variadas como la faz de la tierra y como el sentir y el querer de los hombres que la habitan, que contribuyan al bien espiritual y material de la sociedad y puedan convertirse para todos en ocasión de encuentro con Cristo, en ocasión de santidad... Por eso os he repetido tantas veces que la vocación profesional de cada uno de nosotros es parte importante de la vocación divina; por eso también el apostolado que la Obra realiza en el mundo será siempre actual, moderno, necesario; porque mientras haya hombres sobre la tierra, habrá hombres y mujeres que trabajen, que tengan una determinada profesión u oficio -intelectual o manual-, que estarán llamados a santificar, y a servirse de su labor para santificarse y para llevar a los demás a tratar con sencillez a Dios » (41)

.Josemaría Escrivá de Balaguer se refirió constantemente, a lo largo de su vida, a esa unidad inseparable: santidad-trabajo-apostolado; unidad que expresa para cada bautizado su situación básica en el mundo, una situación que Jesucristo mismo ha instaurado. Tener una conciencia clara de esta unidad es condición sine qua non para los cristianos que quieren vivir en el mundo sin ser mundanos y sin mentalidad de ghetto separado. Monseñor Escrivá lo expresaba con energía: «Pensar que esa toma de conciencia significa dejar la vida normal, es una idea legítima sólo para quienes reciben de Dios la vocación religiosa, con su contemptus mundi, con el desprecio o la desestima de las cosas del mundo; pero querer hacer de este abandono del mundo la esencia o la culminación del Cristianismo es claramente una enormidad» (42).

Cuando el Fundador del Opus Dei decía estas palabras, la Obra tenía ya cuarenta años, estaba presente en varias docenas de países, había superado graves peligros -incluso la posibilidad de ser destruida o deformada- y se hallaba en momentos de irrefrenable expansión. Las dos cosas, tanto las apreciaciones falsas y la persecución como la multiplicación de focos apostólicos en todo el mundo, son consecuencia inmediata del mensaje central de Monseñor Escrivá de Balaguer: el lugar para la santidad y la santificación es, para la inmensa mayoría de los cristianos, el mundo (entendiendo por «mundo» la complejidad de la vida humana sobre la tierra). Los bautizados están integrados en él; desde, dentro, ellos mismos, cuando intentan «hacerse semejantes a Cristo» -«cristificarse»-, «cristifican» también el mundo: en esto consiste la vocación laical, universal. Por el contrario, una vocación particular, especial, lleva a retirarse de la tarea que compete a todo bautizado -la santificación de la materia mundi- y del duro trabajo en medio de la calle y los afanes cotidianos. La vocación religiosa es una vocación especial, reservada siempre a unos pocos, que requiere una gracia particular y tiene un sentido específico. Lo diré de un modo metafórico: se esfuerza por recubrir el cuerpo de la humanidad con una fina red de vasos sanguíneos por los que puede circular la gracia divina, aun cuando el cuerpo sufra bajo hipotermia o bajo trastornos del riego sanguíneo. El estado religioso es -y seguirá siendo- un bastión de la Iglesia, un reducto que garantiza que nunca dejará de haber entrega total a Cristo, ni siquiera cuando en lo que se suele llamar el «pueblo fiel» se extienda la frialdad de los corazones y se adoren diversos becerros de oro bajo cualquiera de sus múltiples denominaciones. No cabe duda de que estos reductos deben permanecer intactos (esto es importante, y sería ceguera el debilitarlos o demolerlos como se hizo en la época del protestantismo), porque han sido, a menudo, origen de renovaciones efectivas e incluso salvadoras para toda la Iglesia.

El nacimiento del Opus Dei supuso un gran paso para traspasar ese umbral de la nueva etapa que iniciaba la Iglesia: la cristianización del mundo desde dentro. Pero si Monseñor Escrivá de Balaguer se hubiera limitado a poner sus pensamientos por escrito, por ejemplo en un libro titulado «Secularidad y santidad», seguramente hubiera alcanzado amplio renombre como escritor teológico y ascético; en escritos de otros autores se hubiera expresado asentimiento o desacuerdo, o se hubieran modificado sus ideas; quizá se hubiera iniciado «una interesante controversia» o una «notable discusión» de fin y efectos imprecisos... Ahora bien, la novedad no consistía realmente en transformar la frase «aunque tan sólo eres un laico en el mundo puedes santificarte» en esta otra: «Porque eres un laico en medio del mundo puedes y debes santificar el mundo y santificarte tú mismo en él»; la verdadera novedad -casi una provocación- consistía en reunir a su alrededor «hombres del mundo», enseñándoles -¡con su propia vida!- cómo se realiza esto en la práctica.

Hay que aclarar todavía un punto: la existencia del Opus Dei, el hecho de que viera la luz del mundo el 2 de octubre de 1928, es algo que, al principio, permaneció oculto (43); fue nada más que un estímulo interior en el alma de un sacerdote, una semilla espiritual de la que tan sólo se percató quien la había recibido (al principio, ni siquiera él mismo encontraba un nombre para ese fenómeno), un crecimiento en él, una preparación de la siembra y de la búsqueda de los primeros... Y todo esto se desarrolló sin llamar la atención, en la vida cotidiana y profesional de don Josemaría. Todo sucedía en el seno del anoni mato, muy por debajo del nivel que suele ser necesario para suscitar el interés público. Hacia fuera, al principio, no cambió absolutamente nada. Monseñor Josemaría Escrivá no actuó como suelen hacerlo los «fundadores» de iniciativas humanas de cualquier tipo. Éstos suelen hacer declaraciones y presentar programas, explicando los motivos, los fines, los medios y las actividades previstas; luego hacen propaganda, publican anuncios y se preocupan de su presencia pública... El nacimiento y el desarrollo del Opus Dei no tuvo lugar de esa manera. Su Fundador no emitió un «escrito programático» en el que expusiera, por ejemplo, la situación del cristianismo en general, el de la Iglesia Romana en particular y las medidas que se deberían tomar para promover una entrega total de los laicos, sobre todo teniendo en cuenta la situación especial en España y considerando también los consejos evangélicos.

Tampoco fundó enseguida una «Asociación» que practicara estos «principios», ni redactó unos estatutos que le permitieran empezar a captar miembros. Aunque siempre ha habido y habrá fundadores y fundaciones de este tipo (porque es algo perfectamente legítimo), el Fundador del Opus Dei no actuó así. La Obra nació y empezó a crecer como todo lo que tiene vida propia, como todo lo que no se ha edificado artificialmente ni se ha construido con arreglo a un plan; es decir, como una planta que crece en silencio, con calma, a partir de una simiente diminuta...

«El Señor -así se expresaba Mons. Escrivá de Balaguer años más tarde- quiso poner esta semilla maravillosa de su obra en el corazón de aquel pobre sacerdote para que comenzara en la oscuridad, sin ruido, pero decididamente, tozudamente» (44).

Además de atender el Patronato de Enfermos de las Damas Apostólicas, don Josemaría ejercía actividades docentes en la «Academia Cicuéndez», donde, durante los años 1927-31 (y quizá también en 1931-32), dio cursos de Derecho Romano y de Derecho Canónico. Este tipo de institución, desconocido en Alemania, es comparable a las escuelas de Derecho inglesas, surgidas ya en el siglo XV. La Academia, que servía para completar y profundizar los estudios universitarios, había sido fundada por el sacerdote, abogado y teólogo José Cicuéndez, quien la dirigió hasta 1930. El profesorado lo formaban doctores y licenciados en Derecho o en Filosofía y Letras, laicos en su mayor parte. Normalmente, las clases tenían lugar por la tarde; la mayoría de los asistentes eran estudiantes de Derecho que querían hacer los exámenes en la Universidad como alumnos libres, aunque también acudían alumnos de otras carreras. Por término medio, participaban unos diez o quince estudiantes en cada curso. Llama la atención el que muchos alumnos de esta Academia llegaran a ocupar posiciones notables en la vida profesional. Salvador Bernal, en sus «Apuntes biográficos», narra la sorpresa de los universitarios al enterarse de que aquel sacerdote que les daba clase y les impresionaba por su aspecto cuidado, su cultura y sus dotes intelectuales era a la vez un sacerdote que se ocupaba incansablemente de los pobres; les pareció tan extraño que decidieron asegurarse, por lo que algunos le siguieron, para cerciorarse de que era verdad (45). El que realmente aquello constituyese una sorpresa y les causara «sensación» deja entrever que, por aquel entonces, la vida cristiana y el concepto que se tenía de ella debía estar bastante anquilosada.

Lo que a los demás les parecía extraordinario, para el Fundador del Opus Dei era lo normal en un sacerdote, y era, además, absolutamente necesario para el desarrollo del Opus Dei, tal como Dios se lo había mostrado. Cuando, años después, hablaba de los «fundamentos» que había empezado a poner, se refería a su servicio sacerdotal entre los pobres y enfermos de Madrid, un servicio que también seguió prestando después del 2 de octubre y, si cabe, con una intensidad aún mayor. Este servicio, prestado por amor, es el que dio el alimento necesario al Opus Dei en esa primera época. El alimento consistía en las oraciones de los que sufrían, en el ofrecimiento de sus dolores y penas por una «obra de Dios» que no conocían; y el ofrecimiento no era otra cosa que la respuesta a la entrega de un sacerdote que se lo pedía. Gracias a un informe de las «Damas Apostólicas» que hace referencia al año 1927, sabemos que visitaron a unos cinco mil enfermos; que más de tres mil de ellos recibieron los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y unos quinientos el de la Unción de los Enfermos; que se bautizaron más de cien y se casaron unas ochocientas parejas (46). Cuando don Josemaría llegaba al Patronato, encontraba encima de su mesa un montón de notas que le indicaban a qué parte de las barriadas extremas tenía que ir para visitar a los enfermos o para atenderles en sus últimas horas. Se conservan cientos de estas fichas, en algunas de las cuales se pueden leer todavía los números que don Josemaría escribía para poder preparar el itinerario (47). Eran caminos nada cómodos y visitas nada agradables. En los años veinte y treinta, en España, y sobre todo en las ciudades industrializadas, iba creciendo la pérdida de la fe, el desprecio por la Iglesia y el odio a los sacerdotes (en otros capítulos nos referiremos a las causas de estos fenómenos). Era frecuente que a los sacerdotes y religiosos -fácilmente reconocibles por la vestimenta- se les insultara y se les amenazara. En algunos casos incluso se llegaba a escupirles o apedrearles y las blasfemias estaban a la orden del día: y todo esto fue cobrando mayor virulencia hasta la Guerra Civil. Hacía falta mucha valentía para realizar una labor caritativa y pastoral en las barriadas obreras y en las zonas pobres de Madrid (48). Fueran sacerdotes, religiosos o laicos, iban no porque alguien les llamara, sino casi siempre contra la voluntad del enfermo, moribundo o persona hundida moral o socialmente. Venían por iniciativa propia o porque algún alma misericordiosa había intercedido: quizá una abuela piadosa o la mujer a la que le quedaba un resto de fe o que sencillamente tenía miedo ante la muerte. Pero se les recibía tal como se les consideraba: como enemigos.

Don Josemaría consiguió superar la desconfianza casi siempre. Los corazones endurecidos se le abrían: muy pocos eran los que se resistían ante su actitud, extremadamente cariñosa y natural, sin un solo deje de afectación. «Cuando teníamos un enfermo que se nos iba a morir lejos de la gracia -comenta una de las primeras "Damas Apostólicas"- se lo confiábamos a don Josemaría, en la seguridad de que estaría atendido. No recuerdo un solo caso en el que fracasáramos en nuestro intento» (49).

Como el Fundador del Opus Dei se entregaba plenamente a Dios, era capaz de gastarse absolutamente por los hombres; como no quería reunir o edificar nada propio, podía repartir todo lo que recibía; y así lo hizo durante toda su vida. Como era humilde en extremo, mendigó constantemente, pues mendigar es parte de la humildad, como regalar es parte de la alegría; dos cosas que son típicas de los niños y, por eso, agradables a los ojos de Dios. Y recibió muchas limosnas, sobre todo «la limosna de la oración», que es la que más le interesaba. Don Casimiro Morcillo, entonces un joven sacerdote que luego haría una brillante carrera eclesiástica (fue Obispo de Bilbao y Arzobispo de Zaragoza y luego de Madrid), cuenta que un buen día de 1929, muy de mañana, hacia las seis, cuando iba por la calle, le paró un clérigo de aspecto joven a quien había visto ya varias veces: «¿Va usted a decir Misa? ¿Quiere rezar por una intención mía?», le preguntó. Es comprensible que se quedara muy sorprendido, ya que aquel sacerdote no le dijo de qué se trataba esa intención. Pero don Casimiro prometió hacerlo y, efectivamente, lo cumplió. Después, con el correr del tiempo, don Josemaría y él llegaron a ser buenos amigos (50). No fue éste un caso aislado, pues el Funadador del Opus Dei solía dirigirse a personas que no conocía, pero en cuya expresión veía que llevaban una vida limpia y que se esforzaban sinceramente por vivir su cristianismo. En este punto gozaba de una especial intuición que iría creciendo con los años: era capaz de ver en las almas en toda su profundidad, y casi nunca se equivocaba. Quizá alguno se quedara sorprendido cuando le pedía que rezara por una intención muy importante que daría mucha gloria a Dios. Pero algo había en él que hacía que los demás, efectivamente, rezaran. «Niño, cuando lo seas de verdad --dice el punto 863 de «Camino"-, serás omnipotente.» Los que le daban la limosna de su oración parece que se daban cuenta de que, en su vida, este punto era una realidad.