El nacimiento del Opus Dei

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Además de los escritos, las cartas, los textos que el Fundador daba para su publicación en las revistas internas del Opus Dei y los documentos fílmicos de los últimos años de su vida, contamos con una fuente de la mayor importancia: el voluminoso escrito de postulación de la Causa de Beatificación, en el que se han tenido en cuenta los textos mencionados, así como las amplias declaraciones de numerosos testigos. Este escrito de postulación comienza con un breve resumen de la biografía de Monseñor Escrivá de Balaguer; la descripción se ciñe concisamente a los hechos que se conocen con absoluta seguridad. Precisamente por este motivo me apoyo en esas páginas para hablar de la «fundación del Opus Dei», sobre la que leemos allí: «El 2 de octubre de 1928, mientras el Siervo de Dios (10) se hallaba recogido en su habitación, participando en unos ejercicios espirituales en la Residencia de los PP. Paúles (11) de Madrid, en la calle García de Paredes, Dios se dignó iluminarle: vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y como debería ser a lo largo de los siglos» (12).

Durante once años, desde aquel día de invierno en Logroño, había pedido ver. Cierto día su atención se había fijado en aquella escena del Evangelio de San Marcos que narra la curación del ciego Bartimeo. Como tenía por costumbre meditar la Sagrada Escritura participando como un testigo más en las situaciones narradas por los Evangelistas, revivió en su espíritu la escena conmovedora en la que el Señor preguntaba al ciego de nacimiento: « ¿Qué quieres que te haga?». Y Bartimeo responde: «Señor, que vea». «Yo no puedo dejar de recordar -dirá el Fundador de la Obra en una homilía del año 1947- que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí -¡algo que yo no sabía qué era!-, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam! -Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla» (13). Esta jaculatoria, repetida innumerables veces y cada vez con mayor urgencia, la cercanía de Dios continuamente buscada, el espíritu ascético de penitencia y de reparación, la intensa labor pastoral y las obras de misericordia desembocaban en el Santo Sacrificio, ofrecido a diario con completa entrega, también de sí mismo; y la Santa Misa era a la vez la raíz de todo lo demás. Por eso, aquellos tres años y medio que transcurrieron entre la ordenación sacerdotal en 1925 y la «introducción», por decirlo así, a la vocación específica que la Providencia divina le había reservado desde la eternidad (la fundación del Opus Dei el 2 de octubre de 1928) tienen una importancia capital: en esta última fase de preparación, el sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer iba a ser preparado por Dios para comprender la misión histórica que se le iba a revelar y para poder cumplirla de la mano de Aquel que le hacía el encargo.

El 2 de octubre sería el día en el que, por Voluntad de Dios, terminaba el «aprendizaje», se comunicaba el encargo y comenzaba su cumplimiento. Del proceso que suele llamarse «fundación» o «nacimiento» del Opus Dei conocemos las fases que hemos citado y poco más. Ahora bien, ese «poco más» merece nuestra atención: porque en el silencio de la habitación que ocupaba durante los ejercicios en la Residencia de los PP. Paúles se oían «a lo lejos» las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles (14). El que las campanas se oyeran «a lo lejos» y, a la vez, la iglesia estuviese cerca de la Residencia de los Paúles, puede parecer una contradicción. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, aunque el camino se recorre en unos diez minutos (en línea recta alrededor de un kilómetro), a esa distancia las campanas realmente suenan «a lo lejos», siempre y cuando el terreno no esté edificado, como lo está hoy. En 1928 no lo estaba y por eso se oían perfectamente. En la actualidad, aunque uno esté en medio de la calle García de Paredes, ya no se oyen.

Siento la necesidad de hacer hincapié en aquellas campanas que, el día de los Ángeles Custodios, sonaban desde una iglesia dedicada a la Reina de los Ángeles. Mi punto de referencia son unas palabras del actual Prelado del Opus Dei, Alvaro del Portillo, que confirman el carácter místico de la fundación de la Obra (15)-por lo que realmente podemos hablar de «nacimiento», de «ver la luz del día»-, aun cuando ni él ni el Fundador hayan utilizado nunca el término «místico». Sin embargo, Monseñor Escrivá de Balaguer afirmó siempre, sin sombra de duda, que el Opus Dei no lo había inventado él, que no lo había fundado como consecuencia de una serie de elucubraciones, análisis, discusiones y experiencias, que no era en absoluto el resultado de intenciones buenas o piadosas; dejó entrever claramente que el «fundador» era Dios mismo y que la transmisión a aquel «joven sacerdote» de aquel encargo había sido un hecho sobrenatural, una gracia divina. Por eso, cuando muchos años después decía que nunca habían dejado de sonar en sus oídos aquellas campanas (16), no hablaba sólo en metáfora: expresaba exactamente el estado permanente de aquel que ha percibido realmente una vocación, una llamada.

Fueron la humildad y la prudencia las que llevaron a Josemaría Escrivá de Balaguer a guardar silencio total durante largos años sobre lo que había recibido el 2 de octubre de 1928. Era extremadamente parco cuando hablaba de las gracias místicas o carismáticas que el Señor le concedía, y que no se agotaron en aquel día de octubre. El que actuara así no sólo era algo completamente natural en él, sino también un síntoma seguro de ser fidedigno. Cualquier comunicación expresa de un encuentro con Dios que haya tenido carácter místico y extraordinario suscita dudas sobre su autenticidad. Muchos santos (Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola y Felipe Neri, Catalina de Siena y Teresa de Jesús, el Cura de Ars y Don Bosco) recibieron gracias místicas: pero no sabemos de ninguno que hiciera de esas gracias tema de su conversación, por motivos de caridad o de curiosidad. Y es que, como se trata de muestras especiales de cariño por parte del Señor, de una relación de intimidad entre el alma y su Creador, el mismo pudor prohíbe, como en las relaciones amorosas humanas, cualquier tipo de espectáculo o publicidad.

El día en que se cumplían los cuarenta años de la fundación de la Obra, el 2 de octubre de 1968, Mons. Escrivá de Balaguer se encontraba en Pozoalbero, una casa de retiros situada cerca de Jerez de la Frontera. A la pregunta de un miembro del Opus Dei sobre qué sucedió exactamente en aquel día y por qué se sabía tan poco sobre ello, el Fundador le contestó, entre otras cosas, que callaba para que a nadie (y especialmente a ninguno de sus hijos) se le viniera a la cabeza que él, un pobre pecador, era algo extraordinario; y, por otra parte, callaba (y esto es más importante todavía) porque realmente había habido cosas extraordinarias en el camino de la Obra. Y añadía: «Lo «nuestro" es la santificación de las cosas ordinarias» (17). Con otras palabras: aquellos hechos que en el lenguaje normal de la Iglesia se llaman «milagros» y que Mons. Escrivá de Balaguer no negaba, son gracias especiales de Dios que no tienen como fin el que se admire a quien las recibe; Dios las concede para confirmarle en su servicio. Nadie debía sentirse atraído hacia el Fundador del Opus Dei por tener fama de haber recibido gracias, inspiraciones o apariciones «milagrosas». Quien se acercara a él o al Opus Dei había de hacerlo para seguir a Cristo en la vida cotidiana, la vida de la profesión y de la familia, con toda normalidad y con la sincera disposición de identificarse con Él de acuerdo con el espíritu y con la espiritualidad que el Fundador recibió el 2 de octubre de 1928. Pues en ese día no sólo vio el campo donde habrían de recolectarse muchos frutos en el futuro, sino también el modo de roturar siempre ese campo.

La fiesta de los Santos Ángeles Custodios... Un joven sacerdote, que hace un curso de retiro y está rezando en su habitación... El repique de las campanas, que llega a sus oídos desde una iglesia dedicada a la Reina de los Angeles... La repentina aparición del Opus Dei ante sus ojos... Todo esto constituye una unidad; nada carece de sentido, nada es casual -ni el tiempo ni el lugar ni las circunstancias-; todo forma parte de la unidad del misterio de una inspiración divina. Mons. Josemaría Escrivá, medio ciego e ignorante, «barruntando» no más, pero por amor, había extendido ya un «cheque en blanco» a Dios, un cheque de entrega total, pero en ese momento supo qué era lo que había firmado y para qué servía ese cheque que acababa de ser canjeado.

El que este esclarecimiento, el «nacimiento» del Opus Dei, sucediera en la fiesta de los Ángeles Custodios tiene una gran importancia que es necesario explicar en una época en la que el edificio de la doctrina católica ha quedado oscurecido en muchos aspectos, como abandonado en otros, o incluso en peligro de ser derruido. La devoción a los Santos Ángeles Custodios es posiblemente una de las prácticas de piedad más descuidadas en nuestro tiempo. Y, sin embargo, muchos católicos se quedarían sorprendidos si leyeran en el Catecismo Romano de los Papas Pío V y Clemente XIII (18) (que, por cierto, no han perdido actualidad) todo aquello que, respecto a este tema, es doctrina cierta de la Iglesia. Allí se lee que «Dios creó de la nada, para que le sirviesen y asistiesen, la naturaleza espiritual de inumerables ángeles, a los que después enriqueció y hermoseó con el don admirable de su gracia y poderío» (19). También leemos que «con su protección nos libramos diariamente de muy grandes peligros, así espirituales como corporales, aunque no se manifiesten a nuestra vista» (20); se especifica que los ángeles «aventajan en dignidad a los reyes mismos», y se habla de «la caridad con que nos aman y que, movidos por ella, ruegan... por aquellos de quienes son sus guardas, puesto que ofrecen a Dios nuestras oraciones y nuestras lágrimas» (21). El Arcángel Rafael protegió y guió al joven Tobías (22); un Ángel liberó a Pedro de la cárcel en Jerusalén (23) y Cristo mismo habló en numerosas ocasiones sobre los ángeles; quizá la escena más conmovedora sea aquella en la que previene ante el escándalo de los pequeñuelos, «pues os digo que sus ángeles en el Cielo están viendo siempre el rostro de mi Padre, que está en los Cielos» (Mt XVIII, 10). El Opus Dei, por Voluntad de Dios, fue «entregado» en el alma de Josemaría Escrivá (o sea, «nació», «vio la luz del día») precisamente en la fiesta de los Ángeles Custodios (comenzando en este día su camino como fuerza vivificante del mundo), y podemos deducir tres cosas de este hecho:

1ª. Que no sólo las «primicias de la Obra» -su Fundador-, sino toda la Obra, habría de estar, desde su nacimiento y en el futuro, bajo la protección de los Ángeles, como cualquier persona humana. «Aumentemos nuestra amistad -dice Monseñor Escrivá de Balaguer- con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! » (24). Como comentaremos más ampliamente, el Opus Dei ha puesto bajo la protección de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los apostolados que sus miembros realizan con todo tipo de personas de toda condición social, casados, solteros, jóvenes, adultos.

2ª. Que el nacimiento de la Obra en el día de los Ángeles, mientras sonaban las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, manifiesta admirablemente el profundo espíritu mariano del Opus Dei, que enseña a vivir muy cerca de la Virgen.

3ª. Que la fiesta de los Santos Ángeles es una fiesta de la humildad, porque ellos cumplen en todo la Voluntad de Dios con amorosa humildad y sólo una humildad filial puede llevar a los hombres a confiarse a su custodia. Se puede decir que el Opus Dei vino al mundo el 2 de octubre de 1928 con el sello de la humildad colectiva. En su primera carta a los miembros de la Obra escribía el Fundador: «Esa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios» (25); y dos años más tarde: «Debéis trabajar... con una humildad personal tan honda, que os lleve necesariamente a vivir la humildad colectiva, a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos» (26).

El 2 de octubre de 1977, cuando la Obra comenzaba el quincuagésimo cuagésimo año de su vida, el primer sucesor del Fundador, Alvaro del Portillo, contó a algunos miembros del Opus Dei, en Roma, que el «nacimiento» en 1928 había estado precedido en el alma del Padre -así le llamaron desde los comienzos sus hijos en la Obra- (27) de muchos barruntos del querer de Dios, de abundantes luces e inspiraciones divinas que él iba anotando celosamente. En la mañana del 2 de octubre, después de la Misa, se retiró a su habitación para ordenar, leer y meditar en la oración todas las fichas que había ido escribiendo: «Y ese día no vio las anotaciones que tenía delante de los ojos, sino que Dios Nuestro Señor quiso que viese la Obra tal como había de ser al cabo de los siglos» (28). Aquel velo, que cada vez se había ido haciendo más delgado y transparente, se rasgó y mostró lo que guardaba el repique de aquellas campanas.

¿Qué es lo que vio el Fundador en su oración? Lo ignoro. La visión mística que Dios concede puede abarcar espacios y tiempos sin depender del mapa o del calendario. Dios regala «golpes de vista», con los que se puede contemplar, concentrado en la visión de un solo segundo, el curso de los siglos. El «ojo» del alma puede quedar capacitado de forma milagrosa para ver lo abstracto: conceptos, cualidades y destinos, así como el soplo del Espíritu; y puede ver todo esto en imágenes que no son fotográficas, que no recogen, sino que re-producen subjetivamente, pero con fidelidad y veracidad, lo que está objetivamente producido desde la eternidad. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, el 2 de octubre de 1928, no vio la Sección de mujeres del Opus Dei, ni la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y supongo que tampoco vio los rostros de los futuros miembros o los edificios de los futuros Centros en todo el mundo, pero vio -compréndalo quien pueda- la santidad de los cristianos corrientes, la santificación del trabajo, los caminos, los medios y los frutos del apostolado de hombre a hombre en toda la tierra y en todo tiempo; vio lo esencial de la vocación a esta Obra divina, vio su universalidad y un «campo de trigo humano» inabarcable, formado por los que serían llamados a formar parte de ella; y vio, sobre todo, que el Opus Dei era el incansable caminar de Cristo por el mundo...

«Desde ese momento -diría el Fundador años más tarde no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada» (29). Esta afirmación nos deja perplejos. El 2 de octubre, cuando Dios le hizo ver lo que quería -la santidad de los cristianos corrientes en su vida cotidiana-, ¿no unió a ello un encargo concreto, el encargo de realizar esa su voluntad por medio de aquel camino que luego se llamaría Opus Dei? Solemos pensar con modelos demasiado simples y con categorías meramente humanas. Pero cuando Dios quiere realizar algo, no lo hace por medio de la publicación de un decreto en el «Boletín Oficial del Estado» o de una orden del día en el parte militar; Dios es Amor y valora cada alma; cuenta con su independencia, y le pide su entrega filial. A los santos se les reconoce porque empeñan su libertad (su voluntad, su inteligencia y su iniciativa) en obedecer y servir a Dios, prescindiendo, con humildad casi infantil, de cualquier intento de ponerse en primer plano (no se les ocurriría hacer tal cosa). Y llegan a tal extremo, que parecen querer y hacer locuras y cosas incongruentes. San Francisco de Asís, por ejemplo, al percibir la voz de Dios que le llamaba a renovar la Iglesia, empieza por reconstruir una capilla derruida...

La disponibilidad y la humildad del joven Josemaría eran tales que, sin dudar de la verdad de lo que había visto, sin dudar de su llamada a realizar la Obra de Dios tal como Él se la había mostrado, puso todo su empeño en realizarla, a ser posible, pasando inadvertido, casi ocultándose. Un empeño que nos parece, desde el punto de vista lógico, completamente irreal, pero que, precisamente por eso, certifica la veracidad de su vocación. Empezó pidiendo información para comprobar si ya existían en alguna parte, sobre todo en Europa central y en Italia, asociaciones o iniciativas cuyo fin fuera el mismo que Dios le pedía a él. En ese caso hubiera querido pedir la admisión, «ser el último y servir» (30). Sabemos que su empeño por ocultarse y quedar fuera de las candilejas de la historia no se cumplió. No se podía cumplir porque contradecía a su misión. Como su vida se fue identificando plenamente con esta misión y como esta misión tenía que ir siendo conocida, también el que la realizaba tenía que ir atrayendo las miradas del interés público.

Esto no significa que la divisa «ocultarse y desaparecer», que Josemaría Escrivá había elegido para su vida sacerdotal, y especialmente para su vocación de hacer el Opus Dei (divisa que al principio intentó practicar al pie de la letra), perdiera vigencia o se resquebrajara. Las palabras exactas de este lema son: «Ocultarse y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca» (31). El Fundador del Opus Dei fue entendiendo poco a poco el sentido profundo de estas palabras suyas y sólo hacia el final de su vida lo comprendió de modo completo. Esa frase, tantas veces repetida, implica la entrega total de la propia personalidad, del propio yo, a Dios, a Cristo. Supone la entrega de todos los planes y proyectos, deseos e inclinaciones. Y el que se entrega va viendo lo que significa esto en sus últimas consecuencias de una manera paulatina. Dios se lo va comunicando de una forma que podríamos denominar «a plazos», con arreglo a una pedagogía del Amor divino, porque quien ha sido llamado -simple creatura-, no es capaz de comprender o incluso de realizar de una vez todo lo que su vocación trae consigo. «Si hubiera sabido todo lo que habría de venir -solía decir el Fundador en años posteriores-, me habría muerto» (32).

«Ocultarse y desaparecer» (33): un lema de humildad. Y un lema que encierra muchos aspectos, como comprobaría el Fundador del Opus Dei durante su vida: de una parte, la faceta normal y corriente de prescindir de todos los deseos personales (que con tanta sutileza se pueden introducir en el corazón, presentándose como servicios «desinteresados» o «necesarios») para dedicarse exclusivamente a hacer el Opus Dei, a cuyo espíritu pertenece también la abnegación. Contiene, por otra parte, un aspecto ascético: no ponerse en primer plano, ni siquiera en los casos en los que podría parecer muy útil o incluso necesario. «Desde 1946, en que la sede central de la Obra se trasladó a Roma -me contaba en Pamplona don Amadeo de Fuenmayor, que conoció a Monseñor Escrivá de Balaguer en 1939 (34)-, el Padre permaneció allí durante largas temporadas, sobre todo entre los años 1950 y 1954, trabajando en silencio y retirado; en los años sesenta, el número de visitantes de todo el mundo que acudían a Roma a visitar al Padre creció de modo extraordinario.» Cuando, en 1944, recibieron la ordenación sacerdotal en Madrid los tres primeros sacerdotes del Opus Dei no estuvo presente en la ceremonia. Al Padre le debían su vocación a la Obra y, posteriormente, al sacerdocio. Por eso no quiso asistir: no quería ser el centro; quería mostrar que no era él, sino Dios, el que había promovido el Opus Dei. Y así se comportó siempre en casos similares; a comienzos de los años cincuenta, cuando se inició la labor de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» -fundada por Monseñor Escrivá de Balaguer como una Asociación inseparable, propia del Opus Dei-, tuvo lugar una Convivencia en la Casa de retiros de Molinoviejo, junto a Segovia, a la que asistieron las primeras vocaciones de sacerdotes diocesanos. «El Padre no quiso estar presente, a pesar de nuestra insistencia -recuerda don Amadeo de Fuenmayor-. Nos envió unas notas, que leímos y comentamos con particular emoción... De intento no participó en la Convivencia, para forzarnos a superar nuestra timidez. Así se hacía realidad un criterio formativo que empleaba con sus hijos de modo habitual... A los patitos se les echa al agua y por fuerza tienen que nadar... Teniendo en cuenta que era muy sociable y que tenía tanto interés como facilidad para comunicarse con los hombres y que, además, hubiera tenido innumerables ocasiones para ponerla en práctica, hay que decir que realmente permanecía muy en segundo plano. Este era su programa personal y también una parte de la educación de sus hijos» (35).

También los muchos viajes de catequesis que el Fundador del Opus Dei emprendió por Europa y, en mayor escala, por América a lo largo de los años 1970, 1974 y 1975 (viajes en los que se reunió con decenas de miles de personas) fueron actos de humildad, que hay que ver en relación con la situación de la Iglesia durante ese período. «Tenía que dar testimonio -con estas palabras lo comenta el profesor español que citamos-, ésta era su profesión. La misma humildad que le había hecho callar cuando otros hablaban, por ejemplo en épocas de persecución de la Obra, ahora le hacía hablar, cuando tantos permanecían mudos, por ejemplo ante la aflicción interna y externa de la Iglesia» (36). Cuanto menos se podía librar de las cámaras, de los micrófonos y de los altavoces, cuanto más honores y distinciones recibía, cuanto más interés periodístico despertaba, cuanto más iba estando en el centro del «interés público», tanto más iba realizando su lema; y lo realizaba precisamente a través de todo aquello, porque se iba refugiando con tal profundidad en la sombra de la Cruz de Cristo que él mismo casi se hacía invisible. Y Cristo le premió hablando por su boca, bendiciendo por sus manos y trabajando en su labor. Así lo confirman todos, tanto los que estaban muy cerca de él como los que le trataron breve y circunstancialmente. También se aprecia en las películas tomadas durante los viajes de los últimos años de su vida.