Un hermano de los pobres de Madrid

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Tenía previsto permanecer en Madrid sólo dos años. Llegaría a vivir hasta dieciocho. Josemaría Escrivá de Balaguer vivió y trabajó en la capital de España desde abril de 1927 hasta octubre de 1937 -cuando inició la fuga de la llamada «zona republicana» a la «zona nacional» (1)- y desde marzo de 1939 hasta noviembre de 1946, cuando se trasladó definitivamente a Roma. Esta época de su vida se funde con el «nacimiento» y la «infancia» del Opus Dei. Monseñor Escrivá de Balaguer fue -ya lo dijimos, pero conviene repetirlo- el Opus Dei, y al principio lo fue él solo; y lo fue como sacerdote, como maestro, como «padre de familia», y todo en un sentido muy amplio.

Cualquier biografía tiene que romper, para describirla, lo que en realidad constituye una unidad: la unidad de una vida. El estudiante daba clases, el investigador rezaba, el joven sacerdote se movía en el ambiente académico y, a la vez, se sometía, como sacerdote que por algún tiempo había sido destinado por su Obispo a otra diócesis, a todos los exámenes previstos para clérigos extradiocesanos en la diócesis de Madrid-Alcalá, con el fin de poder celebrar la Santa Misa, administrar los Sacramentos, predicar y dar ejercicios espirituales (2). Todo esto constituía «material» -por decirlo así- de su sacerdocio. Y el profesor, cuando había terminado de dar sus clases, se ponía en camino (casi siempre a pie) para atender -en expresión de Victor Hugo- a los «miserables» en los lejanos y grandes suburbios de la ciudad: administrarles la Unción de los Enfermos y la Comunión y asistirles en cualquier necesidad, también a la hora de la muerte. Luego iba a la catequesis con los niños y jóvenes que preparaba para la Confesión y la Primera Comunión; más tarde acudía a uno de los varios hospitales en los que prestaba su labor como sacerdote y a veces también casi como enfermero. Una vez acabado todo esto, le quedaba el camino de vuelta a casa: un camino de muchos kilómetros, para volver a inclinarse sobre los libros, seguir trabajando en la tesis doctoral o preparar las clases del día siguiente. Podía cambiar a veces el orden de sus actividades, pero éstas no concluían nunca.

En el capítulo anterior hemos comentado que don Josemaría había conocido en Perdiguera la «planta baja» de la sociedad española, pero que todavía le esperaba «el sótano». Y así era: la pobreza material de aquellos pequeños campesinos y su estado de abandono en cuanto a formación humana eran grandes, pero todavía había esperanza; normalmente no padecían hambre y aún existían lazos familiares y de parentesco; la cercanía a la naturaleza (una naturaleza, todo hay que decirlo, a menudo extremadamente ruda, austera, casi enemiga) les protegía contra la miseria total. Desde el punto de vista cuantitativo era más fácil hacerse una idea del proletariado campesino; era más factible que los intentos de reforma surtieran allí efecto. Lo que hacía falta era patente y realizable, si había quien lo iniciara y si el Estado lo apoyaba. Eran pobres que vivían «a la luz del día», como en el foco de una sociedad que los conocía, de una opinión pública que les prestaba atención y de una administración que estaba dispuesta a ayudarles.

Totalmente distinta era la situación en los suburbios de Madrid -y también en los de la mayoría de las grandes ciudades del mundo-, pues allí todavía reinaba la noche. Los que nacían y vivían en aquellos suburbios se veían condenados a una vida «bajo tierra»; una vida cuyas convulsiones no originaban ninguna señal en los instrumentos de medición de la sociedad. Eran existencias que no despertaban la atención de las encuestas, de los sociólogos, ni de los registros civiles, ni casi de la policía; ni, por supuesto, de la organización parroquial de la Iglesia. Este submundo estaba muerto incluso para las estadísticas: la muerte más total que cabe en una sociedad civilizada.

De todas formas, tenemos que matizar. Del mismo modo que nunca ha existido una «nobleza» o una «burguesía» estáticas, claramente definidas (pues estas denominaciones han aglutinado siempre una amplia variedad sociológica, cuyos «numeradores» diferentes son más fáciles de describir que el «común denominador»), tampoco ha existido una «capa baja» permanente, un «proletariado», si bajo este concepto se entiende una masa compacta e inamovible. Siempre ha sido un conglomerado con un núcleo más o menos estable y con márgenes en continuo movimiento. Tomemos el ejemplo de Madrid: entre 1860, cuando comenzó la industrialización en España, y 1970 la población se había multiplicado por diez, pasando de 300.000 a tres millones de habitantes. En 1900 vivían allí algo más de medio millón de personas; en los años veinte (cuando Mons. Escrivá fue a vivir allí), unas 800.000, y en 1940, o sea poco después de terminada la Guerra Civil, casi 1,1 millones. La clase trabajadora que había surgido del «proletariado» inicial del siglo pasado vivía en barrios periféricos o en suburbios surgidos sin plan alguno; tenía un nivel de vida muy bajo que dependía de las alteraciones del mercado laboral y a menudo estaba expuesto al desastre del paro; en muchos casos este nivel de vida era el mínimo para subsistir y a veces ni siquiera eso. A pesar de todo, seguían llegando inmigrantes procedentes del campo; desde comienzos del siglo se mantenía este flujo migratorio, y alrededor de la ciudad iba creciendo una zona de chabolas a las que iban a parar los «despojos» de la sociedad, personas aún más pobres y míseras que la clase trabajadora ya asentada.

Aun cuando Madrid contaba en 1927-28 tan sólo con la cuarta parte de la población actual, de seguro que el abandono de sus grupos marginales era mayor que hoy. Allí Mons. Josemaría Escrivá conoció la miseria extrema del hombre en su totalidad, el oscurecimiento y la degradación de la imagen del hombre; y a este desierto fue, como «buen pastor», a la búsqueda no sólo de una «oveja perdida», sino de todo un rebaño descarriado. Esta tarea se la facilitó el hecho de ser nombrado capellán del Patronato de Enfermos de las «Damas Apostólicas del Sagrado Corazón». Se trataba de una institución de caridad llevada por esta congregación femenina, que había sido fundada pocos años antes por doña Luz Rodríguez Casanova; su fin era atender a los enfermos y a los pobres, sobre todo en los suburbios de Madrid; en 1927 había sido aprobada por la Santa Sede. El Patronato atendía a unos cuatro mil enfermos al año: se les visitaba en sus casas llevándoles alimentos, medicamentos y ropa, y cuidando también su atención pastoral. Era ésta tan sólo una entre las múltiples actividades sociales y caritativas que realizaba la institución, ya que en 1928 mantenía, además, sesenta y un colegios y comedores. Tenían también una residencia sacerdotal, precisamente la residencia en la que vivió don Josemaría Escrivá de Balaguer en los primeros meses de su estancia en Madrid.

Había sido nombrado capellán del Patronato de Enfermos, pero, llevado de su celo apostólico, puso empeño, además, en ayudar a las variadas y urgentes iniciativas de las «Damas Apostólicas» con su propia e incansable labor, aunque no formaba parte de sus deberes estrictos de Capellán. Era su manera de entender la caridad fraterna, tal como la debe vivir un sacerdote.

Nunca se ponderará bastante la importancia de esta labor sacerdotal en Madrid, íntimamente ligada al nacimiento y a los primeros años (llamémosles de nacimiento y niñez) del Opus Dei. La Obra no tuvo mejor suerte que su Señor, que Aquel que le dio vida, a quien pertenece y sirve: nació y creció en pobreza y entre peligros. El Fundador nunca ocultó (es más, en los últimos años de su vida le gustaba especialmente evocar aquel tiempo) que los más pobres y miserables, los abandonados, enfermos y moribundos que visitaba, o mejor que buscaba como quien busca un tesoro, habían ayudado a nacer al Opus Dei. Entre ellos, entre los mendigos, mendigaba él la limosna de la oración; y los que no tenían nada le daban todo lo que tenían: su oración y el ofrecimiento de su sacrificio por sus intenciones; y lo hacían no porque comprendieran, aprobaran o enjuiciaran cuáles eran aquellas intenciones, sino porque querían a aquel sacerdote joven y tenían confianza en él..., aunque quizá desde hacía años no habían visto ni habían permitido que se les acercara «un cura». En 1975, pocos meses antes de su muerte, Monseñor Escrivá de Balaguer recordaba aquellos tiempos: «Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (...) Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis. De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios (...) La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas (...) Éstas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor» (3).

Hacía once años que Josemaría, siendo todavía un estudiante de bachillerato, había descubierto que aquellas huellas en la nieve eran las huellas de los pies de Jesucristo y había comenzado a barruntar que suponían una llamada personal; una llamada suave y callada al principio, una llamada a mantenerse alerta; para qué, eso todavía no lo sabía. Sucumbir a la tentación de imaginarse algo por cuenta propia -si se hubiese presentado- hubiera supuesto perder el compás de la pedagogía divina. Había superado los largos años de inseguridad sobre su propio camino; y los había superado gracias a su confianza humilde e inconmovible en que Dios le iba preparando, paso a paso y día a día, para la hora de la claridad en la que caería el velo de sus ojos y quedarían bañados en nítida luz los perfiles de su vocación. De importancia capital para la naturaleza, el desarrollo y el futuro del Opus Dei es el hecho de que Jesucristo, en la última parte del camino antes y en la primera parte del camino después del nacimiento de la Obra, se mostró al Fundador como el Crucificado.

Terminó su aprendizaje como sacerdote cuando empezó a descubrir, entre los que malvivían y morían en los tugurios de los barrios extremos y en las salas y pasillos de los hospitales de Madrid, a Jesucristo en la Cruz. Al arrodillarse junto a los enfermos y los moribundos se estaba arrodillando sobre el fundamento del Opus Dei, cuyos cimientos tienen ya, para todos los tiempos, forma de Cruz.

Es imposible ser cristiano y, a la vez, aborrecer la Cruz o huir de ella, es decir, de los sufrimientos de cualquier tipo y de su consecuencia, el dolor. Es un punto capital de la fe cristiana la convicción de que sólo a través de la Cruz podemos llegar a Dios, a la bienaventuranza, a la salvación. Este camino, al que se resiste nuestra naturaleza, es el camino de la felicidad, hacia el cual, sin saberlo, cualquier alma se siente atraída. Decía el Fundador del Opus Dei que, para algunos, el Amor a la Cruz ha podido ser motivo de escándalo, pero «es que no saben que cuando se camina por donde camina Cristo, cuando ya no hay resignación, sino que el alma se conforma con la Cruz -se hace a la forma de la Cruz-, cuando se ama la voluntad de Dios, cuando se quiere la Cruz; entonces ya la Cruz no pesa, ya la Cruz no es mía, sino que es de Él, y Él la lleva conmigo... Encontrar la Cruz es encontrar a Cristo» (4). Este mismo pensamiento lo resumía en 1935 con las siguientes palabras: «No hay señal más cierta de haber encontrado a Cristo que sentirse cargado con su bendita Cruz» (5). Aun cuando la Cruz produzca dolor, es la fuente de la alegría, porque Dios la eligió como «instrumentum salutis». Cuando el Fundador del Opus Dei recordaba las amarguras de los años treinta, en los que la muerte se llevó a los primeros miembros de la Obra, y otros que habían oído la llamada «se le escapaban como las anguilas», comentaba que entonces no había comprendido qué sentido podría tener aquel dolor; pero añadía: «Ahora lo veo con una luz nueva (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo» (6).

La consecuencia es perfectamente lógica y nunca se cansó de repetirla: «¡La Cruz: allí está Cristo, y tú has de perderte en Él! No habrá más dolores, no habrá más fatigas. No has de decir: Señor, que no puedo más, que soy un desgraciado... ¡No!, ¡no es verdad! En la Cruz serás Cristo» (7). Y transmitiéndoles este convencimiento era precisamente como consolaba a aquellas «ruinas humanas» en Madrid. El amor sacerdotal, hecho a la medida de Cristo, elevaba a los pobres entre los pobres y a los desheredados a la dignidad inigualable de Cristo paciente (8).

Las palabras que susurraba al oído de aquellos moribundos, a los que pedía que ofrecieran sus sufrimientos por el crecimiento de la Obra de Dios, quedan recogidas en el punto 208 de «Camino»: «Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!» No sé de ninguna frase que contradiga tanto al espíritu de nuestro siglo XX, y sobre todo de los últimos tres decenios, como esta «bienaventuranza del dolor». Es fácil denunciarla como «masoquista», como escandalosa o sencillamente como «anormal»; lo que podríamos llamar «una naturaleza sana» siempre ha estado aliada con el rechazo y el desprecio de la Cruz, que -como escribía San Pablo- era (y sigue siendo) «escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1,23). El misterio de la Cruz es idéntico al misterio del amor de Dios a los hombres; y este misterio, a su vez, incluye aquel otro de la libertad, sin la que no se podría corresponder al amor de Dios, es decir, sin la que no se podría alcanzar el fin de la creación. Ahora bien, suponer que pueda existir un «fin de la creación» que sea «irrealizable» carece de sentido. Por lo tanto, el único planteamiento posible, aunque resulte incomprensible, es que la Cruz es el camino del Amor de Dios, el camino que da la felicidad a los hombres libres; sólo este Amor puede integrar y superar la Cruz. En este punto no caben las «discusiones». Jesucristo no dijo: «Venid y discutid conmigo», sino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8,34). Y el Fundador del Opus Dei enumeró qué es lo que encuentra quien sigue esta llamada de Dios: «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...» (9). Muchas de estas cosas las experimentó personalmente; sin olvidar que, para el que ama, va desapareciendo la diferencia entre el sufrimiento propio y el sufrimiento ajeno. Monseñor Escrivá de Balaguer solía decir que saber sufrir es una prueba de que alguien sabe amar, que tiene corazón.