¿Cuál es la identidad del sacerdote?

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Cuando, el 19 de junio de 1981, estuve en la capilla del Seminario de San Carlos, sentí, en un determinado momento, una extraña emoción: fue al mirar hacia el lugar donde se encuentra aquel balcón lateral en el que el joven Josemaría había rezado tantas veces y con tanta devoción. Pasó allí muchas horas de la noche rezando ante el Sagrario (14).Cuando le concedieron el doctorado honoris causa, en la Universidad de Zaragoza evocó estos momentos de intimidad con Dios. Una vez y otra recurría al Señor, a Jesús Sacramentado, rogándole que le diera luces y pidiéndole fuerza y generosidad para cumplir lo que Él quería, una vez que sedo hubiera hecho ver. Que Dios le preparara: éste era el cantus firmus de su oración; que Dios le preparara para servirle «en lo que Él quisiera, como El quisiera y cuando Él quisiera» (15).

Se puede rezar en todas partes y a todas horas. Esa fue la enseñanza constante del Fundador del Opus Dei: es posible mantener un diálogo continuo con Dios en la calle, en el lugar de trabajo y, en caso de guerra, incluso en las trincheras del frente de batalla... Ahora bien, la noche tiene un algo especial: en la oscuridad y en el silencio, sin distracciones externas, el alma se serena, escucha más sutilmente y ve más claramente. Todo esto ya se sabía en tiempos antiguos, cuando se adoraba en el templo por la noche; muchos salmos hablan de esta experiencia; y los románticos alemanes, Novalis sobre todo, alaban la noche como el reino del amor y del olvido de sí. Los Evangelios, por su parte, nos narran que Jesús, antes de llamar a los apóstoles, pasó la noche en el monte, en oración (Luc 6,12); que, en los últimos días, antes de la Pasión, pasaba la noche en el Monte de los Olivos (Luc 21,37), y que fue de noche cuando, en el Huerto de Getsemaní, pronunció la oración más conmovedora en la historia de la humanidad: «Abba, Padre, todo te es posible; aparta de mí este cáliz, pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).

El punto 104 de «Camino» reza: «Pernoctans in oratione Dei -pasó la noche en oración. -Esto nos dice San Lucas, del Señor. Tú, ¿cuántas veces has perseverado así? -Entonces...». Estas palabras las escribió un joven sacerdote que sabía muy bien de quéhablaba. La palabra, algo misteriosa, pero sin duda más importante de este punto es ese «entonces...». Es como una respuesta incoada, la contestación a alguien (al menos así me lo imagino) que se ha quejado de que su oración no ha sido escuchada y se da cuenta de que le faltan las fuerzas... Su confesor, Josemaría Escrivá, le da con esta breve palabra el consejo decisivo: ponte ante Jesucristo, ponte a Su lado y persevera con El, persevera en la oración, en el recogimiento y en el fervor de la conversación nocturna con Dios; inténtalo, aunque a veces se te cierren los ojos; tampoco los apóstoles lograron evitarlo...

La noche es larga; el lugar, incómodo; el frío y el cansancio llegan como arrastrándose, y los pensamientos, muchas veces, son como un enjambre de mariposas atraídas por la luz de la lamparilla. Aunque habitualmente el joven josemaría no solía pasar las noches en oración, lo cierto es que a una vida que nunca ha tenido esa experiencia le falta algo grande, algo maravilloso. «Dios quiere ser rogado -escribe el Papa Gregorio Magno-, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta importunidad» (16), por la ingenua audacia de quien se sabe muy querido; y San Agustín: «Rogué una vez, dos, tres, diez, veinte veces, y no recibí nada. No ceses, hermano, hasta que recibas; el fin de la petición es el don recibido. Cesa cuando recibas; más aún, ni siquiera entonces ceses, sino persevera todavía. Si no recibes, pide para que recibas; cuando recibas, da gracias por haber recibido» (17). Josemaría Escrivá, además, entendió y vivió siempre la oración como diálogo con Dios. El que reza no debe mantener un monólogo, tiene que saber callar y escuchar. Pues, según nos dice el Fundador del Opus Dei, «Dios tiene derecho a decirnos: ¿Piensas en mí? ¿Tienes presencia mía? ¿Me tienes presente? ¿Me buscas como apoyo tuyo? ¿Me buscas como luz de tu vida, como fortaleza, como coraza, como todo?» (18). Y como parte de una experiencia propia, una experiencia ya de muchos años, añade: «¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades que desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿Qué te pasa? -Me pasa.., y enseguida, luz» (19).

Nadie conoce el «diálogo silencioso» de un alma con Dios. Pero el contenido del diálogo nocturno de Josemaría con el Señor, con Jesús Sacramentado, en aquella capilla de San Carlos no hace falta adivinarlo. ¿De qué hablará con Dios, con Jesucristo una persona que quiere ser sacerdote? De seguro que de su vocación, de lo que constituye su naturaleza y su centro, su carácter indeleble. Para que Josemaría Escrivá de Balaguer pudiera fundar el Opus Dei, antes tenía que ser sacerdote. Para que el Opus Dei pudiera nacer y crecer y tomar cuerpo y arraigar en muchos hombres de todos los tiempos, él mismo tenía que ser Opus Dei; y puesto que la Obra, por Voluntad de Dios, debería contar con varones y con mujeres, en los estados cristianos de los laicos célibes por amor a Jesucristo, de los sacerdotes, de los casados, es lógico que el «modelo» de todos tuviera que darse en la persona del Fundador. Éste es el secreto de su personalidad y de su irradiación: fue sacerdote cien por cien, con mentalidad laical y con el carisma del perfecto padre de familia. No es fácil comprender esta frase; pero de que se comprenda o no puede depender el camino de ida o de retorno de muchas almas a Dios; por ello es necesario comprenderla. Y para esto se ha escrito este libro.

Sacerdote cien por cien: sabemos lo que significaba esto para el Fundador del Opus Dei por muchas palabras suyas de años posteriores; y seguro que no nos equivocamos si buscamos las raíces de esa expresión en la vida de oración de aquellos años de estudio en Zaragoza; partiendo de sus palabras podemos sacar conclusiones sobre aquellos años. «¿Cuál es la identidad del sacerdote?», se preguntaba el Presidente General del Opus Dei en una homilía del año 1973. Y respondía: «La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental» (20). ¿Cuál es, pues, la base de su incomparable dignidad? Y Mons. Escrivá de Balaguer contesta: el sacerdote es «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia» (21). Y ¿cuál es su función? O, dicho de otra manera: ¿por qué hay sacerdotes?

«No comprendo -dice Mons. Escrivá de Balaguer, y está hablando alguien que es sacerdote desde hace cuarenta y ocho años- los afanes de algunos sacerdotes por confundirse con los demás cristianos, olvidando o descuidando su específica misión en la Iglesia, aquella para la que han sido ordenados. Piensan que los cristianos desean ver, en el sacerdote, un hombre más. No es verdad. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes propias de cualquier cristiano, y aun de cualquier hombre honrado: la comprensión, la justicia, la vida de trabajo -labor sacerdotal en este caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato. Pero, junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que... no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados. En una palabra: se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y secreta, perdona los pecados. La administración de estos dos Sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor» (22).

Esta cita nos presenta la magna carta del sacerdocio católico, una magna carta que Jesucristo mismo ha promulgado y comunicado a Su Iglesia por el Espíritu Santo; la Iglesia, por su parte, en un proceso de elaboración que mantiene inalterada su esencia a lo largo de los siglos, la ha ido explicitando e interpretando auténticamente, y lo seguirá haciendo hasta el fin de los tiempos. Todo esto era algo indiscutible para el Fundador del Opus Dei, algo que acogía sin ningún tipo de reservas. Hay que insistir en este punto, ya que esta enseñanza de la Iglesia, como otras tantas verdades de la doctrina cristiana, es convertida hoy por algunos en objeto de «discusión» teológica, periodística e incluso «popular».

Si el Sacramento del Orden, como afirma la fe católica, establece una identificación personal y real con Jesucristo del sujeto que lo recibe (una identificación definitiva e irreversible, distinta esencialmente del sacerdocio común de todos los fieles y no sólo por razón de grado), es evidente que el sacerdote no debe contradecir con palabras o con hechos, al menos consciente y libremente, al modelo del Sumo y Eterno Sacerdote. No puede vivir aburguesadamente; tiene que prescindir del ejercicio de la sexualidad y de la vida matrimonial y vivir la obediencia y el espíritu de penitencia en grado mayor que un hermano en la fe que no esté consagrado. Y todo esto por el único motivo de que Jesucristo, de quien el sacerdote es un alter ego, vivió en pobreza y celibato, se entregó plenamente como holocausto de amor, no en sentido figurado, simbólico o alegórico, sino plenamente textual: fue víctima cruenta sobre el Altar de la Cruz. El que el sacerdote sea un pecador, el que por su debilidad, en mayor o menor grado, pero siempre, quede por debajo de las exigencias de su vocación, es, para él y para todos los cristianos, motivo de humildad y de oración, pero nunca puede conducir a que se «rebajen» las exigencias o se nieguen por principio: al final de este camino se produciría una atrofia del sacerdocio ministerial y de su servicio salvífico, tan importante para la Iglesia.

Monseñor Escrivá de Balaguer tuvo siempre una concepción muy alta y libre de la virtud humana y cristiana de la pureza, pero nunca quiso que se fijara excesivamente la atención en este tema: el sexto mandamiento es el sexto y no el primero, solía decir. Siempre hablaba de la pureza y de la castidad como virtudes positivas, de plenitud y de naturalidad. Esas virtudes comprenden también la continencia sexual, pero la rebasan ampliamente, pues rigen también, de forma específica y sin componendas, para los casados: «Al recordaros ahora -leemos en una homilía de 1954que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado (...) Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor» (23). Este impulso de Amor es el que lleva al sacerdote a vivir el celibato y a permanecer fiel en él; es más, a verlo como una piedra preciosa, que estima especialmente porque da brillo y fuego a su vocación. «El amor humano -decía Monseñor Escrivá en aquella homilía-, cuando es limpio, me produce un inmenso respeto, una veneración indecible. ¿Cómo no vamos a estimar esos cariños santos, nobles, de nuestros padres, a quienes debemos una gran parte de nuestra amistad con Dios? Yo bendigo ese amor con las dos manos (...) Pero a mí el Señor me ha pedido más. Y, esto lo afirma la teología católica, entregarse por amor del Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres, es algo más sublime que el amor matrimonial, aunque el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum (Eph 5,32)» (24). Palabras claras que no inventó Monseñor Escrivá de Balaguer: recordaba lo que es doctrina de la Iglesia.

Todo esto lo comprende cualquier cristiano, si no padece una especie de «envidia espiritual». Nadie pierde su dignidad porque otro tenga una dignidad aún mayor. El desarrollo, la profundización y el avivamiento de cualquier virtud humana supone una lucha continua; y quizá en nuestros días esta lucha tiene que ser más resuelta y clara en el terreno de la pureza, que, al fin y al cabo, tiene que ver con nuestro cuerpo. En este punto, como en los demás, el Fundador del Opus Dei siempre fue muy realista. Los «pecados carnales», que en la conciencia de muchas personas de nuestro tiempo han perdido el carácter de pecado, pueden ser muy corrientes y quizá menos «abismales» que los pecados de frialdad, de soberbia, de abuso de poder, pero forman parte de las «pequeñas raposas» que asolan de forma fatal la viña; además, de ellos pueden surgir, como salen los conejos de la chistera del prestidigitador, todo tipo de aberraciones; es más, si no se evitan, a la larga no se podrán evitar aberraciones como la brutalidad, la mentira, la falta de responsabilidad y, finalmente, la apatía, el tedio y un hastío que lleva a odiarse a sí mismo y al mundo. Con un conocimiento claro de la naturaleza humana, Mons. Escrivá de Balaguer daba el siguiente consejo, que hoy en día algunos pueden tener por anticuado y superado, pero que siempre será cierto: ¡Hay que evitar la ocasión! «No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye!», dice el punto 132 de «Camino». Y, con la misma experiencia de la vida, se lee en el punto 131: «Nunca hables, ni para lamentarte, de cosas o sucesos impuros. -Mira que es materia más pegajosa que la pez...».

Es sabido que hay mujeres para las que nada es tan atractivo como los hombres que quieren vivir el celibato, que quieren ser sacerdotes o que ya lo son. No vamos a profundizar ahora en el tema. Sólo diremos que tampoco el joven Josemaría estuvo libre de tales acechanzas. Como cualquier persona joven, tuvo que superar las tentaciones. «Los santos -así escribiría más tarde en el punto 133 de "Camino"- no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. -Y vencieron». También Josemaría venció. En este terreno no hay nada sensacional que valga la pena mencionar. Tampoco en su vida posterior. «Nuestra castidad -confirmaría el sacerdote experimentado y maduro- es una afirmación gozosa, un triunfo, que nos da una paternidad maravillosa, muy superior a la de la carne. Y no tengamos miedo de decir que tenemos defectos. Las malas inclinaciones de nuestra naturaleza se sienten lo mismo a los veinte años que a los cincuenta» (25).