Muerte de un Prelado

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En Zaragoza, Josemaría estableció también sus primeros contactos con una gran ciudad que era, además, uno de los puntos cruciales de la historia de España y un centro económico y cultural. La ciudad había tenido importancia tanto para los romanos como para los visigodos y los árabes, a quienes el rey Alfonso I de Aragón se la había arrebatado en el año 1118.

Se convirtió así en capital del reino, y lo fue durante unos cuatrocientos años. Sin embargo, con la unificación (primero dinástica y después también constitucional) de Castilla y Aragón, y con la erección de Madrid como residencia y capital de la Monarquía española en el siglo XVI, Zaragoza perdió parte de su importancia política, lo que compensó con su elevación económica y cultural. Poseía una importante industria de la seda y, desde 1542, albergaba una de las universidades más renombradas de España, en la que, en octubre de 1960, se concedió al Fundador y Presidente General del Opus Dei el doctorado honoris causa de la Facultad de Filosofía y Letras.

Zaragoza es diócesis desde 1118 y archidiócesis desde 1318; es también la sede metropolitana de la provincia eclesiástica del mismo nombre, que comprende las diócesis sufragáneas de Barbastro, Huesca, Tarazona y Teruel; tiene, como dato curioso, dos iglesias episcopales con el mismo rango: la famosa Basílica mariana de Nuestra Señora del Pilar -un edificio barroco, cuya silueta, con las cuatro torres en las esquinas y sus once cúpulas, es famosa en todo el mundo- y la vieja Catedral gótica de La Seo, construida en los siglos XIV-XV, tras derribar la primitiva iglesia románica, edificada en el lugar que hasta entonces ocupara la mezquita mayor. En estas dos iglesias pasó Monseñor Escrivá muchas horas de oración, especialmente ante la imagen de la Virgen del Pilar, Patrona de la Hispanidad, muy venerada en España, a la que amaba con filial devoción. A Ella se encomendó cuando, en junio de 1946, partió para Roma con el fin de obtener la aprobación pontificia del Opus Dei, y al Pilar retornó una y otra vez; por ejemplo, en 1951, cuando peligraba la existencia de la Obra: el Fundador, en una situación casi desesperada, ponía toda su confianza en la Virgen, a la que ya había, acudido en Loreto y en Lourdes.

Desconocemos la fecha de las circunstancias exactas en las que el Cardenal Juan Soldevila y Romero, Arzobispo de Zaragoza, fijó su atención en Josemaría. Es de suponer que fuera en 1921 ó 1922: por esas fechas el Rector del Seminario ya había advertido que el «nuevo» seminarista, procedente de Logroño, destacaba entre sus compañeros, y es de suponer que en los informes que destinaba a Su Eminencia subrayara las cualidades humanas del joven Escrivá, su profunda piedad, sus resultados en los estudios y, en general, su influjo positivo en el ambiente del Seminario de SanFrancisco de Paula. En diversas circunstancias, cuando el Cardenal visitaba el Seminario o se encontraba con seminaristas en la Catedral, se dirigía a Josemaría preguntándole por su trabajo y por su situación; incluso, en algunas ocasiones, le invitó a visitarle, lo cual suponía un honor desacostumbrado (8). Además, no era corriente que el nombramiento como Superior tuviera lugar -como en el caso de josemaría- antes de recibir las órdenes menores (9). Y como sólo un clérigo podía ser Superior, el Cardenal-Arzobispo confirió personalmente la tonsura al joven seminarista (10) en la capilla del palacio arzobispal, el 28 de septiembre de 1922.

Este Prelado, que entonces contaba ya casi ochenta años de edad, es .una de esas figuras señeras que tanto abundan en la Iglesia en España; en Alemania se le podría comparar con un Cardenal Faulhabér o un Cardenal von Galen. Soldevila (11) nació en 1843, se ordenó sacerdote en 1867 y, desde 1875, fue Secretario del Obispo de Valladolid. En el entierro de la Reina María Cristina, en 1878, llamó la atención de su nieto, el Rey Alfonso XII, quien, aquel mismo, año, le nombró Predicador de Su Majestad. En 1889 pasó a ser Obispo de Tarazona y doce años después fue nombrado Arzobispo de Zaragoza; en 1919 recibió la púrpura cardenalicia. Más de: veinte años permaneció al frente de_ la provincia eclesiástica aragonesa; en ese tiempo se convirtió en uno de los representantes más insignes de la jerarquía en España. Uno de sus grandes amores era su patria chica adoptiva, cuya historia, arte y literatura hizo que sea_ investigaran; otro gran amor, unido inseparablemente al primero, era la Virgen del Pilar; con todos los medios a su alcance, difundió su devoción por toda España, consiguiendo que la basílica fuese erigida «Monumento Nacional» y se convirtiera en centro de culto para todo el país. Los disparos anarquistas que segaron en plena calle la vida del Cardenal, el 4 de junio de 1923, iban dirigidos contra un hombre que, como Obispo y como Senador, había trabajado incansablemente, durante más de veinte años, por el bien de la Iglesia, por los derechos de los obispos, por el fortalecimiento de la formación religiosa; un hombre que había luchado contra el anarquismo, el terrorismo y la debilidad del Gobierno, atrayendo hacia sí el odio de los sectores liberales y socialistas, ambos de tendencia antieclesial. Su asesinato no fue un acontecimiento aislado, sino un paso más en la larga cadena de hechos delictivos cometidos contra los contrincantes políticos o ideológicos; una cadena que se prolongaría durante un largo período de la Historia de España.

Aunque no sabemos las cosas concretas que pensó o dijo el joven seminarista a raíz de este asesinato, es de suponer que adoptara la misma postura que, como Fundador del Opus Dei, habría de mantener durante toda su vida. Es obvio que, ante el asesinato, su reacción debió ser de total desaprobación y repulsa, por lo que significaba de ofensa a Dios, ataque a la Iglesia y violencia, ya que siempre analizaba la esencia de los acontecimientos y de las tendencias, por ejemplo la justicia o la falta de justicia que expresaban. Por otra parte, Mons. Escrivá de Balaguer repetiría a menudo que él sólo era «un pobre sacerdote» que «no quería ni podía hablar más que de Dios». Este criterio -que fue un principio de su actuar- no significa en modo alguno indolencia respecto a los problemas y conflictos temporales, como me explicó en cierta ocasión su sucesor, Alvaro del Portillo: «Monseñor Escrivá de Balaguer era una persona que seguía siempre todo lo que pasaba en el mundo no sólo con interés, sino muy de cerca, participando en los hechos con alegría o con dolor, e incluso apasionadamente, cuando se referían a ciertos temas de relevancia para la Iglesia. Y de estas cuestiones hablaba con gran claridad. Sin embargo, nunca se expresaba en público respecto a los aspectos meramente temporales de los acontecimientos actuales, no porque no tuviera interés, sino porque hubiera deshecho el Opus Dei, cuya naturaleza es meramente espiritual» (12). Además, dando de lado los hechos opinables, y en especial la política, quería evitar cualquier sospecha de intentar influir de alguna manera sobre las opiniones personales en asuntos temporales de los miembros del Opus Dei. Su preocupación por la libertad personal le llevaba a callar (13). A este delicado respeto a la libertad en cuestiones políticas opinables sabía unir, sin embargo, un gran afán de urgir a los cristianos para que en la vida social fueran coherentes con su fe; para que, por ejemplo, defendieran la libertad (la de los demás y la suya propia) en todos los sectores (la libertad religiosa, la libertad de enseñanza y de prensa, etc.), la santidad del matrimonio y de la familia, el derecho a la vida desde su concepción y tantos otros valores de raigambre cristiana (y de ley natural) y de gran repercusión social. Al referirse a estos temas, Josemaría Escrivá de Balaguer decía con gran fuerza que hablar de ellos no era «meterse en política», sino mostrarse coherente con la ley de Dios y con el Magisterio de la Iglesia. Esa misma coherencia hacía que tuviera una gran sensibilidad para estigmatizar todo género de violencias, de lucha de clases, de siembra de odios.