Seminarista en Zaragoza

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Las diferencias entre la vida ciudadana de los años veinte y la de nuestros días carecen de importancia si se comparan con las existentes entre un Seminario de aquella época y uno tae hoy. Y no sólo en España, sino también en los demás países europeos y americanos donde se forman sacerdotes, Alemania incluida. Los que comenzaban a andar entonces por el camino que les llevaría a la ordenación sacerdotal se apartaban durante varios años de la vida civil y laical de los de «fuera», con sus comodidades, libertades, preocupaciones y peligros.

Cuando un joven recibe la llamada al sacerdocio sabe que, en el futuro, gracias a un especial resello divino -el Sacramento del Orden-, actuará in persona Christi. Sabe que cuando celebre la Santa Misa -centro y raíz de la vida cristiana, como enseña la fe católica- revivirá lo esencial del sacerdocio de Cristo: la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. Ésa es la razón última por la que ese futuro sacerdote decide identificarse, mediante el celibato, con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. El seminario se preocupaba de proporcionarle un ambiente adecuado para alcanzar ese fin: una vida de piedad con frecuentes prácticas ascéticas, cierta disciplina interna y externa, oración, estudio, orden...

Josemaría vivía en el Seminario de San Francisco de Paula, que estaba en el gran edificio del Seminario Sacerdotal de San Carlos (1), y acudía diariamente, con los otros seminaristas del San Francisco, a las clases de la Universidad Pontificia, que estaba en la plaza de La Seo, en el Seminario de San Valero y San Braulio.Los seminaristas del San Francisco vestían sotana, sobre la que llevaban una túnica negra, sin magas, y una beca roja con el escudo metálico del Seminario. Tras levantarse, hacían media hora de oración y asistían a la Santa Misa en la iglesia del Seminario de San Carlos.

Después del desayuno salían para asistir a las clases. Iban por algunas calles interiores, más o menos paralelas al Coso, hasta salir a la plaza de La Seo, por detrás de la Catedral. Al terminar las clases de la mañana, volvían al Seminario para la comida.Por la tarde, tras un rato de recreo o de descanso, volvían a la Universidad Pontificia y, al regresar, merendaban y tenían un largo rato para el estudio, que se partía para rezar el Santo Rosario y hacer un rato de lectura espiritual. A eso de las nueve de la noche cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y hacían el examen de conciencia.Los jueves por la tarde salían de paseo, juntos, en dos filas, acompañados por el Inspector. Los domingos salían los que tenían parientes en Zaragoza. Josemaría iría tal vez a la casa de don Carlos Albás, un hermano de su madre, que era entonces canónigo arcediano de la diócesis, aunque quizá mantuviese cierta distancia con él, porque no había aceptado bien el fracaso económico de su cuñado, el padre de: Josemaría. De hecho, no acudió a su entierro en Logroño, en 1924, y tampoco asistió a la primera Misa que su sobrino celebraría en 1925.

Todos los meses tenían un retiro espiritual en el Seminario y anualmente hacían ejercicios espirituales (2).

¿Cómo hemos de imaginarnos a Josemaría, joven seminarista en Zaragoza? ¿Cómo era el ambiente en el que vivía? No podemos separar los dos aspectos. Al clero diocesano llegaban, en primer lugar, jóvenes procedentes de familias numerosas y, entre éstas, sobre todo, de origen campesino. La mayoría de los seminaristas que estudiaban con josemaría procedían de algún pueblo o pequeña ciudad; eran personas sencillas, en su mayoría hijos de alguna familia campesina aragonesa. Por una parte, eran muchachos no deformados, sanos, fuertes, piadosos y creyentes, sin más, llanamente; pero, por otra, eran personas de escasa formación, poco refinadas, ruda, con ideas sencillas respecto a su futuro y a veces descuidadas en su aspecto exterior. Josemaría se salía de lo corriente, no porque se lo propusiera, sino porque sin quererlo, poseía sus propias cóstumbres. Cada día se lavaba de pies a cabeza, lo que llamaba la atención y hacía que entre los seminaristas surgieran dudas sobre si llegaría a ser clérigo, porque, según parecía, «tenía cualidades» para otras profesiones (3). Además, gozaba de una buena formación, era ingenioso y de humor chispeante y dominaba el lenguaje, por lo que sorprendía a sus colegas con epigramas serios o satíricos en los que vertía sus comentarios. La buena educación que había recibido y su seguridad natural para comportarse en púbico se unía con una piedad sencilla y sincera, con unos profundos, conocimientos teológicos y jurídicos y con un gran calor humano. Todo esto le otorgaría en el futuro una gran autoridad natural, en el trato con altos representantes del Estado y de la Iglesia, con personalidades de la aristocracia, de la economía y de la financia; en esto los testimonios son unánimes.

Es patente que Josemaría, ya a sus veinte años, tenía esta capacidad de irradiación. Si se considera su vida, es fácil darse cuenta de que era muy difícil permanecer indiferente o neutral cuando se le trataba. Poseía en modo extraordinario el don de atraer a las personas y de conducirlas hacia Dios a través del camino de la amistad, una amistad que nunca dejaba enfriar y que nunca daba por perdida. Ese acercar a los demás a Dios podía producirse en cosa de pocas horas e incluso de minutos. Se han dado casos de decisiones instantáneas de entrega plena. Algunos permanecieron durante mucho tiempo o para siempre en posiciones más alejadas (4). Otros, y también esto es natural, se separaron de él y se marcharon, en uso legítimo de su libertad. Pero hay una actitud que no se daba nunca: permanecer a su lado con indiferencia.

«Chocas con el carácter de aquél o del otro... -se lee en "Camino"-. Necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta» (5). Tampoco Josemaría lo era o, mejor dicho, no todos reconocían su valor, porque no todos saben distinguir a simple vista el oro del latón o del metal dorado. Sus calificaciones seguían siendo, como en el bachillerato, excelentes; la mayoría de los profesores le estimaba; y el que alguno se equivocara alguna vez al dar su opinión sobre él, ¿qué importancia tiene? «Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues no te santificarías» (6). Los demás seminaristas le apreciaban: veracidad, humor, deseos de ayudar... son características que citan con frecuencia en sus recuerdos. Se le quería y, en secreto, también se le admiraba, lo cual no quiere decir que no hubiera lugar para la envidia o para la repentina crispación de alguno. En cierta ocasión Josemaría tuvo una disputa con otro seminarista, que le había ofendido; llegaron a las manos; el otro «empezó». No conocemos más detalles: sólo sabemos que a Escrivá se le impuso un castigo, que lo aceptó, y que su contrincante, treinta años más tarde, siendo capellán de un hospital en Jaén, le escribió una emotiva carta pidiéndole perdón.

El hecho no produjo ninguna merma en la consideración general hacia josemaría. Al omienzo del tercer curso en Zaragoza, en el otoño de 1922, se le confió uno de los dos cargos de Superior. Esto suponía un cambio de situación: habitación propia, un fámulo (lo que en el ejército se llamaría un «ordenanza»), más libertad personal para entrar o salir. Aunque seguía siendo un estudiante como los otros, según el reglamento era un Superior con derecho a dar indicaciones y con el deber de supervisar los trabajos de los demás, de acompañar a los seminaristas en el camino de la Universidad o en los paseos y de cuidar que se guardara la disciplina del Seminario. Evidentemente, esto acarreaba ciertas dificultades y ex¡ la tacto y prudencia. De repente, un joven estudiante pasa a ser un «superior»; come en una mesa especial, se le sirve, se le recoge la habitación, se le hace la cama, y tiene que conseguir que ese compañeros cumplan sus órdenes, sin dejar por eso de ser su compañero.

En Zaragoza, Josemaría prendió no sólo Teología y Derecho, sino también el arte de dirigir a los hombres. El tiempo que pasó como Superior en el Seminario de San Francisco fue para él un tiempo en el que aprendió a', usar de la autoridad. Desde el principio comprendió que se basa en la honradez, en la ecuanimidad de una actitud recia, en el dominio de sí mismo y en el justo medio entre la rigidez y la elasticidad; y, sobre todo, en el propio ejemplo, la abnegación personal y callada y la humildad interior. Todas estas cualidades formaban parte de su propia naturaleza, pero sólo gracias al trato continuo con Dios, a la oración, a la penitencia, a la Eucaristía, llegaron a desarrollarse plenamente. Zaragoza se convirtió en un paso decisivo en este camino. El nuevo Superior no se dejaba «mimar», «no daba... importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido»  (7).