8. Horas de dificultad

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

En los años duros de la postguerra española, Álvaro saboreó enseguida la amargura de la contradicción, que se cernía sobre el Fundador del Opus Dei. Pero no le faltó tampoco algún pequeño problema en el ámbito familiar.

Don Ramón del Portillo había muerto sin llegar a conocer el pleno significado del trabajo de su hijo en el Opus Dei. Doña Clementina comprendió enseguida el alcance de esa dedicación, y estuvo siempre muy contenta con el camino de Álvaro. Durante la contienda civil, en Burgos, trató más intensamente al Fundador, al que admiraba como un celoso sacerdote, gran amigo de su hijo y de toda la familia. Se fiaba completamente de él, ya desde los días del Madrid en guerra, y le resultó relativamente fácil entender la novedad del Opus Dei.

Terminada la conflagración, Álvaro le habló ‑pudo ser hacia octubre de 1939, al regreso de su destino militar en Olot‑ de que se iba a vivir a la residencia universitaria promovida por don Josemaría Escrivá en la calle Jenner de Madrid: ahí recomenzaría el trabajo cultural y apostólico iniciado en la casa de la calle Ferraz, completamente destruida durante la guerra. Doña Clementina no le puso la menor dificultad, aunque le costaba la separación física de su hijo, en momentos no fáciles para la familia, especialmente desde el punto de vista económico.

Por aquellos días, también ella -viuda relativamente joven‑ debía rehacer su vida en Madrid. Su hijo mayor, Ramón, se había independizado; Paco y Pilar iban a casarse enseguida; Angel y Pepe, militarizados, estaban fuera de la capital de España, y Tere y Carlos eran aún pequeños. Había pensado apoyarse en Álvaro. Por si fuera poco, sentía por él un cariño especial, según el recuerdo de Carlos:

"-¡Era tan bueno, tan cariñoso y servicial con todos, especialmente con los pequeños!"

Además, pronto comenzaron a llegarle cartas anónimas, con un denominador común: Álvaro había sido embaucado por un sacerdote heterodoxo, y corría un gravísimo peligro de condenación eterna. Doña Clementina llegó incluso a recibir la visita de un religioso -de una institución dedicada a la enseñanza-, que le insistió en el riesgo que se cernía sobre su hijo, y le manifestó su estupor de que un joven con las cualidades de Álvaro se hubiera dejado influir por aquella gente. Se había desatado la que Mons. Escrivá calificaría, con expresión de raigambre evangélica, como contradicción de los buenos.

Doña Clementina contestó al religioso que conocía muy bien a aquel sacerdote y a su propio hijo; y lo despidió. Pero las habladurías continuaban. Ella no conseguía entender por qué. En ocasiones -evoca Pilar del Portillo-, Álvaro la abrazaba, y le reiteraba que llegaría a comprenderlo.

Entretanto, Álvaro estaba muy pendiente de los problemas familiares, que en buena medida eran económicos. A doña Clementina le preocupaba mucho que Carlos, el hijo más pequeño, no estuviera centrado en el colegio: había perdido el hábito de estudio durante la guerra, y no conseguía recuperarlo. Hasta que un día ‑debió de ser en 1941-, el Fundador del Opus Dei y Álvaro plantearon a doña Clementina la conveniencia de que Carlos pasara interno una temporada en algún centro de prestigio; la Obra se encargaría de pagar lo que costase, aunque en aquella época atravesaba también situaciones de mucha penuria. Pero el Beato Josemaría y Álvaro lo consideraron una clara obligación de caridad. Carlos continuó entonces el bachillerato en el Colegio de Nuestra Señora de Lecároz, que los Padres Capuchinos llevaban con notorio prestigio junto a Elizondo (Navarra). Y se rehízo por completo.

Allí recibió en 1944 la noticia de la inminente ordenación sacerdotal de su hermano Álvaro. Y comenzó a comprender algunos cambios que había advertido en su madre meses atrás. Cayó en la cuenta de que la había visto dedicada a bordar, por vez primera en su vida. Las explicaciones que daba a sus hijos pequeños, Tere y Carlos, no acababan de convencerles:

"‑Es que... ¡estoy recordando viejas costumbres mexicanas!" "-Es que estoy recordando los bordados que aprendí de joven". Al fin supieron que bordaba un alba para la ordenación sacerdotal de Álvaro. En cuanto conoció la noticia, doña Clementina se puso contentísima, al ver hecho realidad uno de los grandes deseos de su vida: tener un hijo sacerdote. Fue un gran motivo de felicidad, aunque, no mucho tiempo después, el desarrollo apostólico del Opus Dei exigiera que Álvaro abandonase definitivamente Madrid.

Don Álvaro sobrellevaba cualquier problema con suavidad y paciencia, fiado en la gracia de Dios. Sin perder su proverbial sosiego, fue un hombre valiente ‑incluso, lanzado-, que se crecía ante los obstáculos. Reflejaba externamente la paz de un luchador nato, respetuoso con los demás, nada agresivo, pero profunda y perseverantemente recio. Su vida resistía bien la comparación con la metáfora, tomada del Beato Josemaría Escrivá, que usó para hablar de la lucha por la santidad: "Las tareas agrícolas requieren esfuerzo, tenacidad, paciencia... Hay que clavar la reja del arado en tierra, abonar y regar; hay que proteger las plantas de la helada o del excesivo sol, y luchar contra las plagas... Una vida de trabajo duro, de brega silenciosa, con frío y con calor, con lluvia o con sequía, antes de recolectar los frutos".

Encarnación Ortega relataba una anécdota de sus años como Secretaria central del Opus Dei. El Cardenal Tedeschini le contó que un día presentó a dos Monseñores a don Álvaro. Al marcharse, comentaron al Cardenal que la mera presencia de don Álvaro infundía paz. Y se sintió obligado a precisarles:

"-Pero, cuando se trata de defender a la Iglesia o a la Obra, las defiende con la fuerza de un león".

Demostró con creces su reciedumbre humana y su fortaleza sobrenatural, a lo largo de tantos años junto al Fundador del Opus Dei, en los que abundaron los problemas. Se lo comentó Mons. Escrivá de Balaguer a Pilar del Portillo:

"-¡Cuántas dificultades ha tenido que superar tu hermano Álvaro! ¡Cuántas incomprensiones! ¡Cuántas fatigas! ¡Cuántos problemas económicos!"

Desde su nombramiento como Secretario General del Opus Dei en 1940, don Álvaro fue el principal apoyo para el Fundador, también cuando se desató la contradicción de los buenos. Así se comprueba en la carta ya mencionada, que el Beato Josemaría le escribió desde La Granja (Segovia) el 25 de septiembre de 1941. Aquella mañana el Fundador había ofrecido la Misa por el Papa y "luego de la Consagración, sentí impulso interior (segurísimo, a la vez, de que la Obra ha de ser muy amada por el Papa) de hacer algo que me ha costado lágrimas: y, con lágrimas que me quemaban los ojos, mirando a Jesús Eucarístico que estaba sobre los corporales, con el corazón le he dicho de verdad: 'Señor, si Tú lo quisieras, acepto la injusticia'. La injusticia ya imaginas cuál es: la destrucción de toda la labor de Dios. Sé que le agradé. ¿Cómo me iba a negar a hacer este acto de unión con su Voluntad, si me lo pedía? Ya otra vez, en 1933 ó 1934, costándome lo que sólo El sabe, hice otro tanto."

En el alma de don Álvaro se grabó a fuego desde el comienzo una idea central del Beato Josemaría: "si el Opus Dei no es para servir a la Iglesia, que sea destruido, que desaparezca". Y convirtió su existencia en un crescendo de amor y servicio a la Iglesia y a la Obra. Desde esa perspectiva radical, cumplió infinidad de encargos del Fundador, ante los Obispos españoles ‑incluso siendo aún seglar-, y se ganó su amistad y afecto. José María Hernández de Garnica le preguntó si no le imponía ese tipo de cometidos, que exigían transmitir a eclesiásticos de gran autoridad lo que le había indicado el Fundador. Álvaro le explicó la raíz de su fortaleza:

"-Me acuerdo de la pesca milagrosa y de lo que dijo San Pedro: In nomine tuo, laxabo rete. Pienso en lo que me ha dicho el Padre y sé que, obedeciéndole, obedezco a Dios".

Como es sabido, la intervención de Dom Aurelio M. Escarré, Abad de Montserrat, resultó decisiva ante las contradicciones que el Opus Dei sufrió en Barcelona casi al comienzo de la postguerra. En línea de comunión eclesial, y en su deseo de conocer aún mejor el significado de la nueva fundación, el Abad Escarré invitó a Álvaro del Portillo a pasar la Semana Santa de 1943 como huésped de la Abadía, junto con varias personas relevantes de Barcelona. Su presencia, en calidad de Secretario general del Opus Dei, constituyó sin duda otra demostración pública de reconocimiento y aprecio por parte de los benedictinos de Montserrat, tan importantes en Cataluña.

La persecución desatada contra la Obra y su Fundador, fue compatible con su creciente prestigio eclesial. De hecho, muchos obispos diocesanos invitaban al Beato Josemaría a predicar ejercicios espirituales para su clero o para sus seminaristas. Algunos -por ejemplo, Mons. Marcelino Olaechea- dejaban por escrito su entusiasmo y su gratitud por el gran bien que el Beato Josemaría hacía a sus diócesis. En ese contexto, Álvaro tomó una iniciativa que le retrata: supo provocar con picardía y fue recogiendo los comentarios de prelados y superiores religiosos con sus opiniones sobre aquellas tandas de ejercicios; reunió así un espléndido material por si lo necesitaba para defenderle de tanta acusación injusta. No hizo falta, pero esos documentos han quedado para la historia -así lo expresaba don Álvaro- como "testimonios muy próximos cronológicamente a los hechos que describen; en aquellas circunstancias, tienen el gran valor de ser palabras muy sentidas y espontáneas".

Aunque no dejase de poner los medios aconsejados por la prudencia, bien pronto se persuadió de que "las dificultades son para probar nuestra fidelidad al Señor, que tiene que ser total, absoluta, indiscutida". No se movía por las primeras impresiones. A la vez, prevenía contra el mayor escollo: el amor propio, la soberbia; y animaba a luchar para vivir la humildad de no buscar excusas, ni excusarse. Estaba convencido de que la ayuda de Dios es siempre proporcionada a las necesidades de cada alma, según las circunstancias del momento.

En aquellos tiempos difíciles, quedó vacunado contra los desánimos. Y a lo largo de toda su vida, propuso el ejemplo claro del Fundador, que superó, ya en los años treinta, adversidades mucho mayores que las que en ningún sitio se pudieron presentar después. En ese contexto, empleaba una metáfora tomada de las matemáticas:"-Siempre os planteo la misma ecuación: a mayor dificultad, más gracia de Dios. El cociente de esta división es la buena voluntad, y ésa sí que tenemos que darla entera".

Pero don Álvaro rara vez hablaba de esos problemas, y menos aún de la contradicción de los buenos, a pesar de la reacción heroica del Beato Josemaría; aunque me hacía considerar -ya en 1976- que los miembros del Opus Dei tenían el derecho -y la obligación- de conocer lo sucedido, porque era carne de la carne, vida de la vida, del Fundador. Desde que comenzó la contradicción, Mons. Escrivá indicó a los miembros de la Obra que no comentasen entre ellos las insidias para que, ni por asomo, ni de lejos, pudieran faltar a la caridad mínimamente. Pero para don Álvaro eso no justificaría en el futuro estudiar o juzgar esos sucesos con la frialdad de quien analiza un mero hecho histórico ajeno, que no compromete la propia vida.Supo combinar la energía de espíritu y la suavidad en el corazón, como expresaba en 1944 Mons. Leopoldo Eijo y Garay, el día de la ordenación sacerdotal de don Álvaro. Estaba muy contento. Incidentalmente, recordó la contradicción que la Obra había sufrido, como "señal de predilección divina que el Señor había permitido para sacar mucho bien". Y, a este propósito contó una conversación con don Álvaro tiempo atrás. Había surgido un asunto difícil y delicado, y el Fundador se encontraba fuera de Madrid. Álvaro le llamó por teléfono para informarle, y el Beato Josemaría le dijo que hablara con don Leopoldo e hiciera lo que le indicase. Le expuso el caso sin pasión, objetivamente, sin rencor, según rememoraba el Obispo de Madrid. Durante aquella entrevista, don Leopoldo expresó su temor de que algunos más jóvenes pudieran reaccionar con enfados poco sobrenaturales. Pero se quedó completamente tranquilo cuando Álvaro le manifestó:

"-No se preocupe, Sr. Obispo. Nosotros vemos que esto es algo que permite Dios para que, con el sacrificio que nos manda, seamos mejores; y estamos contentos porque cuando un buen cirujano quiere hacer una buena operación, escoge un buen instrumento; y el Señor ha querido utilizar un bisturí de platino para esta contradicción".

"-He de reconocer -concluía don Leopoldo- que me impresionó esta contestación. De forma que el que debía dar ánimos y consejo, fue el que recibió una lección y quedó confortado".

Don Álvaro aclaró que esa frase se la había oído muchas veces al Fundador, y el Obispo insistió:

"-Más mérito aún, pues se ve que había aprendido muy bien el espíritu del Padre, y es de buenos hijos seguir las consignas y orientaciones del propio Padre; ¡de tal palo tal astilla!"

Había transcurrido más de un año desde que, el 14 de febrero de 1943, el Señor hiciera ver al Beato Josemaría la solución, también jurídica, que permitió la ordenación sacerdotal de miembros del Opus Dei. El 25 de mayo, en plena guerra mundial, Álvaro marchó a Roma, para presentar y apoyar ante la Santa Sede ‑junto con la documentación indispensable, y de acuerdo con las indicaciones de Mons. Escrivá- la petición del nihil obstat para la erección jurídica de la que sería el 8 de diciembre de ese año Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Durante el vuelo, coincidieron con aviones de guerra, que bombardearon un barco. El pasaje se asustó, pero Álvaro continuó impertérrito, según evocaba en 1976:

"-Yo tenía la seguridad de que no pasaría nada, porque llevaba los papeles. No se me pasó ni una vez por la cabeza que podían echar el avión abajo".

Estuvo en Roma hasta el 21 de junio. El día 4 de ese mes, fue recibido en audiencia por el Papa Pío XII, a quien pudo explicar con detenimiento la realidad del Opus Dei. Por ese tiempo, informó también y estableció buenas relaciones con diversas personalidades de la Curia Romana: con Cardenales, como Maglione, Secretario de Estado, Tedeschini, La Puma, Vidal y Barraquer, Marchetti-Selvaggiani, Pizzardo; y con Monseñores que ocuparían un papel destacado en la historia de la Iglesia, como Montini, Ruffini y Ottaviani. Muchos de ellos conocían ya la Obra a través de Salvador Canals y José Orlandis, que habían llegado a Roma en noviembre de 1942 para realizar estudios de postgrado en ciencias jurídicas y, a la vez, cursar Teología en el Angelicum.

Según narra en sus Memorias de Roma en guerra, José Orlandis acompañó a Álvaro en muchas de aquellas visitas y entrevistas. A su juicio, "aquellos hombres de la Curia Romana, curtidos por una larga vida de servicio eclesial, escuchaban a Álvaro del Portillo con respeto y profundo interés, precisamente porque su larga experiencia les permitía captar en toda su hondura, tanto la dimensión humana y sobrenatural de su interlocutor, como la trascendencia que la 'novedad' que les exponía habría de tener para el futuro de la Iglesia y del mundo".

El Papa Pío XII quedó bien impresionado de Álvaro, según los ecos que llegaron a José Orlandis por diversos conductos: "El 28 de junio, cuando ya había regresado a España, el Cardenal Tedeschini me dijo que el Papa le habló especialmente de aquella visita. Varios meses después, el 27 de diciembre, Mons. Montini confirmaba que el Pontífice guardaba un gran recuerdo de su conversación con Álvaro del Portillo".