7. En Madrid y desde Madrid

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Una vez desmovilizado del Ejército, Álvaro se convirtió en el principal colaborador del Fundador del Opus Dei, especialmente desde su designación como Secretario General en 1940.

Mientras terminaba sus interrumpidos estudios de ingeniero de caminos, le ayudó activamente en la dirección y el impulso de las actividades apostólicas, en Madrid y en diversas capitales españolas. Participó a fondo en la formación de las personas que se incorporaban a la Obra en buen número. Además, en medio de tantos estudiantes, era uno de los pocos que podía conseguir con su trabajo profesional los medios económicos indispensables en cualquier empresa apostólica. Y, por si no era suficiente, pronto se desataría una encarnizada campaña de calumnias contra el Opus Dei y su Fundador, que hizo más urgente disponer de un cauce canónico para la Obra. En esos años intensísimos, el Beato Josemaría recibió de Álvaro un apoyo sin fisuras: fue sillar, saxum, roca.

Dios lo quiso así: inicialmente el Fundador no había pensado en él, sino en otro. Pero comentaba a veces, en ausencia de don Álvaro, que se lo encontró. Y, con su respuesta afirmativa permanente, se mostró la persona capaz de intuir, abordar y resolver los asuntos más delicados o difíciles en plena sintonía con el Beato Escrivá.De hecho, comenzó a llamarle saxum, término que aparece por escrito ya en una carta fechada en Burgos el 23 de marzo de 1939, cincuenta y cinco años exactos antes del fallecimiento de don Álvaro:

"Jesús te me guarde, Saxum.

"Y sí que lo eres. Veo que el Señor te presta fortaleza, y hace operativa mi palabra: saxum! Agradéceselo y séle fiel, a pesar de... tantas cosas (...) ¡Si vieras, qué ganas más grandes tengo de ser santo, y de haceros santos!"

En otra carta, del 18 de mayo siguiente, cuando Álvaro tenía veinticinco años, el Fundador le aplicaba estas bellas y poéticas palabras: "Saxum!: ¡qué blanco veo el camino ‑largo- que te queda por recorrer! Blanco y lleno, como campo cuajado. ¡Bendita fecundidad de apóstol, más hermosa que todas las hermosuras de la tierra! Saxum!"

Poco antes, el 10 de febrero, el Beato Josemaría acudió a Cigales. Se conserva la cuartilla manuscrita, con el guión de la meditación que les dirigió aquel día. El primer punto era éste: "Tu es Petrus,... saxum -eres piedra,... ¡roca! Y lo eres, porque quiere Dios. A pesar de los enemigos que nos cercan,... a pesar de ti... y de mí... y de todo el mundo que se opusiera. Roca, fundamento, apoyo, fortaleza,... ¡paternidad!"

Don Álvaro fue un interlocutor cualificado, auténtica roca, fundamento fuerte que sirvió de apoyo al Fundador del Opus Dei en circunstancias ordinarias y en hitos cruciales del camino teológico y jurídico. Mons. Escrivá de Balaguer subrayó algunas veces, cuando no estaba presente don Álvaro, que había "sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal; muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria". Expresamente lo reconocía el 14 de noviembre de 1972, en La Lloma (cerca de Valencia):

"-Don Álvaro es un hijo fidelísimo, como vosotros. Don Álvaro ha puesto muchas veces las espaldas para que no me dieran a mí, y él ha recibido con una sonrisa los palos, las injurias, incluso recientemente..."

Lo sintetizó también don Javier Echevarría a Pilar Urbano: "A don Álvaro le veo eclipsado siempre, en un segundo plano desde donde pudiera ver, oír y atender a nuestro Padre: mirándole, incluso físicamente, con el deseo de aprender de él. Y eso, a pesar de sus magníficas dotes humanas, con las que se llevaba a la gente de calle. Sin lisonjas, en justicia, tengo que decir que don Álvaro, por su espléndida inteligencia, por su amplia cultura, por su exquisita educación, por su capacidad de relación social, por la altura de su pensamiento, por la profundidad de su vida interior, y por una larga serie de virtudes morales que vivió con heroísmo, ha sido un gigante. Y sé que no exagero. Sin embargo, yo le he visto siempre pendiente del Fundador, secundándole en todo, para ayudarle a hacer el Opus Dei. El fue un fiel ejecutor de lo que el Fundador indicó" (en revista Época, Madrid, 2-V-94).

Empezó a destacar enseguida -probablemente desde los días de la Legación de Honduras durante la guerra civil española- su permanente identificación con el Beato Josemaría, que podía parecer intuitiva: bastaba un gesto, media palabra del Fundador, para que Álvaro supiera a qué atenerse. Y todo, con una gran confianza y respeto, envueltos en delicadeza y buen humor. No ocultaba su profunda convicción de estar en la tierra sólo para ayudar a quien Dios había elegido para fundar el Opus Dei.En enero de 1948, le acompañó en el primer viaje al Santuario de Loreto. Después de rezar en la Santa Casa, Mons. Escrivá de Balaguer le preguntó:

"-¿Qué has dicho a la Virgen?"

Don Álvaro contestó con un deje de pillería:

"-¿Quiere que se lo diga?"

Ante la insistencia, explicó:

"-Pues le he repetido lo de siempre, pero como si fuera la primera vez. Le he dicho: te pido lo que te pida el Padre".

Como Secretario general del Opus Dei en el Madrid de los años cuarenta, hacía cabeza entre los demás, cuando el Fundador estaba fuera. Le correspondió secundar muchos asuntos para el desarrollo de las tareas de apostolado, pero también asumir la responsabilidad en momentos dolorosos, como la muerte de la madre del Beato Josemaría, doña Dolores Albás, ocurrida el 22 de abril de 1941 mientras el Fundador predicaba a sacerdotes en Lleida: le tocó comunicarle la dolorosa noticia, y dirigir la organización de los planes hasta la llegada del Padre, a las dos de la madrugada del día siguiente.

Muchos años después, me impresionó la humildad con que don Álvaro se refirió a algunas circunstancias de ese duro suceso. Aquel día de 1941 hizo una cosa no habitual: se quedó toda la noche trabajando en el piso que se utilizaba entonces como sede de un Centro del Opus Dei, en la calle Martínez Campos de Madrid. Quería terminar una tarea pendiente, para que el Fundador pudiera tenerla a su regreso. Se trataba de pasar a máquina, en un papel couché muy bueno, el Reglamento de la Obra, que había recibido la aprobación diocesana. Álvaro dictaba a Ricardo Fernández Vallespín, que vivía en aquel Centro y, además de arquitecto, era un excelente mecanógrafo: se requería gran precisión, porque en ese tipo de papel no se podían borrar las erratas; una sola equivocación exigía repetir la página. Al acabar, ya en la madrugada, se echó en la cama un par de horas, por consejo de Ricardo; luego hizo la oración, y se fue a Misa. Cuando llegó a Diego de León, la Abuela había muerto.

Don Álvaro relataba esa escena, para confirmar que la enfermedad no era grave: por eso el Beato Josemaría había decidido acudir a Lleida. Además, si la situación no hubiera sido normal, Álvaro, que era cabeza del Opus Dei en Madrid en ausencia del Fundador, habría permanecido trabajando en Diego de León, donde vivía también ella.En esos recuerdos de don Álvaro afloraba su cariño y agradecimiento hacia la Abuela. No ocultaba sus sentimientos. Su sosiego no era imperturbable ni insensible. Justamente, a ella le cautivó ese rasgo de su personalidad: cuando veía su rostro arrebolado, comentaba con un punto de ironía:

"-Eres de buena calidad; pareces hijo mío".

Porque ella era de tez blanca, fina, no pálida -tenía ese color por naturaleza, aunque también se arreglaba-, y se ponía colorada enseguida: y a eso le llamaba ser de buena calidad.

En los años cuarenta, el trabajo apostólico de Álvaro fue intenso. No voy a detenerme en detalles de la expansión del Opus Dei por tierras de España terminada la contienda civil. Sólo quiero acentuar la presencia de Álvaro en los viajes, limitados por las dificultades de carreteras y vías férreas tan malparadas tras el conflicto bélico. Así, en los primeros días de junio de 1939, acudió a Valencia. El 28 de diciembre estaba en Zaragoza, desde donde marchó a Barcelona y luego a Valencia. De nuevo estará en Zaragoza el 18 y el 25 de febrero, el 3 y el 29 de marzo de 1940; en esta última ocasión, continúa luego con el Fundador a Barcelona y Valencia, como también, luego, el 12 de mayo, aunque el 14 están otra vez en Zaragoza. En el primer viaje a Barcelona, busca a Rafael Termes, antiguo compañero del cursillo de alférez provisional en Burgos, y charla detenidamente con Alfonso Balcells, al que había conocido meses antes en Burjasot. Los dos, Rafael y Alfonso, pedirían después la admisión en el Opus Dei. El 29 de junio llega de nuevo a Barcelona, con José Luis Múzquiz: en esa fecha ya se ha alquilado el pisito -El Palau- que acogerá al primer Centro del Opus Dei en la ciudad condal.

En los relatos disponibles, los protagonistas subrayan sobre todo -no podía ser de otra manera- la impresión profunda que les causó el Beato Josemaría. Álvaro, como otros miembros antiguos de la Obra, queda en segundo plano. Pero su acción era también decisiva, como recuerda Teodoro Ruiz, que charló por vez primera con el Fundador en Valladolid durante un viaje en enero de 1940:

"-Cuando volví de traer a un amigo, estaba don Álvaro hablando con detalle de la vida de piedad que se vivía en esa labor de apostolado, insistiendo en el trato con Dios a través de la oración y de los sacramentos. Una vida espiritual intensa, pero procurando no hacer cosas raras, sin llamar la atención, sin ostentaciones. Una piedad sólida, pero evitando actuar cara al exterior. Que esto lo aconsejara un sacerdote, ya era una novedad; pero que lo dijera un señor normal y corriente que estaba acabando Ingeniería de Caminos -en España, por entonces, era la aristocracia universitaria-, le hacía ir a uno de sorpresa en sorpresa". Desde luego, se movía así por la enseñanza y el ejemplo recibidos del Beato Josemaría, pero resultaba admirable la profundidad con que los había asimilado.Teodoro Ruiz ha relatado también una anécdota expresiva del temple de Álvaro del Portillo. Sucedió durante uno de esos viajes a Valladolid al comienzo de los años cuarenta. Un día, iba un grupo de estudiantes camino de la catedral, para asistir a la Misa que celebraría el Fundador del Opus Dei. Con gran sorpresa de todos, Álvaro le consultó:"-Padre, si no le parece mal, yo me voy a oír Misa por mi cuenta a otra iglesia".

Teodoro no lo entendió hasta que el propio Josemaría Escrivá le explicó el motivo: así Álvaro facilitaba que "nadie se sintiera coaccionado a ir en grupo a la Santa Misa".

Otra faceta de la dedicación de Álvaro por aquellos años cuarenta fueron los viajes en que acompañó al Fundador, con la finalidad de visitar a los Obispos españoles para informarles de la labor de la Obra. Se daban auténticas palizas: viajaban sin apenas detenerse, en un coche malo y por carreteras deshechas, con baches enormes, secuelas de la guerra civil. Además, desde que diagnosticaron la diabetes al Beato Josemaría, cuando llegaba la hora de la inyección de insulina, paraban donde estuvieran, y pedían el favor de que les dejasen pasar a una habitación o local adecuado.

Se forjó así, en esos viajes, la bien documentada amistad de Mons. Escrivá de Balaguer con el episcopado español. De esa relación cordial participó también Álvaro. Así sucedió enseguida con Mons. Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid. Consta su gran admiración al Fundador del Opus Dei. Pero no iba a la zaga su afecto por Álvaro. Carlos del Portillo testimonia que don Leopoldo aconsejó un día a su madre, doña Clementina, que guardase bien los recuerdos de su hijo Álvaro, porque el día de mañana lo verían en los altares...

Fue grande, sin duda, el aprecio y hasta admiración que le manifestaba don Leopoldo. Sólo así se explica el tono de alguna carta, en la que le pide excusas, algo increíble si se piensa en lo que significaba entonces, para los aspectos formales del trato, ser Obispo de Madrid-Alcalá. Así comenzaba su carta del 27 de enero de 1943: "Queridísimo Álvaro: / Más vale tarde que nunca. Hace una porción de tiempo que debí mandar a V. el recibo de las mil pesetas que, con fecha 2 de febrero de 1942, me envió para los suburbios, por encargo del Padre [así solía referirse también don Leopoldo al Fundador del Opus Dei]; sin duda alguna, que le será muy conveniente para justificar sus cuentas. Perdóneme tanto retraso".

Las relaciones entre ambos estuvieron llenas de cordialidad y buen humor, como denotaban las bromas que don Leopoldo le gastaba cuando, ya presbítero don Álvaro, comenzó a fumar por sugerencia del Fundador del Opus Dei, al advertir que no fumaba ninguno de los tres primeros sacerdotes de la Obra. La opinión general sobre el tabaco era distinta de la actual, y el Beato Josemaría quería asegurar la libertad de los futuros presbíteros de la Prelatura. Lo cierto es que resaltaba mucho la falta de práctica de don Álvaro durante sus frecuentes visitas a Mons. Eijo, un empedernido fumador. Después de liar los cigarrillos, el obispo ofrecía fuego a don Álvaro, quien, en vez de aspirar, espiraba, y apagaba la cerilla o el encendedor. Entonces don Leopoldo le decía con su proverbial guasa:

"-Pero, Álvaro, ¿usted chupa o sopla?"

Juan Antonio González Lobato ha relatado otra escena expresiva de esa amistad, que debió de suceder ya entre 1946 y 1948. Don Álvaro había viajado de Roma a Madrid, y se puso enfermo: tuvo que guardar cama en el Centro del Opus Dei situado en la calle Villanueva. Juan Antonio, que vivía allí, atendió una tarde una llamada teléfonica del familiar del Obispo de Madrid. Le dijo que no podía ponerse, porque estaba en cama. Cuando lo supo don Álvaro, le rogó que le ayudara a disponer bien la habitación, porque intuyó que don Leopoldo iría a verlo, como efectivamente sucedió. El Obispo de Madrid-Alcalá se encerró con don Álvaro, y estuvieron mucho tiempo hablando, mientras Juan Antonio y algún otro acompañaban fuera al familiar.

En aquellos años intensos que siguieron a la guerra española, Dios no dispensó a Álvaro de la enfermedad, como en tantos momentos de su vida. Apenas trasladado a vivir a la residencia de Jenner, comenzó a padecer dolencias de hígado. Se lo oí comentar a propósito del cariño de la madre del Fundador, que le preparaba comidas apetitosas:

"-Una vez me hizo un ponche muy rico, a base de leche, yema de huevo, jerez y azúcar. Es una cosa estupenda, pero ni ella ni yo nos dimos cuenta de que al hígado le sienta como un tiro. Me lo tomé, y enseguida lo vomité. Luego le dije a la Abuela: -¡Qué pena, Abuela, con lo bueno que estaba!"

No mucho después, sufrió una inflamación en la cara. El médico aconsejó que le aplicaran compresas de agua muy caliente. Las preparó Carmen Escrivá con agua hirviendo. Teodoro Ruiz recuerda su asombro al ver cómo se aplicaba sin decir nada aquellos paños húmedos abrasantes.

No he podido comprobar si el Fundador se refería a estas dolencias, cuando escribía a Álvaro desde La Granja el 25 de septiembre de 1941. Ya al final de la carta, le preguntaba: "¿Cómo sigue Isidoro? ¿Fueron a ponerle la inyección? ¿Han comprado las medicinas para ti?"

Y, en medio de tantas y tan diversas actividades, Álvaro se comportaba con una grande y normal naturalidad que, sin embargo, traslucía presencia de Dios, oración continua, unidad de vida en cualquier circunstancia, madurez espiritual. A Teodoro Ruiz, en su primera conversación con él, le sorprendió también la soltura, aplomo y espontaneidad con que un estudiante de ingeniería hablaba de la oración y de los sacramentos, sin superficialidad ni beaterías. Sus palabras resultaban convincentes, atractivas, novedosas. Sobre todo, porque se intuía que no se trataba de algo teórico, sino de vivencias personales:

"-Se veía que era hombre de fe práctica y firme, que se alimentaba con una piedad recia, a base de mucha oración y sacramentos y de una tierna devoción a la Santísima Virgen".