4. Algunas aficiones

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Cuando terminó su etapa de colegio, a tenor del álbum familiar, el porte externo de Álvaro denotaba una sobria distinción, que arropaba bien a su afable sociabilidad. En las fotos de época se le ve con ternos bien cortados, cuellos almidonados al gusto de los tiempos, y corbatas elegantes y clásicas. Su bigotillo rubio aparece como un chispeante contrapunto de la penetrante y acogedora lumbre de sus ojos azules. Su aspecto refleja el atractivo de un joven bien plantado, acorde con el ambiente propio de una familia acomodada: lo que se espera de quien va a ser un hombre de mundo...

Y se comprende que sus aficiones fueran también normales, naturales, espontáneas.

Álvaro manifestó pronto gran inclinación a la lectura. De ahí debe de proceder, y no sólo de los maestros, su facilidad de pluma y su brillante estilo. También, esa ciencia inconfundible con que el lector consumado e infatigable da un primer vistazo a la novedad que acaba de llegar a sus manos. He presenciado muchas veces la escena, y pensaba siempre que ese modo rapidísimo de abrir el libro -y hojear el índice, el prólogo, las citas a pie de página, la bibliografía- reflejaba los hábitos de un buen intelectual.

En el Colegio del Pilar se cuidaba la formación cultural de los alumnos. Por ejemplo, en 1924 acudió Juan de la Cierva Codorniú, antiguo alumno, para explicarles su descubrimiento del autogiro. No dejaban de hacer frecuentes excursiones y viajes culturales. Ya en 1929, los alumnos -también Álvaro- acudieron a Barcelona con motivo de la Exposición Universal.

Desde muy pequeños, leían libros de interés. Don Álvaro se refirió en Dublín, ya en 1987, a La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson, a propósito de que había encontrado otra isla llena de riquezas: Irlanda, "la isla de los santos".

Me hizo gracia su respuesta, durante una tertulia con gente joven en Castelldaura (Barcelona) en 1989. Entre otras canciones, cantaron La Gavina. Y uno le ofreció la traducción de la letra:

"-Hijo mío, no hace falta, que entiendo el catalán. A los catorce años, ya había leído el Blanquerna de Ramón Llull".

Recordaba -al cabo de tanto tiempo- poemas y frases de autores clásicos, y los citaba espontáneamente en tertulias familiares o en su predicación. En ocasiones, utilizó estrofas de las conocidas coplas de Jorge Manrique, para urgir en la pelea por vivir las virtudes cristianas en medio del mundo, y asegurar así también el camino definitivo hasta el Cielo. A propósito del apostolado, solía comentar que la gente está esperando, como aguardaba Lázaro en el sepulcro la voz de Jesús para levantarse. Y mencionó alguna vez los versos finales de una Rima de Gustavo Adolfo Bécquer, Del salón en el ángulo oscuro, que hablan del arpa callada, olvidada y cubierta de polvo en ese rincón: "¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas, / como el pájaro duerme en las ramas, / esperando la mano de nieve / que sabe arrancarlas! / ¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio / así duerme en el fondo del alma, / y una voz, como Lázaro, espera / que le diga: '¡Levántate y anda!'"

Empleaba pasajes de Cervantes, Quevedo o Calderón de la Barca, para insistir en la humildad o rechazar como meros sueños los ideales que no influyen en la conducta. O acudía al ¡todos a una!, reacción unánime de los habitantes de Fuenteovejuna, según el clásico drama de Lope de Vega, dentro del Siglo de Oro español, para subrayar la necesidad de ayudarse unos a otros en la lucha decidida por la santidad cristiana. Quedaba claro el contenido únicamente espiritual y apostólico de esa profunda cohesión. Fueron las primeras palabras que le oí en abril de 1989, a su regreso de Nairobi: le había alegrado conocer que esa frase ‑"todos a una"‑ era bien familiar a los hombres de Kenia, pues usan mucho una expresión equivalente -"harambee"-, para unificar un movimiento: por ejemplo, así gritan los pescadores al llevar las barcas hacia la playa.

También -todo hay que decirlo- citaba versos o frases más o menos ingeniosas de autores de nota, simplemente para alegrar las tertulias, sin especial pretensión didáctica o ascética, o por puro sentido del humor: así, cuando repetía dichos o poemas de Quevedo, no exentos de picardía.

Fue muy deportista, lo que cuadraba con su carácter. Como contó don Javier Echevarría a Pilar Urbano, para la revista Época de Madrid, 2 de mayo de 1994, "había practicado mucho la natación, el jockey, el cross, el tenis, la equitación, el fútbol".

No era fácil imaginarlo de entrada, para quienes le conocimos tantos años después. Siempre pendiente de los grandes temas, o de lo que interesaba a los demás, resultaba difícil descubrir, incluso en la convivencia diaria, las aficiones de don Álvaro. Daba la impresión de que había ido renunciando a todo, para estar disponible a la Voluntad de Dios y al servicio de la Iglesia. La vida diaria junto al Fundador del Opus Dei le llevaría a dejar entre paréntesis sus inclinaciones humanas. Durante años, si hizo algún ejercicio físico, se limitó a pasear o a jugar a las bochas, acompañando a Mons. Escrivá.

Pero, cuando estudiaba en el Colegio del Pilar de Madrid ‑afirmaba José María Hernández de Garnica-, "en el equipo de fútbol de su clase era un defensa duro y noble, muy temido por los delanteros contrarios". Y, quienes coincidieron con él en el Ejército, ya en 1939, recuerdan que le gustaba mucho montar a caballo.

Le encantaba también el mar. En los años setenta, caminando a primera hora de una tarde festiva por el puerto de Avilés, nos gastó la broma de acercarse a un carguero, aparentemente abandonado, y subir de un salto a la cubierta. Estoy seguro de que, si le hubiéramos propuesto acudir a un lugar poco concurrido, se habría lanzado de buena gana a nadar en las aguas frescas del Cantábrico.

Confirma esta antigua afición el comentario incidental de don Javier Echevarría a Pilar Urbano, a propósito de un viaje en barco que hicieron con el Fundador del Opus Dei desde Nápoles a Cádiz en 1968: "a don Álvaro le ilusionaba porque 'estar en alta mar ‑decía- relaja muchísimo'".

La primera vez que le vi con una raqueta de tenis en la mano ‑en 1976-, me llamó la atención su buen estilo: el modo de empuñarla, la amplitud de los movimientos del brazo antes de dar los golpes, la búsqueda del lugar apropiado para devolver la bola... Se notaba también la falta de práctica, después de tanto tiempo... Pero no había perdido el temple del buen deportista. Ciertamente, según pasaban los años, le costaría cada vez más el deporte y los paseos que le recomendaban los médicos: conmovía comprobar cómo luchaba, para realizar dignamente ese ejercicio físico, incluso cuando no le apetecía nada, o muy poco. Vencía la inercia con espíritu deportivo..., y lo ofrecía a Dios, mientras por fuera gastaba bromas a los acompañantes.

Así lo vi, hasta su último verano, en 1993. Lo anoté, en concreto, un día nublado y frío, muy poco grato: a media mañana, el termómetro marcaba 13º. Después de la merienda, don Álvaro planteó si habría o no paseo vespertino:"

-Lo que quiera el Padre", contestó don Javier Echevarría, que acababa de ponerle unas gotas de colirio en los ojos, recién operados de cataratas. Don Álvaro respondió rápidamente:

"-Podemos quedarnos aquí charlando".

Don Javier repuso:

"-Al Padre le conviene andar".

Y don Álvaro replicó con el gesto de quien se siente vendido:

-"Ah, bueno, eso es otra cosa".

Otros días de ese verano de 1993, le salían espontáneamente expresiones para defenderse, cuando don Javier Echevarría o don Joaquín Alonso recordaban de modo impersonal la hora de cambiarse de ropa y ponerse en camino:

"-Por mí no os privéis".

O bien:

"-Os perdono el paseo".

O, en fin, la frase de resonancia más bien castrense, cuando alguien planteaba posibles consultas a los médicos en esta materia deportiva:

"-El que pregunta se queda de cuadra".

Pero al final, en serio y en broma, don Álvaro atendía los consejos y cuidaba su forma física, necesaria para servir a los demás. Pero no dejaba de sentir en el fondo de su alma cierta pena ante la obsesión por el deporte y la salud ‑casi culto al bienestar corporal- que descubría en este tiempo nuestro. Y a veces gastaba bromas con ese motivo, especialmente a don Joaquín Alonso, como si quisiera marcar distancias ante su vitalidad desbordante, especialmente a la hora del jogging.

Un día conté que había leído la noticia de un médico, que sufrió un infarto al correr bien de mañana por la playa de la Concha, en San Sebastián.

"-¿Ves, Joaquín?", comentó en el acto don Álvaro. Y don Joaquín repuso:

"-Pero le podía haber dado el infarto en otro lugar, corriendo para alcanzar el autobús..."

"-Claro, Joaquín -apostilló don Álvaro-, corriendo..."

Carlos del Portillo cuenta que, por los años treinta, su hermano Álvaro era muy aficionado a la fotografía. Describe cómo le hizo unas fotos, poniéndole en varias posiciones, mientras le insistía en que no se moviera: el resultado -bien sorprendente entonces para él- fue un positivo en que aparecía dándose la mano a sí mismo.

Nada me había hecho pensar en esa afición, pero, cuando lo supe, comprendí la fruición con que don Álvaro repasaba las fotos que recibía ‑por ejemplo, de la ceremonia de una ordenación sacerdotal de fieles del Opus Dei-, y sus comentarios precisos a propósito de algunas menos acertadas.

Sí sabía, en cambio, que se aficionó a los toros desde joven, siguiendo la tradición familiar. Le he oído narrar detalles plásticos de cómo acompañaba de niño a su padre a la calle Victoria, junto a la Puerta del Sol en Madrid, para comprar billetes y abonos. A veces tomaban luego un pepito, en un bar de esa calle o del inmediato Pasaje Matheu: era entonces novedad gastronómica creada por el dueño de uno de aquellos locales; se llamaba Pepe, y servía unos bocadillos de ternera frita, que se conocían por el nombre castizo de su creador -Pepito-; tuvieron tanto éxito que se difundieron por todas partes, hasta hoy.

Antes de ser del Opus Dei, en alguna ocasión Álvaro alquiló con sus amigos una placita de toros, para lidiar unos becerros... Ya en la madurez de la vida, recordaba bastante bien a los toreros más famosos de aquella época. Y, en su conversación habitual, utilizaba de tarde en tarde expresiones del lenguaje taurino, que también son modos de decir relativamente frecuentes en España.

En junio de 1976, le oí evocar con espontaneidad la figura de Mons. Escrivá de Balaguer: aunque se consideraba a sí mismo, por humildad, la pata de la mesa con la que Dios escribía, la verdad es ‑manifestaba don Álvaro- que el Señor se recreó en la suerte al formar su personalidad.

Con el Fundador de la Obra compartía la esperanza -por la misericordia de Dios y la oración de sus hijos- de poder saltarse el purgatorio a la torera cuando Dios le llamase a su presencia. También del Beato Josemaría Escrivá había aprendido a aguijonear la libre iniciativa de los miembros del Opus Dei, ante el inmenso panorama apostólico en el mundo contemporáneo. Animaban a cada uno a lanzarse, sin permanecer como arrinconado: nadie podía ver los toros desde la barrera; al contrario, debían lanzarse al ruedo, bajar a la arena, para estar presentes en las más diversas tareas humanas y en las organizaciones oficiales o privadas.

Desde luego, ante las tareas apostólicas no cabían respetos humanos ni miedo al qué dirán, porque un cristiano se pone el mundo por montera. No hay obstáculos para un hombre enamorado de Dios: también las dificultades se saltan a la torera. Además, se añadía la intercesión del Beato Josemaría Escrivá: desde el Cielo, como antes en la tierra, echaría un capote, con su cariño y su comprensión. Había que insistir, cuando inicialmente se pinchaba en hueso. Y, aunque lo propio era afrontar los problemas -ir derechos al toro‑, sin excusas ni eufemismos -agarrar el toro por los cuernos-, no faltaban circunstancias en que se imponía una larga cambiada.

En mayo de 1983, don Álvaro mantuvo infinidad de tertulias en México. Encargó al Vicario Regional, Rafael Fiol, que le avisara del tiempo que llevaban, para cumplir puntualmente los planes. Cuando el Consiliario cumplía ese encargo, don Álvaro comentaba, con un símil taurino familiar también en tierras mexicanas:

"-Le he dicho que me dé tres avisos. Al tercero, ¡al corral!... Todavía queda uno".

Buen conocedor de estas aficiones y, sobre todo, de la brega diaria de don Álvaro, Mons. Escrivá estampó esta dedicatoria en un ejemplar de Camino, allá por 1949: "Para mi hijo Álvaro, que, por servir a Dios, ha tenido que torear tantos toros".