Niñez en Barbastro

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Tomemos un año cualquiera, por ejemplo 1912. Josemaría tiene diez años. Su nombre completo es José María Julián Mariano: así se lo impusieron en el Bautismo, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción -la Catedral de Barbastro-, cuatro días después de su nacimiento, el 9 de enero de 1902. Por entonces, José y Dolores Escrivá formaban un matrimonio joven en edad y como esposos: él tenía treinta y cuatro años, ella veinticuatro; se habían casado en 1898. Su primera hija, Carmen, nacida en 1899, viviría hasta 1957 y, sin pertenecer al Opus Dei, cumpliría la misión de ayudar de manera singular a su hermano en la tarea que Dios le había encomendado.

La familia crecía con rapidez... y con la misma rapidez volvía a empequeñecer. Hoy en día, por lo menos en nuestros países occidentales, casi no podemos imaginarnos lo que significa una elevada mortalidad infantil; pero entonces casi no había familia en la que la muerte no entrara en el cuarto de los niños; en ocasiones, repetidas veces. Después de Josemaría, habían nacido tres niñas: en 1905, María Asunción, que no llegaría a cumplir los nueve años; en 1907, María Dolores, que murió en 1912, y en 1909, María del Rosario, que sólo vivió nueve meses. Dios exigió no sólo de los padres dolor y entrega a su Voluntad en grado máximo; de seguro que a Josemaría también se le grabó en lo más profundo de su alma este temprano encuentro con el dolor y con la muerte, que acompañaron su niñez entre los ocho y los once años. «Como las hermanas habían ido falleciendo por edades -de menor a mayor-, Josemaría decía que entonces le tocaba a él» (3). Una impresión comprensible en un chico de once años, pero que debía rasgar el corazón de su madre, quien le contó que, a la edad de dos años, ya había estado enfermo de muerte y desahuciado por los médicos, y que ella y su padre, en su angustia, le habían ofrecido a la Virgen de Torreciudad; le había dicho también que, después de su curación, habían hecho una romería llevándole en brazos a la antigua y querida ermita en la que se veneraba su imagen, por lo que estaba bajo su especial protección. Años más tarde, en cierta ocasión, añadió: «Para algo grande te ha: dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo» (4).

José Escrivá era comerciante: copropietario de la casa «Sucesores de Cirilo Latorre», una sociedad que se había constituido en 1894; se dedicaba al negocio textil y marchaba bastante bien.

En 1902 se liquidó el negocio en su forma originaria, es decir, como «Sucesores de Cirilo Latorre», y se constituyó una nueva sociedad llamada «Juncosa y Escrivá. Sucesores de Cirilo Latorre». Sus copropietarios eran don Juan Juncosa y don José Escrivá, que un decenio más tarde se encontraban prácticamente en bancarrota.

Esta situación repercutió con toda su fuerza sobre José Escrivá, porque era una persona confiada, sin segundas intenciones, profundamente íntegra, incapaz de imaginar cualquier argucia o comportamiento dudoso en los negocios y también de cualquier tipo de astucia personal. Todas estas cualidades se reflejaban en su cara: las fotos nos muestran un señor de mediana estatura y aspecto distinguido, en el que llaman la atención la frente clara y alta, y la nariz fina y recta. El atrevido bigote con sus puntas hacia arriba y un aire de bondad y de humor en los ojos y en la boca le dan un aspecto juvenil y abierto. «Era un hombre emprendedor, trabajador y muy honrado; lleno de bondad, de paciencia y de rectitud; alegre, elegante, sincero, generoso -"era muy limosnero", solía decir el Fundador del Opus Dei refiriéndose a su padre-; cariñoso y atento con todos, se mostraba especialmente amable con sus dependientes; vivía una recia piedad a la Eucaristía, al Señor Crucificado, a la Virgen Santísima; era muy devoto del rezo del Santo Rosario» (5). Su absoluta corrección y una confianza casi infantil en la honradez (para él un supuesto absoluto) de cualquier persona hacía que, aunque fuera un comerciante laborioso, careciera de defensa contra personas calculadoras y astutos comerciantes. Si a esta condición se unen circunstancias desfavorables, como unas letras vencidas o un retroceso en las ventas, la catástrofe en los negocios puede surgir con gran rapidez. Y en 1913-14 se llegó a esta situación: la bancarrota y la liquidación del comercio «Juncosa y Escrivá», con todas las consecuencias negativas que la sola palabra comporta y que tan bien conocemos por las novelas de Balzac: se produce primero un descenso repentino del nivel de vida, relativamente fácil de soportar si afecta a todos, pero muy amargo si recae, digamos que «selectivamente», en uno solo. Luego viene el hundimiento en el ambiente social; el «fracasado» cae en el aislamiento y muchos conocidos y amigos se distancian: ya no les interesa el trato con «personas arruinadas».

Todo esto lo tuvieron que soportar los padres de Josemaría Escrivá: la situación humillante de un revés en el negocio, la pobreza personal, la necesidad de despedir a los empleados y a los criados, la liquidación del comercio y el traslado de Barbastro... El quinquenio entre el fallecimiento de la pequeña María del Rosario, en 1910, y el traslado de la familia, ya sólo con dos hijos, a Logroño, fue un continuo calvario. Y tampoco en años sucesivos la suerte externa favoreció a los padres de Josemaría.

En medio de esta época de dolores internos y de preocupaciones económicas se celebró la Primera Comunión del pequeño Josemaría; la recibió el 23 de abril de 1912, fiesta de San Jorgel' que era la fecha acostumbrada en la región. Con sus diez años, era uno de los más jóvenes, pues aunque el Papa Pío X habí" impulsado, con los decretos correspondientes, que los niños rec - bieran la Comunión a los siete años, estas medidas se iban estableciendo lentamente. Los padres de Josemaría, sin embargo, se dieron cuenta del gran provecho que suponían las nuevas normas y quisieron que su hijo recibiera lo antes posible el Santísimo Sacramento.

Los hijos de los Escrivá iban creciendo en un ambiente de piedad natural y de normalidad. Sus padres les habían enseñado a acudir con confianza al Señor, a la Santísima Virgen y a los Santos: en ellos encontraban auxilio, fortaleza y esa protección que también le daban sus padres, que constituían su mejc'r ejemplo en el trato con Dios. Todo esto se desarrollaba en un ambiente de fe y de paz, sin ningún ribete de exageración o de envaramiento, porque sus padres sabían algo que hoy tendemos a olvidar: que las manos del niño que saben sostener el primer biberón también son capaces de unirse para orar. El pequeño Josemaría había aprendido las oraciones propias de los niños, el Rosario y la «Salve», y, de vez en cuando, había podido acompañar a sus padres a Misa, con su hermana Carmen. A los seis o siete años había ido por primera vez a confesarse; su madre, que le había preparado, le llevó a sú propio confesor, un buen escolapio (6), y le acompañó hasta el miss, mo confesonario. «Me quedé muy contento -recordaba el Fundador del Opus De¡ a sus setenta años de edad-, y siempre me da alegría recordarlo» (7). Monseñor Escrivá no se cansó nunca de hablar de la importancia capital del Sacramento de la Penitencia para todos los cristianos, también para los niños. Cuando, en 1975 estando en Venezuela, le preguntaron por la Confesión de los niños, que hoy en día, como la Confesión en general, no es que, tenga muy buena prensa, contestó: «Llevad a los niños a Dios antes de que se meta en ellos el demonio. Creedme, les haréis un gran bien. Yo lo digo por experiencia de miles y miles de almas, y por experiencia mía personal» (8). Y poco después, en Roma, se refirió de nuevo a este punto: «¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás.

¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más» (9).

Como preparación al gran día de la Primera Comunión, aprendió, con ayuda de su madre, el catecismo para niños. También este punto es de importancia capital para una vida cristiana. Sin conocer el contenido de la fe, sin saber cuáles son sus fundamentos intemporales, eternamente válidos, y sus principios fundamentales, es imposible vivirla, seguir a Jesucristo y ganar a otros hombres para la fe. Durante toda su vida, el Fundador del el Opus Dei subrayó la necesidad del conocimiento de la doctrina de la fe para la salvación, de aceptarla «ex auctoritate Eclesiae» y de transmitirla a todos los hombres. «También nosotros -escribía en 1953- encontramos a nuestro paso, en tantas ocasiones, la más desoladora ignorancia religiosa, que nos exige un profundo y continuado apostolado de la doctrina. Y esto no sólo entre los paganos de nuestro tiempo, sino aun entre no pocos que se ofenderían si no se les llamara católicos» (10). Le preparó para hacer la Primera Comunión un viejo escolapio, «hombre piadoso, sencillo y bueno», según recordaba Mons. Escrivá. «Él me enseñó la oración de la comunión espiritual: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos» (11). Es difícil imaginarse que se pueda perder un hombre que tenga impresas en su corazón estas palabras, aun cuando haya olvidado y perdido todo lo demás.

Los testigos concuerdan en que el pequeño Josemaría era un niño alegre, normal, de desarrollo armónico, ni «mimado» ni «libre de dolores». No hay niñez sin dolor; cualquier crecimiento lo produce. ¿Qué sucede en el interior de un chico de once años que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el1 fallecimiento de una hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio? De Lenin sabemos que, a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. «Al caer en la cuenta de que Dios no existía -escribe su amigo' Lepeschinski-, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí» (12). Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio,un camino que acarreará terribles consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal. Pero da mucho que pensar un pequeño episodio que recuerda la Baronesa de Valdeolivos: Entre los juegos de niños, les gustaba especialmente hacer castillos con naipes. Una tarde -debió ser entre julio de 1912 y octubre de 1913, pues ya habían muerto dos de las hermanitas-, «absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: "Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira"» (13). Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de comprender a Dios y,' sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esta posibilidad. El pequeño Josemaría se apartó del terrible «abismo negro» al que se lanzó el joven Lenin. Una y otra, innumerables veces, el Fundador del Opus Dei alabó luego la Cruz como instrumento de salvación, como camino que tiene que andar -y que desea andar- el que tiene amor a Dios y a los hombres, porque no hay otro camino para encontrar la raíz de la alegría. Para él, el dolor era «la piedra de toque del Amor» (14); y en una meditación del añ .. 1967, decía: «Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las majos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones,las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos, a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y' que nos tomen por necios» (15).

Años más tarde limpió la capa del polvo y de azúcar con la que habían recubierto esa Cruz: y la mostró a miles y miles de cristianos corrientes en su integridad, con el madero duro y con aristas. =~Una Cruz que vuelve a ser visible y por ello atrayente. Una Cruz que se enraizó en el corazón de Josemaría cuando aún era un nino.

El joven Josemaría recibió los fundamentos de su formación en el colegio de los Escolapios. Allí enseñaban unos diez religiosos y gozaba de buena fama, aunque no lo frecuentaran muchos chicos, ya que por aquel entonces eran relativamente pocos los que llegaban a la enseñanza superior, sobre todo en una localidad pequeña como Barbastro. Estos colegios privados estaban bajo la supervisión estatal, por lo que cada curso era necesario que los alumnos hicieran los exámenes finales en un Instituto. En este caso, tenían que viajar a la capital de la Provincia, a Huesca, y más tarde a Lérida. Josemaría cursó los tres primeros años del bachillerato en Barbastro, entre 1912 y 1915. Se le describe como sereno y poco revoltoso, muy «estudioso y reflexivo»; «ni bullicioso ni hosco y muy bien educado» (16). La edición local del semanario «Juventud» de marzo y de junio de 1914 nos da algunas informaciones sobre sus calificaciones escolares: obtuvo notas especialmente buenas en Aritmética y Geometría, en Geografía de España, en Latín y en Religión. Según comentaría a menudo, en su juventud se había sentido vivamente atraído por las Matemáticas, el Dibujo y la Arquitectura (17). Y hay que decir que, en el curso de los años cuarenta a setenta, más de un edificio recibiría «su impronta arquitectónica»; basta pensar en los edificios de la sede central del Opus Dei en Roma o en el Santuario mariano de Torreciudad. Los restantes años del bachillerato, o sea el cuarto, quinto y sexto, los cursó en el Instituto Nacional de Logroño, ciudad a la que la familia Escrivá se traladó en 1915.