3. La primera juventud

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Álvaro del Portillo completó su formación humana y cristiana en el Colegio de Nuestra Señora del Pilar, que los Marianistas regentaban en la calle Castelló, nº 50, de Madrid.

Por algunos rasgos de su temperamento, apuntaba más bien enérgico. En un boletín de notas del colegio, el profesor avisó por escrito a los padres: "Se dibuja algo brusco". Y don Ramón apostilló:

"-¿Cómo que se dibuja? ¡Se esculpe!", tan convencido estaba del fuerte carácter de su hijo.

Por aquella época debió de hacer un buen disparate en el colegio, porque un profesor, don Genaro, lo agarró de los pies, boca abajo, y lo sacó a una ventana de la clase, mientras le decía con mucha gracia, pues era hombre simpatiquísimo:

"-Si lo vuelves a hacer, te suelto".

Siempre que oí a don Álvaro recuerdos del colegio, mencionaba su gratitud a tantos buenos maestros, que habían contribuido a su formación intelectual y a la práctica de la fe que recibió en el bautismo. Sólo he conseguido retener el nombre del profesor de Caligrafía, Eduardo Cotelo, autor de libros y cuadernos muy difundidos en el primer tercio del siglo XX. Andando los años, dio alegría a don Álvaro saber que el Fundador del Opus Dei había utilizado también en su colegio cuadernos de Eduardo Cotelo.

Antiguos compañeros, ya entrados hoy en años, recuerdan aún la figura de Álvaro, con quien compartieron tantos afanes en las aulas o en los patios del Pilar, cuando cursaban la enseñanza primaria y el bachillerato. Algunos no acaban de explicarse por qué no se les ha borrado de la memoria, aunque comprenden que pueda parecer sorprendente, especialmente si le trataron sólo durante la época escolar. Piensan que la razón estriba en la impresión que dejó en ellos su hombría de bien, su auténtica bondad.

Entre esos antiguos alumnos del Colegio está Alberto Ullastres, Catedrático en la primera Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Madrid, que sería Ministro de Comercio en 1957 y desarrollaría luego una amplia labor diplomática en Bruselas como Embajador de España ante la Comunidad Europea. Se acuerda de Álvaro del Portillo, a pesar de que Alberto era de un curso superior. Más bien suele suceder lo contrario, en todo caso: que los alumnos de cursos inferiores se fijen en algunos que van por delante. Pero, durante una larga temporada, los cursos de Alberto y Álvaro coincidieron día a día a la hora del recreo. Alberto iba casi siempre al fútbol, en una zona hacia arriba del patio. En la parte opuesta, otros se divertían jugando a la pelota en las paredes de frontón. Más o menos en una franja central, quedaban los intelectuales, los que -y esto no significa que no fueran aficionados al deporte- preferían dedicar ese tiempo libre a charlar de temas interesantes... Alberto Ullastres piensa que Álvaro tenía unos noventa compañeros, a los que él ha olvidado casi por completo:

"‑Han pasado más de 65 años", me decía el 6 de febrero de 1995, excusándose de no poder aportar más pormenores. Pero -me repetía- "no me explico cómo tengo tan grabada la imagen de Álvaro charlando con los demás, con aire reposado y tranquilo, mientras yo estaba dándole al balón en los campos de fútbol".

Otro compañero recuerda perfectamente el día que le conoció en octubre de 1922, recién llegado al Pilar, su primer colegio:

"-Me destinaron a la clase de Elemental, que era la anterior a la de ingreso, y me senté tímidamente en la fila de pupitres que había más cerca de la ventana, creo que en la penúltima fila. A mi izquierda estaba un niño de ocho años, como yo, algo gordito, sonriente, de aspecto bondadoso y simpático. Se llamaba Álvaro del Portillo.

"Me dieron un libro de lecturas, y yo no sabía qué había que hacer. Abrí tímidamente el libro y miré por encima del hombro a Álvaro para ver lo que estaba leyendo. Era la descripción del león, escrita por el famoso naturalista francés Buffon. Como no conocía las costumbres de mi nuevo Colegio, pensé que debía ser obligatorio leer aquello, y me adentré en las agudas descripciones del famoso naturalista: tan agudas como inapropiadas para la mente de un niño, porque me produjeron, a los pocos minutos, un aburrimiento tremendo. Pero, a pesar de todo, siguiendo el comportamiento de mi vecino de pupitre, que debía ser 'veterano' en el Colegio, seguí leyendo".

Se forjaron así hondas amistades. Muchos tienen grabada la sonrisa de Álvaro, "un niño bueno al que le gustaba ayudar a los demás". Todo, con gran normalidad, porque un profesor apuntó una vez, en el boletín de notas escolares de Álvaro: "payaso". Ninguno sabe el origen de ese calificativo. Imaginan que debió de tratarse de una broma infantil que a algún profesor más severo del Colegio no le haría gracia. Álvaro ‑concluye uno de ellos- era "un niño alegre, cariñoso y simpático; algo travieso y 'payaso', como todos los niños".

"Los que le hemos conocido en el colegio -escribió José María Hernández de Garnica, alumno de un curso superior- le recordamos como un maravilloso compañero de gran nobleza de carácter y de gran valentía".

Se le daban bien los idiomas: facilitó mucho el desarrollo de su aptitud natural la decisión paterna de buscar unos profesores, que acudían a diario a casa. Muchos años después, don Álvaro recordaba a sus profesoras de inglés, Mrs. Hodges; de francés, Mlle. Anne, y de alemán (Mons. Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, me facilitó los dos primeros nombres, pero no consiguió acordarse del último).

Desde pequeño, según evoca Pilar del Portillo, se advertía la gran capacidad intelectual de Álvaro. Pero no se daba ninguna importancia por sus cualidades: por ejemplo, "dibujaba muy bien, pero no alardeaba. Al contrario, era profundamente sencillo y de una grandísima humildad".

Por lo demás, sacaba buenas notas. Pasaba muchas horas de la tarde estudiando, junto al balcón, en el cuarto que compartía con sus hermanos Pepe y Angel. Comenzó el bachillerato en 1924 y lo acabó en 1931.

Quienes le trataron de joven, coinciden en una triple faceta de su carácter: normalidad, simpatía, continuidad al cabo de los años. De hecho, por su modo de comportarse externamente, cuando le veían tiempo después como ingeniero, sacerdote, Monseñor, Obispo..., descubrían el mismo trato natural, idéntica mirada abierta, igual interés por ellos que tanto tiempo atrás.

Profunda y acogedora resultaba ciertamente la mirada de sus ojos azules, apenas ocultos tras los cristales transparentes de las gafas. Pude advertirlo en su madurez: a veces, mientras charlábamos en tertulia familiar, con un ligero movimiento ‑espontáneo, rapidísimo‑ elevaba sus pupilas hacia lo alto, como si comentase en silencio al Señor su impresión de lo que le contábamos o le pidiera por las personas y labores apostólicas de las que se hablaba. Luego, un rápido gesto de la mano sobre la frente, y de nuevo podíamos contemplar la cordialidad de su rostro. También cuando llegaba el tiempo de oración, a solas con Dios, o al celebrar la Misa, la mirada se recogía, pero no se apagaba: tenía un particular y sereno encendimiento.

Álvaro era inteligente y ordenado. No le gustaban las improvisaciones. Más bien se le veía reflexivo, prudente. Una prima, por línea paterna, Isabel Carles Pardo, señala además que no era nada precipitado. Si le preguntaba o pedía algo que no podía resolver en el acto, contestaba:

"‑Bueno, me lo pensaré".

Pero no se trataba de excusa, ni de indecisión dubitativa, ni de un simple ganar tiempo, sino de capacidad de reflexión, de serenidad activa: porque no se olvidaba, sino que actuaba luego, con gran paz. Al contrario: en cuanto veía claro lo que debía hacer -a veces, en el acto- se ponía en marcha. Siempre, con sosiego, sonriente, viviendo y dando paz.

Tenía un aspecto externo simpático, cálido, atractivo. El Cardenal Angel Suquía, Arzobispo de Madrid, que le había conocido en 1938, lo recordaba como "un joven universitario apuesto y agradable". Y añadía: "era un hombre esencialmente bueno, entrañable en su conversación, muy prudente, y muy alegre y animoso. No recuerdo haber salido nunca de estar con él sin más alegría que antes de haber entrado".

Recibió la primera Comunión el 12 de mayo de 1921 cuando era alumno del Colegio del Pilar. La ceremonia no se celebró en la capilla de ese centro educativo, sino en la parroquia de la Concepción, en la calle Goya: aquel día, comulgaron por vez primera ciento diez chicos y dos chicas.

Desde entonces, recibió a Jesús Sacramentado con mucha frecuencia, a pesar del esfuerzo que suponían las disposiciones vigentes para el ayuno eucarístico: de hecho, tenía que salir hacia el colegio en ayunas. Tomaba luego allí su desayuno, que llevaba envuelto con papel dentro del bolsillo. En El Pilar se celebraba a diario la Santa Misa, pero no era obligatoria: acudían sólo los que querían.

Como es natural, participaba activamente en otras devociones que se practicaban en el Colegio. En la madurez de su vida, no había olvidado los cantos que se entonaban durante el ejercicio del Vía Crucis:

"-En la última estación, la Sepultura del Señor -evocaba‑, repetíamos unos versos muy malos, pero que ayudaban a remover el alma; a mí me siguen removiendo. Dice esa letra: al rey de las virtudes, / pesada losa encierra; / pero feliz la tierra, / ya canta salvación. Así es. Dios muere, para que nosotros vivamos; es sepultado, para que nosotros podamos llegar a todas partes. Por eso la tierra canta feliz la salvación".

También iba a Misa durante las vacaciones de verano en La Granja, en esos años veinte, aunque no pertenecía a ninguna asociación de fieles. Ni siquiera le gustaba ayudar: nunca fue monaguillo; prefería asistir como uno más, desde los bancos del templo. Tampoco acudía a un lugar fijo, cosa normal en aquella época: alternaba entre la Colegiata, el convento de las Clarisas, la parroquia del Cristo y la ermita de los Dolores. Recordaba con afecto a esa Comunidad de Clarisas de La Granja, aunque a la vez con pena, porque habían tenido que abandonar ese monasterio: a ellas acudiría en el verano de 1935, unas semanas después de responder a la llamada divina, para pedirles oraciones por el Opus Dei.

Conocí algunos de estos detalles una tarde de julio de 1978, después de acompañar a don Álvaro en el rezo del rosario en la parroquia del Cristo. Habíamos llegado desde la carretera nacional de Soria a Segovia, a la altura de Torrecaballeros. Nos contó de pasada que por ese camino ‑entre La Granja y Torrecaballeros- dio de pequeño, durante un verano, sus primeras pedaladas en bicicleta. Evocó también sus visitas al Santísimo, ya adolescente, cuando volvía al atardecer de pasear con los amigos.

Muchos veranos pasó en La Granja, en una casa de la calle de la Reina, número 11, cerca de Palacio. No sé si era o no la misma casa de los abuelos paternos, que también veraneaban allí. Muchos años después, a propósito de la Eucaristía, don Álvaro mencionaría las puestas de sol en Castilla. Sin duda, se le había grabado la imagen durante sus vacaciones, y la había revivido luego, cuando acudía con el Fundador del Opus Dei a Molinoviejo, también en la falda de la Sierra, no lejos de Segovia:

"-Como aquello es una inmensa llanura, se ve el sol ponerse a lo lejos. Cuando ya parece tocar la tierra, es como un incendio: todo el cielo se tiñe de rojo, y el sol de mil colores. Aquello no es más que un efecto óptico, porque el sol no toca realmente la tierra... En cambio, cuando recibimos al Señor en la Eucaristía, que es mucho más que el sol -es el Sol de los soles‑, y toca nuestro cuerpo y nuestra alma..., ¡qué maravilla ha de suceder en nosotros! ¡Cómo se encenderá nuestra alma, al contacto con Cristo! ¡Cómo la transformará la gracia!"

Alguno de esos veranos acudió a un lugar de Asturias llamado La Isla. Pudo ser en los primeros años treinta, según le escuché incidentalmente en julio de 1976. Allí trabó amistad con la familia de José María González Barredo, nacido en la cercana Colunga. José María había solicitado la admisión en el Opus Dei hacia 1932. Y el conocimiento de su padre, llamado también Álvaro, resultaría decisivo -como se verá-, para que Álvaro del Portillo volviera a encontrarse con el Beato Josemaría Escrivá, durante la Guerra civil española.

Cuando conocí La Isla, un pueblecito abierto a una grandiosa vista del Cantábrico, comprendí lo que había oído a don Álvaro: aquel verano de los años treinta, había pasado muchos ratos contemplando la naturaleza y ‑aun sin conciencia expresa de hacer oración-, hablaba con Dios, y le daba gracias por haber creado una naturaleza tan bella:

"-Ya comenzaba el Señor, por aquel entonces, a meterse en mi alma", concluía.

Un hecho de entidad en su juventud sucedió en La Isla. Había quedado un día en salir con unos amigos de excursión en una motora. Pensaban hacer la travesía hasta Ribadesella. A última hora -don Álvaro no recordaba por qué‑, decidió no ir. Y se desencadenó de improviso la galerna del Cantábrico. Antes de conseguir volver a puerto, naufragó la endeble barca y se ahogaron todos, excepto uno, el más joven, que logró arribar a la orilla, a pesar de la fuerza de las olas. Mientras luchaba con la mar, prometió que, si se salvaba, entregaría su vida al Señor: poco después, ingresaba en el Seminario de Valdediós.

Don Álvaro comentaba que se le grabó entonces un uso insospechado del adjetivo guapo, tan frecuente en Asturias. Después del sepelio -dramático, tremendo- de aquellos diez o doce amigos, oyó decir a una mujer del pueblo:

"-¡Qué entierro más guapo ha sido!"

Otra tragedia había ocurrido años antes en Madrid. Cuando la evocó de pasada don Álvaro, pensé que, dentro de lo ordinario, manifestaba una cierta protección por parte de la providencia divina.

Un domingo al final de las vacaciones de verano, ya todos en Madrid, su hermano mayor deseaba llevarle al teatro Novedades, donde estaba en cartel una zarzuela del maestro Alonso. Al final no fueron ‑don Álvaro tampoco recordaba el motivo, como en la excursión desde La Isla-, y coincidió con el día del terrible incendio que destruyó por completo esa conocida sala de Madrid, con 900 localidades, inaugurada en 1857 por Isabel II. Sucedió el domingo 23 de septiembre de 1928. Y se representaba La mejor del puerto, música de Francisco Alonso, letra de Fernández Sevilla y Carreño. El teatro estaba completamente lleno. El incendio se propagó con inusitada rapidez, y provocó tal confusión que se hizo casi imposible el salvamento, a pesar de los esfuerzos de los bomberos, que sólo pudieron evitar que ardieran las casas contiguas. El fuego resultó dramáticamente espectacular: las llamas -según las crónicas de aquellos días‑ se veían desde pueblos como Vallecas, Getafe o Pinto. Hubo sesenta y cuatro muertos y centenares de heridos y contusionados. Más que por el fuego en sí, el mayor número de víctimas se debió al pánico al intentar huir: muchos murieron aplastados, pisoteados cerca de las puertas de salida.

No sé si don Álvaro aceptaría lo que se atribuye a Oscar Wilde: su patria era su infancia. Pero tuvo siempre un gran afecto hacia la ciudad en que había nacido. Se le notaba una alegría chispeante cuando llegaba a sus Madriles. Siendo tan universal, se encontraba muy a gusto en Madrid: se sentía realmente madrileño.

Durante sus estancias, se le escapaban frases cariñosas. A veces, simples noticias castizas, como cuando nos explicó que la antigua plaza de Manuel Becerra, luego Plaza de Roma, fue conocida popularmente durante años como Plaza de la Alegría: porque allí se despedía el duelo en los entierros que se dirigían al Cementerio de la Almudena, y seguían ya sólo los más íntimos de la familia. Los demás daban la vuelta tan contentos.

Conservó ese buen humor -castizo, madrileño-, que se advertía en su rapidez de respuesta y en su facilidad para el contrapunto o la palabra de doble sentido. En 1990 presencié cómo bromeaba con Umberto Farri, que salía de Roma hacia Chile:

"-Diles que tengo muchas ganas de ir a verles..., pero que me quedo con las ganas".

Poco tiempo después, en julio de 1991, llegaba a un Centro del Opus Dei en Iza (Navarra). Los médicos le recomendaban con insistencia que pasease, pues le convenía el ejercicio físico. Por la tarde, al referir lugares próximos donde caminar, alguien mencionó también el frontón de la finca, como posible sitio para rezar el rosario al atardecer:

"-Estará fresquito y es plano".

Don Álvaro puntualizó con una sonrisa:

"-Estaría bien un frontón en cuesta..."

Con Juan Francisco Montuenga bromeaba a cuenta de lo sucedido en junio de 1976. Durante una larga estancia de don Álvaro en Madrid -la primera tras ser elegido para suceder al Fundador‑, recibió bastantes regalos: objetos artísticos, libros, flores y tantos detalles simpáticos; también, a veces, cantidades de dinero. Decidió que se enviasen a las labores apostólicas de España que los Directores considerasen conveniente. Juan Francisco le dio las gracias delante de los demás, "por el sentido universal que nos ha dado". Y don Álvaro apostilló:

-"Así que tú llamas a las perras sentido universal".

Y desde entonces solía preguntarle cómo iba de sentido universal, para saber si tenía mayores o menores problemas económicos.

Con delicadeza, pero también con sentido del humor, don Álvaro asimilaba bromas y caricaturas propias de los lugares por los que pasaba. Se comprende que, después de vivir en Roma desde 1946, utilizase sesgos más o menos típicos del pueblo italiano. Para subrayar la importancia de ser completamente sinceros en la dirección espiritual, aducía:

"-No podemos engañarnos, como aquel señor del que cuentan en Italia que comía la pasta con los ojos cerrados, porque el médico le había dicho que la pasta..., ¡ni verla!"

Pero nunca perdió su acento, que -como señalaba Enrique Chirinos, en un artículo aparecido en El Comercio de Lima, el 22.III.1994, con ocasión del octogésimo cumpleaños de don Álvaro‑ era "menos enfático, más ligero, que el del común de los españoles". Sin embargo, también como buen madrileño, hablaba con rapidez, dando cosas por supuestas y apurando la terminación de las frases. Esa velocidad hacía difícil la traducción simultánea, si quienes le escuchaban no entendían el castellano. El propio don Álvaro recordaba divertido una anécdota cuando, durante una tertulia en Miami, en 1988, le sugirieron que fuera más despacio:

"-Al final del último Sínodo -cuando todos intervenían en su propio idioma-, tenía a mi disposición apenas tres minutos y, como quería decir bastantes cosas, empecé a hablar rápidamente. Se encendió enseguida un letrero luminoso: los encargados de la traducción simultánea me indicaban así que iba demasiado deprisa. Entonces les pedí perdón, en latín:habeatis me excusatum, sum hispanus, perdonadme, soy español. Se rieron un poco y ya seguí hablando más despacio".

Don Álvaro manifestó su amable chispa madrileña hasta poco antes de fallecer. En la madrugada del 23 de marzo de 1994, había llamado a don Javier Echevarría, porque le costaba respirar y sentía el corazón como desbocado. Don Javier acudió inmediatamente, y avisó al médico: José María Araquistáin llegó enseguida, pues vivía también en Villa Tevere y acababa de acompañar a don Álvaro en su peregrinación a Tierra Santa. Al darse cuenta de la gravedad, salió a buscar una botella de oxígeno. Cuando dejaba la habitación, don Álvaro le vio en batín, y le preguntó:

"-Hijo mío, ¿qué llevas? ¿Una chilaba?"

"-No, Padre, es un kimono", contestó tranquilo José María.

Con esa suavísima broma, le había ayudado a serenar su gran tensión, consciente de la extrema gravedad de don Álvaro.