2. Un hogar cristiano

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

Un día de julio de 1977, al comenzar el almuerzo, mientras se servía, absorto en la conversación, don Álvaro no advirtió que se ponía algunas patatas, además de las consabidas verduras. Al darse cuenta, se las pasó a don Florencio Sánchez Bella y a don Joaquín Alonso, sentados junto a él. Esto le recordó unas palabras que le decía de pequeño su madre. Álvaro tenía que comer rápidamente, para llegar a tiempo a las clases de la tarde en el colegio. Al despedirse, tomaba algo del plato de postre de su madre, y ella solía repetir:

"-De tu boca te lo quitarán a ti tus hijos".

Agregaba don Álvaro que, cuando se acordaba de esa escena, pensaba que su madre se había equivocado; pero no...

Al Ayuntamiento de Zalla, en tierras de Vizcaya, pertenecía Sollano. Históricamente, fueron señores del lugar diez hermanos, que "tanto montaban los unos como los otros", según rezaba su firma: "uno de los diez de Sollano". De ahí procede el apellido Diez de Sollano (no Díez, con acento, como a veces se transcribe por error).

Clementina Diez de Sollano Portillo era guapa y distinguida, buena cristiana. Había nacido en Cuernavaca (México), donde vivieron sus padres hasta su regreso a España tras el proceso revolucionario que comenzó en 1910. Conservaba la nacionalidad mexicana, y el acento dulce y suave del habla de aquella tierra. Realizó parte de sus estudios en Londres, en el Colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón: además de consolidar el inglés, que manejaría muy bien, tal vez aprendió allí a vivir su rectitud cristiana con flexibilidad, sin sentimentalismos, con sentido común y visión sobrenatural. Mujer culta y aficionada a la lectura, le gustaba leer biografías y libros de espiritualidad. Tenía siempre a mano el Kempis. Acudía diariamente a Misa.

Su hijo Álvaro heredó algunos de sus rasgos humanos, como la afabilidad y la delicadeza en el trato; la sonrisa que acompañaba sus decisiones, aun las más enérgicas; el acendrado espíritu de comprensión que le llevaba a no hablar mal de nadie ni criticar a ninguna persona. Y heredó algo mucho más elemental: la capacidad de tomar imperturbablemente las comidas europeas más picantes, nunca tan sabrosas para él como el viejo chile chipotle mexicano.

En el hogar familiar se forjó en su alma la devoción a la Virgen, a través del rezo del Santo Rosario. Y aprendió de labios de su madre una popular e ingenua oración a Santa María, que se acostumbró a recitar a diario:

Dulce Madre, no te alejes,

tu vista de mí no apartes,

ven conmigo a todas partes

y solo nunca me dejes.

Ya que me proteges tanto

como verdadera Madre,

haz que me bendiga el Padre,

el Hijo y el Espíritu Santo.

Cuando don Álvaro volvió a México en 1983, se sintió muy de aquella tierra: "aunque -bromeaba- ahora hable así, 'tableteado'; de pequeño hablaba 'dulcemente', como ustedes". Añadió muy divertido que su abuela le cantaba, como canción de cuna, nada menos que el himno nacional de esa República.

Evocaba también sus raíces mexicanas en agosto de 1977, a propósito del apelativo Santina ‑"señal de cariño, de confianza, de amor"-, con que se dirigen en Asturias a su Patrona. Nos confió que de pequeño llamaba a su madre mamasita; y que después aprendió del Beato Josemaría a invocar a la Santísima Virgen, diciéndole: ¡Madre! ¡Madrecita!

Unas semanas atrás, en ese verano de 1977 ‑no he conseguido recordar el contexto‑, relató incidentalmente un detalle heroico de la vida cristiana de su madre. Aunque ella tenía la gran delicadeza de alma de no hablar de esto, su hijo se había dado cuenta de que se levantaba muy temprano ‑me pareció entender que a las cuatro de la mañana‑, se bañaba con agua fría como mortificación y, luego, hacía una hora de oración. Don Álvaro asociaba estos detalles con la preocupación de doña Clementina por la fe de una persona próxima a la que quería mucho.

Su marido, don Ramón del Portillo Pardo, había nacido en Madrid, y estudió la carrera de Derecho en la entonces llamada Universidad Central. Trabajó en la compañía de seguros "Plus Ultra". Hombre ordenado y trabajador, muy hogareño, era -según evoca su hija Pilar‑ "pulcro y correcto en todo, muy educado y elegante; sumamente puntual y muy minucioso". Prevalecía en su carácter la precisión, la exactitud, la seriedad. "De todos modos ‑puntualiza otro hijo, Carlos-, era serio, pero no severo. No le recuerdo en absoluto como una persona adusta, envarada o fría".

Aquel hombre, humano y entrañable, tenía gran afición a los toros y a la lectura. Con los años fue perdiendo la vista. Debía de ser mal de familia, por lo que oí contar a don Álvaro de su abuelo: vivía en la calle del Caballero de Gracia, y acudía con frecuencia al Real Oratorio situado junto a la Red de San Luis; un día, en el comedor, se dirigió a su mujer, más bien enfadado, porque le había atropellado una de esas beatas que van por la iglesia sin mirar... Y ella repuso:

"-Entonces, ¿fuiste tú el que casi me tira al suelo?"

Clementina y Ramón vivieron también, al comienzo de su matrimonio, en la calle del Caballero de Gracia. Pero pronto se trasladaron a una casa más amplia en la calle de Alcalá 75, poco antes de llegar a la Puerta de Alcalá, subiendo desde Cibeles, a la izquierda. Allí nació Álvaro. Casi en frente, estaba "El Sotanillo", una chocolatería castiza, hoy desaparecida, ligada a las actividades apostólicas del Fundador del Opus Dei en los años treinta. Más adelante, marcharon al último piso de otro edificio en la no lejana calle del Conde de Aranda, nº 16. Tuvieron ocho hijos: Ramón, Paco, Álvaro, Pilar, Pepe, Angel, Tere y Carlos.

Álvaro nació el 11 de marzo de 1914, y fue bautizado seis días después en la parroquia de San José, situada en la calle de Alcalá, justo en el lugar donde arranca la Gran Vía de Madrid. Fueron padrinos sus tíos Jorge Diez de Sollano y María del Carmen del Portillo Pardo. Le impusieron el nombre de Álvaro José María Eulogio (este último, santo del día, según una costumbre muy arraigada entonces en España). El 28 de diciembre de 1916, recibió la Confirmación de manos del Obispo de Sigüenza, Mons. Eustaquio Nieto y Martín, en la parroquia de la Concepción. Lo apadrinaron el Conde de las Almenas y la Duquesa de la Victoria. Como es sabido, en aquella época era usual en España administrar enseguida este sacramento a los niños.

El 11 de marzo de 1989, cuando cumplía 75 años, don Álvaro celebró la Misa en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. En la homilía, al repasar con gratitud tantos beneficios como había recibido del Señor a lo largo de su vida, evocó en primer término el hecho de haber nacido en el seno de una familia cristiana, donde aprendió a ser piadoso. Recordó a doña Clementina, "que me inculcó una devoción especial al Sagrado Corazón y al Espíritu Santo, y una particular veneración a la Santísima Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen". Y añadía: "Dios Nuestro Señor quiso que fuera amigo de mi padre, y esto, evidentemente, evitó que tuviese malas amistades".

Mercedes Santamaría me contó que Álvaro destacaba desde muy pequeño como un niño especialmente sociable: cuando le llevaba a pasear desde Conde de Aranda, camino del inmediato parque del Retiro, la gente se le quedaba mirando, pues llamaba la atención; más de uno se sentía movido a decirle algo, y él les contestaba con naturalidad, como animando a proseguir la conversación. Dudo que a Mercedes le traicionase su evidente cariño. Pero don Álvaro mencionó en ocasiones que había sido un chico tímido: por ejemplo, cuando sopesó ese motivo para no ser abogado, como su padre; o cuando aludía a su facilidad para ponerse colorado... Tal vez acudía a la timidez, como recurso de modestia, justamente en momentos en que dirigía su palabra con evidente vigor a miles de personas...

Pronto comenzó a padecer dolencias de cierta entidad. Sufrió ataques de reúma con apenas dos o tres años. Después de cenar, a sus dos hermanos mayores les hacían beber un vaso grande de leche con una yema batida; a él, una medicina. Y les decía con envidia, y con acento mexicano: "‑Qué suertasa tenéis: a vosotros os dan yema de huevos, y a mí Sanatogén". Se trataba de un preparado con salicilatos, de mal sabor. Debía de presentar cierta predisposición congénita hacia esa enfermedad, porque, tiempo después, ya con cerca de veinte años, le atacó de nuevo el reúma. Le atendió el Dr. Gregorio Marañón. Pilar del Portillo recuerda la receta, tal vez por su originalidad: unas gotas de ajos picados remojados en alcohol.

Don Álvaro se reía al recordar una anécdota de infancia, cuando quiso corregir el castellano de uno de sus hermanos pequeños. Pilar, o quizá Pepe, dijo un no cabo, tan típico en el despuntar de la lengua. Y Álvaro le explicó rotundamente:

"‑No se dice caber; se dice queper".

Cometía las travesuras y desaguisados normales de la infancia, y su padre se veía obligado en ocasiones a castigarle. Pero Álvaro se le escabullía: a veces, cuando don Ramón iba detrás de él y estaba a punto de agarrarle, para imponerle un castigo, se escapaba cruzando a toda velocidad por debajo de la gran mesa del comedor.

Mientras fue pequeño, don Ramón le llevaba a Misa los domingos por la mañana con sus hermanos. Iban desde la casa en Conde de Aranda hasta la cercanísima iglesia de San Manuel y San Benito. Luego, cruzaban la calle de Alcalá para dar un paseo por el parque del Retiro, donde les invitaba a patatas fritas y gaseosa. Según su hermana Pilar, que había nacido después de él, Álvaro era un niño apacible, alegre y sencillo, más bien gordito, con gesto simpático y risueño. No recuerda haberle oído mentir nunca. Sí, en cambio, algunas travesuras infantiles, así como, con el tiempo, muchas bromas más o menos divertidas. Su piedad incluía las manifestaciones normales de una familia cristiana. Pilar piensa que lo más acusado en Álvaro fue su continuidad a lo largo de los años; está convencida de que "siguió guardando, en el fondo de su alma, aquella inocencia, aquella sencillez, aquella búsqueda sincera de Dios que tenía cuando era muy pequeño".