8. Corazón universal

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Quienes se incorporaron al Opus Dei en los años treinta, evocan la viveza con que el Fundador dibujaba el apostolado que se haría en todo el mundo. Tuvieron claro desde el primer momento el carácter universal de la Obra. Personalmente, me impresionó la lectura de un fragmento de la oración que Mons. Escrivá de Balaguer hizo en voz alta el 20 de mayo de 1970, ante la Virgen de Guadalupe: Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo -que no soy nada, que solo no puedo nada- me atrevo a ofrecerte muchas almas, infinidad de almas, oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tiempos, decididas a entregarse a tu Hijo, y al servicio de los demás, para llevarlos a Él. Vd. ha sido testigo de muchas manifestaciones concretas de esa característica del carisma fundacional.

Doy extraordinaria importancia al hecho de que el espíritu del Opus Dei, por haber nacido romano y universal, se acomode a las circunstancias más diversas de naciones y ambientes, pues -sin menguar la idiosincrasia propia de cada país y persona-, lleva a poner todo el esfuerzo por santificar la vida, las costumbres y los trabajos de quienes habitan cualquier rincón de la tierra.

Por ejemplo, Mons. Escrivá de Balaguer, desde que vino a Italia, se consideró ciudadano del país, y amó con sinceridad las virtudes de este pueblo, fijándose en sus buenas cualidades, no en los defectos. Repetía que no le gustaba generalizar las limitaciones de una tierra, atribuyéndolas a toda la población. Con espíritu apostólico, nos recomendaba que nos adaptásemos al cien por cien al lugar donde viviésemos. De sí mismo afirmaba con sencillez que amaba a Italia con locura, y que podía decir -con santo orgullo- que se sentía más italiano que los propios italianos.

Comprendió y potenció los valores humanos, culturales y religiosos de los países que visitó. Acudía a los sitios con la disponibilidad más absoluta de aprender lo positivo. Seguía con verdadero interés las explicaciones e informaciones que recibía. Con su capacidad de observación, descubría con increíble rapidez esos valores espirituales y humanos de los pueblos. Contribuyó además a que hubiese intercambio de conocimientos entre las naciones, para llegar a una verdadera comprensión y superar viejas querellas o enemistades ancestrales.

Recordaba que, cuando era pequeño, en los lugares donde había estudiado, le enseñaron a no apreciar a determinados países, porque habían estado en guerra contra España. En cuanto se dio cuenta, procuró desagraviar por aquella antipatía que le habían inculcado, y querer más a esos países. Había llegado también a esa conclusión por un razonamiento humano: ¿qué culpa tiene el pueblo de lo que hayan decidido aquellas autoridades, movidas por determinados criterios e intereses?; y ¿qué culpa tienen los que viven actualmente de aquellas luchas que ocurrieron hace siglos?

Tuvo también siempre gran interés en que los católicos conocieran la situación y el trabajo de sus hermanos en otras naciones o ambientes. Deseaba particularmente que se difundieran las vidas heroicas de los santos de unos y otros países, las gestas llenas de heroísmo de tantos pueblos en defensa de la fe.

En Roma, durante muchos años, la cabecera del telediario era una bola del mundo girando: al verla, rezaba por todas las naciones y habitantes de la tierra.

Al mismo tiempo, como he señalado antes, luchó incansablemente contra la deformación del patriotismo que se convierte en nacionalismo exacerbado. Afirmaba que si algún hijo suyo se dejaba llevar por ese nacionalismo, que fomenta la división entre los hombres, no dudaría en plantearle la siguiente disyuntiva: trasladarse al país más pobre, para trabajar en servicio de esas almas necesitadas, o cambiar de actitud; si no, tendría que dejar el Opus Dei, ya que, por nuestra vocación, estamos todavía más obligados a vivir la caridad cristiana, considerando con igualdad a todos nuestros hermanos, sin discriminaciones de ningún género.

Vd. ha tenido ocasión de ver de cerca cómo aplicaba Mons. Escrivá de Balaguer estas grandes líneas en el comienzo de la labor apostólica en nuevas naciones.

Quería que la empezasen unos pocos miembros de la Obra, y evitaba que apareciesen como grupo, con riesgo de enquistarse. Deseaba que tuviesen, desde el primer momento, la ilusión de integrarse en el país, amando y admirando sus buenas cualidades, comprendiendo y disculpando los defectos -siempre que no fueran ofensa a Dios-, poniendo en su actuación amor y espíritu cristiano. Además, elegía a personas de varias nacionalidades, para dejar claro que no iniciaba la labor del Opus Dei un grupo nacional -ni siquiera externamente-, y se tocase con las manos la universalidad de la Obra.

Resultan indescriptibles su alegría y su agradecimiento al Señor, cuando comenzaban a llegar al Opus Dei hombres y mujeres en esos nuevos países. Además, no se conformaba con haber empezado la labor. Quería que fuese realizándose enseguida una expansión dentro de cada lugar. Alentaba a sus hijos a que procurasen tener cuanto antes más de un Centro en la ciudad en la que se encontraban, para poder llegar a más gente; y les animaba a fijarse en otras localidades donde podrían establecerse, sabiendo que debían tender a crear como una red en servicio de las almas por todo el territorio nacional.

Se ocupaba de que estuviesen atentos incluso a los detalles materiales más pequeños, para favorecer lo que llamaba el trasplante, es decir, la acomodación al nuevo país. Por ejemplo, cuando se comenzó en Japón, donde se iban a encontrar con costumbres tan diferentes -idioma, cultura, ambiente, formación religiosa-, quiso que procediesen con prudencia, sin imponerse un cambio inmediato y radical hacia lo que desconocían; pero con el deseo sincero de habituarse a la idiosincrasia de esa gran nación, a la que iban a aprender y en la que, si el Señor no disponía otra cosa, debían gastar toda su vida.

Hizo colocar un mapamundi en una habitación grande de la Sede Central. Figuraban con distinto color los lugares en los que ya se estaba trabajando, y las zonas pintadas se iban extendiendo a medida que crecía la expansión apostólica. Quería que fuera un despertador para la oración de los miembros del Consejo General. El Fundador era el primero que se acordaba de que se debía colorear, cuando se comenzaba la labor apostólica de la Obra en una nación.

Tuvo siempre la preocupación de sembrar el amor de Dios por el mundo entero. Ansiaba esa dilatación de la Iglesia, como me confió muchas veces: cuando estoy cansado, cuando algunas noches me cuesta conciliar el sueño, me distraigo conquistando el mundo para Cristo, y pienso en los servicios que prestaremos aquí y allá, llevando a Nuestro Señor para que muchas personas le amen, le conozcan, le traten.

Ha salido en páginas anteriores. Pero no estará de más insistir en la radical amplitud del trabajo apostólico personal de Mons. Escrivá de Balaguer, puesto que proclamaba la llamada universal a la santidad.

Repitió que en el Opus Dei cabían: jóvenes y viejos, intelectuales y trabajadores manuales, sanos y enfermos, solteros, casados, viudos, sacerdotes, gente de todas las razas y condiciones sociales. Por eso, jamás anduvo por la calle sin encomendar a las personas con las que se cruzaba, hablaba o coincidía; lo mismo hacía en sus relaciones con ocasión del trabajo, en el trato con los profesionales de la información, o cuando acudía a lugares en que se reúne mucha gente.

Aprovechaba los viajes para charlar con quienes se encontraba en el tren, en el autobús, o en los aviones, de acuerdo con lo que nos exponía en 1952: la primera manifestación de nuestra llamada es el deseo de pegar este fuego de rectitud, de limpieza, de vida sobrenatural, a todas las personas y en todos los ambientes donde estemos. Allí donde se encuentre un miembro del Opus Dei, debe haber un foco de luz, de amor, de comprensión. En la vida, hemos de dar todo lo nuestro a los hombres, con mucho cariño. El apostolado es un afán que nos debe comer continuamente las entrañas. Es un deber del que hay que dar cuenta cada semana, y siempre, delante de Dios. En 1962, refiriéndose a este modo de conducirse, subrayaba: el apostolado -esa preocupación santa por meter el fuego de Cristo en las almas de quienes nos rodean, y en todas las almas del mundo- es una obligación de caridad; más, es una obligación de justicia, que hemos de cumplir todos los días.

Una vez, en Florencia, tuvimos que comprar unos pantalones. Mientras lo hacía, estuvo hablando con la persona que le atendía, y procuró llevar la conversación al terreno sobrenatural. Aquel hombre fue respondiendo con garbo y tomando cariño al Fundador del Opus Dei, aunque era la primera vez que le veía. Al despedirnos, mientras pagábamos, nos dio las gracias y comentó espontáneamente: "il vostro compagno non perde neanche un minuto. Fa il sacerdote e lo fa con convinzione".

A todos nos animaba a llegar a las almas de las personas con las que hablamos: todas las personas que tratamos tienen que llevarse, por lo menos, el beneficio de nuestra oración y de nuestra petición por ellas, y hemos de dejar caer en la conversación alguna palabra que les ponga frente a su responsabilidad de cristianos o que les transmita -si, por desgracia, no practican- la inquietud de descubrir la Verdad y de seguir la auténtica Verdad.

En el afán apostólico de Mons. Escrivá de Balaguer, me parece advertir la primacía de cada persona, de cada alma en concreto.

Cuando se encontraba con un hijo suyo al que no veía desde hacía tiempo, solía preguntarle: ¿cómo has ayudado a tus amigos, a tus parientes, a tus colegas, a las personas a las que tratas, para que se acerquen más a Dios? O bien: ¿a quiénes has hablado hoy de Dios? Quería que nos planteásemos estas cuestiones y otras semejantes en el examen diario, para persuadirnos de que -si estamos enamorados de Dios- necesariamente debemos comunicar a otros, con naturalidad y con espontaneidad, el amor que llevamos en el alma. Como con un grito atractivo de invitación, apelaba a nuestra responsabilidad: todas las personas que os conozcan y os traten, han de percibir con claridad que creéis en Dios y que vuestra fe informa toda vuestra vida. Y el 28 de enero de 1972 nos precisaba: el apostolado, la preocupación por las almas, es como el cariño cuando es sincero: siempre se está convencido de que no se quiere bastante. Yo os quiero a vosotros, quiero a todas las personas, con toda mi alma y, sin embargo, siempre me parece que os puedo querer más, y que os puedo servir más.

Evidentemente, el Fundador se ocupaba de afianzar el desarrollo del Opus Dei. Deseaba que viniesen muchas almas, para servir a la Iglesia. Pero al mismo tiempo recalcaba que es necesario cuidarlas una a una; de una parte, porque cada persona vale toda la Sangre de Cristo; y de otra, porque hay que dedicarse a la formación de los que vienen a la Obra con el mismo cuidado, con el mismo interés, y con la delicada atención con la que un monje del medioevo miniaba aquellos pergaminos, en los que se fijaba hasta en los detalles más pequeños. Así -y, sobre todo, con mucho amor de Dios- debemos hacer con las almas, para formarlas y para llevarlas al Señor. Por eso, al mismo tiempo que rezaba para que se incorporara al Opus Dei mucha gente, quería que -uno a uno- fuesen personas verdaderamente entregadas; por la misma razón repetía que no le interesaba la cantidad, sino la calidad, en el sentido de que -sabiéndonos pobres instrumentos- debíamos esforzarnos sinceramente por caminar al paso de Dios. A este propósito le he oído comentar que prefería, como recoge la historia de Gedeón, trescientos hombres unidos al Señor, y unidos entre sí para servirle, a treinta mil hombres desunidos, y que no busquen, con totalidad de entrega, dedicarse día y noche al servicio divino.

Como es lógico, estaba atento al número de vocaciones, para poder examinar la extensión del apostolado; a la vez, deseaba que esa cifra no se tuviese en cuenta, para evitar cualquier síntoma de soberbia o de poderío, porque -puntualizaba- no nos interesa encaramarnos para nada aquí en la tierra. Además, medía la eficacia de las tareas apostólicas no por los resultados estadísticos, sino por la santidad que alcanzaban las personas.

Para grabar bien en sus hijos esta enseñanza, nos insistía: el que no esté decidido a luchar de verdad para ser santo, ¡que se marche!; o también: los que no estén decididos a hacer apostolado, nos estorban; los que no estén decididos a ser almas de oración, nos estorban; los que no estén decididos a vivir un desprendimiento total de su yo, nos estorban, porque impiden la Obra de Dios en la vida personal y en la vida de las personas a las que tratan.

Con esta clara orientación impulsó el crecimiento del Opus Dei desde el comienzo. Escribía a los primeros: ¿queremos ser más? Seamos mejores.

Considero que Mons. Escrivá de Balaguer tuvo ese don de lenguas, al que se refiere -entre otros lugares- en Forja, 634 y 895, como un saber adaptarse a la capacidad de los oyentes, hablar de modo asequible a todos, y conseguir así hacernos entender por todos.

Desde que inició el camino del sacerdocio, entendió perfectamente la necesidad de una preparación constante y una dedicación sincera, para atender las distintas labores ministeriales. Comprendió también que esa formación no se reduce a adquirir ciencia y conocimientos, sino que incluye aprender a expresarse con amenidad.

El Fundador del Opus Dei hablaba mucho de la psicología del anuncio: repetir -como las señales de las carreteras- la dirección hacia Dios. Pero, al mismo tiempo, deseaba orientar a las almas con su comportamiento. Era consciente de que su vida había de ser una constante predicación de la fe, insistiendo sin cansarse en los mismos temas. A la vez, nos confiaba con garbo: me tenéis que perdonar que sea tan machacón, que insista siempre en las mismas cosas; pero lo hago a conciencia y en la presencia de Dios, porque necesitamos que nos estén diciendo continuamente que hemos de creer en Dios, que hemos de mirarle, que hemos de dirigirnos a Él.

Nuestro Señor le concedió una muy singular capacidad de comunicación: mediante este don del Cielo, se hacía entender con facilidad por personas de diversas culturas, formación, razas, naciones. En este sentido, no faltan pruebas de que poseía el don de escrutar los corazones, porque se producía tan exacta adecuación de su consejo a las necesidades y condiciones de un alma concreta, que no podía pensarse en una mera coincidencia. Muchos -los interesados o sus amigos- así lo han atestiguado: encontraban el remedio y la comprensión más hondos ante su propia situación, o se sentían alentados frente a sus inquietudes, siempre arropados por el cariño sobrenatural y humano de Mons. Escrivá de Balaguer. Esto sucedía, incluso, sin haberle manifestado el interior del alma y, a veces, sin ni siquiera estar presente.

Su predicación no era nada monótona. Muy al contrario, removía a las almas. Como es natural, giraba alrededor de las verdades de la Iglesia: presentaba siempre la riqueza de la doctrina perenne y, al mismo tiempo, el atractivo de lo nuevo, que ennoblece y da ánimos para la vida. Aconsejaba a los sacerdotes que procurasen dar gran variedad a la predicación del contenido de la fe, de manera que los fieles se sintiesen atraídos por la exposición, para descubrir con amplitud de matices la hondura insondable de la Verdad de Cristo.

Su convencimiento de que la voz del sacerdote tiene que reflejar palabras de Dios, le llevaba a aplicárselas, en primer término, a sí mismo. Consideraba que la comunicación con las almas se entrelaza con la propia vida interior del sacerdote: de esa manera, su predicación resultaba como una meditación personal en voz alta, que atraía por su contenido y su viveza.

Contaba la anécdota de un sacerdote en un pueblo de Aragón. Hablaba de la Pasión del Señor, y quería mover al arrepentimiento reiterando: "por vosotros le condenaron; por vosotros le arrastraron por las calles de Jerusalén; por vosotros le coronaron de espinas; por vosotros le azotaron; por vosotros estuvo sufriendo aquella noche sin poder descansar; por vosotros...", siempre, por vosotros. Hasta que un buen hombre se levantó, y se encaró con él: "y por ti, ¿qué le hicieron?". Nos remachaba esta recomendación a los que íbamos a ser ordenados sacerdotes en 1955: en la predicación, hijos míos, no hay que ir a lucirse, hay que ir a hacer el bien, a decir -en la presencia de Dios- aquellas cosas que hemos hecho nuestras en la meditación y en la lucha por ser mejores.

Sus charlas espirituales y sus consejos jamás desanimaban, nunca recortaban los horizontes; al contrario, estimulaban y exigían, operando en las almas un cambio positivo. Marcaba metas concretas, en las que uno se sentía orientado y acompañado por la ayuda de la gracia y por la oración de Mons. Escrivá de Balaguer. Así se expresaba en 1954: lo necesario en nuestro Opus Dei, para pegarlo también a todos los demás, es que nos ayudemos unos a otros a estar muy cerca de Cristo. Esta bendita preocupación debe ser la primera y la más urgente llamada de nuestro apostolado; y se manifiesta desde los detalles materiales, hasta la ayuda espiritual, en la que hemos de vivir pendientes de las necesidades de los otros. Enseñad a todos a que sean sinceros, y comprobarán que nunca se está solo, porque siempre se siente el apoyo de los hermanos en la fe. Vosotros tenéis obligación de ayudarme a mí, y yo a vosotros: sí, ayudar, contando con nuestras miserias porque, como en los castillos de naipes, nuestra debilidad, bien dispuesta con la ayuda de la gracia, es fortaleza para los demás.