6. Buen pastor

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Deseo referirme ahora a la prudencia, especialmente en las tareas de gobierno. Ofrece también, a mi juicio, elementos de cierta novedad, como la colegialidad de las decisiones, que excluye radicalmente las tiranías; o el juego armónico entre obediencia y libertad, indispensable para el funcionamiento del Opus Dei, pues sus miembros están en la calle, cada uno en su sitio y en su ambiente y, por tanto, fuera de cualquier control: su fidelidad se apoya en la honradez, en la sincera lealtad del cristiano.

Mons. Escrivá de Balaguer vivió y enseñó una obediencia decidida, libre e inteligente: los miembros del Opus Dei actuamos porque nos da la gana -que es la razón más sobrenatural, añadía siempre-, para agradar a Dios, sin dejar de hacer a los Directores las sugerencias oportunas.

El Fundador no tuvo miedo en insistir en este aspecto cuando en tantos ambientes se difundía una aparente y desordenada espontaneidad, que celaba esclavitud o libertinaje. Hacía notar que la obediencia era necesaria para defender la propia libertad y los derechos de cada uno. Dentro del Opus Dei, concedía todo su valor a la obediencia, en el ámbito espiritual y apostólico, sin interferir nunca en otras decisiones, como las profesionales. Respecto del camino para llegar a la santidad, afirmaba: en el Opus Dei se comienza obedeciendo y se acaba obedeciendo; y de obediencia a obediencia se sigue obedeciendo, porque siempre tratamos de cumplir la Voluntad de Dios, que quiere y espera la entrega de nuestra vida entera. Y solía agregar: los más inteligentes -que no quiere decir simplemente ni los más sabios, ni los más privilegiados por una cabeza extraordinaria- son precisamente los que saben escuchar mejor y los que se esfuerzan en profundizar en la humildad, para acatar las indicaciones de quienes tienen luces para guiar sus almas.

Le conmovía la figura que denominaba enlace: cuando una persona tiene que decidir sin poder consultar a la autoridad, y actúa con el mismo criterio que hubiera recibido de arriba. A esto se llega -comentaba- cuando se vive de verdad con la inteligencia y la voluntad prontas y decididas a escuchar los mandatos de Dios a través de quien nos han de llegar.

El Fundador del Opus Dei meditó durante toda su vida las escenas evangélicas del Buen Pastor. Amaba muchísimo esa alegoría y estaba dispuesto a conocer a las ovejas una a una; a dar la vida por ellas; a llevarles a los mejores pastos; y a no dejar de atender a la que se hubiera perdido o detenido en el camino.

Esta consideración sitúa ante un elemento esencial para entender la obediencia cristiana -dentro y fuera del Opus Dei-: la visión sobrenatural, superadora de una mente humana más o menos organizativa o pragmática.

Mons. Escrivá de Balaguer entendió siempre su misión de gobierno como servicio a las almas, considerando que los pastores son mediadores entre Dios y los hombres: trataba a todos con la máxima caridad. Estaba persuadido de que se jugaba su salvación y la de muchos otros. Por esto, procedía con justicia y con ánimo de agradar al Señor, por encima de criterios o razonamientos meramente humanos. Imperó en su vida un principio muy claro: ¡con las almas no se juega!, ¡no se hacen experimentos con las almas!

En la primera ocasión en que hube de intervenir para el nombramiento de un cargo, manifesté mi opinión con cierta inseguridad. El Fundador del Opus Dei, con claridad y confianza, me recordó que debía actuar en estas materias, y en todas las que se refiriesen al gobierno, después de haberlas meditado hondamente. Ya sé que no lo harás, remachó, pero quiero insistirte en que rechaces los criterios humanos como base de estas cuestiones: piensa en el servicio de Dios, piensa en las almas, ¡y piensa en tu alma! Esto ha de ir por delante.

En 1969, uno le preguntó: "¿cuál ha de ser la primera preocupación de un Director en el Opus Dei?". Contestó inmediatamente: ¿la primera preocupación del Director?: ¡el Director! Y así sale todo. Es decir, el Director no tiene preocupación, tiene ocupación, de santificarse y santificar a los demás. No es una salida de tono, ni un egoísmo, lo que acabo de afirmar: es que, hijos míos, sólo se puede dar aquello que se tiene.

Dos años antes, describía así la necesidad de la oración: sin piedad, el gobierno degenera en tiranía, se hace imposible el gobierno colegial, y es poco menos que inevitable la desunión con la pérdida del buen espíritu de parte de todas las personas. Y en 1966 nos decía a algunos que ocupábamos cargos en el Opus Dei: los que gobiernan deben tener mucha serenidad, y pedírsela al Señor, sin olvidar que en este mundo fácilmente los Hosanna se convierten en Requiem, y la Cruz en motivo de Resurrección. Con este criterio, debéis saber aconsejar a todas las almas que dependen de vosotros, para que no pierdan de vista el punto de mira sobrenatural.

Aconsejaba también a los que desempeñan funciones de gobierno que no deben hacer sufrir innecesariamente a nadie: los Directores, no lo olvidéis, tienen corazón, aman a los que llevan sobre sus espaldas, les importa todo lo que les sucede; y sufren, cuando alguno sufre. Yo entiendo muy bien esa exclamación de San Pablo, que es una queja cariñosa, y una manifestación de su gran cariño por los suyos: ¡quién de vosotros padece, y yo no! Evitad a los demás todos los sufrimientos innecesarios y, cuando sea necesario hacer sufrir, participad vosotros en ese dolor, porque habéis de llevar bien metidos en el alma y en el corazón la vida de los que de vosotros dependen. En 1959, nos puntualizaba: gobernar no es hacer sufrir, ni maltratar, ni mandar a secas. No hacer sufrir a nadie y, en todo caso, sufrir los que mandan. Los demás tienen que descansar en los Directores: bastante hay que sufrir en la vida, y ya sufrió Cristo completamente por nosotros. No me lo olvidéis, hijos míos Directores.

A este propósito, en 1966, nos encarecía: ¡no hay más remedio! Los Directores hemos de tener corazón de padre y corazón de madre -también los demás, pero especialmente los Directores-: saber exigir y saber comprender, para que nadie se sienta solo. Tenemos que cuidar de cada uno, importándonos toda la vida de cada uno. Por eso, cuando hay un alma que entristece a los demás, que rompe el ambiente de alegría, los que gobiernan esa casa, ese Centro, tienen obligación de examinar y de atender esa alma con microscopio: ¡hay que descubrir hasta el último virus!

Antes de seguir adelante, me parece oportuno explicar brevemente el contenido de ese "gobierno" dentro del Opus Dei.

Está concebido para prestar atención espiritual a sus miembros, con una asistencia pastoral y las oportunas directrices para las labores corporativas y las tareas apostólicas personales. Por eso, el gobierno en la Obra atañe a la formación -espiritual, ascética y doctrinal- de las personas, para que cumplan el fin de santificarse a través del trabajo profesional y, por otra parte, a la organización del apostolado. Esto lleva consigo, como es lógico, una estructura en la formación de cada miembro -en la que se incluye el estudio de la Teología realizado con la mayor dedicación posible-, y también la coordinación y promoción de los apostolados en los distintos sitios, de acuerdo con las necesidades de las Iglesias locales.

Desde los comienzos, el Fundador comprendió que el organismo central debería estar en Roma. La razón era, sobre todo, su deseo de fomentar la unión de la Obra a la sede de Pedro, y de romanizarla, con el sentido de universalidad que Mons. Escrivá de Balaguer daba a esta palabra. La finalidad fundamental de este organismo central debía ser mantener la unidad de espíritu y de apostolado dentro del Opus Dei, y la marcha conjunta de las distintas circunscripciones.

Contaba a este propósito una anécdota que oyó en tierras aragonesas. Se trataba de un hombre de un pueblecito perdido, que escuchaba a una banda. Asombrado, iba fijándose en cada uno de los músicos. Se detuvo finalmente ante el director, y comentó: "qué difícil debe de ser manejar cada uno de esos instrumentos; en cambio, lo del palico -se refería a la batuta- eso sí que lo puedo hacer yo". Mons. Escrivá de Balaguer nos glosaba que, sin el director, no hay sinfonía; y tiene que saber pasar por la humillación de que muchas personas piensen que estar en la mesa, detrás de papeles, resulta más cómodo que agotarse en una actividad, sin la responsabilidad de dirigirla.

Usaba en este contexto una expresión gráfica: en la labor de la Iglesia, es intolerable la figura del "apóstol de pata libre": el que actúa por su cuenta, sin tener en consideración las normas establecidas. Porque, explicaba, quienes obran así van a hacer su apostolado, no el apostolado de Dios. Y, como consecuencia, viene la ineficacia, la división, la capillita, el grupo, que nada tiene que ver con la armonía de la Iglesia entera, bajo la guía de la autoridad.

Un elemento francamente original en el gobierno del Opus Dei es el principio de colegialidad.

Con luces divinas, porque el Codex del Opus Dei fue obra del Fundador, respondiendo a la gracia que el Señor le daba, dispuso que el gobierno fuera siempre colegial. Lo sintetizaba con esta frase: yo no soy más que un voto. Quería evidenciar así el deber de escuchar y valorar la opinión de los demás. Refiriéndose a la necesidad de evitar las tiranías, o las decisiones arbitrarias, subrayaba: al Director propietario lo he fusilado por la espalda, porque si se hubiera tolerado esa figura, se hubiera traicionado el espíritu que Dios me ha dado.

Mons. Álvaro del Portillo, su colaborador más asiduo, me confirmó que, desde los comienzos, les preguntaba y les pedía opinión. Aunque llevasen poco tiempo en el Opus Dei, recurría a quienes tenía cerca para que le expusiesen con claridad sus posibles sugerencias. El mismo Mons. del Portillo comentaba que, durante los primeros años de su entrega, muchas veces le sorprendió la humildad con que le pedía su parecer sobre diferentes cuestiones. Todos se hacían cargo de que el Fundador tenía sobradas luces para decidir, y, sin embargo, no dejaba de oír a sus hijos, cambiando a veces su criterio personal, y dando las gracias por esa colaboración. El 7 de octubre de 1962, nos exponía: no os fiéis nunca del propio juicio, prescindiendo de la ayuda de los demás. Como el metal precioso se pone a prueba, necesita la piedra de toque, nosotros hemos de ver si nuestro juicio es oro fino, escuchando el juicio de los demás, y rectificando siempre que sea preciso. No es una humillación rectificar, es un acto noble, sencillo, que manifiesta sentido común y ganas de servir a Dios.

Fomentó siempre el gobierno colegial. En 1956 nos señalaba que es necesario contar con la ayuda de otros, porque así es más fácil servir a Dios, aunando las fuerzas de tantos; porque es una manera de formar a otras personas en el gobierno, dándoles criterio; porque hay mucho menos peligro de equivocarse; porque se fomenta la unidad y la responsabilidad, al tratar con las personas que están llamadas a desempeñar esas funciones; porque el gobierno colegial se basa en la humildad y en la caridad, al escuchar y aceptar la sugerencias de los otros; porque también con el gobierno colegial es más fácil descansar, ya que los demás pueden suplirnos en el trabajo, cuando no lo podamos desarrollar.

Sabía escuchar, y rectificar o cambiar la orientación de los asuntos, si recibía nuevos datos o sugerencias. Esta manera de comportarse venía a confirmar lo que le escuché en 1956, cuando le ayudábamos personas muy jóvenes: la humildad, para nosotros que gobernamos en el Opus Dei, resulta absolutamente necesaria. No es, no debe ser nunca -como decían los clásicos- una humildad de garabato: no es eso, efectivamente; consiste en algo íntimo que da sabor a la marcha de nuestra vida interior, y que nos permite escuchar la voz de Dios, que tantas veces nos habla a través de los demás. No podemos, ¡no debemos!, hacer una labor de gobierno dictatorial, tiránico; porque, aparte de la ofensa a Dios que eso supone, el Señor no dará su Gracia a quienes no quieran o no se preocupen de cumplir con sus deberes del cargo, en la forma que está prescrita en nuestro Opus Dei. Acordaos siempre de que, en cada momento, se alzan las voces de los que gobiernan con vosotros, y no las podéis rechazar, no las debemos despreciar: más aún, las tenemos que promover, las hemos de pedir, ya que es el modo de decidir luego con seguridad. Hijos míos, os lo digo yo, que soy el Fundador: con la participación de todos en el gobierno, ¡cómo se siente la Providencia de Dios en esa labor de gobernar y de dirigir!

Desde 1952, como secretario, y más adelante en mi trabajo como Custos, encontré de parte suya una petición constante de colaboración. Hasta en los asuntos más personales, buscaba y agradecía la opinión de los demás. Recuerdo que, en el despacho de la correspondencia, cuando preparaba cartas, dictaba minutas, o pensaba en modos de responder, me puntualizaba: tú no estás aquí como un palo, para obrar al dictado. Te ruego, por amor de Dios, que me digas todo lo que veas con entera libertad, porque necesito y agradezco desde el fondo del alma cualquier luz para corregir, para mejorar, para cambiar lo que haya decidido.

En ocasiones, cuando se trataba de emprender nuevas iniciativas, a la vez que nos comunicaba que habría de estudiarse colegialmente, comentaba algún aspecto de aquellas tareas. Sin embargo, añadía que llevásemos las cuestiones a la oración y al estudio personal, y que no teníamos que atenernos -ni siquiera tomarlas como punto de partida- a las observaciones que acababa de exponer.

Manifestaba que debíamos rechazar la tozudez del soberbio, que repite altivamente: yo me rompo, pero no me doblo. Nos insistía en escuchar, agradecer la opinión de los demás, y rectificar. He sido testigo de esta actitud, tanto en las materias de gobierno como en las cuestiones más corrientes de la conversación; se acomodaba -cuando el tema no afectaba al carisma fundacional- a la decisión de la mayoría, o a las opiniones de los otros, sin aferrarse al propio juicio.

Nunca le he visto empeñarse en sus puntos de vista en materias opinables. Le había quedado muy grabada, desde niño, una enseñanza de su madre, que llenó más tarde de contenido sobrenatural: "la razón se da a los locos". Aprendió así a ceder con naturalidad, sin molestarse y sin guardar el más mínimo resentimiento, ante opiniones distintas de las suyas. No solamente se doblegaba, sino que atendía esas razones, y se acomodaba a los modos de actuar de los demás.

No se conformaba con pedir sugerencias expresamente, sino que nos repetía que en cualquier tema, después de conocer su punto de vista, e incluso su decisión, si alguno pensaba de otro modo, se lo comunicara. Cuando recibía una propuesta contraria a su parecer, que luego se demostraba además desacertada, jamás hacía hincapié sobre esa equivocación para reforzar su autoridad; tampoco dejaba de apreciar en lo sucesivo los planteamientos de esa misma persona; y nunca se le escapó un comentario peyorativo aunque la opinión careciera de fundamento.

A pesar de la viveza de su genio, sabía escuchar, sin desconocer los derechos o competencias de los que formaban parte de los correspondientes organismos de gobierno, frente a lo que alguna vez se ha dicho, injustamente.

No es cierto que haya aplastado o atropellado a nadie. Primero, porque procuraba formar a las personas de manera que rindiesen los talentos que el Señor les había concedido. Después, porque fortaleció siempre la autoridad de los que colaboraban en el gobierno, sin quitarles el más mínimo grado de autonomía en el ejercicio de sus cargos. Más aún, cuando no estaban delante los interesados, ponía de relieve las virtudes, las buenas cualidades, los trabajos y la generosidad de aquellos hijos suyos.

Por otro lado, demostraba ese reconocimiento de la autoridad de los Directores, en los diferentes niveles, abandonándose en las manos de la persona que hacía cabeza en la circunscripción o en el Centro. Efectivamente, se sometía al programa elaborado por los Directores del lugar donde se hallaba. Incluso en el Centro donde vivía, para el horario y para el plan general de trabajo, se acomodaba enteramente a las disposiciones que hubiesen tomado los Directores locales.

No he visto que haya menoscabado el prestigio de ninguno. Es más, se ocupaba de formar a sus hijos para que adquiriesen las condiciones de buenos gobernantes, de modo que los demás, atraídos también por el ejemplo de su lucha personal, les dieran su respeto, su cariño y su lealtad.

Nos enseñaba también que quien gobierna no puede pretender hacerlo todo: porque quedarán muchas cosas pendientes, no formará a otras personas, y sembrará la desconfianza, que hace imposible la eficacia: que cada palo aguante su vela, resumía. Tuvo la prudencia de delegar, porque -según comentaba- es más fácil trabajar por veinte que hacer trabajar a veinte, pero -añadía- quizá se esconda en esa postura la comodidad, el egoísmo, la tiranía o la falta de interés para formar a otro.

Cuando un Director había adoptado una directriz equivocada o una decisión impropia, no le quitaba la autoridad delante de los que dependían de él. Después de meditarlo en la presencia de Dios, hablaba con el interesado para hacerle notar su error, y le sugería que él mismo se ocupase de comunicar la rectificación. Así su prestigio quedaba incólume ante las personas que habían recibido las anteriores instrucciones.

Trabajó respetando las competencias y la autonomía de los demás en sus diferentes funciones. El 27 de diciembre de 1973, se dirigía a los miembros del Consejo General: quiero que trabajéis de tal modo que el día en que yo muera podáis continuar ocupándoos de todo como si yo estuviese en medio de vosotros. Si no, quiere decir que he perdido el tiempo. Con esta misma confianza, nos repetía el 19 de marzo: os podré ayudar más desde el Cielo. Ante las protestas de los presentes, insistió con sencillez, sin dramatismo: sabréis hacer las cosas mejor que yo; yo no soy necesario.

Sin embargo, se daría tal vez una imagen incompleta de ese trabajo de gobierno sin una mención a la profesionalidad, que también urgía con mucha fuerza.

Quería que quienes colaborábamos en el gobierno del Opus Dei, como punto de partida, llevásemos una auténtica vida de entrega, de oración y de sacrificio, y fomentásemos la profesionalidad en el trabajo y el deseo de pasar ocultos. Rechazaba que fuésemos meros burócratas, o carteros que se limitan a llevar los papeles de un sitio a otro: debíamos sentir la responsabilidad de una labor de almas, que no se puede realizar sin un esfuerzo sincero de santidad personal.

Por eso, era muy exigente en la tarea de gobierno, porque de las decisiones depende el bien de muchísimas personas. La consideraba un verdadero trabajo profesional, que -de acuerdo con el espíritu del Opus Dei- es preciso santificar y acabar con la mayor perfección posible. Nos encarecía en 1962: cuidad vuestra formación profesional -ahora es la labor de gobierno-, porque esa tarea, la labor profesional, cualquiera que sea, es el anzuelo para pescar las almas: necesitan también tener fe humana en nosotros, porque vean que somos profesionales honrados y responsables.

Y, en cierta medida, esos criterios básicos -santidad, apostolado, profesionalidad- se subrayan en las tareas relacionadas con la administración económica.

El Fundador del Opus Dei fijó como principio rector de estas tareas la necesaria competencia técnica de los que estaban al frente de ellas, para que pudiesen santificarse a través de ese trabajo profesional. Por eso, al hablar a los que se ocupaban de las gestiones económicas, insistía en que debían ser más santos, si cabe, que los demás. Les urgía de este modo a que vivieran un absoluto desprendimiento de los bienes terrenos, exigiendo la responsabilidad de una contabilidad exacta hasta el último céntimo; y les repetía que debían pensar que estas operaciones, especialmente por el rigor técnico que requerían, no se quedaban en exclusivas actuaciones económicas, sino en funciones de muchísimo más alcance, pues se trataba de servir a las almas.

Cuando tuvo que ocuparse personalmente de estas cuestiones, llevaba al día las cuentas de lo poco que podía manejar, administrándolo con el cuidado de un padre de familia numerosa y pobre. Apenas contó con miembros del Opus Dei capaces de ayudarle, les confió ese quehacer.

Dispuso que, también en estas tareas, se viviera la colegialidad, sin dejar la decisión a uno solo: en la contabilidad y en la aprobación de gastos, debían dar su conformidad al menos dos o tres personas. Explicaba que nadie podía ver ahí el menor síntoma de desconfianza, sino el deseo de evitar gastos o gestiones inútiles, por razón de la pobreza; y también que la prudencia exige no cargar sobre una sola persona cuestiones de tanta envergadura, aunque en los comienzos se tratara de cifras irrisorias.

Aprendía de los demás: cuando era sacerdote joven, don Prudencio Melo y Alcalde, Arzobispo de Valencia, le pidió el favor de llevar un dinero a la Nunciatura. Al entregarle el sobre, el Prelado le dijo la cantidad que contenía. El Fundador del Opus Dei respondió que cumpliría el encargo gustosamente, y guardó el sobre en la cartera. Don Prudencio Melo advirtió: "no, Josemaría, no procedas así; tú tienes confianza en lo que te he dicho, pero yo me he podido equivocar y darte más o menos dinero que el que te he anunciado que estaba en el sobre. Por eso, cuenta en mi presencia los billetes, para ver si está exactamente esa cantidad. Después, cuando llegues a la Nunciatura, al entregarlo, haz que lo cuenten para que se hagan cargo de que llega la cantidad exacta. No lo olvides para toda tu vida, y enséñaselo a los miembros del Opus Dei".

A propósito de todo esto, comentaba que, desde los comienzos, más que manejar dinero, hubo de administrar deudas. Por eso, cuando escogió como Patrono de los asuntos económicos a San Nicolás, le confió el oficio de saldar los préstamos. Fiado en el Señor, asumió como criterio para las obras apostólicas la regla que recogió en Camino, 481: se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste; a la vez, procedía con prudencia y justicia, para no ocasionar perjuicios a terceros.