4. Instrumento humilde en manos de Dios

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Me quedó muy grabada la alusión a Cervantes en la catedral de Pamplona. Celebraba la Misa Mons. Escrivá de Balaguer el 26 de octubre de 1960. En la homilía se refirió a que amaba nuestros defectos, cuando luchamos por quitarlos, porque son un motivo de humildad, y ha dicho aquél que es el primer literato de Castilla que la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea. Santa Teresa advertía con reciedumbre que "la humildad es andar en verdad". En el Siglo de Oro español -lo confirma la lectura de Quevedo-, no resultaba insólito confundir la humildad con sus caricaturas gazmoñas o apocadas.

Hoy como ayer, cumplir los propios deberes comporta riesgos, que es preciso asumir con gallardía: la autenticidad tal vez parezca arrogancia, ambición o vanidad, sobre todo, en quien ocupa una posición social preeminente, resplandece en liderazgo o -en cualquier caso- pugna por conseguir un merecido prestigio profesional. Pero esos deberes son a veces derechos irrenunciables: falta de humildad -engañosa injusticia- sería no ejercitarlos, aun a costa de malentendidos.

Con su vida y su predicación -dirigida sobre todo a los laicos, a la gente corriente que trabaja en su profesión-, Mons. Escrivá de Balaguer ha dibujado con trazos originales la práctica de la humildad. Esos rasgos específicos, aunque hondamente fundamentados, estuvieron -pienso- en el origen de algunas incomprensiones.

El Fundador del Opus Dei nos enseñó a cumplir el deber con humildad, y sin importarnos el qué dirán. Repetía que los católicos tenemos obligación de ejercitar los derechos, evitando que, por dejaciones irresponsables, se pierdan o desdibujen atribuciones necesarias para la vida de la Iglesia y de cada uno de sus miembros, que no son ciudadanos de segunda clase. Comentaba que a veces es más difícil ejercitar un derecho que cumplir un deber: os lo digo por propia experiencia; pero esas dificultades no nos pueden hacer caer en la irresponsabilidad.

No confundió jamás la modestia con la pusilanimidad, y mucho menos con la cobardía. Rechazó de plano la bondadosidad -acuñó este neologismo- de quienes dejan de cumplir el deber por miedo al qué dirán, a las críticas, o a los respetos humanos. Enseñaba que esa sencillez exige no poner obstáculos al Señor. Nos lo subrayaba en 1973: la humildad no es gazmoñería: el que es humilde de verdad, precisamente porque cuenta con Dios, es capaz de las empresas más difíciles, venciéndose a sí mismo.

En el ejercicio de su actividad pastoral, en la fundación, en la expansión y en el gobierno del Opus Dei, jamás adoptó una postura vanidosa por sus dotes personales o por los éxitos conseguidos. Nunca se vanaglorió de las realizaciones apostólicas que -con sus directrices- se alcanzaban en los distintos países. Desde joven meditó e incorporó a su vida el lema Deo omnis gloria!, que le gustaba traducir libremente: ¡que sólo Él se luzca!

Cuando se le felicitaba por alguna labor o trabajo apostólico de los miembros del Opus Dei, reaccionaba con prontitud: ¡las gracias, a Dios! Y se llenaba de vergüenza, porque estaba convencido de que personalmente no servía para nada. Repitió hasta el último día que era un instrumento inepto y sordo; y que había sido un freno y una traba a la acción divina. Además, pedía perdón al Señor, también en público, por su falta de correspondencia.

Recuerdo que en Caracas, el año 1974, alguien hizo un comentario de ese tipo; replicó con una queja y una petición: ¡no me digas estas cosas! Hijo mío, es mejor que me cojas a solas y me digas: Padre, operibus credite!, dénos buen ejemplo en todo, pórtese mejor en esto, y en lo otro. Fíjate en tantos detalles que no hago bien, y me los recuerdas al oído. Y Dios te lo pagará, y yo te quedaré muy reconocido.

Utilizaba la comparación de que, ante una obra de arte, se alaba al artista, mientras que el pincel se abandona o se olvida, cumplida su misión: nosotros no somos más que un pincel, ¡un pobre pincel!, con el que el Señor por su Misericordia y por su Omnipotencia infinita se digna hacer cosas grandes; o convierte las cosas pequeñas en tareas importantes por el infinito valor de la gracia.

En junio de 1974 se expresaba así: cuando el Señor permita que seáis bandera que arrastre, que atraiga, que sea un punto de referencia, no olvidéis que esa bandera está agitada en lo alto por un brazo poderoso que la sostiene, o ha sido levantada hasta lo más alto del mástil por brazos fuertes. La bandera es un trapo, un símbolo, pero si cae, se convierte en un trapo sucio, y con la porquería no se ven los colores. ¿Cómo podremos ser soberbios, si es Dios quien nos sostiene y nosotros solos no somos capaces de nada?

Todos comprobábamos que su corazón enamorado no conocía de pausas ni acostumbramientos. Al mismo tiempo, como un estribillo, se pasmaba de que Dios le hubiese escogido: sólo encuentro una explicación, cuando pienso en que el Señor para hacer esta extensión de su amor por el mundo ha escogido a un pobre pingajo como soy yo: que se vea claramente que es Él quien ha hecho todo y que Él es el Amor sin tasa, que se entrega a todos los hombres sin discriminación alguna.

Y entre otras expresiones gráficas, pienso que se ha difundido bastante su afición al borrico.

En 1970, en un lugar donde hijas suyas restauraban retablos antiguos, altares vetustos, o imágenes estropeadas por el uso del tiempo, vio una pequeña imagen de San Antón, y comentó que le parecía muy simpática. Se llenó de contento cuando le regalaron la pequeña talla de madera tosca, vieja, pero sin ningún valor. Escribió de su mano en la base: Sancte Antoni, ora pro me! Muchas veces nos la enseñaba, recalcando que era su Patrono: no he visto más animal que yo, que no paso de ser un pobre borrico, y un borrico lleno de mataduras y de sarna.

Quiso ser un borriquillo, a disposición del Señor. En muchos de sus primeros escritos, ponía b.s. debajo de la firma, un borrico lleno de sarna. En Torreciudad, en mayo de 1975, al pasar junto al relieve de un oratorio con la representación de la huida a Egipto, hizo una pequeña caricia al animal en que va sentada la Virgen Santísima con el Niño Jesús en brazos, y le saludó con espontaneidad: ¡hola, hermano!

Había en su cuarto de trabajo una vitrina con los borriquitos que le iban llegando de diferentes lugares; y, en una mesa, a los pies de una imagen de la Virgen, colocó uno de esparto, que le daba mucha devoción, porque¡yo no le llego ni al esparto!, afirmaba.

La referencia a la propia ineptitud fue constante en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Pero era inseparable de su responsabilidad como Fundador.

Durante los primeros años de la vida del Opus Dei, y prácticamente hasta que se recibieron las aprobaciones pontificias, no utilizó jamás, refiriéndose a su persona, la palabra Fundador: tan lejos estaba de considerarse promotor de una institución suya. Solamente transigió cuando desde la Santa Sede empezaron a dirigirse a él empleando ese término. Muchas veces, bromeaba: soy un Fundador sin fundamento. También percibíamos el concepto que tenía de sí mismo cuando, con seriedad, nos confiaba: ¡yo no he fundado nada, nada: la Obra es de Él!; ¡lo único que he hecho ha sido estorbar!

Estaba bien persuadido de que sólo el Señor es quien da el incremento, y en Él fundaba toda la esperanza de la acción apostólica. De su labor surgieron innumerables frutos y, sin embargo -añadía-, cuando el Señor me llame y me lleve al Cielo, desde allí os podré ayudar mucho más y con mucha eficacia. O nos puntualizaba: yo no he hecho más que estorbar, aunque he procurado corresponder al Señor. Por eso espero con seguridad que me tendrá junto a Él cuando me llame a su presencia, y entonces os conseguiré todo lo que necesitéis, con mucha más fuerza y eficacia de lo que pueda hacer yo aquí ahora.

No obstante, cuando conocí a Mons. Escrivá de Balaguer, en 1960, solía referirse con particular energía a su condición de Fundador del Opus Dei. En ocasiones, utilizaba expresiones fuertes, que podían prestarse a incomprensiones, como cuando proclamaba en público: hijos míos, yo he conocido varios Papas, muchos Cardenales, montones de Obispos, pero Fundadores del Opus Dei hay solamente uno: este pobre pecador que es ahora vuestro Padre. Por eso, el Señor os pedirá cuenta de haber convivido conmigo, aunque yo sea tan poca cosa.

Algunos han malentendido estas palabras, como si se considerase más importante que la jerarquía eclesiástica. Nada más alejado de su mente y de su voluntad. Llegó a pedir al Señor que, si la Obra no era para servir a la Iglesia, la destruyera inmediatamente. Nos hacía sentir la responsabilidad de grabar en nuestras almas ese espíritu de sumisión indiscutida a la Autoridad -fuera quien fuera-, tal como el Señor lo había marcado en su alma.

Con dichas palabras, a la vez que nos quedaba patente su amor a la Jerarquía -por la que estaba dispuesto a entregar su vida-, entendíamos la importancia de fijarnos en el espíritu que nos comunicaba. No había el menor desprecio o desaire para los Pastores; al contrario, nos explicaba que, gracias a la lealtad a ese espíritu, amaríamos siempre más a quienes regían la Iglesia.

Nunca me ha extrañado la naturalidad llena de sentido sobrenatural con que nos estimulaba a la fidelidad al espíritu del Opus Dei, aclarándonos que el Señor, la Iglesia y los miembros de la Obra, ahora y en los siglos futuros, nos pedirían cuenta de cómo aprovechamos el tiempo transcurrido a su lado bebiendo el agua de la fuente. Y no me extrañaba esa naturalidad, porque en multitud de ocasiones añadía: yo no soy nada, hijos míos; soy un saco de miserias, pero el Señor se ha fijado en este pobre instrumento para comenzar el Opus Dei, y os pedirán cuentas, os mirarán, porque habéis vivido con este pobre hombre que ha sido el Fundador del Opus Dei.

Consciente de su responsabilidad, Mons. Escrivá de Balaguer supo explicar con claridad y con firmeza cuanto se refería al Opus Dei, dispuesto a defender el carisma aun a costa de su propia vida, de su fama, y de todas las posibles contradicciones. Cuando era necesario determinar el camino adecuado a la figura o al espíritu de la Obra, disponía la debida solución, y explicaba claramente: en esto no puedo delegar, soy el Fundador, y sé lo que el Señor me ha pedido. Si delegara y abandonara mi responsabilidad, me jugaría el alma y el Señor me pediría cuenta muy estrecha, porque el Opus Dei no es mío, es enteramente de Él.

Sin embargo, alguno ha llegado a interpretarlo como si para Mons. Escrivá de Balaguer fuera más importante su pensamiento que el del Papa, también respecto de cuestiones doctrinales no ligadas estrictamente al carisma fundacional.

No corresponde en absoluto a la verdad que haya opuesto sus propios puntos de vista, en cuestiones de doctrina y de moral católica, a las enseñanzas pontificias. Bien grabadas llevaba en el alma las palabras ubi Petrus ibi Ecclesia, y a esta verdad acomodaba su fe y su conducta.

Mons. Escrivá de Balaguer exponía netamente que, para ser buen hijo de la Iglesia, hay que aceptar su doctrina y su moral, es decir, ser fiel al Magisterio. Por otro lado, jamás expresó puntos de vista propios en estas cuestiones. Aceptaba, acogía y ponía en práctica las disposiciones sobre la fe y las costumbres, porque le interesaba ser un buen hijo de la Santa Madre Iglesia, sin apartarse un ápice de su doctrina. Y respecto al Magisterio pontificio, además de hacerlo propio, se encargaba de que los miembros del Opus Dei lo estudiasen, lo meditasen y lo pusiesen por obra: que empapasen su espíritu con las enseñanzas de los Pontífices, para poder aplicarlo, defenderlo y difundirlo.

Es más: prohibió que hubiese una escuela del Opus Dei en aquellas cuestiones en las que hay libertad de opción para los católicos. En la Obra nos sujetamos a las disposiciones de la Iglesia en todo lo que determine; y en lo que deja a la discusión de los hombres, cada uno, con responsabilidad personal, adopta la solución que le parece más oportuna.

Es bien sabido que Mons. Escrivá de Balaguer estuvo dispuesto a abandonar el Opus Dei al final de los años cuarenta para embarcarse en una nueva fundación dirigida sólo a sacerdotes diocesanos. Y que no fue necesario, porque encontró una solución adecuada dentro de la Obra. ¿Renunció a su cargo de Presidente General del Opus Dei en algún otro momento?

En 1951, se presentó una gran contradicción para el Opus Dei, pues se intentaba dividir las dos Secciones y cortar la cabeza. Meses después, en 1952, a través del Card. Tedeschini, Mons. Escrivá de Balaguer hizo saber al Papa que estaba dispuesto a renunciar a su cargo y a colocarse en el último lugar del Opus Dei; pero rogaba por amor de Dios que no le echasen de la Obra, porque sería como cometer un asesinato, ya que el Opus Dei era la razón de su vida. Sin embargo, insisto, puntualizó su absoluta determinación de quedarse en el último rincón, si así se lo indicaban.

Posteriormente, cuando presentó -oficiosamente- la primera petición de estudio de la solución jurídica definitiva del Opus Dei, hizo comunicar a Mons. Scapinelli di Leguigno, para que lo supiese también el Card. Tardini, que si su persona era un obstáculo para esa propuesta, estaba dispuesto a renunciar al cargo de Presidente General y quedarse como un simple sacerdote dentro del Opus Dei. Don Álvaro del Portillo se encargó de transmitir este pensamiento a Mons. Scapinelli, el cual replicó que esa posible sustitución era una idea "da dimenticare", para olvidar.

Reiteró esa disposición en 1962, cuando volvió a tramitarse la solicitud al Papa Juan XXIII, ya de modo oficial. No dejó de precisar que estaba dispuesto a dejar el cargo que ocupaba, si suponía el más mínimo obstáculo para la propuesta.

También se lo manifestó de palabra al Santo Padre Pablo VI, en las audiencias que le concedió, al hablar de la situación jurídica del Opus Dei, pendiente de solución.

Otro contraste en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer aparece tal vez en esa doble faceta de saberse responsable -como Fundador del Opus Dei- de la santidad y de la eficacia apostólica de sus hijos y, a la vez, de sentirse apoyado y sostenido por ellos, comenzando, claro está, por los dos Custodes.

Cuando presentó a la Santa Sede la disposición de los Estatutos relativa a sus Custodes, quisieron suprimirla: alegaban que no era ni había sido costumbre que al Superior se le hiciesen correcciones. El Fundador no cedió:si los demás, en la Iglesia y en el Opus Dei, tienen esa fortuna inmensa de que se ocupen de sus almas, y les ayuden a ser mejores, ¿por qué quieren privar, al desgraciado que tiene la obligación de llevar el peso de la dirección, de ese medio tan formidable, para santificarse y realizar su tarea con la perfección cristiana debida? Ante la fuerza de esos argumentos, la Sede Apostólica accedió a que hubiera dos personas encargadas de advertir al Presidente General de cuanto considerasen oportuno para el bien de su alma.

Le resultaba espontáneo agradecer nuestra ayuda, incluso públicamente. A veces, bromeaba con cariño: no me dejan pasar ni una, tienen una lengua muy larga y son unos descarados, pero jamás les agradeceré suficientemente la ayuda que me prestan.

En 1973, mientras despachaba la correspondencia, vi que se detenía durante unos segundos, con una carta en la mano, y la mirada recogida. Le pregunté: "Padre, ¿está 'impensierito'?". Me contestó en el acto: no seas ingenuo, estoy pensando en quién soy yo, para que la gente me quiera.

He presenciado la siguiente escena, con varios que acababan de pedir la admisión en el Opus Dei. El Fundador, para animarles a luchar, les preguntaba ante una fotografía suya de cuando era muchacho: ¿verdad que a una persona con esa cara, tú no le hubieras admitido en el Opus Dei? Aquellos chicos, que no sabían que se trataba de su imagen, reaccionaban con comprensible desconcierto, pues no acababan de entender el motivo. El se lo aclaraba: ése que ves ahí, con cara de simple, soy yo. En Roma, en una tertulia con el Consejo General, el 5 de abril de 1975, dos meses antes de su marcha al Cielo, nos confiaba: os preguntarán cómo era el Padre. Os voy a dar la respuesta: ¿el Padre? Un pecador que ama a Jesucristo, que no acaba de aprender las lecciones que Dios le da. Un bobo muy grande. Esto era el Padre; decidlo a los que os pregunten, que os lo preguntarán.

En las fiestas, o cuando se recibía noticia de que marchaba muy bien la labor apostólica, y nos congratulábamos con él, repetía, convencido, el refrán italiano: "il sangue del soldato fa grande il capitano". Estaba persuadido de que todo lo hacía Dios, con la correspondencia de sus hijos. No se le ocultaba la bendición divina tan evidente que recibía la Obra, por el número de miembros y por la extensión de la labor. Pero ante esas realidades, confesaba: soy un pobre pecador que vive entre santos.

He dudado en plantear el tema siguiente, porque me parece descabellado, más aún después de las escenas que acaban de ser descritas. Pero uno de esos tópicos repetidos sin rigor crítico invoca el "culto a la personalidad", como si el Fundador hubiera aplastado a los demás, ejercitando el gobierno de modo personal, y demostrándose intolerante hacia cualquier crítica o no respetando la libertad de conciencia.

Carece de todo fundamento: a lo largo de los años, he podido contemplar que no buscó ni el aplauso ni un desordenado amor de la gente hacia su persona. Desde luego, deseaba que los miembros de la Obra estuviesen unidos al que hacía cabeza, para vivir mejor su camino hacia Dios; pero, al mismo tiempo, demostraba que el agradecimiento, el trabajo y el afecto había que dirigirlos al Señor. Naturalmente, como vivía en una familia, recibía el cariño, el respeto y la veneración de todos los miembros del Opus Dei, pero sin tolerar que fuese un culto a su persona o una adulación, dejando bien claro que no buscaba ningún aplauso terreno, ni siquiera de parte de sus hijos.

Los miembros del Opus Dei, para saludar al Fundador, hacia quien sentían verdadero cariño y veneración, procuraban besarle la mano. Sin que le molestase ese gesto, entre otras cosas porque así estaba previsto para quien ocupase el cargo de Padre en el Opus Dei, con frecuencia nos aclaraba, mientras escondía las manos en los bolsillos: ¡besa el crucifijo, y saldrás ganando!

Nunca quiso ser el centro del apostolado, de las reuniones, de la conversación. De ahí, su confianza en los demás, sin revisar constantemente el trabajo que realizaban, reconociéndoles mayoría de edad. Y esto, a la vez, sin desentenderse de su propia responsabilidad, porque sabía pedir cuenta, a su hora, y corregir si era necesario. Recuerdo, a este propósito, entre otros muchos episodios, que hubo de hacer una advertencia a las Directoras centrales. Al terminar, cuando se marchaba del lugar de la reunión, una de ellas expresó: "Padre, perdone porque le hemos disgustado". Reaccionó inmediatamente: no me habéis disgustado. ¡Hijas mías!, estoy persuadido de que cada una de vosotras se esfuerza en trabajar con perfección. Además, cuando hay algo que no está bien, no penséis en que me disgusto. Enseguida razono, porque veo mis defectos y mis miserias: Señor, Tú eres mi Padre, aquí estoy. Teniendo en cuenta la distancia infinita, así procuro comportarme con vosotras: soy vuestro Padre, y lo único que me mueve es el interés y el cariño para que seáis santas, felices, también aquí en la tierra, con el cumplimiento del deber.

Nos insistía machaconamente en que jamás debíamos actuar por agradarle, sino única y exclusivamente por amor a Dios, a Quien deberíamos dar razón de toda nuestra existencia, tanto durante la vida como en el momento definitivo de rendirle cuentas. Nos aseguraba: si hacéis algo por agradarme, habéis perdido miserablemente el tiempo: ¡sólo por Dios!

Afirmaba tajantemente: no quiero para mí el cariño de nadie, si es tapadera para alejarse de Dios, para no unirse más al Señor, para justificarse en posturas que tengan sólo una salida humana. A este respecto, cuando alguno abandonaba su camino vocacional y le comunicaba que le quería mucho y le estaba muy agradecido, comentaba: agradezco ese cariño, pero me causa más dolor, porque lo que me importa es que quiera a Dios y no le deje. Prefiero rotundamente que no me quiera a mí y quiera al Señor con todas las veras de su alma.

Nunca ejercitó el gobierno de un modo personal. Ya he mencionado que, con objeto de no coaccionar a los que intervenían en los asuntos, jamás daba su parecer en primer lugar, para que pudieran opinar con absoluta libertad. Escuchaba a todos y la mayoría de las veces, cuando no se trataba de cuestiones fundacionales que afectaban a la esencia o al espíritu del Opus Dei, decidía con la mayoría de los que habían intervenido. Cuando por una aparente delicadeza o porque no resolvíamos asuntos de nuestra competencia, se los planteábamos, nos respondía que no le hiciésemos un tirano y que le ayudásemos en el gobierno, asumiendo con completa responsabilidad personal la carga que nos correspondía.

En este contexto, se comprende la rapidez con que reaccionaba ante cualquier manifestación, aun remota, de adulación, de servicio, de excepciones...

Recuerdo que en 1974, en una tertulia después del almuerzo, al regreso de su viaje por América, conté algunas anécdotas ocurridas durante esa catequesis. Como era inevitable referirse a su persona, procuró desviar la conversación. No me di cuenta de estar infringiendo su norma de no querer alabanzas, hasta que me indicó con firmeza llena de cariño: ¡por favor, te ruego que te calles!

Me siento obligado a advertir que, en lugar de pensar que nos estaba ayudando constantemente, consideraba que debía servirnos más. Por eso, muchas veces nos pedía sinceramente perdón por las molestias que originaba y por su poca ejemplaridad. Puedo asegurar que, al contrario, jamás ocasionó molestias, ni dejó de ser paradigma de cumplimiento del deber: su modo de actuar era una invitación permanente a buscar a Dios Nuestro Señor.

Hubo una temporada en que los médicos le prescribieron una taza de manzanilla antes de acostarse. Nos entregaban un pequeño termo, al terminar la cena, y todos los días se repetía la misma escena de forcejeo: nunca conseguimos llevar el termo a su habitación. Lo hacía personalmente, dándonos a entender que agradecía mucho nuestra solicitud filial, pero sin dejarse servir.

Cuando alguna persona le preguntaba qué regalos deseaba para sus días de fiesta, para los aniversarios de la Obra, contestaba invariablemente: mejora espiritual, sinceridad de vida para ayudar más en el desarrollo de la expansión apostólica, más oración, más mortificación. En 1950, con ocasión de sus bodas de plata sacerdotales, pidió como regalo oraciones por su fidelidad, por su correspondencia al Señor. Puntualizó también que, si alguien planteaba hacerle algún obsequio, le rogaba que fuese en ayuda económica para la extensión de la labor apostólica del Opus Dei.

Lo mismo se volvió a repetir en 1975, en las bodas de oro. Se habían preparado, de parte de todas sus hijas y todos sus hijos, un relicario para un lignum crucis, un cáliz y un copón. Cuando los vio, dijo que no se merecía absolutamente nada, que se sentía muy humillado ante las pruebas de la Bondad y de la Misericordia de Dios recibidas durante esos cincuenta años, a las que consideraba que había respondido con tan poca generosidad y con tan poco garbo. Añadió que aquellos objetos le llenaban de gozo, porque servirían para honrar y dar culto a Dios, porque -así nos lo expresó- para el Señor todo me parece poco, se merece el amor de toda la humanidad entera, y no le pagaremos como le debemos todos y cada uno de nosotros. Y como siempre, pasó aquella fiesta en oración, pidiendo perdón por su falta de correspondencia.

A veces, personas de distinta posición social, cuando le visitaban, querían hacerle limosnas y regalos. A todos comunicaba que no aceptaba nada personal: agradecía, en cambio, aportaciones económicas para extender el apostolado. Y les sugería que no dejasen de colaborar también con la diócesis y la parroquia, y de atender a los pobres a los que pudiesen llegar: si no estaban en condiciones de ofrecer esas ayudas, prefería que no entregasen dinero para la Obra.

Me interesa ahora volver al principio: la humildad en el ejercicio de sus deberes como ciudadano de la sociedad civil y como sacerdote secular. Soy consciente de que ha provocado murmuraciones, que no calificaré.

Las únicas ambiciones que le he conocido durante los veinticinco años en los que he vivido a su lado, han sido la búsqueda de la santidad, el servicio absoluto y total a la Iglesia Santa, el amor al Vicecristo -como le gustaba llamar al Romano Pontífice-, la entrega incondicionada al apostolado, sin regatear ningún esfuerzo, ni su salud, su honra o su fama, y dejando todo en las manos del Señor.

No deseó ninguna dignidad o puesto de particular prestigio y poder, ni en el campo eclesiástico ni en el campo civil. Como es sabido, recibió honorificencias y distinciones, tanto en una esfera como en la otra. Respecto a las condecoraciones civiles, he de precisar que no nos las comunicaba personalmente; dejaba que nos enterásemos por la prensa, y si alguno pretendía felicitarle, respondía invariablemente: la única Cruz que me importa, que amo y que deseo llevar con garbo todos los días, es la Cruz de mi Señor Jesucristo.

Le fueron otorgando algunas de un sitio y de otro, sin su previo conocimiento: se trataba de distinciones concedidas a personas que habían trabajado en pro de la sociedad, y que las autoridades se consideraban obligadas a reconocer. No se ha movido nadie, por indicación del Fundador del Opus Dei, para que le concedieran distinciones de ningún orden. Insisto en que provenían del afecto y reconocimiento hacia su persona. Cuando llegaban estas concesiones de Gobiernos, de Ayuntamientos, o de otras corporaciones, las aceptaba, ofreciéndoselas al Señor, porque todo le pertenecía a Él. Y nos explicaba que muchas veces no podía renunciar, porque esa postura suya hubiese sentado quizá un mal precedente y un mal ejemplo para muchos hijos suyos y para muchas otras personas, en momentos en los que estaba en juego la condición jurídica de los fieles -sacerdotes y laicos- del Opus Dei.

Cuando era sacerdote joven y necesitaba incardinarse en Madrid, de acuerdo siempre con el Obispo de la diócesis, don Pedro Poveda le ofreció la posibilidad de ser Capellán Palatino. Este ofrecimiento venía precisamente de una persona que sufrió martirio por la Iglesia de Dios, y dio testimonio con su vida de un gran desprendimiento de las cosas terrenas. Después de escucharle, le preguntó inmediatamente qué deberes y derechos traía consigo ese nombramiento. Y don Pedro, con su habitual sencillez, le respondió que ninguno; únicamente, llevar una vestidura especial y utilizar ese título. Con la misma sencillez con que le hablaba don Pedro, le contestó rotundamente: no me interesa para nada, porque no quiero títulos ni honorificencias de ningún género, si no son para cumplir con más delicadeza mis deberes de sacerdote.

Ésta fue su postura ante las muestras de honor que recibió en su vida. Las acogía para mostrar su secularidad, es decir, su condición de sacerdote secular. Por otro lado, aceptó algunas dignidades civiles, para testimoniar la importancia de que no se niegue a los católicos lo que en justicia les corresponde como ciudadanos, por haber prestado un servicio al país, a la sociedad o a la ciencia.

El Fundador del Opus Dei no recibió la ordenación episcopal. Pero sí aceptó la distinción de Prelado doméstico de Su Santidad, según la terminología eclesiástica de entonces. Alguien ha hablado, y no precisamente con buena intención, de una ambición frustrada..., que le llevó a despreciar a las dignidades jerárquicas.

Cuando el Fundador vio el Opus Dei, comprendió ya que su naturaleza jurídica iba en la línea de las estructuras de la jurisdicción personal y, sin pensar en sí mismo, buscó la orientación y el camino para llegar a esa solución. Pero, desde que hizo la primera petición -o el primer intento de petición- para llegar a la figura jurídica definitiva de la Obra, como podía ir ligada a una capitalidad episcopal, comunicó a la Santa Sede que estaba dispuesto a renunciar a dirigir la Obra, para que otro asumiera esas funciones: no le interesaba para su persona esa dignidad jerárquica.

Es verdad que en España hubo muchos Arzobispos y Obispos que hicieron gestiones para que llegase al episcopado. Don Prudencio Melo y Alcalde, don Javier Lauzurica, don Marcelino Olaechea, don Leopoldo Eijo y Garay y don Casimiro Morcillo, entre otros, dieron pasos concretos con ese fin. Esta situación siempre le produjo desasosiego interior, porque no deseaba en absoluto esos cargos. Además, no dejó de señalar con claridad, que su misión era sacar adelante el Opus Dei; no el gobierno de una diócesis.

Cuando se trasladó a Roma, siguieron viniendo propuestas para que fuese promovido al episcopado. En 1963, Mons. Argaya, Obispo residencial en España, vino a almorzar con el Fundador del Opus Dei. En un momento de la conversación, le preguntó: "Josemaría, ¿cuándo te hacen Cardenal?, porque..." Mons. Escrivá de Balaguer le interrumpió: no me interesa que me hagan nada. Ante la insistencia del Obispo, zanjó la cuestión:Jacinto, ni me interesa, ni lo aceptaría. Era un rumor conocido que -repito- le molestaba. En una de esas ocasiones, y para cortarlo definitivamente, fue a ver a Monseñor Tardini a la Secretaría de Estado. Con su claridad habitual, le expuso que no aceptaría ninguna sede residencial con el cargo de Arzobispo o de Obispo, ¡ni la mitra de Toledo!, que lleva consigo el cardenalato con el Primado de España. Dejó patente así que no tenía ninguna ambición de cargo o de honor. Tan terminante estuvo en su conversación con Mons. Tardini, que a partir de entonces cesaron las gestiones para promoverle al episcopado.

Cuando le nombraron Prelado de Honor de Su Santidad, estuvo tentado de renunciar a esta distinción, que había gestionado y conseguido Monseñor Montini, cuando era Sustituto. El Fundador desconocía esta iniciativa. Sólo cedió por la insistencia de don Álvaro del Portillo en la conveniencia de evidenciar también en eso la secularidad del Opus Dei.