8. La Trinidad del cielo y de la tierra

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Recuerdo bien la homilía que el Fundador del Opus Dei pronunció en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967, y que fue incluida al final del libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer con el título Amar al mundo apasionadamente. Fue la primera vez que le oí la audaz expresión materialismo cristiano, para sintetizar la doctrina que había difundido desde 1928. En aquella ocasión, insistía en que el cielo y la tierra se funden en el corazón del cristiano: cuando desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Es otra muestra de la unidad de vida, del acercamiento de lo humano y lo divino, ganado para todos los hombres por la Encarnación del Verbo. Como se lee en Forja, 1005: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra.

El 18 de septiembre de 1970, alguien le preguntó: "Padre, usted, ¿en quién espera?". Respondió inmediatamente: espero en Dios, que es mi Padre; en la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra; y en vuestra fidelidad a Dios. Nunca he contado con los medios humanos para salir adelante; pero tened confianza: Dios está con nosotros y no nos abandona, si nosotros no le abandonamos.

Desde muy joven, rezaba jaculatorias que fortalecían su esperanza en el Señor: quod bonum est oculis eius, faciat! ["¡cúmplase lo que es bueno a tus ojos!"]; in manibus tuis tempora mea! ["¡en tus manos abandono mis días!"]; omnia in bonum! [¡"todo para bien!"]; Deus meus et omnia! ["¡mi Dios y mi todo!"]; cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies. Contritum et humiliatum valde! ["no despreciará Dios un corazón contrito y humillado, ¡un corazón profundamente contrito y humillado!"]; et in electorum tuorum iubeas grege numerari! ["¡dígnate contarnos entre tus elegidos!"]; Filius meus es Tu! ["¡Tú eres mi Hijo!"]; Ego elegi te!["¡Yo te elegí!"]

En circunstancias difíciles, aplicaba este principio: las obras, las distintas tareas que el Señor nos pide, no dejan de salir por falta de medios materiales; no salen por falta de esperanza en el Señor, por falta de fe, por falta de amor. Apoyado en esa seguridad, repetía en distintos momentos, lleno de paz, palabras de los Salmos o de la liturgia: in Te Domine speravi, non confundar in aeternum! ["esperé en Ti, Señor, y no seré confundido para siempre!"]; Domine, exaudi orationem meam! ["Señor, ¡escucha mi oración!"]; ad Te levavi animam meam! ["¡a Ti levanté mi alma!"]

Además, otras invocaciones relativamente frecuentes en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer, estaban relacionadas con la Trinidad.

Quiso que el oratorio de la Sede Central del Opus Dei, en el que habitualmente celebraría el que hiciera cabeza, estuviese dedicado a la Santísima Trinidad. Le he oído muchas veces la jaculatoria que hizo grabar en el retablo: Deo Patri Creatori, Deo Filio Redemptori, Deo Spiritui Sancto Sanctificatori ["A Dios Padre Creador, a Dios Hijo Redentor, a Dios Espíritu Santo Santificador"].

Se emocionó, en 1958, al descubrir -en una iglesia de Marsella- una sobrepuerta con una auténtica catequesis sobre este misterio. En tres círculos, unidos en forma de triángulo equilátero, figuraban las palabras: Pater,FiliusSpiritus Sanctus. En el centro del triángulo había otro círculo con la palabra Deus. En los trazos que unían las tres primeras circunferencias entre sí, se repetían las palabras non est. A su vez, esos tres círculos llegaban al del centro por una línea sobre la que estaba escrito est. Con esta disposición, se podía leer: Pater non est Filius, Pater non est Spiritus Sanctus, Filius non est Spiritus Sanctus ["el Padre no es el Hijo, el Padre no es el Espíritu Santo, el Hijo no es el Espíritu Santo"]; y también: Pater est Deus, Filius est Deus, Spiritus Sanctus est Deus ["el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios"]. Le conmovió tanto, que tomó nota para reproducirla en Centros de la Obra, en el oratorio o en lugares cercanos. Se colocó, por ejemplo, en la cripta para enterramientos de la Sede Central del Opus Dei.

Cuando le pedían algún recuerdo, solía regalar estampas con la representación de la Trinidad. En el dorso, había puesto con su letra: Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto! ["¡Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo1"], o Benedicta sit Sancta Trinitas atque indivisa Unitas! ["¡Bendita sea la Santísima Trinidad y la indivisa Unidad!"], o también, Gratias tibi Deus, gratias tibi, vera et una Trinitas! ["¡Gracias a Ti, Dios, gracias a Ti, verdadera y una Trinidad!"]

Deseaba que nuestro trato con el Señor estuviese lleno de intimidad: acercaos a Dios. Amad a la Trinidad Beatísima, hijos míos, y decidle, aunque muchas veces os parezca que lo hacéis con la boca solamente: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Sacad todo el jugo que tienen estas palabras y dadle muchas gracias, a cada una de las Tres Personas, también porque no alcanzamos a comprender ni su grandeza, ni su Omnipotencia, ni todos los misterios, ni todas las verdades que nos ha revelado.

De modo especial en algunas épocas de su vida, al entrar o pasar por delante del oratorio, invocaba a la Trinidad: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo, gloria a Santa María y también a San José. Jesús, te amo. Gracias a los Ángeles que te hacen la corte. El 23 de noviembre de 1971, me animaba a repetir continuamente esa oración, como acto de fe, como acto de amor y como desagravio. Insisto: dilo muchas veces. Habrá momentos en los que no te darás cuenta de lo que significa esa alabanza, pero poco a poco irás gustando y entrando en la intimidad de Dios.

Dentro de esta fe en la Trinidad Beatísima, se advertía una especial intensidad en la devoción al Espíritu Santo.

Tuvo esta devoción desde muy joven. Además, comenzó a advertir muy pronto las luces que le concedía el Paráclito para abrir los nuevos caminos del Opus Dei. A veces, al comentar aspectos del espíritu de la Obra, evocaba los primeros tiempos, y agradecía con sencillez: esto me lo enseñó el Espíritu Santo, porque no tenía otro Maestro que me pudiera dar esa enseñanza.

Con evidente constancia, se dirigía al Santificador, pidiéndole su asistencia vigorosa, mediante jaculatorias tomadas de la liturgia, como: Veni Sancte Spiritus! ["¡Ven, Espíritu Santo!"] o Ure igne Sancti Spiritus!["¡Quema con el fuego de tu Santo Espíritu!"] Le invocaba frecuentemente: durante el trabajo, en los exámenes de conciencia, al predicar, para la labor de gobierno, ante la dirección espiritual. Además, procuraba que la gente se diese cuenta del gran vacío en que se encuentra cuando no le trata. Le llamaba el Gran

Desconocido, manifestando así su dolor por las desatenciones de las criaturas, entre las que se incluía.

Otra línea de fuerza que recorre la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer es su admiración, llena de consecuencias prácticas, ante la Humanidad de Jesucristo.

Ahondaba a diario en la realidad de que Jesús es perfecto Dios y perfecto Hombre. En su dormitorio, se colocaron al lado de la cabecera de la cama unos azulejos con la imagen de un Corazón del Señor traspasado por una flecha, con la leyenda del anagrama: Iesus Christus, Deus Homo ["Jesucristo, Dios y Hombre"].

Se conmovía ante las palabras del Apóstol: Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in saecula ["Jesucristo, el mismo ayer y hoy y por siempre"]. Y exclamaba: ¡Jesucristo vive! En 1950, nos encarecía: hijo mío, yo te pido que luches -que eso es ya vida interior- por pisar donde pisa Cristo, y te sentirás fuerte, porque estarás apoyado en la roca de la fortaleza que es Él.

Nos movía a conocer y tratar la Humanidad de Jesucristo, a seguir tan de cerca al Señor, que oigamos el rumor de sus pisadas, que escuchemos el aliento de su respiración, que percibamos sus más íntimas confidencias con los que había escogido. Y para urgirnos a secundar los pasos del Maestro, el 29 de noviembre de 1972, resaltaba: los comodones no aguantan -¡y no caben!- en el Opus Dei. Es necesario que cada uno considere en qué cosas sirve más al Señor, y en cuáles menos. Yo querría haceros notar que si la vida nuestra personal no va al paso de Dios, es preciso mirar enseguida si hay algo de comodidad.

Como es lógico, su afán por conocer y seguir a Cristo, se nutría de la lectura y meditación de los Evangelios.

Leyó hasta el último día de su vida la Sagrada Escritura. Y nos aconsejaba: leed el Evangelio, vivid el Evangelio, amad el Evangelio, sacad puntos de meditación de la lectura del Evangelio y del Nuevo Testamento; y procurad verter la riqueza de esos libros en las vidas de las personas que se acerquen a vuestra dirección o a vuestro trato: que, por vuestro conocimiento de la vida de Dios, se pueda decir con realidad que tratáis a Jesucristo, que conocéis a Jesucristo, que amáis a Jesucristo, que imitáis a Jesucristo.

Usaba con frecuencia un libro preparado por el Cardenal Gomá en el que se recoge la vida del Señor, entremezclando las escenas de los cuatro Evangelios, en una relación cronológica. Lo tenía en la mesilla, lo leía muchas veces, cuando se despertaba por la noche, y lo llevaba consigo en los viajes.

Resume la importancia que daba a la meditación continua de la Palabra de Dios, este comentario: si de la lectura de la Sagrada Escritura o de los Evangelios no sacamos consecuencias prácticas para nuestra vida de cada día, es señal de que falta de nuestra parte la atención y el amor debidos, porque esos textos son enseñanzas llenas de vitalidad, de fuerza y de aplicación para todo cristiano que quiera ser coherente con su fe.

No pudo cumplir su ferviente deseo de acudir a venerar al Señor en Tierra Santa, en aquellos lugares que presenciaron el paso de Jesucristo Dios y Hombre. No le fue posible, porque seguía como norma no realizar más viajes que los exigidos por la labor apostólica. Pero revisaba con mucho interés publicaciones y fotografías de aquellas tierras, y renovaba a menudo el anhelo de ir allí algún día.

La contemplación de la Humanidad de Jesús es inseparable de la devoción a la Sagrada Familia. Mi impresión es que hay como un crescendo que alcanza los más altos registros tal vez durante su viaje a América de 1974.

Durante su estancia en Brasil, habló repetidas veces de la Sagrada Familia, de la unión que existiría en ese hogar y de la dedicación tan completa de María y José al Señor. Un día, le mostraron unas imágenes de la Sagrada Familia: María y José llevaban al Niño, cogiéndole cada uno por la mano. Se conmovió hasta externamente, y dijo que esa representación había renovado en su alma el deseo de tratar así al Señor, llevándole de la mano de un sitio a otro, para que le conozcan y, al mismo tiempo, sintiendo su protección.

Algo semejante le ocurrió, en una casa de retiros de Santiago de Chile, con un cuadro del retablo, que representaba la Visitación de la Virgen. Además de las figuras de la Virgen y de Santa Isabel, que se saludan afectuosamente, aparece también San José, acompañando a su Esposa. Nos dijo que su corazón se había llenado de júbilo, al contemplar algo que siempre había meditado: que San José no habría dejado ir sola a la Virgen, porque en esos momentos, en los que nuestra Madre ha concebido al Señor por obra del Espíritu Santo, era lógico que el Santo Patriarca se pusiese a su entera disposición, cumpliendo la Voluntad de Dios de que cuidara a María. Nos repitió que, desde joven, estaba persuadido de que no podía ser de otra manera, ya que San José nunca abandona a los suyos; y nos insistía en que nosotros, que pertenecemos a la familia de Dios, tampoco sentiremos la soledad, porque San José nos acompañará.

Procuraba contemplar al Patriarca en otras escenas de la vida de María, siempre que esa consideración no se opusiese a las verdades de la Iglesia. Por ejemplo, estaba certísimo de que, cuando la Virgen subió en cuerpo y alma al Cielo, fue recibida también por su Esposo, con la alegría de ver coronada la fidelidad de la criatura más excelsa.

Y, siempre, como en primer plano, el amor a Santa María, continuamente presente también en sus escritos.

En 1970, mientras hacíamos una novena en la Villa de Guadalupe en México, nos dijo que recordaba con perfecta claridad la primera vez que acudió a la Virgen teniendo conciencia de que rezaba y se dirigía a Ella. Lleno de piedad filial, nos invitó a cada uno a hacer lo mismo: evocar ese primer encuentro, para pedir a nuestra Madre, con aquella inocencia y seguridad, por lo que llevábamos en el alma y en el corazón, recurriendo al auxilio de María, omnipotencia suplicante. Tenía dos o tres años, cuando comenzó a invocar a la Virgen en la Catedral de Barbastro, delante de la imagen de la Dormición.

Me aconsejó una devoción que vivía: besar con cariño la frente de una imagen de nuestra Madre del Cielo, y con piedad de hijo decirle: ven conmigo. En más de una ocasión, pasaba los ratos que podía llamando continuamente a la Virgen: ¡Madre, Madre, Madre mía! Y, lleno de confianza, abandonaba en sus manos las necesidades de la Iglesia y de las almas.

No se cansaba de predicar la urgencia de acudir a la Santísima Virgen. Por ejemplo, en 1953, nos insistía: quizá nos falta considerar a Cristo tan nuestro como María lo consideraba suyo: era su vida y la razón de su existencia. Sin Él, María no podía trabajar, ni vivir, ni descansar, ni estar. Y si somos fieles debería sucedernos constantemente lo mismo a cada uno de nosotros.

El 30 de abril de 1968, como solía hacer cuando comenzaban los meses o las épocas del año en las que de una manera particular se cultiva en la Iglesia la devoción a la Virgen, nos recomendaba: en nuestro trato con María, en este mes de mayo, que mañana comienza, querría que cada uno de nosotros empezara a hacer un pequeño sacrificio más, un rato más de estudio, un trabajo mejor acabado, una sonrisa...; un sacrificio, que sea un esfuerzo de nuestra piedad y una prueba de nuestra entrega. Con generosidad, hijo mío, déjate llevar por Ella. ¡No podemos dejar de querer cada día más y más al Amor de los amores! Y con María lo podremos conseguir, porque nuestra Madre vivió dulcemente una entrega total.

Subrayaba la necesidad del trato con la Virgen para llegar a la Santísima Trinidad. En 1970, nos reiteraba esta directriz: tened amor, mucho amor, todo el amor, a la Trinidad Beatísima. Para esto, partid de vuestra devoción a la Virgen, porque Ella, hasta humanamente, está muy cercana a Dios, y es la criatura más perfecta, sine macula, sine ruga ["sin mancha ni arruga"], y el Señor no le niega nada. Ella necesariamente os llevará al Hijo, que os hará conocer al Padre, y recibiréis al Espíritu Santo, fruto del árbol de la Cruz. Os sentiréis, de la mano de nuestra Madre, muy cerca de Dios, y le pediréis perdón por vuestros pecados y por los ajenos -a peccatis alienis...-, de los que muchas veces tenemos culpa por nuestras omisiones personales.

Dentro de este abanico de recuerdos, no puede faltar alguno relativo al rosario, que Vd. rezó muchas veces con Mons. Escrivá de Balaguer.

En los primeros tiempos, cuando no tenía dinero para medios de transporte, o lo empleaba en limosnas, pateaba las calles -según evocaba, con palabras castizas-, aprovechando para rezar el rosario. Esa misma costumbre se repetiría luego, también cuando utilizaba el coche para desplazarse. Recuerdo las caminatas que nos dimos por Holanda en 1961 esperando a don Álvaro del Portillo, a quien había encargado determinadas entrevistas para comenzar la tarea apostólica en aquel país.

Mantuvo esta devoción hasta el último día. Concretamente, el 26 de junio de 1975, cuando atravesábamos las calles de Roma camino de Castelgandolfo, lo primero que hizo fue rezar despacio, devotamente, el Santo Rosario.

Desde los comienzos de su sacerdocio, tenía un rosario en la cabecera de su cama, como detalle ornamental, pero fundamentalmente para que le sirviese de despertador. Lo vi por primera vez en su cuarto en Diego de León, en Madrid. En Roma, en cuanto pudo disponer de habitación, colocó otro, que habían enviado de México, con una imagen de la Virgen de Guadalupe.

Se ocupó además de que los Custodes tuviésemos también otro rosario en nuestra habitación. A don Álvaro del Portillo le entregó uno de cuentas grandes, blancas, de cristal. A mí, otro que le regalaron unas personas que venían de Tierra Santa, hecho con madera del huerto de los olivos; al dármelo, me sugirió: ponlo si quieres a la cabecera de la cama, con el fin de que te sirva, de una parte, para acordarte de Nuestro Señor Jesucristo, porque el rosario viene de Tierra Santa; y de otra, para acudir a la intercesión de Santa María, y así sepas tratar más y mejor a su Hijo y, por el Hijo, al Padre y al Espíritu Santo.

Al hablarle de mi oración vocal, me aconsejaba meterme con intimidad en la escena de cada misterio; me insistía en que procurase no repetir las Avemarías maquinalmente, y añadía: y cuando, a pesar de todo, te des cuenta de que te has distraído, después de pedir perdón al Señor y a tu Madre, vuelve a considerar durante unos instantes la escena del misterio que se te ha pasado por alto, y continúa meditando luego el misterio que estés rezando. Pero, de tu parte, pon siempre esfuerzo en rectificar y en rezar con devoción, con la misma ternura y con el mismo cariño con que tratabas a tu madre cuando veías que estaba preocupada, o cuando querías conseguir algo. María es nuestro recurso, y a Ella tenemos que acudir, con confianza y con seguridad, pero dándole a la vez todo el cariño nuestro, para que Ella lo presente al Señor con sus manos purísimas.

Me aconsejó también unir el tema de la meditación de la mañana, a la consideración de los misterios del Santo Rosario. Se me quedó muy grabado el ejemplo que me puso: había meditado esa mañana la virtud de la humildad, y me explicó: es muy fácil, hijo mío, te bastan pocos segundos para seguir esta pauta, si te va bien. Yo, por ejemplo, al pensar en los misterios gozosos, uniéndolos al tema de la humildad, he visto: primer misterio, la Anunciación, y he entendido la humildad de ese Dios que se abaja y la humildad del instrumento que es nuestra Madre, que se considera nada y menos que nada, e indigna de recibir a Dios. Segundo misterio, la Visitación, y he vuelto a considerar la humildad de mi Madre, que es Madre de Dios, y se pone al servicio del prójimo festinanter ["deprisa"]. Tercer misterio, el Nacimiento del Hijo de Dios, la humildad de nuestro Dios, que no se conforma con asumir nuestra pobre naturaleza, sino que además empieza su vida mostrando que tiene necesidad de que nosotros le atendamos, de que nosotros le queramos, de que nosotros le cuidemos. Cuarto misterio, la Purificación, más humildad de mi Madre Santísima, la tota pulchra, la toda limpia, que se sujeta a la ley sin buscarse excusas de ningún género, y cumple rendidamente, en la medida de sus posibilidades económicas, con todo lo que está dispuesto. Quinto misterio, el Niño perdido y hallado en el templo, más humildad de Santa María, que se dispone en todo momento, hasta en esas circunstancias de contradicción y de disgusto, a aceptar y ponderar todas las decisiones del Señor, amándolas y acatándolas con total rendimiento de su vida.

De modo semejante, y aunque ha habido ya referencias a propósito de la Sagrada Familia, me gustaría incluir algún recuerdo más específico sobre la devoción a San José.

He contemplado una escena en distintas Navidades, cuando -al distribuir las figuras del Nacimiento- alguien colocaba a San José un poco distante del Niño y de la Virgen o en un segundo plano. Mons. Escrivá de Balaguer las acercaba, mientras repetía: vamos a poner siempre a José muy cerca de Jesús y de María, porque siempre lo estuvo, porque lo sigue estando, y porque nos tiene que servir de guía para servir al Señor, contando también con la intercesión de la Virgen, como los dos le sirvieron.

La devoción a San José estuvo arraigada en su vida desde la infancia. Ya en Roma, recuperó una imagen del Patriarca, que había pertenecido a sus abuelos maternos: le oí evocar entonces que, siendo muy niño, se empinaba sobre las puntas de los pies, para mirar y rezar a esa imagen, instalada dentro de una urna.

Cuando viajó a Ecuador, se alojó en una casa en la que había dos figuras de San José en habitaciones distintas. En una, está sosteniendo al Niño Jesús, que le abraza cariñosamente con una mano por detrás del cuello, y la otra le corona con un gesto de reconocimiento. En el segundo cuadro aparecía San José con los pies sobre el mundo, dando a entender que el Señor le confía la protección de todas las cosas de esta tierra, ya que enseñó a Jesús a realizar un trabajo humano, con el que comenzó la obra de la Redención. Esos cuadros le alegraron tanto, que manifestaba continuamente su agradecimiento al pueblo ecuatoriano porque le habían ayudado a aumentar su amor a aquel varón justo.

Durante toda su vida, buscó industrias humanas para tratar al Santo Patriarca. A partir de 1965, solía regalar una estampa en la que había escrito esta jaculatoria: San José, nuestro Padre y Señor, protege a tus hijos de la Santa Iglesia de Dios.

El 22 de enero de 1973, nos descubrió unos versos que aprendió de pequeño: "oh José, venturoso Padre del mismo Dios, y Esposo de María, desde los altos Cielos, benigno, míranos en este día". Y agregó que recurría al Santo Patriarca, para que pusiese en cada uno de nosotros mayor delicadeza de trato y aumentase nuestra finura en las acciones litúrgicas y de culto.

Es interesante recalcar la espontaneidad con que manifestaba, en estas conversaciones con sus hijos, que le gustaba pensar en los dolores y en los gozos de San José. En marzo de 1973, nos persuadía: hay que rezar mucho, hay que rezar todo el día. Tenemos que acudir a San José, especialmente en este mes de marzo, y también durante todo el año, porque es el Patrono de la Iglesia universal: ¡que se vea!, ¡que se vea que es el Patrono de la Iglesia universal! Yo no me canso de invocarle con ese ite ad Ioseph ["id a José"], diciéndole: ¡que se note!

En ese mismo año comentaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro Padre y Señor. Acudamos a José; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos -¡bien cogidos!- de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.

Mons. Escrivá de Balaguer manifiesta también, en su vida y en sus escritos, una fe viva en los Ángeles y en los Santos.

Pienso que sintetiza su modo de tratar a los Santos, lo que le oí el día de Santa Isabel de 1973: esta mañana, he comenzado a encomendar todo a Santa Isabel, y enseguida he pasado a hablar con su hijo Juan, y con Zacarías; y después con la Virgen, con San José y con Jesús: y es que en este trato con el Señor, pasa como con las amistades humanas, que se amplía el círculo de conocimiento, a través de los amigos.

Sus padres le enseñaron a invocar a su Ángel Custodio por la mañana y por la noche, con la popular oración: Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Aquella piedad infantil fue haciéndose más recia y robusta con el paso de los años por la incidencia que los Ángeles han tenido en su vida y en la historia del Opus Dei.

He comprobado la devoción con que se encomendaba al Ángel Custodio al emprender un viaje, o cuando impartía la bendición a los que se la pedían. Añadía luego la jaculatoria Sancte Raphaël, ora pro nobis!, para que les protegiera en el camino. Para esta bendición compuso una fórmula, a partir de la que el anciano Tobías da a su hijo cuando marcha a cobrar la deuda de Gabelo: Beata Maria intercedente, bene ambules, et Dominus sit in itinere tuo, et Angelus eius comitetur tecum. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen ["Por la intercesión de Santa María, que tengas buen viaje, y el Señor esté en tu camino, y su Ángel te acompañe. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén"]. En 1964, introdujo una pequeña modificación: en lugar de et Angelus eius, el plural et Angeli eius. Y muchas veces, cuando terminaba, añadía: para que te acompañen el Señor, la Virgen y una corte de Ángeles, ¡muchos Ángeles!, esas criaturas maravillosas que no dejan de rondar al Señor y le están cantando continuamente en una alabanza llena de novedad, de amor y de cariño, que nunca suena igual.

Tenía la costumbre de invocar a su Custodio con la siguiente oración: Angele Dei, qui custos es mei, me tibi commissum pietate superna illumina, custodi, rege et guberna. Amen ["Ángel de Dios, que eres mi custodio, pues la bondad divina me ha encomendado a ti, ilumíname, guárdame, dirígeme. Amén"].

Repetía igualmente una jaculatoria a su Ángel, a los Arcángeles, Dominaciones y Potestades, para que llevasen su oración a todos los Sagrarios del mundo: dicite ei, quia amore langueo ["decidle que muero de amor"].

En 1972, nos aconsejaba: mete dentro de tu vida el deseo y la necesidad de tratar a tu Ángel Custodio. Invócale con frecuencia. Yo lo hago muchas veces al día, porque lo necesito y porque le pido constantemente que sepamos estar pendientes de Dios única y exclusivamente.

He podido comprobar también que, cuando le referían gestiones realizadas por encargo suyo, solía preguntar: ¿has encomendado todo lo que has hecho a tu Ángel Custodio y al de la persona que ibas a ver? Y muchas veces me aconsejó: cuando llames por teléfono encomienda la conversación a tu Ángel Custodio y al Ángel Custodio de la persona con la que hablas.

Si había que localizar documentos o expedientes traspapelados, o algún objeto sin importancia que se caía de la mano y se escapaba de la vista, nos sugería: vamos a encomendarlo al Ángel Custodio.

Le acompañé en muchas de sus audiencias con los distintos Romanos Pontífices, y también en visitas a Prefectos o a personas que ocupaban cargos en la Curia Romana. No dejaba de encomendar las gestiones a su Ángel Custodio y al de la persona a la que iba a ver. Concretamente, cuando acudía al Vaticano, se dirigía al que -por devoción privada- ponía como Custodio de ese Estado, como solía hacer al ver las torres de las Catedrales de las distintas diócesis, encomendando al Ángel Custodio del Prelado y al Ángel que tuviese el encargo de velar por las almas de ese territorio.

Como es lógico, tenía un trato muy intenso con los Arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael, puesto que el Señor los había querido como Patronos de la Obra. Pidió que en un relicario de la Santa Cruz, que llevó encima hasta el día de la muerte, se representase a los tres de la forma siguiente: San Miguel, con una espada y un escudo, para que nos ayudase a defender por encima de todo el Reino de Dios; San Gabriel, con una azucena, a fin de que conservase la castidad de cada uno de acuerdo con su estado; y, finalmente, San Rafael, con una alforja, un pez y un cayado, para que nos protegiese al emprender cualquier camino en la tierra, también el ordinario de cada día.

Saludaba, en fin, al Custodio de cualquier persona con la que se encontrase. Por eso, cuando se enteró de que mi familia vivía en la misma casa donde, en el curso 1939-40, hubo un Centro del Opus Dei, me aseguró: te habré encomendado a tu Ángel Custodio cuando eras pequeño, si te he encontrado en el portal o por las escaleras de la casa, ya que tuve esa costumbre desde que era muy joven.

Al terminar estas páginas, me queda un resquemor: estoy convencido de que estas manifestaciones de vida contemplativa eran frutos espontáneos de un corazón encendido; pero podrían parecer una relación interminable de actos, imposible de repetir...

Resumía así la vida de piedad: el amor es sapientísimo y busca -porque lo necesita- siempre formas nuevas de manifestarse, aunque sea con las mismas costumbres. Por ejemplo, el 18 de mayo de 1972, abría su alma a los que vivíamos en el Centro: ayer, miércoles, era un buen día para acudir a San José; hoy, a la Eucaristía, pero es necesario acudir con cariño, con todo el amor, para reparar un poquico, con nuestra debilidad, el mal que le hacen. Y el martes se puede acudir a los Ángeles Custodios, el lunes a las benditas ánimas del Purgatorio, el domingo a la Trinidad Beatísima, el sábado a Santa María, y el viernes a la Pasión. Así, con estas devociones, se contempla todo el amor de Dios. No es difícil conseguirlo, si se quiere luchar. Os aseguro que, al cabo de los años, siendo lo mismo es todo distinto, porque Dios es siempre nuevo.

Fomentaba en su alma muchas devociones personales. No hablaba de ellas, habitualmente, para no coaccionar a los demás, y dejarles en libertad; aunque no le importaba que le vieran rezando: cuando estaba a solas o con Mons. Álvaro del Portillo y conmigo, rezaba en alto algunas jaculatorias y oraciones. Sucedía esto en las interrupciones del trabajo, mientras íbamos de un sitio a otro, etc., y comprobábamos así que no se interrumpía su diálogo contemplativo.

No pretendía que viviésemos como con la obsesión de llenar una hoja de servicios personal, sino con la delicadeza de emplear nuestras mejores energías para fortalecer el amor de Dios a lo largo de cada jornada. Exigía esta prioridad de la vida interior a todos sus hijos, y particularmente a los Directores y a los sacerdotes.

Nos aconsejaba que hiciésemos y viviésemos nuestras prácticas de piedad sólo y exclusivamente para el Señor, sin alardes, pero sin ocultarlas: no hagáis las cosas para que os vean pero no os importe que os vean, pues será motivo para que muchos se fijen en el culto que dais a Dios, y también ellos se decidirán a querer mejorar su vida con el ejemplo que les deis.