5. Llevar la cruz con garbo

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

El Fundador del Opus Dei alude, en Camino, 856, a la paradoja de que quien sigue el "Caminito de infancia", para hacerse niño, necesita robustecer y virilizar su voluntad. Por esto, me ha parecido oportuno abordar ahora la práctica de la mortificación y la penitencia, el amor a la Cruz, el espíritu de contrición.

Mons. Escrivá de Balaguer practicaba la mortificación y las penitencias corporales, porque las consideraba como un medio indispensable para la vida de unión con Dios y para la eficacia del apostolado. Hablaba con mucha frecuencia de la oración de los sentidos, concretada en el sacrificio corporal e interior y en el espíritu de reparación, que lleva al alma a negarse por amor.

Muchas veces nos habló del sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Nos hacía notar que había llegado a esa entrega para borrar todas las deficiencias humanas, movido por un amor lleno de felicidad y de libertad:oblatus est quia ipse voluit! ["¡se entregó porque quiso!: Isaías 53,7"] El 1 de septiembre de 1971, exteriorizaba esa íntima persuasión: estoy convencido de que es necesario crucificar la memoria, el entendimiento y la voluntad: ¡hay un clavo para cada potencia!

Quiso que el oratorio donde solía celebrar la Misa, en Roma, se adornase con cardos y rosas. Desde muy joven, repetía el lema per aspera ad astra, que, incluso, utilizó como motivo ornamental. En una oportunidad, al mostrar ese oratorio, comentó: per aspera ad astra. Para mí estas palabras han sido siempre un despertador: ¡para llegar al Cielo, hay que sufrir, hay que anonadarse, hay que prescindir del propio yo, dejándonos enteramente a disposición de la Voluntad de la Trinidad Beatísima!

Aceptaba gustosamente la mortificación activa y pasiva: deseaba que el Señor fuese dueño de su vida en todo momento, cuando experimentaba los gozos del trabajo, y cuando tropezaba con el dolor. Pienso que resumen bien esta actitud las siguientes palabras de 1963: hay que morir poco a poco, por la continua mortificación en mil detalles; y no es para asustarse, porque ha de llegar a ser una cosa tan natural como el latir del corazón. Yo no noto ahora el latir del corazón, pero se mueve, late. ¡Y ay del día en que se pare! Os digo a vosotros lo mismo: en vuestra vida espiritual, la vida del corazón, que es ese latir, ese esfuerzo, es mortificarse en cada instante, y estar en una conversación amorosa con el Señor, acudiendo a la intercesión de María, de José, de los Ángeles Custodios.

Es obvio que ese latir continuo supone esfuerzo personal: no es algo natural, automático. Al contrario, suele exigir un plan de mortificaciones, grandes y pequeñas.

En más de una ocasión, nos preguntaba con sencillez: ¿cuántas docenas de mortificaciones acostumbradas tienes? Cuando le conocí, enfermo de diabetes, observé que realizaba muchos sacrificios encaminados a llevar, con garbo y elegancia, las duras secuelas de esa dolencia.

Se mortificaba principalmente en el cumplimiento del plan de vida; prescindía de sus gustos personales; se atenía estrictamente al horario de la casa, sin concederse dispensas ni excusas, ni siquiera con motivos de enfermedad.

Evitaba, con naturalidad, las posturas cómodas del cuerpo durante el trabajo y durante la convivencia ordinaria: no apoyaba la espalda en las butacas ni en las sillas; o no cruzaba las piernas cuando estaba sentado. Durante años, al final de su vida, utilizó un sillón alto que no le permitía reposar los pies en el suelo.

En 1954 describía así este esfuerzo constante en las cosas diarias, para ofrecérselas al Señor: no puedo empeñarme en cazar aquí leones; porque, en primer lugar, no los encuentro, y, en segundo término, si no estoy en guardia, vigilante, cortando todo lo que no me une a Dios, no seré capaz de ver nada de lo que me pide. En cambio, buscando esa finura de amor, de delicadeza en las cosas pequeñas, nuestra vida diaria, de la mañana a la noche, es un servicio, una continua penitencia para dar gloria a Dios. Y ese trabajar en lo poco, in pauca fidelis!, nos sirve, además, de humillación, porque llegamos a la noche con el convencimiento de que no valemos nada. En el examen, yo tengo que decir muchas veces: Josemaría no está contento de Josemaría; porque hay muchas cosas que podía haber hecho y no las he querido hacer. Si no nos ejercitamos en las cosas pequeñas, nos creeríamos soberbiamente vencedores; ya que, con una falsa experiencia, pensaríamos que en lo grande seríamos fieles y, sin embargo, está la realidad cotidiana de que en lo pequeño tantas veces no somos generosos.

Un capítulo clásico de la ascética cristiana versa sobre la mortificación en las comidas. Evoca el ejemplo de Jesucristo, que ayunó en el desierto (Mateo 4,2), pasó hambre en el camino (Mateo 21,18) y sintió los ardores de la sed (Juan 4,7).

No probaba alimento alguno fuera de las horas de las comidas. Los almuerzos duraban pocos minutos cuando no tenía visitas. A temporadas tampoco tomaba sal, y no ponía azúcar en el café con leche, ni después de la curación de la diabetes. Ha habido épocas -siempre con permiso de su director espiritual- en las que seguía dos o tres días de ayuno riguroso, con sólo un poco de agua y un trozo de pan.

No dejaba nada en el plato, estuviese soso o salado, pasado o poco hecho. Procuraba servirse más de lo que le apetecía menos, y menos de lo que le apetecía más. Se tomaba los alimentos cuando -sin culpa de nadie- estaban estropeados; y si pensaba que podían perjudicar a la salud, se abstenía, pero sin pedir otra cosa.

En muchas comidas teníamos que instarle a que bebiera agua, porque tomaba muy poca durante el día. Esta mortificación venía de antiguo, pues a veces se fijaba como meta no probar más que la de las abluciones de la Misa.

Respecto a las bebidas, la mayor parte de su vida ni siquiera llegaba a beber un vaso de vino, en el almuerzo. Con el correr del tiempo, por su insuficiencia renal, el médico le prescribió agua mineral de Fiuggi, muy corriente en Italia. En los tres o cuatro últimos años de su vida, también por indicación médica, se cambió por agua de Evian, de composición salina diferente, porque los análisis indicaban que perdía muchísimo potasio. Le suponía una mortificación tomar fuera de las comidas la cantidad -un litro- que señalaron los médicos, pero además tendía a reducirla en las comidas, y teníamos que insistirle, especialmente en las épocas en que aprieta el calor en Roma.

Cuando recibía visitas, por su hospitalidad, procuraba que se preparasen menús bien presentados. Pero se las arreglaba para pasar con lo imprescindible sin concederse ninguna compensación, buscando lo menos apetitoso y más vulgar. Muchos de los invitados han comentado posteriormente que les edificaba su señorío, pues nunca se sentían coaccionados para dejar de servirse normalmente.

Aunque entendía que la mortificación más agradable al Señor es el fiel cumplimiento del deber, perfectamente acabado, practicó además, duras penitencias corporales. Junto a razones teológicas profundas, se descubre también ahí el espíritu deportivo con que afrontaba la lucha ascética.

Usó siempre las disciplinas y el cilicio, de acuerdo con el director espiritual. Durante una temporada -en los años más duros de la diabetes, en Roma-, hubo de dejarlo por prohibición médica: cualquier herida, por pequeña que fuese, le producía llagas purulentas que agravaban su estado de salud.

Consiguió la autorización del médico para sustituir las disciplinas por una fusta de caballo. Por aquella época, trabajó a su lado don Manuel Sancristóval, teniente de caballería. Vio un día la fusta, y le preguntó: "¿para qué es?" Para domar al potro, repuso inmediatamente. Pienso -aunque no lo sé con certeza- que, cuando no empleaba el cilicio, debía de ponerse unas cuerdas ásperas. Digo esto, porque tuve que hacer un viaje, y me sugirió que, para no llevar el cilicio y las disciplinas -que podían llamar la atención en las aduanas-, metiera en la maleta una buena cuerda de esparto: puesta en la cintura, comentó, ¡se nota!, y puedes utilizarla como disciplina también.

Cuando se recuperó de la diabetes, volvió a emplearlas con el mismo rigor que antes. He tenido ocasión de oír los golpazos, aunque mi habitación quedaba lejos. En un reconocimiento médico, le encontraron unos hematomas profundos y dispersos por el cuerpo: admitió que se debían a las disciplinas. Estas mortificaciones eran una necesidad, en reparación por sus propias culpas y las de la humanidad. Insisto en que siempre pedía autorización y actuaba de acuerdo con el permiso recibido. Observaba en su vida lo que siempre enseñó: cuando se ama de verdad, no hay sacrificio costoso; el amor todo lo espera y todo lo entrega. La Pasión de Cristo sólo tiene una explicación en el amor. Mortificación: oración del cuerpo y del alma. Pon amor y te parecerá poco todo lo que haces.

Pero el Fundador del Opus Dei insistía en la importancia radical de cumplir el deber y de servir con alegría a los demás, siempre dentro de un ascetismo sonriente.

Podría mencionar muchísimas otras mortificaciones de esas que no matan, pero hacen tener el alma en pie para ir pisoteando el propio yo en todo momento.

Vivía el minuto heroico en las ocupaciones, y en la vida de piedad, concediendo a cada práctica el tiempo señalado en la dirección espiritual, sin recortarlo ni alargarlo.

En la convivencia, se esforzaba por hablar y estar de buen humor, llevando la conversación con garbo, pendiente de los demás. Procuraba mantener esa alegría, también cuando se encontraba cansado. Cuidaba no molestar a los demás, cuando debía hacer cosas de trabajo material en la casa, abriendo y cerrando las puertas sin ruidos ni portazos. Se esforzaba en subir y bajar andando las escaleras, sin coger el ascensor; además, aprovechaba esas circunstancias para ir repitiendo al Señor la jaculatoria: que Tú crezcas y que yo disminuya.

Entre otros miles de detalles, me enseñó a recoger las colillas y limpiar el cenicero; a tener las sillas bien colocadas en la habitación; a dejar las mesas limpias y las habitaciones ventiladas; a no rozar las paredes con los muebles; a no abrir las ventanas sin sujetar previamente las contraventanas; a evitar que el sol estropee los muebles, etc. Cuidaba a diario esos pormenores sin pensar que ya se ocuparían otros.

Cada mañana, hasta el último día, dejaba su cuarto en las mejores condiciones posibles: colocación de los muebles, limpieza, orden y ventilación. Revisaba el lavabo, el baño y el retrete, para que no quedase ningún resto de jabón o suciedad. De esta forma, las personas que pasaban después a hacer la limpieza de esa estancia, apenas encontraban trabajo.

Luchó constantemente por vivir la caridad, de acuerdo con lo que nos marcaba: que sea verdad que nos gastamos, que nos entregamos, sin tontadas, sin complicaciones; buscando con delicadeza y con optimismo el modo de servir a Dios. Cuando nos convencemos de que nuestro auténtico orgullo es servir, y no nos dejamos servir, entonces todo es fecundo.

Puedo decir que no conoció pausa en sus tareas pastorales, y que habíamos de ocuparnos de que descansara. Se rebelaba, en cambio, cuando dejábamos lagunas o tiempos libres en la organización de su trabajo. Recuerdo que, en Brasil, al día de llegar en 1974, después de varias reuniones y visitas -teniendo en cuenta además el cambio de horario y el lógico cansancio por el viaje-, se encontró con que había una media hora sin ocupación señalada. Entonces, bromeando, pero al mismo tiempo con claridad, exclamó: ¡si no me dais más trabajo, me marcho!

Aun extenuado, no perdía su aspecto externo amable. Con la experiencia de quien ha luchado contra la debilidad física, reconocía que, en muchas ocasiones, la mejor mortificación es una sonrisa.

Mons. Escrivá de Balaguer estaba persuadido de la eficacia apostólica, corredentora, de la unión del alma con la Cruz de Cristo. Vale la pena detenerse en su contemplación personal de Jesús paciente, bien plasmada, por ejemplo, en el libro que dedicó al Via Crucis.

Nos sugería que, cuando viéramos la Cruz, pensásemos en la Sangre de Cristo, derramada por todos los hombres. Esa consideración le llevaba a reparar y a identificarse con Él. Nos encarecía en 1960: cuando te encuentres más de cerca con la Cruz, no te asustes, no te canses, es un mimo del Señor. ¿No te das cuenta de que en lo humano ocurre lo mismo?: cuando dos personas se quieren, las alegrías y los sufrimientos de uno son alegrías y sufrimientos del otro. Por eso, cuando llevas la Cruz con garbo, ten la seguridad de encontrar a Jesús y, con Jesús, a María en el camino que el Señor te marca.

Tenía devoción al Via Crucis. Nos pareció muy lógico que un año, con ocasión de la fiesta de la Epifanía, pidiese como regalo uno portátil, con el fin de tenerlo a mano y poder contemplar esas escenas de la Pasión que tanto amaba.

He rezado muchas veces las estaciones con él -también se hallaba presente Mons. Álvaro del Portillo-, y he podido observar la piedad con que se arrodillaba después de la enunciación de cada una. Solía considerar esas escenas camino del Calvario todos los viernes, y de modo muy especial los días de la Cuaresma.

Nos incitaba a tener en nuestra mente, como en una película, aquellos momentos en los que se cumple la salvación de la humanidad: de manera que en cualquier coyuntura pudiésemos meternos como un protagonista más en la escena, para arrepentirnos de nuestras faltas, para acompañar a Jesús, para sentir la obligación de ser corredentores.

El 14 de septiembre de 1969, mientras nos mostraba -lleno de sumo respeto- un relicario de la Santa Cruz, nos habló largamente de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. Recogeré unos párrafos de aquella conversación:nosotros amamos -debemos amar- sinceramente la Cruz, porque donde está la Cruz está Cristo con su Amor, con su presencia que lo llena todo... Por eso, hijos, con el espíritu de la Obra, jamás podemos huir de la Cruz, de esta Cruz Santa en la que se encuentra la paz, la alegría, la serenidad, la fortaleza... En este relicario que conservamos aquí, se venera un trozo del Lignum Crucis que se guarda en Santo Toribio de Liébana. Me lo regaló hace muchísimos años el Obispo de León. A mí me molesta que se hable de Cruz como sinónimo de contradicción, de mortificación. La Cruz es algo positivo, desde que Dios quiso entregarnos la verdadera vida por medio de la Cruz... Después de que nos den la bendición, vamos a besar la Cruz, pero diciendo sinceramente que la amamos, porque ya no vemos en la Cruz lo que nos cuesta o lo que nos pueda costar, sino la alegría de poder darnos, despojándonos de todo para encontrar todo el amor de Dios... Debajo de este relicario hice poner:iudaeis quidem scandalum, gentibus autem stultitiam! ["para los judíos, escándalo; para los gentiles, locura": 1 Corintios 1,23], porque para los incapacitados, la Cruz es escandalosa e incomprensible.

En 1970, nos empujaba: sólo si nos unimos continuamente a la Pasión de Jesucristo, sabremos ser instrumentos útiles en la tierra, aunque estemos llenos de miserias. Es imposible agotar las múltiples y numerosísimas consideraciones que hizo; pero pienso que, de algún modo, resume su unión al Sacrificio de la Cruz lo que le oí en la Semana Santa de aquel año: la Pasión del Señor: de ahí nos viene toda la fuerza. Cuando pienso en la Pasión de Jesucristo, me viene enseguida a la cabeza lo que he hecho yo en estos cuarenta y dos años de mi vida en el Opus Dei, y en aquellos otros en los que Él me preparaba antes de comenzar. Y me veo nada, y menos que nada: sólo he sido un estorbo. Por eso, cada día siento la necesidad de hacerme pequeño, muy pequeño en las manos de Dios. De este modo me consuelo con lo que he escrito tantas veces: ¿qué hace un pequeño? Entrega a su padre un soldado descabezado, un carrete viejo, una bola de cristal de botella. Pues yo lo mismo: lo poco que tengo quiero darlo enteramente y de verdad. Así, mi poquedad, fundida con la Pasión de Cristo, tiene toda la eficacia redentora y salvadora: ¡nada se pierde!

Mons. Escrivá de Balaguer tuvo siempre gran devoción al crucifijo, como expresaba, entre otros muchos lugares, en Camino, 302.

Recomendaba besarlo al comenzar y al terminar los trabajos, al acostarse o al levantarse, haciendo un acto de fe, de esperanza y de amor, pidiendo al Señor saber cumplir en nuestras vidas, como aconseja el Apóstol, "todo lo que falta en la Pasión de Jesucristo".

Personalmente, he comprobado con qué devoción, cada noche, besaba y colocaba en el bolsillo superior de la chaqueta del pijama el crucifijo que utilizaba durante el día. Deseaba sentirlo cerca de su corazón, cuando se despertase durante la noche.

En Roma, mandó instalar dos imágenes de Cristo Crucificado de tamaño natural. La primera, en un oratorio, con una cartela que recoge las palabras de Pedro dolido por su falta de correspondencia: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te! ["Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo": Juan 21,17]. Junto a la otra, situada en un patio, hizo poner: Quia Tu es Deus fortitudo mea! ["Porque Tú eres, Dios, mi fortaleza": Salmo42,2]. También dispuso que en el Centro Interregional del Opus Dei en Roma y en el Santuario de Torreciudad, se colocase una escultura de Cristo clavado en la Cruz, antes de morir, con los ojos abiertos, mirando a los que acuden a rezarle. En 1970, durante su estancia en México, le llegaron unas fotografías del boceto en barro. Luego, mientras estábamos en una reunión, nos explicó: he mandado hacer una imagen de Cristo Crucificado, pero sin lanzada: Cristo vivo, que muere en medio de los sufrimientos más atroces; y muere gustosamente -se entregó voluntariamente- para conseguir nuestra redención y nuestro amor. Quiero que podamos mirar a esa imagen de Cristo que sufre lleno de paz, por ti, por mí, por todos; que nos decidamos a reaccionar con una entrega total y sin regateos, aunque tengamos que dejar la vida. Me han mandado el boceto, una fotografía del boceto, y me ha conmovido. Ha sacado el escultor una cara que, en hombre, tiene un gran parecido a las imágenes que ha hecho de su Madre, y me ha gustado mucho: me ha parecido lógico que hasta en eso demuestre qué unión había entre la Madre y el Hijo, entre el Hijo y todos los hermanos que somos nosotros.

Esta devoción se materializaría también en las sedes de los Centros del Opus Dei: la cruz de palo, a la que se alude en Camino, 178 y 277.

Pienso que unas palabras de 1951 resumen el amor gozoso y recio que sentía al contemplar el suplicio de Cristo: adoremos la Cruz. Es señal del cristiano, y la señal de las victorias del cristiano. Cruz y Sangre: ¡cómo quedaría ese leño, después de la Muerte del Señor! La Cruz empapada con la Sangre del Redentor; por eso, cuando veas una Cruz, piensa en la Sangre de Cristo, derramada por ti, y no te niegues a lo que te pida. Cuando abrimos la primera casa, hice poner una Cruz sin Crucifijo, que fuera un grito, un clamor, una reparación amorosa a nuestro Dios, una invitación a cada uno, para no desdeñar los sufrimientos que pudieran presentarse en la vida personal.

En el año 1970, nos insistía en que nada debía hacernos perder el ánimo, aunque pareciese muy pesado. Para facilitar que lo entendiésemos, nos recordaba que la primera meditación que dio al terminar la guerra civil española, cuando pudo reunirse con los miembros del Opus Dei, fue sobre la Cruz: la veía entonces, y también ahora, como un signo claro de la bendición de Dios. Teníamos el oratorio lleno de cruces. En el altar, en los candeleros, las catorce cruces del Via Crucis, y en el friso que remataba el tapizado que pusimos con una tela de arpillera. Recuerdo que les decía a vuestros hermanos: ¡qué valientes somos! Hemos llenado de cruces este lugar, para amarla más. Acabamos de salir de los padecimientos de la guerra, de los sufrimientos, y volvemos a buscar la Cruz. Él no nos puede abandonar. Y añadía -pienso que es un buen resumen de su vida-: porque yo siempre he visto la cruz como la Santa Cruz, que ni humilla ni acogota. In hoc signo vinces! ["¡Ésta será la señal de tu victoria"!] Es una realidad: por la Cruz llegamos a la posesión de Dios por el abandono nuestro en Dios. Sin la Cruz, no hubiéramos hecho nada.

La meditación de la Cruz fomentaba también en el alma de Mons. Escrivá de Balaguer la contrición, y el espíritu de desagravio, que culmina en la práctica del sacramento de la Penitencia.

Deseaba que se hilase muy fino. Con distintos matices y en muy diferentes ocasiones, certificaba: lo que mancha a un niño de ocho años, mancha también a un hombre de ochenta. Daba a entender claramente que ni la edad, ni el tiempo, ni las circunstancias, justifican holguras en la lucha personal por vivir cara a Dios.

Fue muy poderosa en su vida la idea de que cada uno de nosotros, como dice el Apóstol, somos templos de Dios; el 20 de noviembre de 1972, anoté: en vuestro corazón sois como un Sagrario en el que el Señor ha querido refugiarse. El Señor nos ama con su Amor infinito, nos ama mucho; y de nuestra parte espera amor, desagravio, por nuestras faltas personales de correspondencia y por las de todos los hombres. Cuando hay amor de verdad, no hay zafiedad; lo zafio y lo sucio suponen desamor; lo zafio es desahogo de cuartel.

Recuerdo a este propósito que un día de 1958, a las nueve y cuarto de la mañana, un médico, miembro del Opus Dei, le tomó la presión arterial: "está usted perfectamente bien. Tiene una presión de libro". Con naturalidad, contestó: no puede ser de otra manera, he hecho ya muchos actos de desagravio. ¡Recomiéndalo a los enfermos, que es la mejor medicina!, porque, además de pedir perdón por nuestra indignidad, nos acerca más y más al Señor, a su misericordia que siempre nos acoge. Bromeaba que aprendiéramos de los italianos cuando afirman, respecto a las tazas de café, que hay que tomar no menos de tres y no más de treinta y tres: los actos de contrición, además de que no pueden ser menos de esa segunda cifra que os he señalado, ¡tienen que ser muchísimos más!, ¡cuantos más mejor!

A la vez que nos urgía a apartarnos de todo lo que nos separase de Dios, no dejaba también de presentarnos la realidad de que cada uno es un pobre pecador, que no puede llenarse de soberbia porque haya hecho algo más o menos bien. Un día de 1969, después de hablarnos del optimismo proveniente de la amistad con Dios, añadía: mientras rectifiquemos y pidamos perdón, estaremos bien seguros. Cada día nos ofrece la posibilidad, no de una conversión, ¡sino de muchas conversiones! Mirad: cada vez que rectifiquéis y, ante una cosa que comprendéis que no va -¡aunque no sea pecado!-, si procuráis divinizar más vuestra vida, habéis hecho una conversión.

Acudía con puntualidad al sacramento de la Penitencia. Era de tal finura de conciencia, que no dudaba en recurrir -sin escrúpulos- más de una vez a la Confesión durante la semana, cuando lo consideraba necesario para responder a las continuas urgencias de la gracia. He podido comprobar su alegría después de recibir ese Sacramento. Muchas veces, en público y en privado, ponderaba su grandeza.

Cuando era aún niño, rezaba el "Señor mío Jesucristo". Sabía que debía pedir perdón por sus faltas y ponía todo su esfuerzo infantil para recitar esa oración con piedad. Al llegar a las palabras "me propongo la enmienda de nunca más pecar", confundía "enmienda" con "almendra"; y añadía que las almendras le gustaban mucho: por lo tanto, qué cosa más lógica que dar algo que me gustaba mucho por el propósito de no pecar nunca más, porque verdaderamente mis padres me enseñaron a no querer ofender nunca al Señor, y esa insistencia caló ya entonces en mi alma.

A propósito de esto, nos decía en 1968: no lo olvidéis, hijos míos: en esa empresa divina que Dios nos ha confiado, el Señor "querrá", si vosotros queréis. Cuando el Señor nos ha perdonado los errores personales, no toleréis remordimientos que quiten la paz, porque sería una falta de amor, una falta de fe en el Sacramento de la Penitencia y una señal clara de soberbia. ¿Dolor por no haber amado? ¡Sí!, pero no revolváis en la miseria, que Dios ha olvidado ya, y espera vuestra nueva respuesta con un nuevo amor.

Aconsejaba, en fin, el trato con la Virgen para aumentar la contrición por las miserias de nuestra vida. En 1962, nos exhortaba: confiad en el Señor, que nunca nos abandona, si nosotros no le dejamos. No os sintáis nunca vencidos, aunque hayáis perdido algunas batallas. En este caso, todavía con más urgencia, hemos de volver siempre a Cristo, desde los brazos de la Virgen, con la seguridad de que entonces nuestros pasos van por el mejor camino.