4. Hijo pequeño de Dios

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

En diversos pasajes, ha sido mencionado el sentido de la filiación divina, que Mons. Escrivá de Balaguer proponía de modo particular a los miembros del Opus Dei.

Efectivamente, en el centro de su predicación aparece siempre la filiación divina, que colma de confianza nuestra existencia. La dejó esculpida en el espíritu de la Obra, y la ofrecía como tesoro común a las personas que trataba, animándoles a considerar frecuentemente los méritos infinitos de Cristo, que nos hacen hijos de Dios Padre. En 1969, nos alentaba: a lo largo de estos cuarenta y un años, he procurado vivir siempre la filiación divina, que nos ha conseguido Nuestro Señor Jesucristo. Y mi oración ante cualquier circunstancia ha sido siempre la misma: Señor, Tú me has puesto aquí, Tú me has confiado esto o lo otro. Resuelve Tú todo lo que sea necesario resolver, porque es tuyo y porque yo solo no tengo fuerzas. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños, que los hijos, están seguros de sus padres: no tienen preocupaciones, ni siquiera saben que tienen problemas, porque sus padres se lo dan todo resuelto. Hijos míos, con esta firme confianza hemos de vivir y hemos de rezar siempre, porque es la única arma con que contamos y la única razón de nuestra esperanza.

Experimentaba una profunda alegría al saborear que Dios es mi Padre, nuestro Padre. También en 1969, nos hacía considerar: es tan importante la filiación divina, que entra dentro de la perfección infinita de Dios, de su esencia. Él, de acuerdo con esa perfección y con su inmutabilidad, ni la puede ni la quiere perder. Nosotros somos capaces de perderla, ¡y hasta de querer perderla!: aquí caben los matices de vivir esta filiación en mayor o menor grado, que son síntomas clarísimos de lo que amamos y de cómo amamos.

Paladeaba las escenas del Evangelio, en las que se incluía como un personaje más. A propósito de las milagrosas curaciones de tantas enfermedades, comentaba en una ocasión: surge!effetha!; ambula!... ["¡levántate!; ¡ábrete!; ¡anda!"] ¡Maneras distintas de dirigirse Dios a las almas, también en la actualidad. Pensarás quizá que se refieren a circunstancias extraordinarias, y el Evangelio nos recuerda que no es así, porque el Creador extiende su mismo poder tanto a aquello que a los hombres nos parece normal como a aquello que consideramos extraordinario. Ahora te darás cuenta de que, también en la vida corriente, se necesita el deseo de escuchar a Dios, la constancia para estar atento a sus llamadas, a sus órdenes, incluso en los momentos de mayor contradicción. Nos trata así porque somos hijos suyos -deliciae meae esse cum filiis hominum ["son mis delicias estar con los hijos de los hombres": Proverbios 8,31]- y espera que nos comportemos como hijos: con confianza, con seguridad, con la certeza de que Él puede todo. Esta filiación divina, vivida y sentida, nos lleva necesariamente al noli timere! ["¡no temas!"] ¿Por qué? Yo lo veo con una claridad meridiana, porque Él es nuestra fuerza, nuestra serenidad, nuestro apoyo; y no se cansa de ser nuestro Padre, aunque tú y yo debamos volver diariamente -no una vez, ¡muchas!- como el hijo pródigo. Nos recibirá siempre, y nos llenará de besos.

Desde esta perspectiva, se afianza la serena seguridad que se aprecia en otros aspectos de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer.

Tenía siempre en los labios afirmaciones de este estilo: Dios no traiciona nunca, y ese Amor -que recibiremos en el Cielo, si nosotros le somos fieles- no conoce de traiciones, ni de cansancios, ni de acostumbramientos. O también: el Señor no deja jamás a nadie en la estacada, porque somos sus hijos, porque somos sus criaturas. En 1954 señalaba sobre la lucha personal diaria: tienes, hijo mío, que ir empapándote cada día más del sentido y de la seguridad -es sentimiento y doctrina- de nuestra filiación divina. Por esto, nuestras miserias no nos apartan de Dios, porque necesariamente sentimos la fortaleza y el apoyo de Nuestro Padre que nunca nos abandona. Años más tarde, en esta misma línea, refrendaba: la carga bendita de nuestra vocación -el peso precioso del Amor Divino- se convierte en armadura y en escudo; y es un aguijón constante para sentir la urgencia de ser fieles, porque Dios nos ama, porque Dios nos espera.

En las conversaciones que tenía con Mons. Álvaro del Portillo y conmigo, en las que nos hablaba o nos hacía un resumen de las incidencias diarias, casi siempre concluía: rezo, procuro rezar mucho, porque espero siempre seguro en el Señor, del que me siento muy hijo, a pesar de ser tan poca cosa.

Esta confianza le llevaba a abandonarse en Dios. En 1954 nos aseguraba: filiación divina: ¡es el secreto de la eficacia!; lo que da reposo a la hora del cansancio, paz a la hora de la guerra, serenidad en los momentos de conflicto.

Como es sabido, el 27 de abril de 1954, padeció un "shock" anafiláctico que le puso al borde de la muerte. Al día siguiente, trabajando en el cuarto de don Álvaro del Portillo, nos hablaba muy contento del regalo que le había hecho el Señor: había comprendido la Misericordia divina con mayor profundidad, puesto que en aquellos breves instantes, antes de perder el conocimiento, y después de haber rogado a don Álvaro que le diese la absolución, había podido examinar su vida y pedir perdón de todo corazón al Señor. Comentaba que Dios es un Padre muy bueno, que cuida de sus hijos de la forma que más conviene a cada uno.

El Fundador del Opus Dei -sin miedo a la muerte- pensaba que, en muchas ocasiones, desearla supone intentar esquivar el peso que Dios quiere que llevemos. Por eso, nos confiaba que, si el Señor le diera a elegir entre llevarle al Cielo o dejarle en la tierra trabajando por Él, escogería esto último -remachaba con mucha fuerza- porque Él es más generoso que yo, y no me abandonará, ni permitirá que me pierda, si vivo por Él y para Él, trabajando exclusivamente con la mirada puesta en su gloria.

Tanto en los comienzos del Opus Dei como al final de su vida, cuando continuaba promoviendo nuevas y más amplias labores apostólicas, predicaba que, si somos hombres de vida interior, no importa ser pocos o que aparezcan obstáculos: con Él los venceremos. Lo subrayaba especialmente cuando se iniciaban labores en países paganizados o postcristianos.

Y de ahí también el enfoque del temor de Dios, como miedo a perderlo, o a apartarse de Él.

Meditó muchas veces las palabras de la Escritura: "el principio de la Sabiduría es el temor de Dios". Nos refería a este propósito que, cuando comenzó a vislumbrar los barruntos del amor y a adentrarse en la vida de piedad, sufría interiormente porque le costaba comprender ese temor en el sentido de un Dominador que subyuga, que oprime, que separa, que está alejado de los hombres. Esas ideas contrastaban con su experiencia, porque notaba la cercanía de la presencia divina y sus cuidados paternos. No sabiendo entonces dar la interpretación ajustada a su unión con el Señor, porque no le temía, sino que le quería siempre más, se llenó de gozo cuando por fin lo entendió como el miedo a ofenderle, a causarle un disgusto, a apartarse de Él.

Por eso, interpretó siempre ese temor como recelo a todo lo que pudiera separarle de Dios. Y por eso repetía, desde que se levantaba hasta la noche, una jaculatoria que llevó muy dentro de su alma: Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti. Quiso además que esa invocación, estampada en unos pobres azulejos en su dormitorio de Madrid, se colocara también en el cuarto que utilizaba en Roma.

Desde que le conocí, me sorprendió la continuidad y la fuerza con que clamaba: no tengo miedo de nada, ni de nadie. Y concluía con seguridad: ni de Dios, que es mi Padre. Puntualizaba que en esta frase no había de su parte temeridad, ni considerarse algo ante el Señor. Explicaba que procedía de la clemencia de Dios, que nos lleva a encontrarnos delante de Él con la más absoluta confianza.

Subrayaba que no cabe relación de justicia con el Señor, y hemos de invocarle para que su compasión nos acoja y nos sostenga: la justicia sólo cabe ante el juez humano. Allí sí podemos hacer valer nuestras razones. En cambio, al Señor hay que pedirle que se apiade de nosotros, que nos cuide, que nos ame. Y Él se apiada y nos cuida, con el cariño misericordioso de un Padre que perdona y olvida nuestros errores.

Nos insistía en permanecer serenos: ¿temor a Dios?, ¿por qué? ¡Si nos quiere como hijos! Lo que debemos hacer es acudir al Señor con cariño de hijos, para que ponga remedio, el remedio oportuno. Y decirle: yo no puedo nada y Tú sabes todo, puedes todo. Hijos míos, daos cuenta de que nuestro verdadero amigo es Dios, y esto es lo importante. Y añadía con humor: yo no tengo sentido común, porque si lo tuviera me habría muerto muchas veces. Pienso que he buscado cumplir su Voluntad, siendo mal instrumento como soy, pero sin interponerme; y siempre, cuando me he visto y me veo tan lleno de miserias y defectos, me dirijo a Dios que, como buen Padre, me acoge y quiere.

En otros momentos, ante incomprensiones o dificultades para hacer el Opus Dei, describía lleno de paz: aquí estoy en la cruz, ¡contento, muy contento! Cansado y seguro, porque Dios me manda lo que conviene.

Todavía recuerdo el vigor con que nos impulsaba en 1972: siempre os he dicho que no tengo miedo de nada ni de nadie; pero, hijos míos, hemos de tener mucho miedo de apartarnos de Dios, aunque sea mínimamente.

Mons. Escrivá de Balaguer se abandonaba en Dios con la actitud de un niño pequeño, que busca los brazos fuertes del padre o el amable regazo materno.

En 1969 nos decía: pido al Señor y a su Madre Santísima que me hagan cada día más pequeño. Así, además de que tendrán que ocuparse de mí, si me dan un golpe, no lo notaré, porque los niños son de goma. Vivo al día, me llevan donde quieren, donde dispone mi Padre del Cielo. No me preocupo ni siquiera de hacer el programa. Os aconsejo que os abandonéis en las manos de Dios, que son las manos más seguras.

Desde 1948, le he oído reiterar: vale la pena jugarse la vida por amor de Dios. O también: hemos de jugarnos enteramente la vida a la carta del amor de Dios. Nos animaba constantemente a darlo todo, fiándonos de Él: acudid al Señor con confianza. Y pensando que, de la misma manera que los padres aman y protegen a sus hijos, aunque estén enfermos o sean deformes -probablemente entonces lo hacen con más cariño, para que esas criaturas no sufran-, así Dios nos acoge, nos protege y nos lleva con cariño y una dulzura inimaginables, si nos abandonamos sinceramente en sus manos.

He visto también cómo, a diario y con extraordinaria frecuencia, repetía: ¡confío en Vos!, ¡me abandono en Vos! Pienso que estas dos jaculatorias resumen las palabras que le escuché el 11 de diciembre de 1972: a temporadas, mi oración y mi mortificación es vivir continuamente en Él: ¡me abandono en Ti! Yo no pienso como hombre. Me dejo absolutamente en sus manos. Resulta duro, porque el alma pone en ejercicio las potencias que Dios nos ha dado para seguir el camino. Y llegan momentos en los que es necesario prescindir de la memoria, rendir el entendimiento, doblegar la voluntad. Resulta duro, repito, porque esa actividad del alma es lógica, como el reloj que tiene cuerda, y da necesariamente el tic-tac. Es a veces muy duro, ya que supone llegar a los setenta años en una infancia real: no me preocupo ni de espantarme las moscas ni de que me den el pecho. Ya lo harán. Me pongo en los brazos de mi Padre Dios, acudo a mi Madre Santa María, y confío plenamente, a pesar de la aspereza del camino.

En definitiva, se sentía hijo y, además, hijo pequeño. Siempre me llamó la atención que dedicase a este rasgo de la vida espiritual dos capítulos de Camino.

Para fomentar su humildad, aunque andaba tan olvidado de sí mismo, acudió a la vida de infancia: abandonarse totalmente en el Señor, sin pretensiones personales de ningún género. Le ayudaba el recuerdo de su niñez, cuando se sentía completamente seguro en las manos de su padre, quien proveía a sus necesidades y le atendía en cualquier momento. Precisamente por esta infancia espiritual, tuvo la fortaleza de no transigir en lo que era de Dios, dispuesto a pasar por encima de su persona, de su fama, de su prestigio, de su honra, cuantas veces fue necesario.

Ya en su primer trabajo sacerdotal en Perdiguera, captó el tesoro que supone la formación de los niños: su vida, llena de candidez y sinceridad, puede trasladarse al trato del alma con el Señor, para andar por los derroteros de la infancia espiritual, que tanto le enamoraron a lo largo de su caminar terreno.

Puso desde entonces gran cariño en la catequesis de los niños, preparándoles para la Primera Comunión, y siguiendo de cerca sus avances a través de la dirección espiritual. Hablaba a sus hermanos sacerdotes de tantas horas como pasó con los pequeños: era yo el mejor y el más beneficiado, porque aprendía a tratar a Dios con el candor de los niños, con la audacia de los niños, y también a fomentar el espíritu de contrición en mi vida al ver el dolor sincero de esas almas ingenuas, cuando pensaban que habían ofendido al Señor, en cosas que a lo mejor no constituían ni faltas: para esas criaturas eran motivo de pena, ya que consideraban que Jesús estaba enfadado con ellos, y me empujaban a hilar más fino en mi propia vida.

En los libros de Mons. Escrivá de Balaguer, aparecen muchas escenas de infancia espiritual, casi siempre relatadas en tercera persona.

Le he visto recitar, por la mañana y por la noche, oraciones que aprendió en la infancia, saboreándolas con la completa seguridad del niño abandonado en manos de su padre. En sus labios, aquellas súplicas ingenuas adquirían toda la reciedumbre del enamorado del Señor. Por ejemplo, seguía rezando: Jesusito de mi vida, eres Niño como yo; por eso te quiero tanto y te doy mi corazón.

Su amor a Dios fue adquiriendo con el paso del tiempo matices de una pasión ardiente, que no podía contener. Así, rezaba esas plegarias con la conciencia de que debía querer con todas las fuerzas de su alma al Señor, en las acciones de la jornada y durante el descanso. Por eso, a veces, con espontaneidad, las cantaba, aprovechando que su dormitorio estaba retirado y no distraía ni perturbaba el recogimiento de los demás. Al alejarme de aquella habitación, después del examen de la noche o de haberle llamado por la mañana, le escuchaba pronunciar en voz alta o cantar esas oraciones, expresión incontenible de un corazón a quien todo parece poco para tratar, honrar y alabar a su Dios.

Procuró tener mucho trato con su Ángel Custodio desde muy joven, y ya entonces, cuando iba solo de un lugar a otro, se esforzaba en cederle la derecha. Nos contaba con sencillez que eran detalles quizás sin importancia, que le ayudaban a mantenerse en la presencia de Dios durante sus desplazamientos.

El 29 de diciembre de 1972, nos urgía a cuidar amorosamente el plan de normas de piedad, para que el trabajo se fundiera con nuestra vida de relación con el Señor: todas nuestras normas de piedad cristiana son un dulce de Dios. Recordaba entonces a un crío pequeño, de una familia acomodada, al que le gustaba muchísimo un tipo de pastel. Un día, en que tenían invitados en la casa, sirvieron ese postre. Estaba tan embebido en la conversación de los mayores que no se percató de que se lo había tomado todo. Y rompió a llorar, ante la sorpresa de sus padres y de los invitados, que le preguntaron el motivo de su llanto. Repuso que se había comido el dulce que tanto le gustaba sin saborearlo. El Fundador del Opus Dei concluía: amad esos regalos de Dios, las normas; y no las cumpláis -no os las comáis- sin daros cuenta.

Utilizaba centenares de jaculatorias para su meditación y para su oración vocal. Entre éstas, le gustaba mucho la siguiente: Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesus! ["¡Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús!"] Sintetizaba su disposición de amar y de dejarse llevar por Jesús, como nos exponía el 7 de julio de 1970: nunca agradeceremos a Dios la gracia que ha derrochado en hacernos pequeños. A Dios Nuestro Señor se le puede pedir todo, también cosicas pequeñas, tonterías, porque -cuando son necesarias- nos escucha y las concede. Sucede así porque Dios trata a sus criaturas con verdadero cuidado. Es como el jardinero con sus plantas, que -cuando son pequeñas- no las deja al aire libre: las cuida, las resguarda, impide que las rompa el viento: se ocupa amorosamente de que crezcan.

Se movía con el pensamiento constante de que Dios es mi Padre. Nos hacía considerar que Dios, mi Señor, mi Todo, me quiere y está pendiente de mí, nos ha de volver locos de amor, con una chifladura de enamoramiento que aumenta siempre. En una ocasión, nos sugería: gratias Tibi, Omnipotens Aeterne Deus, Beata Maria intercedente, pro universis beneficiis tuis, etiam nobis ignotis, qui cum Filio in unitate Spiritus Sancti vivis et regnas. Amen ["te damos gracias, Omnipotente Eterno Dios, a través de la intercesión de Santa María, por todos tus beneficios, también los que no conocemos, que vives y reinas con el Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Amén"]. Da gracias al Señor, siempre que te acuerdes, y dile que querrías hacerlo continuamente. Nunca será suficiente nuestro agradecimiento a Dios por todos los beneficios que recibimos; y esto nos debe mover a vivir en una permanente acción de gracias, porque además tenemos la persuasión del cariño que el Señor manifiesta a sus hijos, cuidándonos desde la eternidad, antes de que nazcamos.

De su cariño constante a la Virgen, recogí en 1969: ¿sabes lo que vengo pidiendo en este último año? Vengo pidiendo al Señor y a su Madre Santísima -¡qué alegría me da que sea mi Madre, y la tuya, y la de todos los hombres!-, vengo pidiendo que me hagan pequeño, muy pequeño, para poder apretarme fuertemente contra sus Corazones.