3. Mi oficio es rezar

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Al comienzo de este capítulo, he citado el párrafo del Decreto de 1990 sobre las virtudes heroicas de Mons. Escrivá de Balaguer, que destaca su vida de oración, en la que basaba toda su existencia.

Nunca se insistirá bastante en que fundamentó su apostolado en una continua oración y en una perseverante mortificación personal, y transmitió este criterio a sus hijos: en el Opus Dei todo se ha hecho a base de oración.

En 1972 pasamos por Logroño y visitó la concatedral, conocida popularmente como la Redonda; estuvo rezando y evocando, con verdadera alegría y agradecimiento, los ratos que transcurrió allí en su juventud delante del Señor: ¡cuántas horas me he pasado yo aquí! Me impresionó su recuerdo tan vivo de aquella iglesia, al cabo de cincuenta años. Después de rezar piadosamente ante el Sagrario, recorrimos despacio las capillas: se advertía por su mirada, por sus gestos y por sus palabras, el cariño con que actualizaba los años en los que Dios se adentró en su alma, llevándole al camino del sacerdocio.

En 1956, había enviado a don Álvaro del Portillo a España para realizar determinadas gestiones. Al cabo de unos días, se recibió en Roma una carta de don Álvaro: refería que los encargos se iban resolviendo gracias a las oraciones de los que le ayudaban. El Fundador del Opus Dei interrumpió la lectura y, levantando la vista, nos comentó a don Severino Monzó y a mí: es bonito ver cómo escribe, porque está persuadido -yo, hijos míos, también lo estoy y lo estaré siempre- de que todo va saliendo por nuestras oraciones. No olvidéis que la oración es el medio que ha de preceder, acompañar y seguir a todas nuestras actuaciones humanas: si no hacemos eso, hemos errado el camino.

En 1973, nos persuadía una vez más: ¡hay que rezar siempre! En el Opus Dei, la oración va siempre en primer término. Antes de trabajar, levantad el corazón a Dios, y no os importe si la gente se da cuenta de que sois piadosos: que vean que estáis preparados profesionalmente y que contáis en todo con el Señor. Insisto: tenemos que rezar siempre, porque, si no, sería la nuestra una vida farisaica.

Realmente, fue una de las grandes insistencias del Fundador del Opus Dei, que, tal vez, alcanzó acentos intensísimos al final de su vida.

Se me quedó muy grabado lo que me advirtió una noche, cuando íbamos a hacer el examen de conciencia: Javi, ¡acuérdate toda la vida!: el único medio que hemos tenido en el Opus Dei, y que tendremos siempre, es la oración. ¡Rezar!, ¡rezar siempre!, porque aunque parezca en algún momento que contamos con todos los medios humanos, ¡no los tenemos! Ésta es la única esencia del Opus Dei: la oración.

He de precisar que quienes le conocieron por los años treinta, comentan que daba entonces estos mismos consejos, y que les conmovía su insistencia de los últimos años. Siempre me ha sorprendido la incisividad con que repetía: la mejor condición de la buena oración es la perseverancia con amor. Y añadía: perseverancia que, en mi tierra aragonesa, llamamos tozudez; y eso que allí quizá es un defecto puede convertirse en algo muy bueno cuando se refiere a Dios: rezar con tozudez al Señor.

Meditaba y recordaba en sus conversaciones cómo la oración de petición llena de fe de tantos personajes evangélicos conmueve al Señor, que obra los milagros ante esas súplicas tenaces. Aconsejaba constantemente el recurso a la oración, infundiendo una confianza ilimitada en la plegaria: os hablo a cada uno -predicaba en 1966- para recordaros que hay que rezar, ¡rezar mucho!: rezar durante todo el día y durante toda la noche. Si duermes ordinariamente de un tirón, ofrece ese sueño; y, si alguna vez te despiertas, levanta enseguida el corazón a Dios. Acordaos de aquella indicación de Nuestro Señor: el non deficere!["no desfallecer": Lucas 18,1]

Y con esta misma persuasión proclamaba al final de su vida: cuando se escriba la historia de la Obra, se verá que en todo, hasta en el paso más pequeño, hemos tenido que poner más esfuerzo, más oración y más mortificación. Se lo agradezco al Señor, porque nos ha dado ocasión de amarle más. Sigo aconsejando lo mismo y lo seguiré haciendo mientras me dé el Señor vida: decid a todos que recen, ¡que recen!, que siempre es hora de rezar.

No exagero si digo que nos empujaba diariamente y con acentos nuevos a encontrar modos de dialogar con el Señor. En el año 1968, nos alentaba: la oración es omnipotente, y nos recuerda que Dios no se muda: no ha perdido, ni puede perder su poder. Hemos de esforzarnos en no abandonar a tantas almas que dependen de nosotros. Por nuestra alma sacerdotal, sabemos que dependen todas, pero ahora me refiero a aquellas más inmediatas, que reciben su alimento precisamente de nuestra fidelidad. ¡No podemos abandonarlas, descuidando nuestra entrega, o siendo mezquinos en nuestro trato con el Señor!: porque desgraciadamente transciende nuestro comportamiento. A mí me hace sufrir enormemente cuando me entero de que algún hombre no es fiel al Señor, y pienso que quizá no se ha sentido ni arropado, ni arrastrado, por la lealtad a la vocación de quien debía mostrarle el camino: ¡me hace mucho daño que las almas no quieran cuidar su vida de oración!

Le gustaba contar una anécdota que le había ocurrido con un miembro de la Obra. En 1958, en una circunscripción del Opus Dei atravesaban serias dificultades externas. Como buen Padre, no dejaba de acompañar a sus hijos, con una súplica constante a Dios, y con la cercanía de su afecto. En una carta, uno de ellos le tranquilizaba: "no se preocupe por nosotros, Padre, porque aquí somos muy rezadores". Se llenó de alegría, redobló su oración y aumentó su esperanza en el Señor de que aquellas contrariedades se disiparían, como sucedió. Me parece de justicia mencionar que, si se vivía ese espíritu entre los miembros del Opus Dei, era debido a su ejemplo constante.

En multitud de circunstancias, he visto cómo pedía la limosna de la oración. El 2 de enero de 1972, me resumía al final de la mañana: ¡reza!, ¡reza mucho durante todo el día!, para que el Señor nos tenga de su mano. Se lo he pedido unas quinientas veces en esta mañana, aparte de muchas otras cosas por las que le he rogado: me sirve de acicate y de presencia de Dios, para que sepamos siempre servirle y sólo de esto nos ocupemos.

No se cansaba de aconsejar constancia en la oración, y sabía encontrar matices inéditos para insistir en que esa arma no se puede dejar en ningún instante. Su recurso a la oración se hizo mucho más intenso durante los años en los que se apreciaba, a simple vista, la crisis que atravesaban muchas almas e instituciones de la Iglesia. En 1973 se expresaba así: os he escrito que nuestra vida de cristianos es vivir con Dios, sentirnos a su lado, y trabajar en lo de cada día, en lo que tenemos entre manos. Vamos, por tanto, a no dejar de rezar en todas las circunstancias, con ganas y sin ganas, con salud y enfermedad, porque no podemos desaprovechar la fuerza de Dios. La presencia de Dios hace que el calor de la oración nos lleve a comportarnos como el Señor quiere en cada momento. Actualmente, hemos de tener hambre de reparar, cada uno por su vida personal y por lo que vemos que sucede en la Iglesia; hemos de sentir ansias de remediar, de poner lañas con nuestra entrega en las cosas que están destruyendo en la Iglesia de Dios. Sed generosos en vuestro camino, entregándoos con alegría. Y cuando llegue la contradicción, o cueste seguir adelante, enfrentaos decididamente con Jesucristo en la Cruz, mirad su dolor y, más que su dolor, su Amor; y acabaréis diciéndole, quizá con el alma rota y el cuerpo destrozado: ¿qué vale, Señor, mi sufrimiento al lado de tus Llagas, de tu Pasión, de los azotes que te dieron...?

Hasta el final de su vida, pidió oraciones para mantenerse fiel en el servicio a la Iglesia; y ofrecía el regalo de su oración, como medio poderoso para ayudar a los que trataba. El 2 de junio de 1974, nos rogaba de nuevo:pediré siempre por vosotros, y vosotros pedid por mí: porque yo rezo mucho por vosotros y -no lo olvidéis- el Padre necesita de vosotros, como vosotros necesitáis del Padre. Espero que recéis por mí, para que cada día sea más de Dios. Vamos a servir al Señor, que tiene pocos servidores. Vamos a servirle en medio de la calle, cada uno en lo suyo, queriendo a toda la gente, dando doctrina clara y sabiendo perdonar, porque Dios nos perdona continuamente a cada uno de nosotros. Para aprender a perdonar, acudid a la Confesión, con cariño, con devoción, y allí encontraréis la paz, la fuerza para vencer y para amar.

¿Cómo era, externamente, la oración de Mons. Escrivá de Balaguer?

He tenido ocasión de contemplar su recogimiento en iglesias y en los oratorios de los Centros del Opus Dei. Me admiraba la continuidad, la atención y la piedad con que miraba de hito en hito y sin cansancio al Sagrario. Se aislaba de lo que tenía a su alrededor para dirigirse a Dios y escucharle, sabiéndose en la presencia real de Jesús, que nos preside desde el Tabernáculo, acompañado por el Padre y el Espíritu Santo. Buscaba amorosamente al Señor Sacramentado, que nos espera y que nos aguarda desde hace veinte siglos.

Su concentración interior y exterior era constante. Muchas veces requería un gran esfuerzo, pues estaba agotado por la diabetes, por el abundante trabajo, o por las contradicciones que pesaban sobre su persona.

Ha sucedido, en diversas ocasiones, que sólo por verle rezar en una iglesia, muchos sentían la llamada a mejorar su vida. Por ejemplo, en 1970, el primer día de su novena a la Virgen de Guadalupe en México, de acuerdo con el Abad de la Basílica, se colocó en el presbiterio. Cayó de rodillas y se mantuvo, más de una hora, al pie de Nuestra Madre del Cielo, poniéndola como intercesora ante la Trinidad Beatísima. Aquella oración, que se reflejaba también en su postura estática, sin ningún movimiento, con los ojos fijos en el cuadro de la Virgen, produjo inmediatamente efectos entre los fieles: se ponían también a rezar, y comentaban luego que la imagen de aquel sacerdote tan metido en Dios les había llevado a una revisión de su vida, a desear rezar con la misma fe que él.

Sólo por su modo de estar delante del Señor, se puede deducir que su oración era viva y continua, seria y convencida, atrayente: se palpaba su presencia de Dios. Y también era así cuando dirigía la meditación en voz alta, de acuerdo con el consejo que nos daba a los sacerdotes: cuando prediques, no hables para los demás; haz tu oración en alto y aplica a tu vida lo que digas; así será una oración más viva, que te servirá para concretar puntos en tu lucha personal y, con la gracia de Dios, entrará más en la vida de las otras almas, porque responderá a algo que lleves dentro y reflejará una lucha para tener un trato real, no teórico, con Dios Nuestro Señor.

Evidentemente, se preparaba para esos momentos de especial intimidad con Dios.

Ansiaba el tiempo de preparación para la meditación de la tarde y las horas de la noche, momentos en los que los miembros del Opus Dei procuran vivir un recogimiento del alma -especialmente durante la noche-, mientras mantienen una íntima conversación con el Señor. Le he escuchado muchas veces: para un alma enamorada, esos tiempos son una necesidad de la que no quiere, ni puede, prescindir.

Cuando le acompañaba al oratorio a la hora del examen, o le despertaba por la mañana, o se interrumpía la reunión de familia que teníamos después de almorzar, hacía inmediatamente hasta un esfuerzo exterior -con naturalidad- para intensificar su trato con el Señor.

Comenzaba sus ratos de meditación con una fórmula fija. Se percibía que entraba ya en diálogo intensísimo con el Señor, porque actualizaba cada una de las palabras de esa oración preparatoria. Se palpaba su seguridad en que el Señor le estaba escuchando.

Cuando predicaba, al pronunciar esas frases, animaba en ocasiones a hacer un acto de fe explícita. Al abrirnos su alma, aludía a que en su meditación le bastaban muchas veces las primeras palabras, Señor mío y Dios mío, para rendirse ante la Trinidad Beatísima y pasarse la media hora contemplando con tantos matices la hondura de esa breve invocación. No necesitaba de otro tema, porque reconocía la soberanía del Señor y la adoración que se le debe; se recreaba en no tener más que a Dios como Dueño; y contemplaba su vida, en un examen delicado y atento, con la Trinidad Santísima dominando en su alma y en su cuerpo.

Nos comentaba también que repetía esas palabras, Señor mío y Dios mío, como tema de meditación a lo largo del día, y modo de ofrecerle las actividades que iba llevando a cabo, porque todo lo suyo le pertenecía.

Antes de terminar este epígrafe, me gustaría que contase algunos recuerdos e impresiones personales sobre la oración vocal de Mons. Escrivá de Balaguer.

Le he acompañado en el rezo de muchas oraciones vocales diarias: los quince misterios del Santo Rosario; el Angelus; la visita al Santísimo; las oraciones de la Exposición; la Salve; Avemarías que rezaba ante imágenes de la Virgen; el Memorare; las Preces del Opus Dei; etc. Puntualizaba que a través de esas invocaciones habíamos de alimentar nuestra presencia de Dios, porque la oración vocal no es repetición de palabras, sino diálogo de amor. Y realmente rezaba con piedad esas devociones y las aplicaba a su vida interior, como refuerzo para mantener ardiente la hoguera del diálogo con el Señor.

Recuerdo, a este propósito, las diversas entonaciones con que rezaba el Padrenuestro y el Avemaría, haciendo resaltar ciertas palabras en determinadas épocas o ante necesidades concretas: para vivir la filiación divina, fomentar la urgencia de propagar el reinado de Dios, reconocer la realeza del Señor, desear -con "el pan nuestro de cada día"- la recepción de la Eucaristía Santa, o aumentar el dolor por los propios pecados.

Por ejemplo, fue muy grande su alegría cuando, a través del rezo del Avemaría, en la repetición del Dominus tecum ["El Señor está contigo"], profundizó en la inhabitación del Espíritu Santo en el alma de la Santísima Virgen. Removía a los que le escuchábamos la ternura con que pronunciaba "Madre de Dios", porque había descubierto la fuerza que se desprende de que la Madre de Dios sea nuestra Madre: ¡tuya y mía!, reiteraba. También repetía con clara entonación la palabra "ahora", pidiendo a la Santísima Virgen su intercesión en las necesidades que le ocupaban, o subrayaba "en la hora de nuestra muerte", pidiendo su auxilio para ese momento definitivo.

Vienen a mi memoria sus visitas al Señor Sacramentado y la repetición pausada de las invocaciones en reparación y desagravio durante la Exposición con el Santísimo. Dejaba muy patente su deseo de adorar y de expiar al proferir cada una de las palabras, y acentuaba los términos superlativos que se utilizan: de una parte, porque el alma necesita manifestar ese tributo en el máximo grado; de otra, porque los hombres nos quedamos muy cortos al reconocer la gloria que el Señor se merece.

Se exigió hasta el final de su vida: en 1971, estábamos por tierras de Lombardía y, un día, después de rezar las Preces de la Obra, nos comentó a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que se había distraído en la invocación a la Santísima Trinidad. Le había causado una profunda pena, y sacó el propósito de aumentar su alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Nos puntualizó que le dolía su desamor, no su fracaso personal, pues se consideraba incapaz de hacer nada bien con sus solas fuerzas.

Cuando se repetía -en las décadas del Trisagio Angélico- la respuesta: Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus exercituum ["Santo, santo, santo Señor Dios de los ejércitos"], algunos, sin darnos cuenta, hacíamos una pausa después del tercer sanctus. Nos corrigió, señalando que lo correcto era sanctus Dominus Deus exercituum. Se advertía, en su entonación, además de una familiaridad con el texto, su deseo de alabar a las Tres Personas con fidelidad a los usos litúrgicos.

Me sucedió que, durante la estación al Santísimo, en el rezo del Padrenuestro, acentuaba yo la palabra sanctificetur ["santificado sea"] en el san; y me advirtió delicadamente: sé que procurarás rezar muy bien, pero has de esforzarte en pronunciar las palabras como son, poniendo el acento donde se debe. Pasados unos días, como seguía equivocándome, me interrumpía con cariño, al decir yo sánctificetur, y me subrayabasanctificétur, hasta que me acostumbré. Así se me quedó bien grabada la necesidad siempre actual de rezar pensando y amando lo que se dice, de acuerdo también con un consejo de 1952: en la oración vocal, ni precipitarse, ni espaciar ridículamente las frases, porque sería falta de naturalidad. No olvidéis que la oración vocal es conversar con naturalidad, hablando con Dios.