7. Ordenado, elegante, puntual

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Admirado por la afable espontaneidad que reflejaba habitualmente, siempre pensé -tal vez influido por Camino, 79- que Mons. Escrivá de Balaguer era ordenado por virtud, no por temperamento. Me sacó de ese error Mons. Álvaro del Portillo, una tarde de junio de 1976 en Pamplona, a propósito de un comentario médico al revisar un encefalograma. Desde entonces sé que fue ordenado por naturaleza, pero, además, se obligó a una lucha titánica para mejorar cara a Dios y a las almas. Baste evocar aquí algunos trazos de esa virtud humana, tan propia del espíritu del Opus Dei, que aparecen pronto en la vida del Fundador.

En su infancia, tenía las inclinaciones propias de un niño pequeño, al que se le notaba una marcada tendencia a la vida en familia. Se esmeraba en los detalles menudos de orden material. No se escapaba a sus dotes de observación el cuidado que veía poner a sus padres en las cosas del hogar, ni avisos del tipo "los demás no están para ordenar lo que desordenamos nosotros". Aquellas oportunas indicaciones le ayudaron a ir venciendo, con educación y de buena gana, la tendencia infantil a la precipitación o al desaliño; su resistencia a estrenar trajes; o los caprichos en las comidas.

No le pasaron inadvertidas las manifestaciones de hacendosidad de doña María Dolores y de don José: dejar cada cosa en su sitio, mantener las habitaciones perfectamente ordenadas, vestir con limpieza y dignidad; recomponer los objetos valiosos que se rompían; llevar con orden material el negocio paterno; emplear cada utensilio de acuerdo con su fin. Recordaba haber aprendido, por ejemplo, que las latas de conservas no se debían destapar con un cuchillo, sino con el abrelatas. No estoy seguro, pero es muy probable que también proceda de entonces lo que repetía cuando, al ver usar inadecuadamente un destornillador -por ejemplo, para rasgar una caja-, pedía el instrumento adecuado: cada cosa para su cosa.

De aquellos años, en los que sus mejores maestros fueron sus padres, le quedaron muy grabadas la necesidad de no estar ocioso y la responsabilidad de ayudar en lo que fuera necesario. Llamaban mi atención las innumerables soluciones que dominaba sobre el mantenimiento y arreglo de una casa.

Me consta que esos y tantos otros matices que hacían agradabilísima la convivencia, los aprendió en el hogar paterno: el orden de las habitaciones; el saber escuchar a los demás; la determinación de evitar las discusiones; la delicadeza y sinceridad en el trato; el respeto a las personas del servicio; el aprovechamiento de todo lo que se compra; el cuidado de la ropa y de los objetos de uso personal; la alegría ante las contradicciones; la vida de piedad.

Desde joven, Josemaría Escrivá de Balaguer se ocupaba también de su porte externo, porque entendía que la virtud ha de ser simpática, atractiva: aparece aquí otra manifestación de su equilibrio, no exento lógicamente de interpretaciones diversas.

Nunca se distinguió por ser un hombre preocupado por su persona, en el sentido de una pulcritud exagerada o llamativa. No pretendía llamar la atención por ir vestido con elegancia; pero cuidaba las cosas con esmero.

Vivía un criterio exigente de pobreza: los objetos de uso personal han de durar el mayor tiempo posible, como consecuencia de no maltratarlos o abandonarlos irresponsablemente. Recordaba el caso de un hijo de familia rica que tenía ropa abundante y buena. Al quitársela, la dejaba en cualquier sitio y de cualquier manera, y justificaba su comportamiento: "la ropa es para fulanito; no fulanito para la ropa". El Fundador del Opus Dei nos insistía en desarraigar hasta la más mínima manifestación de una postura de ese estilo.

Usaba ropa corriente, pero no de mala calidad: buscaba prendas que ofreciesen buen resultado aunque costasen un poco más. Aplicaba a este propósito un proverbio popular: "lo barato sale caro", pues se adquieren cosas que cuestan menos, pero se deterioran enseguida, y resulta necesario repetir el gasto de tiempo y de dinero.

Llevaba la ropa limpia y cuidada, y la utilizaba mientras no quedaba inservible. En los viajes, le he visto coser -¡y recoser!- su única sotana, con la tela ya muy pasada. Lo hacía a última hora, para poder ponérsela al día siguiente. También sujetaba los botones; no esperaba al final del día o a tener menos trabajo. Pensaba que en cualquier momento podía presentarse un compromiso y -para que no se estropease la sotana y también por delicadeza con los demás- los cosía inmediatamente. De modo semejante, si le caía una mancha, la limpiaba enseguida. A veces nos pedía ayuda a Mons. Alvaro del Portillo o a mí para que tuviésemos tensa la tela, mientras mojaba un cepillo en agua y trataba de quitar la suciedad.

Tenía otra sotana nueva, para las visitas. Y cuando iba a una audiencia con el Santo Padre empleaba la "filettata", que no usaba más que en esas ocasiones. Al volver a casa, se cambiaba de ropa aunque estuviera muy cansado, aunque fuera una hora avanzada.

Poseía dos pares de zapatos, y se los cambiaba todos los días, porque de este modo le duraban más; durante muchos años los lustraba personalmente. Desde la década de los cincuenta se los regalaba la familia de un sacerdote del Opus Dei, y se quejaban afectuosamente porque tardaba demasiado tiempo en hacerles el encargo. Efectivamente, cada par le duraba seis u ocho años. Podía así estimular a sus hijos: ¡cuánto amor de Dios hay en un traje bien planchado, aunque esté viejo, o en unos zapatos viejos pero limpios!

En los comienzos de su ministerio, utilizó -como la mayoría de los demás sacerdotes- ropa de invierno y de verano. Hacía el cambio -por orden y mortificación- los días 7 de marzo y 12 de octubre. He dicho por mortificación, pues en Zaragoza, el 7 de marzo suele hacer frío todavía y el 12 de octubre, calor. Después de recibir la llamada al Opus Dei, decidió tener un solo tipo de ropa.

En 1962, fue una vez a la casa del Secretario para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios. Al despedirse, cogió la dulleta y el sombrero, y salió. Al día siguiente recibió una llamada telefónica de Mons. Samorè, que bromeaba: "Monseñor, no sabía que usted era un ladrón". ¿Por qué me dice eso? -"Porque ayer se llevó usted mi dulleta y me he puesto la que había dejado usted aquí; me he dado cuenta de que no es la mía, porque es pesadísima; ¿cómo puede llevarla usted, en tiempo de verano, con el calor que se pasa?". El Fundador del Opus Dei le respondió inmediatamente con sencillez: no hay más que una dulleta y no distingo entre tiempo de invierno y tiempo de verano, porque no tengo dinero para otra cosa.

Sin embargo, algunas personas no han entendido esta actitud del Fundador del Opus Dei.

Se comportaba con elegancia sobrenatural y humana, pero sin hacer ninguna cosa rara, y sin afectación. Recuerdo que, una vez, tenía que acompañarle a visitar al Sustituto de la Secretaría de Estado, Monseñor Dell'Acqua. Era un día de mucho calor, y yo había sudado bastante. Como no me dio tiempo a cambiarme de ropa, me puse un poco de colonia. Cuando fui a recogerle, me dijo que con ese olor era preferible que no acudiera a la visita, pues resultaba llamativo. Me explicó que me comprendía, pero era necesario cuidar el porte externo del sacerdote. Y salió con otra persona.

En su juventud había procurado aparecer como un sacerdote mayor; ante la responsabilidad inmensa de hacer el Opus Dei cuando sólo contaba con veintiséis años, rogó al Señor que le concediese ochenta años de gravedad. No obedecía esto a fingimiento o falta de sinceridad. Consideró que debería relacionarse, como dirigente de la institución, con personas de todas las clases de la sociedad: en primer término, como es lógico, con la jerarquía eclesiástica; y también con autoridades civiles; y con personas que le sobrepasaban en años, en experiencia y en categoría. Por eso, con ánimo de ser buen instrumento por dentro y por fuera, adoptó algunas medidas que podían parecer poco apropiadas en un sacerdote tan joven, como ponerse solideo negro -costumbre que seguían algunos sacerdotes mayores-, para adquirir un aspecto de más edad; cortarse el pelo al cero; o dejarse una tonsura mucho más grande.

Esas muestras externas de gravedad le costaban más que llevar un cilicio; pero las ofrecía al Señor, con la intención recta de ser -en medio de las miserias personales- un instrumento idóneo en sus manos. He oído comentar, entre otros, a don Casimiro Morcillo, a don Pedro Altabella, a don Álvaro del Portillo y a don Pedro Casciaro, la reacción positiva de quienes le trataron en aquella época: con su gravedad sacerdotal se ganaba la confianza de las almas. Personas que le superaban en muchos años, han escrito que sentían gran confianza y admiración hacia él. Así lo muestra también el trato que le dispensó la autoridad eclesiástica, pues -siendo un sacerdote joven- mereció el cariño y la amistad de tantos Obispos, y muchos se dirigían a él para hablarle y pedirle consejo.

Y así fue surgiendo ese tono humano, también en los aspectos materiales, que se advierte en los Centros del Opus Dei.

Durante toda su vida nos dio un ejemplo constante: acuñó experiencias prácticas para el orden de la vida familiar, la manutención de los muebles, los arreglos periódicos, la limpieza, la ventilación, etc. En una palabra, puso un cuidado extremo para que las personas pudiesen descansar, recuperar fuerzas, y vivir con la alegría de un hogar.

¡Cuántas veces le he visto recoger un pequeño papel del suelo; colocar bien una silla que rozaba la pared; entornar y sujetar las contraventanas, antes de abrir, para evitar golpes; no escribir directamente sobre la mesa, para no rayar la madera; arreglar los almohadones al levantarse de un sillón...!

Llevado por su absoluto desprendimiento de los bienes terrenos, dispuso que los edificios en los que se desarrollaban las labores apostólicas de la Obra tuviesen lo estrictamente indispensable, fuesen funcionales, y se cuidase el menaje, para obtener el máximo rendimiento, sin concesiones a la comodidad, ni al aburguesamiento. Pensaba que era preciso preparar los instrumentos para un eficaz servicio de Dios y de las almas.

Se ocupó también de que las instalaciones reuniesen las condiciones necesarias, para no dejar ruinas ni deudas a los que vinieran detrás; quería que se estudiasen a fondo y se redactasen instrucciones claras y exhaustivas sobre su funcionamiento, de modo que en cualquier momento y sin pérdidas de tiempo, fuese posible sustituir a quienes se ocupaban de esas tareas. Reiteraba que da mucha alegría plantar árboles a cuya sombra se cobijarán los que vengan detrás.

El orden le llevaba a poner en primer plano las prácticas de piedad, sin las cuales resulta imposible servir a las almas ni santificar el trabajo en las circunstancias ordinarias de cada día.

Se esforzaba en cumplir los horarios: no por la manía de conseguir una especie de hoja de servicios intachable, sino por delicada obediencia a la dirección espiritual. Un día tras otro, con el amor recio de quien acude a una cita con el Señor, se atenía a los planes de trabajo y a los programas previstos. Todos recordamos, porque impresionaba, su puntualidad en las reuniones de familia: llegaba con dos o tres minutos de antelación, para no hacer esperar a los demás.

Nos insistía en la importancia de vivir el cumplimiento del plan de vida: haced las cosas a su hora, sed piadosos y con buen humor en todo; así seréis victoriosos, eficaces; y también así, con menos talento, os aseguro que se llega mucho más lejos que otros que tienen quizá más inteligencia, pero no conservan la prudencia de ser fieles y leales a lo que se han comprometido.

Alentaba la vida interior de todos, también de aquellos que, por sus múltiples y absorbentes ocupaciones en la vida pública y profesional, podían tener menos tiempo para las prácticas de piedad. Convencido de que la oración es prioritaria, les aconsejaba que dispusieran su horario para que la primera tarea, por la mañana y por la tarde, fuese su rato de oración. Añadía que, si era preciso, se encerrasen en el despacho, y avisasen a la secretaria que iban a estar ocupados: ¡qué ocupación más importante puede haber que la de atender expresamente al Señor!

Cuando viajábamos en automóvil, me encargaba que pensase un horario para el cumplimiento de las normas de piedad y recordase el momento de la meditación de la tarde, del Rosario, o de la lectura espiritual. En diversas ocasiones, Mons. Escrivá de Balaguer, que se sujetaba dócilmente al plan que había fijado yo, se anticipaba en avisar lo que nos faltaba, y nos invitaba a ayudarnos unos a otros con naturalidad en este aspecto básico de nuestra relación personal con el Señor.

Se esforzaba en cumplir el deber, con puntualidad. Y las veces -eran muy raras, y por causas ajenas a su voluntad- que llegaba tarde, pedía perdón por la molestia ocasionada. Si podía, avisaba por teléfono, para respetar el tiempo de los demás y que no se preocupasen por su tardanza. Nos enseñó a vivir este mismo criterio: era una cuestión de orden, y también de caridad: evitar preocupaciones innecesarias.

Desde que comencé a trabajar a su lado, comprobé su lucha constante contra lo que, con palabra gráfica castellana, llamaba charco. Se refería a la necesidad de impedir que -por negligencia, por abandono, por falta de atención- se quedasen asuntos en los cajones, sin percatarse de que esos retrasos podían perjudicar a las almas o entorpecer la expansión de la labor apostólica. ¡No hacer charco, subrayaba, es una obligación del hombre de gobierno!

Asentaba también este principio, fruto de la prudencia sobrenatural: lo urgente puede esperar y lo muy urgente debe esperar. Nos enseñaba con esta afirmación a resolver esos asuntos sin precipitaciones, ni reacciones poco ponderadas o medrosas. Nos insistía así en la necesidad de que, si para todo es preciso proceder en la presencia de Dios y contando con sus luces, resulta más indispensable ese recurso al Señor cuando surgen premuras, para obviar -por ligereza o precipitación- respuestas incompletas, inseguras o insuficientemente fundamentadas. Puedo certificar que resolvía esas cuestiones inaplazables con la misma calma sobrenatural que el trabajo ordinario: a su hora, sin atropellos ni descuidos, y sin admitir la falsa idea de que hay cosas que resuelve el tiempo porque se olvidan los problemas.

También para superar la inactividad, o para no retrasar el paso de Dios, nos prevenía contra el perfeccionismo malo: lo mejor es enemigo de lo bueno. Hay que abordar las cuestiones del modo más adecuado, sin guiarse por la tentación de querer agotar hasta el riesgo más inimaginable.

Nos insistía en no confundir la prudencia con la pereza, la indolencia o la apatía. Luchó de continuo contra la prudencia humana -cobardía- en el cumplimiento del deber. Recordaba que era necesario afrontar los asuntos, aunque tuviésemos que pasar un mal rato nosotros o los interesados, pensando única y exclusivamente en el bien de las almas y en el servicio a Dios. No se dejaba llevar por "el mañana" o "el después", aunque estuviera cansado, aunque hubiera llevado una jornada de trabajo muy intenso: ¡nos espera el Señor!; ¡nos esperan las almas!, exclamaba.

Gracias también a su prudencia, no se dispersaba. Se daba cuenta de que, aun siendo extensísimo el horizonte de la labor, era necesario empeñarse con energía sobrenatural en la tarea comenzada: non multa, sed multum!Y se dedicaba a diario, con alegría y con todas sus fuerzas, a esos objetivos apostólicos, entusiasmando a sus colaboradores: poned ilusión humana en todo, que no se desagrada a Dios: es parte de nuestra vocación divina.

Dentro del orden, se incluye también su previsión...

Aunque tenía muy buena memoria, cuando repasaba lo que consideraba oportuno para el trabajo diario, tomaba nota para no perder el tiempo después, ni hacérselo perder a los demás; aprovechaba la consulta a esa lista, para encomendar cada una de las tareas. Solía repetir que hemos de procurar no fiarnos sólo de la memoria, y ejercitarla con la mejor receta: el papel y el lápiz; la agenda y el lápiz.

Procuraba conservar esas listas, hasta que estaban cumplidas. En ocasiones, cuando debía transmitir esas tareas a una sola persona, después de explicarle la mente de lo que debía desarrollar, le entregaba la relación con el ruego de que se la devolviera, cuando terminase. No se trataba de un mero control, sino del deseo de que aquello se llevase a cabo en el momento oportuno y con la perfección debida, para conseguir mayor eficacia apostólica.

Nos exponía que la virtud del orden se requiere muy especialmente en los Directores: por ejemplo, han de renunciar a ejecutar por sí mismos tareas santas y eficaces, que pueden hacer otros, pero a ellos les apartarían del cumplimiento de sus encargos específicos.

Ocupado por el buen gobierno de los apostolados del Opus Dei, sugirió que en los Centros se llevase lo que llamaba agenda perpetua, de manera que los Directores pudieran prever las distintas ocupaciones periódicas: desde la limpieza del Sagrario cada quince días, o la revisión de los objetos dedicados al culto, hasta los modos de ayudar a las personas del Centro en las diferentes épocas del año litúrgico, con la novena a la Inmaculada, los domingos de San José, o el octavario por la unidad de los cristianos. También quería que se anotasen los trabajos materiales, por el riesgo lógico de olvidarlos, al tener que ocuparse de muchas tareas.

Luchó siempre contra todo tipo de excusas que frenan el cumplimiento del deber, aunque no suponga una ofensa grave al Señor. Nos puntualizaba que en esos detalles se demuestra el amor. Por eso, rechazaba radicalmente cinco razonamientos, que no dudaba en calificar de diabloses que, pensé que, creí que, mañana, después.

El cuadro quedaría incompleto sin conocer su actitud ante lo imprevisto.

Programaba su tiempo con antelación, serenamente, en la presencia del Señor. Pero, si se presentaban imprevistos, no dudaba en llamar a sus colaboradores cuantas veces hiciera falta. Pedía perdón por las molestias que pudiera causar con esos avisos, pero no retrasaba los encargos con la excusa de que podía interrumpirnos. Estaba disponible para atender las necesidades apostólicas, aunque fuese preciso cambiar sus planes. Nunca rehuyó las tareas imprevistas, excusándose en otros trabajos. Estudiaba la urgencia de los asuntos, y los acometía en su orden de valor, sin concederse reposo ni quejarse por los cambios de programa.

No era un rigorista, ni en el horario, ni en ningún aspecto de la organización de las tareas apostólicas. Cuando tenía que rectificar los proyectos, reaccionaba con sentido sobrenatural, aunque supusiera prescindir de un esfuerzo de días, de semanas, o de meses. También aquí aplicaba el omnia in bonum!: nos hacía considerar que "el hombre propone y Dios dispone", e interesa seguir a la letra las nuevas disposiciones del Señor, que se presentan por sucesos imprevistos. Nos comentaba que, cuando se hacía necesario modificar lo programado, debíamos abordarlo con alegría y fortaleza, pensando que se traduciría en bien de las almas, ya que así lo había dispuesto o permitido Dios.