3. Sembrador de paz y alegría

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Realmente, con el genio que tenía Mons. Escrivá de Balaguer, y las dolencias físicas y morales que sufrió a lo largo de la vida, sólo la lucha por la santidad explica que no se le agriara el carácter: al contrario, los relatos de quienes le conocieron de cerca señalan su juventud, su buen humor, su alegría.

Destacaba como persona perennemente serena, sin altibajos ni cambios de humor repentinos. Mantuvo siempre un perfecto dominio sobre los movimientos de su carácter. Desde luego, no era insensible a los acontecimientos, pero actuaba con paz y fortaleza, por acuciantes que fueran los problemas, las alegrías o los dolores.

En 1972, en una época en que padecía mucho ante la situación que atravesaba la Iglesia, rezaba en voz alta: Señor, que no esté triste, que me ate siempre a tu Santa Cruz, que quiera corredimir contigo. Dame tu alegría, también en esos momentos de dolor, para saber cumplir la Voluntad del Padre.

Aplicaba, como lema de su actividad, que la alegría -tesoro que nos pertenece por propio derecho a los cristianos- tiene sus raíces en forma de cruz: no la contemplaba como suplicio, sino como el trono en que triunfa nuestro Salvador. Así condensaba, el 31 de diciembre de 1973, buena parte de lo que había dado sentido a su vida: hoy daremos gracias al Señor, por los beneficios que hemos recibido en el año que termina. Para el que comienza, viendo cómo están las cosas de este mundo en el que vivimos y el modo de proceder de tanta gente, queremos tener la rectitud de intención de ser humildes, de volver siempre a la verdad y de asirnos con más fuerza a Nuestro Señor. Me pediréis quizá otras palabricas para este año que viene, y antes yo desearía que nos decidiéramos a servir de verdad, completamente. Entonces, os diré, concretando: servite Domino in laetitia! ["¡servid al Señor con alegría!"]; y también: gaudete in Domino semper! ["¡gozaos siempre en el Señor!"] La humanidad, cada uno de nosotros, ha costado toda la Sangre de Cristo. Contemplamos que, desgraciadamente, ahora se tambalea todo; que las almas se pierden; que en la Iglesia muchos intentan destruir la vida de tantos siglos. No tardará en venir la luz, entre otras cosas, porque nadie puede contra Dios, y no se perderá ni una gota de esa Sangre divina, entregada para que seamos felices y para que seamos fieles. Por tanto, ¡que estéis contentos!; y lo de siempre: no estaréis contentos, si no lucháis; y si no lucháis, es cuando caéis. Me gusta preveniros, diciendo que la lucha cuesta y que, cuando se ha caído, cuesta más rehacerse. Sed fieles al Señor, ¡con alegría! Hijos míos, no os preocupéis, pase lo que pase; pero sí ocupaos de ser fieles, defended la hermosura, la limpieza y la verdad de nuestra fe; ofreciendo al Señor toda vuestra vida, hasta estas benditas pequeñas incomodidades de vivir como en una familia numerosa y pobre. Estad decididos a ser humildes, con la experiencia de nuestra nada y con la seguridad de que tenemos a Dios. Yo querría daros la fortaleza de la fidelidad, que nace de la humildad, de saber que estamos hechos de barro de botijo. Por tanto, a luchar, a pegar esta locura divina, para que esto siga por los siglos, para que siempre haya gente dispuesta a sembrar esta alegría y a repartir este Amor nuestro, este Amor de Dios: ¡qué trigal nos espera!

La alegría y el optimismo, rasgos de carácter, aparecen anclados en las virtudes teologales, y manifiestan, además, el gaudium ["el gozo"] , fruto de la acción del Espíritu en el alma.

Jamás se dejó llevar por el pesimismo. Se veía ciertamente muy poca cosa, como un niño pequeño y desvalido, pero con la certeza de que Dios se ocupa de cada uno y de que no le es indiferente nada de lo que nos ocurre, pues todo lo gobierna o lo permite para nuestro bien. Un día de 1956, estábamos charlando de unas frases hechas y de sus equivalencias en los distintos idiomas, cuando salió un modismo francés, que alguno tradujo al castellano: "¡infeliz de mí!" Mons. Escrivá de Balaguer reaccionó en el acto: ¡jamás me consideraré desgraciado!: tengo la riqueza de Dios, que nunca me falta, y que llegaré a poseer con la ayuda de su gracia.

Me ha impresionado siempre la visión positiva con que afrontaba el paso por la tierra, considerándolo como un don precioso, materia indispensable para la santidad, también cuando el camino discurre con monotonía o erizado de dificultades. Recién llegado yo a Roma, en 1950, le escuché: para los que esperamos en el Señor, esta vida es un trasunto del Cielo que nos aguarda.

Con este mismo talante, nos confirmaba en 1969: optimistas, alegres: ¡Dios está con nosotros! Por eso, diariamente me lleno de esperanza. Esta virtud nos hace ver la vida como es: ¡bonita!, ¡de Dios!; nos hace vivir las distintas circunstancias por las que atravesamos con una nueva perspectiva. Tenemos obligación de cultivar en nuestra vida la esperanza siempre, y especialmente ahora, cuando el pesimismo, el cálculo, la ambición, han hecho su aparición en el mundo de un modo tan violento: no se acuerdan de Dios, que es el único tesoro que no se pierde y que no se degrada.

Y se comprende que superara los miedos y nerviosismos.

Más de una vez nos relató a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: cuando me examiné de ingreso en el Bachillerato, en Lérida, pasé mi miedo. Y lo arreglábamos, en la parte humana, tomando helados con galletas, que nos costaban diez céntimos; y, en la parte de piedad, rezando. Yo recuerdo que llevaba un rosario en el bolsillo, que empleaba todos los días, como hacía cuando estaba con mis padres, y algunas noches, me quedé dormido rezando.

He vivido a su lado circunstancias que comportaban riesgo de muerte: por ejemplo, en un viaje por carretera, el coche patinó y estuvimos a punto de volcar por un precipicio; en otro, de avión, hubo una gran tormenta, con gran susto de los pasajeros; en fin, cuando se presentó la insuficiencia renal, sufrió momentos de afanosos ahogos de la respiración. Jamás temió a esa "buena hermana", porque estaba convencido de que, cuando llegase, tendría la oportunidad de saborear el abrazo eterno de Dios: esta esperanza le colmaba de paz.

Resulta imposible describir los graves e incontables peligros de muerte en los que se encontró durante la guerra civil de España. Por ejemplo, la víspera del 2 de octubre de 1936, comentaba a don Álvaro del Portillo: ¿qué nos regalará mañana el Señor, aniversario de la fundación de la Obra? Poco tiempo después de esta confidencia, un pariente de don Álvaro les avisó de que los milicianos estaban registrando las casas de la familia, a la que pertenecía también el chalet que ocupaban. Ante aquel anuncio, le llenó de gozo la posibilidad de ser mártir de la fe, aceptando gustoso la muerte violenta, con la ayuda de la gracia divina. Simultáneamente, mientras experimentaba ese júbilo en el alma, notó que su cuerpo se estremecía ostensiblemente. Comentó enseguida que vio en aquella reacción -sólo he tenido miedo dos veces en mi vida, puntualizaba- el regalo del Señor por la fiesta del dos de octubre: de una parte, el gozo inmenso de ir a unirme definitivamente con la Trinidad; de otra, la claridad con que Él me hacía ver que yo no valgo nada, no puedo nada y, por eso, temblaba con auténtico miedo.

Vivía siempre con paz, con entereza, sin nerviosismo. Proclamaba con sencillez: con el amor de Dios, yo corro todos los riesgos, porque Él no me puede dejar.

Su alegría resultaba contagiosa. Creaba a su alrededor un clima de paz y contento, sin ocultar ni negar las dificultades, ni exigir manifestaciones externas ruidosas.

Al terminar uno de sus viajes a América, en una charla llena de espontaneidad, los miembros de la tripulación nos comentaron a Mons. del Portillo y a mí que su trabajo había sido diferente, y explicaban, cada uno a su manera, este denominador común: "ordinariamente, cuando hacemos esta ruta, que dura más de once horas, con escalas, en las que hay que atender tantas necesidades del vuelo y de las personas, acabamos agotados, con ganas de terminar, y nos cuesta hasta ser amables. Hemos de decir que el viaje de hoy ha sido completamente distinto: nos encontramos humanamente descansados, porque tenemos una paz interior que hemos recibido en la conversación con Mons. Escrivá de Balaguer".

Durante su catequesis por la Península Ibérica, en 1972, recibió en Madrid a unos obreros -dos pertenecían al Opus Dei-, que habían formado, en sus ratos libres, un trío de payasos, para divertir a la gente de los barrios periféricos. Le contaron que muchos días, a la hora de actuar, llegaban cansados por el trabajo de la jornada. Les atendió con cariño y, al despedirse de ellos, corroboró que quienes estamos enamorados de Dios debemos vivir con la preocupación de hacer amable la vida a los demás: vosotros podéis hacerla todavía más agradable con vuestro oficio, poniendo sentido sobrenatural a esas ocurrencias que distraen a la gente, y ofreciendo todo vuestro trabajo para que tengan la alegría propia de los hijos de Dios. Daos cuenta de que, con vuestro oficio de payasos, podéis facilitar la sana alegría de una vida cristiana.

Remachaba en las almas la confianza de que Dios no rechaza a nadie. Enseñaba que, en consecuencia, no debemos apartar a ninguna persona, porque el Señor la ha puesto en nuestro camino para que la ayudemos a descubrir el amor de Dios. Por ese convencimiento, destacó la alegría entre las virtudes que los miembros del Opus Dei han de luchar por practicar siempre. Y en 1961 precisaba: gaudium!, alegría, que no es el cascabeleo de la risa tonta, algo animal. La alegría, fundada en la esperanza en Dios, es algo muy hondo; no tiene por qué manifestarse externamente y es compatible con el cansancio, es compatible con el dolor, que Dios permite, pero que hemos de sobrellevar con el garbo de un hijo de Dios. Por lo tanto, vivid esa alegría de saber que, si no nos queremos apartar de Dios, seremos vencedores: esta alegría de saber que en la vida externa, en la vida apostólica, en la vida interior, cuando parece que todo se viene abajo, no será nunca así porque Cristo no pierde batallas.

Muchas personas me han confirmado que llegaban a su presencia a veces con el nerviosismo de la emoción, y que a los pocos segundos se encontraban con una tranquilidad y una paz que no consideraban lógicas: estaban con la más absoluta naturalidad, como si le hubieran conocido desde hacía mucho tiempo.

Tenía habitualmente el aspecto de un hombre perfectamente recogido, que vivía siempre en la presencia de Dios. Esto no ponía nunca una barrera con los demás; al contrario, se verificaba lo que tantas veces nos ponderó:todo lo sobrenatural, cuando se refiere a los hombres, es también muy humano.

De otra parte, era un gran conversador, en el sentido noble de esta palabra.

Se notaba que seguía el diálogo con verdadero interés, que le importaba lo que le referían como algo suyo, que daba categoría y trascendencia a las cosas. Por eso, a su alrededor se palpaba enseguida un ambiente de familia, y sus palabras se avaloraban, porque las pronunciaba con cariño. Puedo asegurar que ninguna persona ha salido con el alma fría después de hablar con él. Más aún, quienes acudían con algún prejuicio se rendían ante su humanidad sobrenatural.

Le atraían las nobles actividades de los hombres, era sensible a los sucesos de la vida cotidiana, estaba atento a todo lo que pudiera afectar a la sociedad; pero jamás caía en charlas anodinas, sin sentido cristiano, pues el pensamiento de Dios animaba su conducta y su palabra. Tenía una conversación sumamente atractiva desde el punto de vista humano, que se caracterizaba también por la fuerza y la naturalidad con que llevaba todas sus intervenciones hacia un diálogo con Dios.

Además, por su comportamiento externo, todos pensaban que en ese momento no tenía ninguna otra cosa que hacer: la gente se encontraba a gusto, tranquila, serena, sin agobios, sabiendo que aquel sacerdote les dedicaría el tiempo que necesitasen. Resultaba fácil solicitar su consejo, por la acogida agradable, llena de interés, sin prisas, con que escuchaba. Y cuando, por inoportunidad o porque tenía prisa, no podía detenerse, rogaba con calma a su interlocutor que le buscase en otro momento, pidiéndole perdón por no poder atenderle en esos instantes.

En general, su simpatía le llevaba también a hacer a los demás amable el cumplimiento del deber, y les facilitaba conllevar situaciones más o menos penosas.

Mons. Escrivá de Balaguer no dejaba de ejercitar su autoridad y de disponer lo que fuera necesario, pero siempre -también cuando había prisa o urgencia- impartía sus indicaciones con un tono afectuoso, que conseguía hacer más grata la obediencia. Empezaba con expresiones como: por favor, ¿quieres encargarte de...?; si no tienes inconveniente, ¿puedes ocuparte de esto o de lo otro...?; ¿tienes la amabilidad de encargarte de esta tarea...?

Cuando me hacía una observación para transmitirla a otra persona, y yo la comunicaba en su presencia de modo terminante -"me dice el Padre que vengas..."; "dice el Padre que hagas esto o lo otro..."-, me corregía con cariño, para que aprendiera a ejercitarme en la caridad al hacer esas peticiones, y a ofrecer la posibilidad de exponer cualquier dificultad que les impidiese realizar un encargo determinado.

En 1973, un laboratorio farmacéutico presentó una nueva medicina, que sustituía a otra de gusto desagradable: el anuncio explicaba que le habían dado sabor a naranja. Con naturalidad, nos comentó: me alegro: es humanizar las cosas, porque somos hombres, y ocuparse de hacer agradable a los demás el cumplimiento del deber tiene que agradar a Dios.

Se desvivía por hacer más grata la vida a los demás. En muchísimas ocasiones, cuando iba de un sitio para otro, o cuando sonaba el teléfono en el lugar por donde pasaba o en una habitación en la que no había nadie, acudía a recoger esas llamadas. Quería que se procurase hacer las cosas, por amor de Dios, perfectamente bien. Por ejemplo, cuando alguno llevaba a otra persona un objeto, una carpeta con papeles, un libro, y, al dárselos, en lugar de dejarlo con suavidad, lo arrojaba un poco bruscamente sobre la mesa, bromeaba: así se entregan los guantes al rey. Nos hacía notar que hemos de servir acabando los detalles y tratando con delicadeza a las personas; deseaba que nos ejercitásemos en las buenas maneras, en la cortesía, que facilita la vida a los demás; y que se prestasen los servicios con el mismo miramiento que se tendría con Nuestro Señor.

En 1968, encargado por Mons. Escrivá de Balaguer, hice un viaje para atender a un miembro del Opus Dei que atravesaba una seria dificultad en su camino. Además de la reacción espiritual del interesado, esperaba que viniera a Roma, para descansar y rehacerse en su vida interior. Cuando volvíamos, puse un telegrama firmado sólo con mi nombre, comunicando el tren en que llegábamos. Al cabo de unos cuantos días, me enseñó a anticipar a los demás la alegría y la tranquilidad: me aclaró que podía haber puesto un telegrama, con las mismas palabras, pero firmando con el nombre de aquel que atravesaba ese momento malo. Así hubieran tenido el gozo de saber que el enfermo acudía a recibir la ayuda necesaria, y hubieran preparado las cosas para recibirnos, sin la duda sobre cuántos llegábamos. Con una voz muy convincente y cargada de cariño, concluyó:cuando hagas cualquier tarea, piensa en Dios y, por Dios, piensa en los demás. No te olvides de que has de ayudar a que la gente no tenga preocupaciones.

Y una nueva referencia a inevitables contrastes. Tal vez resultaba tan acogedor justamente porque su amabilidad no tenía que ver con un hacerse el simpático.

No ocultaba que podemos encontrar más dificultad en coincidir con el carácter de unos que con el de otros; pero insistía en que hemos de pasar por encima de esos sentimientos. Así lo apreciaba, por ejemplo, en 1953: si nos hemos dedicado a Dios, para servir a las almas, en medio del mundo, quiere decir que hemos de mantener un trato continuo de vibración apostólica con los compañeros de profesión y con quienes nos rodean, sin hacer ninguna discriminación, y sin dejarnos llevar por antipatías y por simpatías. No podemos aislar el fuego de Cristo; es más, hay que aumentar, extender y propagar este fuego divino en todos los ambientes.

En innumerables ocasiones, argumentaba a sus hijas y sus hijos que no podían rechazar a ninguna alma: si alguien llama a vuestra puerta, atendedle con paciencia, con el mismo amor y la misma solicitud con que desearíais que se ocuparan de vosotros si os encontraseis en esas mismas necesidades. Otras veces concluía, como con un clamor que brotaba de su alma: no rechacéis a nadie. Si un alma os busca cien veces al día, atendedla cien veces con la caridad de Cristo.

No se dejó llevar por simpatías o antipatías en el trato. Atendió a personas que eran evitadas por sus amistades, por compañeros de trabajo, o por la propia familia. Tuvo una solicitud paciente con personas aisladas por su enfermedad, su carácter hosco o sus extravagancias. En sus charlas a los sacerdotes, insistía en que tuviéramos una paciencia extraordinaria con esas almas enfermas, que padecen también la soledad. Sin aludir a nombres concretos, y sin darle importancia, comentaba que había transcurrido muchas horas acompañando a quienes necesitaban el desaguadero de alguien que les escuchara, porque así descargaban su inquietud. Si se presenta ese caso, pensad -nos razonaba- que tenéis delante un enfermo, atendedle y servidle, no le cerréis las puertas ni los brazos de vuestra caridad sacerdotal. Puede ser que os repitan una y otra vez las mismas cosas. Si no les atendieseis, se quedarían heridos, e incluso se apartarían de la práctica religiosa. Por eso, mientras escuchéis aquella misma conversación con el mismo tono, con los mismos temas, con las mismas manías, con problemas que no tienen solución porque son fruto de una imaginación enfermiza, no les despachéis con caras destempladas; atendedles, y mientras dure esa larga conversación, procurad encomendar al interesado, procurad rezar oraciones, porque esas personas se conforman con que haya alguien que les escuche, sin darles ninguna respuesta. Y añadía: cuántos Rosarios he rezado yo en mi vida con esos casos patológicos, pero que les servía para quedarse tranquilos, y yo consideraba como una obligación de mi parte el atenderlos, pensando en la paciencia que tiene conmigo el Señor.

Declaraba -y no era mera fórmula- que sólo tenía amigos, amigos de la derecha y amigos de la izquierda. Y nos insistía en que no podíamos cerrar las puertas de nuestro corazón a quienes se acercaran a nosotros, viniesen de donde viniesen. Jamás se abstuvo de dar la mano a quienes había tratado, si se veían envueltos en situaciones desagradables, motivadas por insidias, calumnias o incomprensiones. Recuerdo el caso de varios eclesiásticos, caídos en desgracia y abandonados por sus compañeros y por los que les habían servido, que encontraron la compañía de Mons. Escrivá de Balaguer, quien no ocultó su relación con esas personas, también ante los que provocaban el vacío a su alrededor.

Presencié, a partir de 1958, sus visitas a un eclesiástico de la Curia que ocupaba uno de los primeros puestos. También con mucha frecuencia venía él a verle. Agradecía muchísimo la atención, porque "me encuentro solo, abandonado, la gente no me quiere, estoy triste por tantas cosas como debo sufrir, me canso de ese trabajo y pienso abandonarlo en cuanto pueda", le comentó un día ese amigo a Mons. Escrivá. El Fundador del Opus Dei avisaba a quienes le acompañábamos -el conductor del coche y yo- que procuraría estar poco tiempo, diez minutos, lo indispensable para empujar a ese hombre, al que veía -repito- con mucha frecuencia, porque él así se lo pedía. Luego, se alargaba, porque aquel eclesiástico, por su carácter pesimista, necesitaba una especial solicitud: si le ayudo a estar optimista, a estar convencido de que puede y debe hacer mucho por los demás, la labor será más eficaz y se beneficiarán tantísimas personas por la gran responsabilidad de su cargo. Al final de las visitas, ese eclesiástico no tenía inconveniente en decir delante de mí: "gracias, Monseñor, porque me consuela siempre, porque me da ánimos; ¡si supiera cuántas cosas que me dejan abatido llegan cada día a mi mesa de trabajo! Y después de estas conversaciones siento más ánimo para afrontar la tarea".