1. Un genio vivo

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Después de tantos años, sigo pensando que, en la vida y en la doctrina de Mons. Escrivá de Balaguer, lo humano y lo divino se funden de tal manera que no resulta fácil distinguir muchas veces entre un rasgo de carácter y una manifestación de la correspondencia a la gracia de Dios, que actúa de modo aparentemente natural. Para introducir este capítulo, evocaría su primera impresión, el día en que Vd. conoció al Fundador del Opus Dei.

Fue en Madrid, el 2 de noviembre de 1948, en el Centro del Opus Dei, en la calle Diego de León. Asistí a una tertulia con otros miembros de la Obra, en la que nos habló de fidelidad a la vocación y de convertir nuestra vida en un apostolado continuo. Después, Mons. Escrivá de Balaguer tenía que ir a Molinoviejo, una casa de retiros que se estaba terminando de restaurar en las cercanías de Madrid, y nos dijo a tres de los presentes que podíamos acompañarle, si teníamos tiempo. Fue cantando durante el trayecto, y nos hizo ver la necesidad de estar muy contentos por ser hijos de Dios y por haber recibido la llamada al Opus Dei, para servir a la Iglesia y a las almas. Subrayaba con fuerza que debíamos dirigir a Dios todas las tareas y ocupaciones humanas; y ponía como ejemplo las canciones que acabábamos de escucharle, sorprendidos por su naturalidad, alegría y entusiasmo. Añadía que usaba las letras de esos cantos para su conversación con el Señor y con la Virgen.

Me mareé en el viaje, y tuvimos que detenernos para limpiar el interior del automóvil y mi ropa. El traje estaba completamente manchado, y me ayudó sin ninguna repugnancia. Al ver mi vergüenza, quitó importancia a lo sucedido, me trató con un cariño extraordinario y, ya de nuevo en el automóvil, hizo abrir la ventanilla, con la preocupación de que me diese el aire, aunque el frío le pudiese molestar.

Antes de mi mareo, había bromeado, señalando algunas de las pequeñas y destartaladas construcciones que se divisaban a lo lejos, como si fueran la casa de retiros; se divertía al ver nuestra cara de desilusión: ¡no, no es aquélla, todavía tenemos que llegar! En cambio, luego estuvo pendiente de mi estado. Me preguntaba: ¿vas bien? No te preocupes, ya llegamos; no ha pasado nada. Cuando lleguemos te limpiarán el traje, tomarás alguna cosa que te calme el estómago y estarás mejor que antes.

Yo quedé admirado por la naturalidad tan paternal y maternal con que me trató; me hablaba como si nos conociéramos desde hacía muchísimo tiempo.

Y, unos años después, cuando comenzó a trabajar junto a Mons. Escrivá de Balaguer...

Desde que me nombró su secretario, siendo yo tan joven, me señaló: todos los armarios y mesas que uso, puedes abrirlos y cerrarlos con toda libertad, y mirar todo lo que tengo. Para mí, fue una prueba de confianza inmerecida, si se piensa en la figura y en la categoría sobrenatural del Fundador del Opus Dei.

Cuando, en 1956, me designó Custos para los aspectos de carácter material, comprobé lo que alguna vez le había oído: que vivía como en una casa de cristal, porque los más próximos sabían cuándo se levantaba y se acostaba, si estaba en el oratorio o trabajando, cuándo comía, a qué hora salía de casa o con quién estaba; su conducta se explicaba también porque era ordenadísimo y quería que, si se le necesitaba, se le pudiese localizar inmediatamente.

Al comenzar a trabajar a su lado en los años cincuenta, me parecía estar ante una persona humanamente llena de cualidades, que le hacían amable, afable, cariñoso, atractivo, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades y los momentos en los que se atravesaba una preocupación; ante un buen maestro que sabía alentar y corregir; ante un superior que daba confianza a los colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día, instante a instante, a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en una oración muy intensa.

Algunos de estos rasgos son descritos también por quienes le conocieron cuando era niño o adolescente. Llama la atención que, a pesar de su temperamento enérgico, son escasísimas las escenas de infancia o juventud que manifiestan algo de violencia.

Según le oí comentar, tenía desde niño un carácter muy vivo, y reaccionaba ante los sucesos con respuestas sinceras e inmediatas, de aprobación o de disgusto. Aunque tenía ese temperamento impulsivo, aprendió a dominarse, gracias al ejemplo y a los razonamientos de sus padres.

De niño, en una ocasión le dieron para comer algo que no le gustaba y lo tiró contra la pared. Rápidamente, recogió la comida y la puso en el plato, asustado también por haber manchado el papel de la habitación. Sus padres, ante el comportamiento del hijo, no le dijeron nada, pero dejaron las huellas de la mancha durante dos o tres meses. Así, siempre que la veía, se avergonzaba por no haber actuado bien.

Sólo una vez se peleó con otro niño; y comentaba que ya entonces se dio cuenta de que esos procedimientos no conducen a nada. Recordaba perfectamente con quién, cuándo y cómo había sido: un muchacho al que los demás llamaban "patas puercas" o "piernas puercas", porque acostumbraba a tener las rodillas sucias. Al referir este hecho, solía reconocer: no sé si había algún motivo para hacer aquello; pero si lo tuve, lo perdí en el momento en que llegué a las manos con aquel compañero mío, porque con la violencia nunca se tiene razón, y ya entonces me quedó una gran amargura en la boca, como me molesta ahora cuando hay esas peleas entre hermanos, porque todos somos hermanos.

Se le quedó también muy grabada, porque había herido su sensibilidad, una escena que presenció sin proponérselo: unos muchachos que se divertían rematando a pedradas un murciélago que habían cazado y amarrado a una pared. Aunque ese obrar despiadado es disculpable y no infrecuente en los chicos de poca edad, no se le olvidaría nunca.

Después de haber oído tantos recuerdos y relatos, ¿cómo le describiría en sus relaciones con los demás durante aquellos primeros años?

Era muy listo, simpático, alegre, generoso y bondadoso. Se desprendía con facilidad de sus cosas, para darlas a los demás y hacerles partícipes de su alegría. Tenía por naturaleza gran don de gentes, y prontitud en servir. No conocía el recelo ni el rencor, aunque en alguna ocasión se le hubiese tratado mal o con poca consideración.

Por el ejemplo que recibió de sus padres, dos características le distinguieron siempre: su sinceridad y su buena educación. No se dejó llevar jamás por la murmuración o por doblez de ningún género. Atribuía a su origen aragonés la llaneza en el hablar, sin recovecos en las palabras, y su tenacidad en perseguir lo que se proponía, virtud que en lo humano llamaba tozudez.

Fue normal, receptivo y abierto al trato. Por la educación recibida en familia, buscaba el contacto con las realidades de su tiempo y de su entorno. Compartía los intereses y aficiones de los chicos de su edad, sus modos de ser y hablar, sus costumbres y sus diversiones. Su conducta serena, varonil, se traducía en ocasiones en una reacción impetuosa y valiente, enteriza ante el sufrimiento. Su semblante siempre alegre le ganaba la simpatía de los compañeros de colegio, maestros y convecinos. Entablaba fácilmente amistad con los demás muchachos. Por estas y otras cualidades, sus amigos de infancia le reconocían una cierta primacía, que se reflejaba, sobre todo, en los juegos.

Por sus dotes de talento, de organización y de simpatía, tendía a dirigir su grupo de amigos y el de sus hermanas. Evocaba, cuando tenía cerca de sesenta y cinco años, que no siempre le gustaba jugar con su hermana mayor, Carmen, porque los dos querían mandar; surgían entonces breves y pequeños roces fraternos, que se superaban con la transigencia de uno o de otro, pues ambos poseían también un grandísimo corazón.

Al recordar aquellos tiempos de su infancia y de su primera adolescencia, en los que se grabó en su alma la necesidad de interesarse por los demás y de quererlos lealmente -como observaba en sus padres-, le venía a la cabeza una consideración que le hizo frecuentemente doña María Dolores: "Josemaría, vas a sufrir mucho en la vida, pues pones todo el corazón en lo que haces". Aseguro que aquel presagio materno se cumplió.

Muchos recuerdos de quienes le trataron de cerca y, sobre todo, sus escritos, denotan una honda formación intelectual y cultural, cuyas raíces proceden del propio hogar de los Escrivá.

Desde muy niño, se entretenía con lecturas adecuadas a su edad. Don José Escrivá impulsó esta afición, suscribiéndole a un semanario titulado Chiquitín, que más tarde tomó el nombre de Chiquilín. Aguardaba la llegada de la revista, con curiosidad infantil y con ansia, y se llenaba de contento cuando su padre entraba en casa con la publicación en la mano.

Por aquella época, pero de modo más esporádico, ojeaba también dos revistas que se leían en su hogar: Blanco y Negro y La Ilustración Hispanoamericana. Le llamaban la atención especialmente los dibujos y las fotografías, y preguntaba a sus padres, y en especial a don José, por el significado, el tema o la importancia que tenían. Además, miraba de cuando en cuando los diarios ABC de Madrid, y La Vanguardia de Barcelona, que recibían en su casa.

Don José no ocultaba a su hijo ninguna cosa honesta, para despertar su interés por lo que pudiera ayudarle en su formación. Y así procuró que se aficionase a las buenas lecturas, para aumentar su criterio cristiano y cultural. Le llevó como por un plano inclinado, poniendo a su alcance, poco a poco, distintos libros. Mons. Escrivá de Balaguer recordaba que, sin obligarle a leer, le proporcionó una edición del Quijote, en siete volúmenes y con ilustraciones, que ojeaba de pequeño.

Naturalmente, profundizaba también en la doctrina de la fe, por el estudio de la historia sagrada y del catecismo.

En sus años de estudiante, dedicó muchos ratos a la lectura -que tan poderosamente influye en la formación del carácter-, porque sabía aprovechar las clases y le quedaba luego más tiempo libre.

Sin darse ninguna importancia, solía comentar que nunca había tenido que hacer estudios o deberes en casa, porque le bastaban las explicaciones de los profesores y lo que estudiaba en el Colegio de los Padres Escolapios de Barbastro.

También en Logroño le bastaban las clases y el tiempo que pasaba en el colegio por la tarde, para cumplir con brillantez sus obligaciones de estudiante y ser un alumno destacado, hasta el punto de que un profesor exigente, don Calixto Terés, le dio las mejores calificaciones en las asignaturas que explicaba, aunque era conocido por su parquedad en conceder notas brillantes. Los profesores le animaban en sus aficiones y le impulsaban a profundizar en las distintas materias. Años después evocaría su paciencia y sus buenas condiciones pedagógicas; mencionaba, entre otras cosas, cómo sabían enseñarles a leer en público, de modo vivo y atrayente para los que escuchaban; aprendió así a hablar y expresarse de forma muy sugestiva y con gran comunicatividad.

Reconocía que, de las lecciones de Oratoria Sagrada -ya en Zaragoza- sacó mucho provecho para su predicación sacerdotal: yo no improviso nada, y no penséis que los buenos oradores o predicadores de ordinario improvisan. Tienen la prudencia suficiente para prever las situaciones, e ir siempre adecuadamente preparados. Recuerdo que tuve un profesor de oratoria, que era un hombre muy conocido y muy admirado, sobre todo por sus improvisaciones. Un día, estábamos ocho o diez alumnos con él, hablando de tantas cosas, y nos aclaró: "yo no he improvisado ni una vez... Cuando me invitan a algún sitio, sé que me van a pedir que diga unas palabras, y me las preparo bien. Les aconsejo que hagan ustedes lo mismo". Ponía en práctica esta recomendación: no le interesaba el lucimiento personal, pero sí llevar a las almas la doctrina de la manera más pedagógica posible.

Otro rasgo de su carácter, la capacidad de observación, contribuyó también a esa formación humana y cultural.

Lo que recordaba de sus años de Barbastro con más entusiasmo y agradecimiento, eran los paseos que solía dar con su padre por la ciudad o por una carretera o camino flanqueado de árboles, que les protegían del calor en el verano, y del fuerte viento invernal del Alto Aragón.

Don José procuraba que se formase con lo que aprendía en los libros y también con los sucesos de la vida corriente. En los comienzos de la aviación, cuando los aeroplanos se mantenían en vuelo sólo unos cinco o diez minutos, hubo en Barbastro una exhibición en que el piloto logró hacer volar su aparato; en cambio, en Huesca no consiguió despegar, y eso provocó la euforia en Barbastro, por la típica rivalidad entre ciudades vecinas. Mons. Escrivá de Balaguer relataba esta anécdota por la ilusión con que le llevó su padre a ver de cerca un avión, para que pudiese tocarlo, y para enseñarle lo que, con el tiempo, podía ser un gran medio de transporte. También fue él quien le mostró el primer coche que circuló por Barbastro, a principios de siglo.

Su curiosidad le llevaba a interesarse mucho por la propia familia: de dónde provenían sus antepasados, sus hechos y ocupaciones, las relaciones con unos y otros parientes, etc. Hasta el punto de que, después de muchos años, cuando vivía en Roma, recordaba perfectamente hasta los parentescos más lejanos.

Le fue atrayendo cada vez más la Historia: seguía los sucesos de la época sintiéndose partícipe y dándoles un enfoque cristiano, cada vez más hondo conforme el Señor se fue metiendo con más profundidad en su alma. Le oí hablar, con verdadero conocimiento y detalle, de la situación de los países europeos después de la primera guerra mundial y entre los años veinte y treinta, lo cual muestra que había seguido en Logroño y Zaragoza con gran atención aquellos acontecimientos.

Se interesaba muy especialmente por la situación de los países en que florecía con más fuerza el catolicismo; concretamente, recordaba bien sus oraciones y su preocupación durante el tiempo que precedió a la independencia de la República de Irlanda, porque se trataba de un país con gran tradición católica. Deseaba que llegase la paz justa para aquella tierra. Me ha impresionado siempre la fuerza con que unía todos los momentos históricos al posible desarrollo y a la situación en que se hallaba la Iglesia en los distintos lugares.

Fue grande su afición a la literatura y a la historia. De sus libros se deduce -aunque a veces prefería no incluir citas expresas- una gran familiaridad con Cervantes y Quevedo, con Tirso o Calderón.

Desde los doce o trece años, leyó con mucho interés los clásicos. Como había aprendido perfectamente el francés, abordó también muchas obras en esa lengua, con el consejo oportuno de sus padres, que dejaban conocer a su hijo libros aptos para su edad y formación.

Leyó casi todas las novelas de Julio Verne, que le apasionaron por la trama humana y el espíritu aventurero. Recordando estas lecturas, comentaba que solía saltar las páginas en las que el autor francés describía la naturaleza, y que le interesaba más el argumento, la riqueza de vocabulario, la fantasía de la creación literaria, y la aplicación de aquello que leía a la vida corriente, como tema de conversación y de distracción.

Más tarde pasó a leer con mayor asiduidad obras de literatura clásica española y de historia, por las que sintió siempre gran afición. Y así, a lo largo de su vida, gracias al patrimonio cultural que comenzó a adquirir en ese tiempo, afloraban en su labor sacerdotal dichos, sucesos, frases y ejemplos, sacados de libros que conocía profundamente.

En Logroño, mientras avanzaba en los clásicos españoles, comenzó a leer literatura religiosa, y concretamente se familiarizó con las obras de Santa Teresa de Jesús, hacia la que siempre manifestó gran devoción, tanto por su empresa apostólica en servicio de la Iglesia, como por su itinerario de entrega y trato con Dios.

En esos años leyó a Calderón de la Barca, Lope de Vega, Fray Luis de Granada, y a otros grandes escritores. Sintió gran atracción por la poesía y, gracias a su prodigiosa memoria, aprendía con extraordinaria facilidad versos que luego citaba: tanto de grandes poetas, como de otros, que calificaba de flojos o de muy flojitos, por ser de poca categoría estética, pero cuyo contenido le ayudaba en sus meditaciones, y en la predicación y dirección espiritual.

Entre otras obras, le impresionaron las Cantigas de Alfonso X el Sabio, en las que se recogen tradiciones populares y leyendas de muchas almas que se acercan a Dios. Le admiraba la Misericordia divina, que premiaba con creces los esfuerzos humanos.

Junto a su inclinación natural hacia el estudio de las Humanidades, las enseñanzas que recibió en Logroño le ayudaron a profundizar su afición por la literatura y la historia. Recordaba también la prudencia y la claridad con que le impartió las lecciones de Ética y Rudimentos de Derecho, de Psicología y Lógica, el ya mencionado sacerdote don Calixto Terés.

Y después, durante toda su vida, se dedicaría al estudio y al repaso de las ciencias sagradas.

Muchas veces perdiendo sueño, y otras, aprovechando retazos de tiempo -por ejemplo, esos diez minutos que median quizá entre una ocupación y la siguiente-, no abandonó la lectura de los autores clásicos y de los libros de ciencias religiosas. Fue un gran apasionado de los tratados de Teología dogmática. También le atraía la Patrística, que conocía desde muy joven y que tanto empleaba en sus enseñanzas.

Ha sido éste uno de los consejos que daba a los sacerdotes: que buscasen, para su predicación, textos de la Escritura y de los Padres; y también de literatura profana, que pudiesen aplicarse a la realidad cotidiana de la vida espiritual, aprovechando lo que había sido escrito con una finalidad meramente divulgativa o estética.

En momentos de descanso, le gustaba leer biografías de Santos, para conocer más a fondo su espíritu, y para aprender de sus vidas. Nunca le he visto tratar con indiferencia ninguno de esos libros. Además, cuando eran buenos desde el punto de vista espiritual, histórico, o literario, los recomendaba a otras personas, para que se familiarizasen con esos textos, y se adentrasen en las vidas de quienes se habían dedicado enteramente al servicio de Dios.

Deseaba que se conociesen mejor las vidas de los Santos venerados en la Iglesia, y sugirió repetidas veces a hijos suyos periodistas, con buena pluma, que escribieran algunos artículos sobre determinados Santos, para difundir su ejemplaridad.

Otra de sus aficiones fue la Arquitectura.

En los años de Logroño, manifestó muchas veces a su padre el deseo de ser arquitecto, pues tenía facilidad para las matemáticas y el dibujo. De hecho, cuando traía a colación sus recuerdos de estudiante, aludía a que le gustaban mucho las matemáticas, y le daban muy buenas calificaciones en esa materia.

También mostraba gran soltura para el dibujo, tanto artístico como técnico. Interpretaba con asombrosa facilidad y rapidez los planos, como he presenciado en numerosas ocasiones. Bromeaba diciendo que tenía el mal de piedra, pues, para extender la labor del Opus Dei por el mundo, tuvo que promover la construcción de muchos edificios. Le he visto trabajar con arquitectos sobre los planos y hacer sugerencias que se revelaban muy atinadas para lo que se quería. Y muchas veces concebía esas construcciones en su mente, con gran visión de futuro, sin disponer siquiera de un anteproyecto; después, llegado el momento, era capaz de expresar sus ideas con pocos trazos, de modo que los arquitectos podían interpretarlas perfectamente.

No dejó de aprovechar esa afición hacia la Arquitectura. Viajando por distintos sitios, le veía apreciar la utilidad y la belleza de las construcciones, y recoger ideas -descendiendo a detalles prácticos- para los edificios destinados a labores apostólicas.

También he sido testigo de su solicitud apostólica en este campo: a muchos arquitectos famosos -que recibían encargos importantes del Estado o de grandes entidades- les hacía considerar su gran responsabilidad de fomentar con su trabajo el sentido cristiano de la familia. Sufría al contemplar los grandes bloques de viviendas minúsculas en los que se masifica a las personas, y se oponía a esas soluciones, que lesionan la intimidad de la familia y empujan a los matrimonios a limitar el número de hijos, poniéndoles en grave peligro de contrariar las leyes de Dios.

¿Cómo sintetizaría brevemente el carácter y la personalidad de Mons. Escrivá de Balaguer?

Era una persona recia, fuerte, comprensiva y optimista. Actuaba siempre de modo responsable, generoso, lleno de celo por las almas, santamente intransigente con la doctrina de la fe y santamente transigente con las personas; trabajador perseverante, sincero, leal y buen amigo; demostró con todos, sin distinción de ningún género, un espíritu de servicio pleno, valiente y cariñoso.

A estas características, fue añadiendo las propias de un buen sacerdote: piadoso, culto, docto, identificado con su ministerio, gran predicador y director de almas; estudioso, mortificado, desprendido de sí mismo y de sus ocupaciones, ordenado y con gran visión sobrenatural; humilde, rezador, apasionado por cuanto se refería a Dios, a la Virgen, al Papa y a la Iglesia; obediente, seguro en la doctrina, practicante de las virtudes teologales y cardinales, y cada día más enamorado de su vocación, para acercarse más al Señor y, por el Señor, a las almas.

Fue por temperamento ardiente, y pienso que se le notaba de modo particular cuando hablaba de nuestra Madre la Virgen, o al comentar su esperanza en la visión beatífica. Todo su ser respiraba la alegría de quien recibirá un tesoro, porque su Padre se lo ha preparado. Hablaban sus ojos penetrantes, lúcidos, seguros; hablaba su tono de voz, persuasivo, cálido, lleno de una seguridad palpable; hablaban sus gestos, que hacían entrever esa unión con Dios de la que ya participaba.

Dominó su tendencia a la rapidez -derivada de la agudeza y claridad de su mente-, para no agobiar a los demás. He sido testigo de la paciencia con que nos ha formado durante años y años a quienes estábamos a su alrededor, contando con las cualidades y con los defectos de cada uno, respetando nuestro modo de ser, y sin pretender que nadie se acomodara a sus gustos, o a su modo de trabajar.

Precisamente porque estaba dotado de una gran sensibilidad de carácter, y tenía un marcado ingenio, percibía la importancia y la trascendencia de los sucesos que ocurrían a su alrededor o en el ámbito de la Iglesia y de la sociedad. Ante esas situaciones, jamás perdía la visión sobrenatural; procedía con paz, respetando a los demás, sin impaciencias, y procuraba ayudar a quienes tenían más dificultades. Nos animaba a luchar contra la debilidad, porque no se puede hacer palanca con un churro. Pero su esfuerzo resultaba natural y humano.

Por su espíritu de mortificación, era muy difícil enterarse de sus preferencias. Y cuando intentábamos secundar sus posibles gustos, no lo admitía, y renunciaba voluntariamente a la posible comodidad. No quiere decir esto que fuera arisco; al contrario, manifestaba amablemente su agradecimiento, mientras repetía: non veni ministrari sed ministrare! ["no he venido a ser servido, sino a servir": cfr. Mateo 20,28]

Fue constante su ejercicio en acrisolar los afectos. Se mostraba afable, cariñoso, condescendiente, atento a las necesidades de los demás, y especialmente de sus hijas y de sus hijos. El temple enérgico que el Señor le había dado, le sirvió para insistir en la propia lucha ascética y en la de los demás, pero sin mortificar a nadie. No ocultaba ese temperamento fuerte, que muchas veces le llevaba a exigirse y a exigir como por naturaleza. Pero luchaba por rectificar la intención: el Señor se ha servido también de mi "caratteraccio" -reconocía con buen humor- para sacar adelante el Opus Dei.