3. El que ama la voluntad de Dios

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Vamos entreviendo cómo luchaba Mons. Escrivá de Balaguer. Nos aproximamos así hacia el núcleo de una personalidad que llegó a ser santa, sin eufemismos ni paliativos: el ejercicio armónico de las virtudes no resulta algo excepcional, propio de superhombres, porque consiste en conocer y amar la Voluntad de Dios, hasta identificarse con Cristo; basta la correspondencia generosa, con el vigor de la gracia divina, que a nadie se niega.

Cuando leí Camino en 1956, me sorprendió profundamente descubrir un nuevo estilo de hablar de Dios. A la vuelta de los años, pienso que buena parte de su originalidad radica en ese telón de fondo que se advierte en los escritos del Fundador del Opus Dei: el sentido vocacional de la existencia cristiana, vivida -más que concebida- como un diálogo permanente de la criatura con su Padre Dios. Lo expresaba en Forja, 422, a propósito de Juan, el Apóstol adolescente: -¿No te gustaría merecer que te llamaran "el que ama la Voluntad de Dios"?

Mons. Escrivá de Balaguer nos refería que una de sus abuelas le había enseñado unos versos, que se le habían quedado muy grabados: "tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?" Estaba persuadido de que Dios nos habla en todas las circunstancias y, por eso, insistía en la necesidad de descubrir el quid divinum de cada instante.

Nos hacía ponderar que Dios nos ama a cada uno, nos busca y nos espera; y lo sintetizaba así en 1968: el Señor nos ha dicho con predilección de padre: Ego redemi te et vocavi te nomine tuo: meus es tu! ["Yo te redimí y te llamé por tu nombre: tú eres mío": Isaías 43,1] Nos ha llamado por el nombre, por el "nomignolo", el apodo familiar, y añade continuamente: meus es tu! ¡Qué estupendo!, es un fundirse del Señor con nosotros. Mirad que todas estas consideraciones son verdades que nos repite la Escritura Santa, ¡no son sólo palabras!: nos recuerdan que Dios nos quiere, que Dios nos perdona, que Dios cuenta con nosotros.

De algún modo, esa actitud aparece muy pronto en el Fundador del Opus Dei y le lleva, en Logroño, a su decisión de ser sacerdote.

Le escuché muchas veces cómo nacieron los barruntos de su llamada al servicio del Señor en el sacerdocio, cuando tenía quince o dieciséis años. Desde entonces comprendió con fuerza que Dios estaba pendiente de su vida, y se apoderó de su alma la intranquilidad sobrenatural de buscarle, de mirarle, de tratarle, de quererle siempre más. Al referirse a este enamoramiento que inundó todo su ser, reconocía con naturalidad que era el primer y único amor, que había ido creciendo sin acostumbrarse y sin cansarse. Su decisión de ser sacerdote se fundó única y exclusivamente en el deseo de cumplir la Voluntad del Señor en aquello que le pedía y que no le concretó en los primeros momentos. Pensó, con un convencimiento fuerte y profundo, que si se hacía sacerdote estaría mejor dispuesto para escuchar la voz de Dios.

Recibió la llamada con verdadero optimismo. No fue al Seminario con mentalidad de víctima, pensando que hacía una renuncia heroica. No ignoraba los sacrificios que llevaba consigo, ni lo que suponía para su familia el abandono de las ilusiones que se habían forjado sobre su futuro. Pero ninguna de estas consideraciones fue obstáculo para su disponibilidad ante la Voluntad de Dios.

Habló con sus padres de esa decisión, que exigía abandonar planes humanos bien conocidos por todos. Renovó su abandono confiado en el Señor y, pensando en el futuro de la familia, le dirigió una petición llena de confianza: un nuevo hijo varón para sus padres. Al cabo de los meses, vio cumplido su deseo, cuando doña María Dolores comunicó a sus hijos que iban a tener un hermano. Nos refería Mons. Escrivá de Balaguer que se llenó de gozo, y tuvo la certeza de que el Señor había escuchado su oración, y aquel nuevo vástago sería también un varón, como así sucedió.

Antes de ser alumno del Seminario de Logroño, consideraba el sacerdocio algo muy excelso, propio de personas especialmente escogidas por el Señor. Sus padres le habían educado en el respeto y la veneración hacia los sacerdotes, porque eran los representantes de Cristo en la tierra. Esa autoridad iba unida al recuerdo cariñoso que conservaban de los parientes que habían abrazado el estado sacerdotal, algunos de los cuales fueron Obispos o Vicarios de diócesis. Pero, ante todo, tuvo el convencimiento de que ese camino requería la llamada expresa de Dios y reclamaba una correspondencia plena y un total olvido de sí, para dedicarse por entero al ejercicio del ministerio.

Un momento crucial en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer fue la muerte de su padre en Logroño (1924). Acudió desde Zaragoza, donde ultimaba los estudios eclesiásticos.

Estuvo el tiempo necesario para ocuparse del entierro de su padre y de los funerales. Ningún otro miembro de la familia, de Zaragoza ni de Barbastro, se trasladó a Logroño. Sin embargo, no sintió el menor recelo: se hizo la composición de lugar de que quizá cada uno tenía sus compromisos, y no consideraban imprescindible ni obligada su presencia. Como es lógico, sufrió el aguijón de la soledad, en los duros momentos de la sepultura de su padre, pues su madre y hermana se quedaron en casa, de acuerdo con los usos sociales de la época.

De regreso hacia el domicilio familiar, iba meditando lo que había sucedido, y la situación en la que se quedarían su madre y sus hermanos. Se dio cuenta de que llevaba en el bolsillo la llave de la caja del ataúd, que le habían entregado. Al cruzar el puente sobre el Ebro, pensó que el Señor le iba quitando todo lo que podía significar atadura, consuelo o seguridad en la tierra; y, completando ese sacrificio, tiró la llave al río como manifestación de su entrega a la Voluntad del Cielo: ¿para qué quiero conservar esta llave, que puede ser para mí como una ligadura?

Después del entierro, se reincorporó a sus estudios en Zaragoza, con el fin de prepararse para el diaconado, que estaba muy próximo; recibió esa orden el 20 de diciembre, apenas cuatro semanas después del fallecimiento de su padre. Cuando hacía alusión a esos sucesos, para que comprendiéramos que la fortaleza viene de Dios, solía comentar: era el Señor, nunca lo he dudado, el que me ponía en aquellas situaciones; por eso, con naturalidad y con sentido sobrenatural, yo no podía hacer más que aceptar gustosamente su Santísima y Justísima Voluntad.

Se ha escrito mucho sobre su período de formación sacerdotal, en Zaragoza. Bastaría resumir algún recuerdo de esa etapa. Por ejemplo, Vd. ha acompañado al Fundador del Opus Dei, siendo Arzobispo Mons. Casimiro Morcillo y luego Mons. Pedro Cantero. Sé que les pedía el favor de ir a rezar en una de las capillas del palacio arzobispal de Zaragoza, donde el Cardenal Soldevila le confirió la tonsura el 28 de septiembre de 1922.

La primera vez que, después de sus años de seminarista, visitó la capilla, recordaba perfectamente cómo era, pero no sabía precisar en qué lugar del palacio arzobispal se encontraba. Fue buscándolo con ilusión, acompañado por don Casimiro Morcillo, pasando por las distintas capillas. Sin ninguna vacilación, comentaba: aquí no, aquí no..., hasta que encontró el sitio en que había sido tonsurado. Cayó entonces de rodillas, recogido en oración. Al igual que en muchas otras ocasiones, repetía la fórmula que pronunciaba el Obispo dentro de la ceremonia: Dominus pars hereditatis meae et calicis mei, Tu es qui restitues hereditatem meam mihi ["el Señor es la parte de mi herencia y de mi cáliz. Tú eres el que me mantienes en mi suerte": Salmo 15,5]. Salió de allí emocionado, después de dar gracias a la Trinidad -así nos lo dijo-, por todas las etapas de su vida, que habían quedado marcadas con el sello divino en aquel rito de la tonsura.

Cuando Mons. Escrivá de Balaguer se refería a las contradicciones que sufrió a lo largo de su existencia, insinuaba que los años de Zaragoza fueron duros. Constan sus dificultades en el Seminario. Me gustaría saber cómo reaccionó cuando, el 30 de marzo de 1925, le encargaron que se trasladase cuanto antes a la parroquia de Perdiguera.

Sucedió a los dos días de haber recibido el Sacramento del Orden, cosa inusual en casi todas las diócesis de España, y más particularmente en las grandes, donde había abundancia de clero: se tendía a que los nuevos sacerdotes desempeñaran su labor pastoral junto a otros mayores que pudieran atenderles en sus dudas, y que se encargaran de orientar fraternalmente a sus hermanos más jóvenes.

Por estas razones, causó cierto estupor la decisión de mandarle fuera de la ciudad, solo, lejos de la familia, con una tarea completamente nueva para el joven sacerdote. Pero no puso la menor dificultad, y se trasladó al pueblo de Perdiguera el mismo día 31, dejando a su madre y a sus hermanos en la ciudad de Zaragoza. Esta separación no turbó ni disminuyó su dedicación gozosa a las almas. Nunca salió de sus labios una palabra de incomprensión, de rebeldía o de juicio crítico. Al contrario, acudió a Perdiguera con la persuasión de que, al cumplir su deber y obedecer a la autoridad competente, encontraría el mejor modo de agradar a Dios y de descubrir la Voluntad divina en aquello que seguía oyendo dentro de su alma con santa inquietud, pero que todavía no se había concretado en una tarea determinada.

Cuando regresó a Zaragoza, fue Capellán en la iglesia de San Pedro Nolasco. Y solicitó a la archidiócesis que le fueran concedidas otras Capellanías, en las que pudiera desarrollar un trabajo sacerdotal más amplio y con más dedicación. Pero no consiguió nada.

No sé los motivos por los que le denegaron sus solicitudes. Posiblemente se debió al número excesivo de clero en la diócesis, ya que sobraban candidatos para los puestos pastorales diocesanos.

Siempre manifestó en las oficinas de la diócesis, en la cancillería, que estaba dispuesto a trabajar en las tareas que se le encomendaran, y -repito- nunca rechazó ninguno de los encargos que le confiaban. Nos lo ha referido muchas veces, y nos hacía notar la necesidad de no poner condiciones, pues los caminos de Dios discurren muchas veces por donde menos esperamos; y van ciertamente por donde indican los Superiores -la autoridad legítima-, pues transmiten de ordinario la Voluntad de Dios.

Sin embargo, alguien ha presentado esas dificultades de modo negativo, como si el Fundador del Opus Dei estuviera en conflicto con la autoridad eclesiástica de Zaragoza, y no fuesen claros los motivos de su marcha a Madrid.

Según documentos fehacientes, se trasladó a Madrid en la semana de Pascua de 1927, con la autorización expresa del Arzobispo de Zaragoza, Mons. Rigoberto Doménech, a quien sometió su proyecto de hacer el doctorado en Derecho Civil y presentó personalmente la solicitud correspondiente. Si se aprobaba esa petición, era necesario el traslado, porque sólo en la Universidad de Madrid se podía obtener el título de doctor.

No excluía entonces la posibilidad de abrirse camino en la enseñanza o en otras orientaciones semejantes, para las que en España se exigía ese grado académico. Tampoco podía prescindir de que sobre sus espaldas gravaba el sostenimiento de su familia.

En su exposición al Arzobispo de Zaragoza, subrayó -porque así lo planeaba- que, mientras cursase esos estudios, seguiría dedicando la parte más importante de su día a la actividad pastoral. Supeditaba a esta labor sus investigaciones y la redacción de la tesis.

Concretamente, fue primero Capellán del Patronato de Enfermos, nombramiento que obtuvo con el beneplácito de la autoridad diocesana. Más adelante, pasó a ser Rector del Real Patronato de Santa Isabel. Cuando consiguió este nombramiento por decreto del Presidente de la República, no se hizo la colación canónica. No se debía a que el Obispo se opusiera, sino a que la jerarquía eclesiástica no deseaba respaldar decisiones de un Régimen que se demostraba antirreligioso y anticlerical, con medidas tristemente discriminatorias para los católicos: quería evitar incluso la apariencia de colaboración formal y externa con la autoridad civil. De todos modos, el Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo, le comunicó que actuara como Rector de ese Patronato, con todas las funciones eclesiásticas propias, aunque no tuviera por escrito la colación canónica.

Este encargo tenía una sola ventaja: conseguir su incardinación en la diócesis de Madrid, donde ya había comenzado la labor apostólica del Opus Dei con la aprobación del Obispo. Iba aumentando el número de personas que se acercaban a la Obra y también la intensidad de las tareas apostólicas que iba desarrollando. No había ninguna ambición de mejorar un curriculum, como quedaría bien patente con el posterior rechazo de muchas posibilidades de hacer carrera eclesiástica, por la exclusiva razón de que no quería poner ninguna condición a la Providencia divina.

En la vida de Mons. Escrivá de Balaguer aparece continuamente esa actitud abierta ante el querer de Dios, que se expresa día a día, hasta llegar a la identificación con Cristo.Solía preguntarse ante las ocupaciones que debía realizar: ¿cómo lo hubiera hecho Jesús, cómo se hubiera ocupado de esto Santa María, cómo hubiesen afrontado esta situación San José, los Apóstoles, si se encontraran en mi lugar? Y se esforzaba en acomodar su conducta al criterio así alcanzado.

Por eso, a menudo me ha comentado, mientras estaba trabajando a su lado, cuando le acompañaba en distintas gestiones, o ante las dificultades que se presentan en la vida: no quiero hacer lo que a mí me parezca que está bien, ni siquiera me conformo con lo que los hombres podemos calificar de acciones extraordinarias; quiero única y exclusivamente lo que quiere Dios para nuestra vida, en lo grande y en lo pequeño, de modo que no solamente estemos identificados pasivamente con el querer de Dios, sino que lo amemos activamente, porque Él así lo quiere.

Me sorprendió el enamoramiento creciente con que vivía cada jornada, y que se transparentaba en su trato con el Señor. Se comprende su afirmación de que se sentía muy joven, con la juventud de Dios; porque traslucía ese amor ardiente, de la persona joven, que no repara en obstáculos para estar cerca de quien ama. Muchas veces, al final del día, comentaba a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que estaba persuadido de que su elección había sido la mejor, y que querría continuarla con la entrega total de su pobre persona, aunque físicamente estuviera derrumbado, como sucedía en el ocaso de su vida. Os aseguro, nos confiaba entonces, que por dentro mi amor va haciéndose más fuerte, porque no ha disminuido mi convencimiento de que Él se merece todo.

Deseo recoger algunas enseñanzas, que muestran ese itinerario de su corazón. En 1954 nos expresaba: cuando se ama de verdad, se da con alegría, sin llevar la cuenta y sin buscar agradecimiento: ¡es suficiente, entonces, para el alma, la oportunidad de gastarse gustosamente! No se piensa si ya se ha hecho mucho, o si cuesta: en el trato con Dios no se repara en los obstáculos porque, como en el amor humano, no hay dificultades ni defectos que impidan la conversación con la persona amada.

Recurría también con frecuencia a un dicho de la tierra española: "amor con amor se paga". Lo aplicaba a ese saber estar disponibles para Dios en todo momento, sin condiciones de ningún género. En 1966, le oí comentar:si en alguna cosa puedo decir algo con verdad de mí mismo, es que nunca he hecho mi voluntad: lo que me hubiera gustado hacer. Desde luego, si hubiese dependido de mí, a estas horas sería un abogado, un historiador, etc.; pero no sacerdote del Opus Dei. Y, sin embargo, soy más feliz que nadie sólo con haber cumplido la Voluntad de Dios, porque me da la gana, respondiendo a su amor.Igualmente, para insistir en que este amor abraza toda nuestra existencia, nos encarecía el 29 de noviembre de 1972: en el Opus Dei hay que entregar la vida, la sangre, el alma: ¡todo para Dios! Su llamada no se paga en dinero: se paga con la vida entera.

Se esforzó siempre en querer al Señor más y más, sin pensar en lo que le había dado. Sacaba consecuencias de la vida corriente: del cariño de los padres a los hijos, que les lleva a no contabilizar sus sacrificios ni su generosidad; de la pasión de los enamorados, que aceptan dificultades sin cuento, con tal de estar juntos. Concluía en la necesidad de corresponder, pues hemos sido escogidos por Dios, para honrarle y darle toda la gloria. En 1968, nos hacía reflexionar sobre esta verdad: no podemos sentir -no es tolerable en un alma escogida por Dios- el peso de lo que hemos dejado. Nuestra llamada, nuestra vocación, es una delicadeza del Señor con cada uno de nosotros. Por eso, yo no me siento atado: tengo la libertad plena, total, del Amor de Dios.

Nos exhortaba también a demostrar al Señor que le queremos a través del cumplimiento fiel y leal de nuestras obligaciones, elevándolas siempre al orden sobrenatural. El 11 de febrero de 1973, reconocía: casi todos los disgustos provienen de que la persona busca una complacencia para su yo.

No deja de ser interesante captar cómo articulaba esa pugna contra el "yo", que -frente a lo que puede parecer a primera vista- forja una personalidad recia y atractiva.

Mons. Escrivá de Balaguer se esforzaba por entregar todo a Dios: la salud espiritual y la salud física, las alegrías y las penas, el trabajo y el descanso, la convivencia habitual y la relación con personas que no trataba cotidianamente. Actualizaba esa entrega día a día, invocando al Espíritu Santo, con palabras incisivas: lo que Tú quieras, como Tú quieras, cuando Tú quieras. Para insistirnos en la tranquilidad y la paz sobrenatural que provienen de ese ofrecimiento, no tenía inconveniente en repetir que nunca se había arrepentido de haber dado su yo al Señor; en cambio, añadía, me he arrepentido y me he encontrado a disgusto cuando no lo he hecho, y entonces he procurado pedir perdón para reparar, porque deseo que el Señor disponga enteramente de mí.

Recuerdo que, en 1963, entregaron al sastre que le había hecho las últimas sotanas una separata con una entrevista suya. Aparecía una foto que, por defectos de impresión, habían tenido que retocar. El sastre miró la fotografía y, con espontaneidad, comentó que no era el corte de sotana que él hacía habitualmente. Se lo referimos al Fundador de la Obra, y enseguida puntualizó: ¡es lógico! Entiendo perfectamente la reacción de este hombre, porque su profesión es su vida, y vive del trabajo que le apasiona: ¡si todos los hombres, hijos de Dios, tuviéramos esta pasión de vivir siempre en cristiano...!, ¡y si cada uno de nosotros tuviera esta pasión, siempre actualizada para hacer el Opus Dei!

Me resulta imposible determinar el número de veces que le habré escuchado estos consejos sobre la entrega, incluso con estas mismas palabras: el que no quiera darse, nos estorba, nos hace daño. Hay que quemar las naves con todas las consecuencias, abriendo de par en par el corazón, para que entre la gracia de Dios. La reacción del que se entrega de verdad es siempre buena, porque, aunque sufra, se vive con la alegría de ser de Dios, y de ver con la luz que da Dios.

Se exigía una respuesta sin excusas ni cicaterías, usque ad summum ["hasta arriba": Juan 2,7]. Por su amor a la Santísima Trinidad, sabía sacar vibración de eternidad a todos los instantes de su día: desde los dedicados a la oración y al trabajo, hasta los momentos de esparcimiento. En 1964, nos insistía en la necesidad de amar a Dios en el quehacer cotidiano: la dignidad humana es tan grande, tan maravillosa -¡somos hijos de Dios!-, que cada uno debe cuidar su trabajo, el que sea, con el mismo cariño con que se trata el diamante más precioso, porque nuestras vidas han sido compradas -lo dice San Pablo- a un gran precio: la Sangre de Cristo.

Tenía como una cantinela en su conversación y en su conducta: vivir por amor de Dios. El 30 de mayo de 1974, nos señalaba: el Opus Dei se hace a fuerza de amor y de sacrificio, con oración, con mortificación, con trabajo y con celo apostólico. Hemos de sentir deseos de que el Amor sea amado, y hemos de agradecerle que se nos haya dado, porque por ahí no se lo agradecen, y nosotros -tú y yo- no se lo agradeceremos bastante. Recoged las rosas del camino -esas rosas que también tienen espinas-, y llevádselas al Señor: ¡fuera la sensualidad -que recorta las alas del amor-, fuera el egoísmo, fuera la comodidad...! El que no vive la alegría en el Opus Dei, que se examine, porque cuando falta esta virtud es señal evidente de que el alma está distraída en algo que no es de Dios.

He presenciado también la fortaleza con que vivía el relictis omnibus: dejarlo todo, para que el Señor reine en el alma. Se examinaba diariamente para ver si había buscado la gloria de Dios en todo, sin reservarse nada. Me llamaron la atención, a este propósito, unas palabras de 1953: ¡qué fácil es concretar el amor a Dios a través de nuestro desprendimiento! Ni siquiera tenemos que preocuparnos de buscar en qué: bastará el afán de obedecer continuamente a las llamadas de la gracia, y desaparecerá cualquier manifestación de nuestro yo.

Se configuraba así una lucha por identificarse con la Voluntad de Dios, llena de finura, sin rigorismos ni escrúpulos, abierta hacia los demás.

Entendió desde sus primeros años la necesidad de no dejar nunca de ser muy amigo de Jesús. Aludía a que en el trato con el Señor hemos de ser muy atentos, como sucede, en lo humano, entre los que se quieren sinceramente. Recurría a veces al siguiente ejemplo: si vamos por la calle y, en el trasiego del cruce con otros peatones, nos rozamos o nos damos un pequeño golpe, a aquello no le damos la más mínima importancia; pero si el que nos da un golpe es amigo nuestro, y lo hace con indiferencia, con desprecio, se despierta enseguida en nuestra alma un sentido de dolor. Esta realidad hay que aplicarla a nuestra relación con el Señor: qué falta de delicadeza tan ilimitada supone no dar importancia a las pequeñas faltas, y no detestarlas, como obstáculo que son para estar con toda la plenitud del amor puesta en Dios.

Hilaba muy fino en su exigencia personal para aborrecer el pecado. Hasta el punto de adoptar como norma unas palabras que eran la síntesis de su vida: si esto -cualquier hecho o suceso- no me acerca a Dios, ¡no lo quiero!

Los que hemos vivido a su lado hemos podido comprobar su odio al pecado mortal, al pecado venial deliberado, a las faltas de omisión, a las faltas desconocidas y a las imperfecciones. Poco después de conocerle, le escuché esta consideración: hay un verso popular en mi tierra que dice lo siguiente: la rueda de la existencia te la voy a recordar: pecar, hacer penitencia, y luego, vuelta a empezar. Y concluía, con una expresión severa: ¡esto nunca!; no podemos tener jamás idea de provisionalidad. Hay que luchar continuamente con el pecado, porque nos aparta de la amistad con Dios.

Veía yo también su fortaleza en cumplir los propósitos, y en repetir, con pedagogía machacona: no creo en las últimas veces: ¡la última ha sido ya! Se refería a la actitud de aquellas almas que, en lugar de cortar inmediatamente cuando algo les aparta de Dios o no les deja acercarse como debieran, razonan excusándose: "ésta será la última vez". Cuando había hecho el propósito de privarse de alguna cosa lícita por amor de Dios, y le instábamos a hacerlo "por última vez", contestaba: la última ha sido ya.

El Fundador del Opus Dei insistía sin cansarse: si no hacemos mejores cristianos a las personas que están a nuestro alrededor, si no tenemos hambre de que la gente que nos trata sea más amiga de Dios, hasta llegar a una intimidad grande, significa que no respondemos a la llamada que hemos recibido, que nos obliga a extender el Reino de Dios, y -¡pensadlo bien!- significa que hasta humanamente hemos fracasado, porque hemos desertado del camino que el Señor, en su amor y en su misericordia infinita, nos ha trazado a cada uno.

El sentido de corredención estaba muy presente en su vida. Cuando notaba el peso del trabajo, continuaba adelante pensando en Dios y en las almas. Ya hacia el final de su vida, en 1973, nos subrayaba el deber de ser leales con los compromisos cristianos: cuando estemos en un trance de "tocar el violón", hemos de pensar que las consecuencias serán muy molestas. De una parte, para nosotros, porque nos apartan de Dios; y de otra, para muchas almas, que se encuentran cerca y lejos de nosotros.

En cierto modo, Mons. Escrivá de Balaguer subraya el carácter amoroso con que la Voluntad divina se manifiesta hacia el hombre, y suscita un especial sentido de responsabilidad.

Una vez nos sintetizó su confianza en Dios, aprovechando una canción popular que acabábamos de oír, y decía más o menos: "de que tu padre no me quiera, se me dan tres caracoles, porque allá arriba, me están queriendo a montones". Y añadió: hemos de trabajar siempre con este sentido sobrenatural. Nos ha de importar la gloria de Dios, la defensa de la Verdad; solamente así, poniéndonos al servicio del Señor, serviremos a todas las almas y las acercaremos al fin para el que han sido llamadas.

En las obligaciones que le ligaban al Señor veía una prueba evidente de ese amor infinito que Dios nos dispensa, y que se concreta en el camino específico que señala a cada uno. En 1969, se refería a su propia llamada:estas cadenas divinas que me atan a la Obra yo las amo con locura. No quiero romperlas nunca, ni siquiera deseo soltarlas, aunque a veces me cuesten, me supongan un peso, porque estoy convencido de que el Señor me ha querido enteramente para Él a través de este camino y de este espíritu que nos ha dado.

Comentando un texto del Libro de los Proverbios, testis fidelis non mentitur; profert autem mendacium dolosus testis ["no miente el testigo fiel; el testigo falso no profiere más que mentiras": Proverbios 14,5], agregaba en 1962: de aquí la eficacia de nuestra vida, si es cuidadosamente fiel a la Voluntad de Dios. Con nuestra conducta, con nuestra respuesta fiel, damos testimonio, hacemos apostolado, ayudamos a los demás en su tarea de santificación, de acuerdo con el camino que el Señor nos ha trazado.

Ya desde los primeros años del Opus Dei, fomentó el sentido de responsabilidad en su alma y en la de quienes trataba, para arrastrar con el ejemplo. Se conserva una nota autógrafa de aquellos tiempos, que refleja esa preocupación: ¡es tremendo! Quiera o no quiera, los demás harán después "lo que el Padre hacía". Y añadía: ¡¡¡mi ejemplo!!! Por eso, le urgía la necesidad de empujar a los demás con toda su vida. En 1952, tomé estas palabras: serenos siempre: con sentido de responsabilidad, sabiéndonos eslabones de una cadena divina. Por lo tanto, yo quiero que este eslabón, que soy yo, no se rompa; porque, si me rompo, traiciono a los demás. Y me gozo en la fortaleza de los otros eslabones, y me lleno de alegría de que los haya de oro, de platino, con piedras preciosas, mientras yo me veo de la calidad más inferior.

Cuando se habla de la Voluntad de Dios, resulta ineludible mencionar el momento definitivo de la muerte.

Manifestaba una continua esperanza en el Señor: no basta aceptar la muerte: es necesario prepararse a recibir a esa buena hermana nuestra, que nos abre la puerta para el abrazo de Dios, del que ya no nos separaremos nunca, viviendo el gozo eterno de mirarle cara a cara. Meditaba diariamente en la muerte, preparándose para recibirla donde Dios quiera, como Dios quiera y cuando Dios quiera, seguros de que vendrá en el momento más oportuno y de que -si de nuestra parte hemos puesto todo el esfuerzo por seguir a Dios- Él no nos abandonará, porque es siempre fiel.

Amó la Voluntad de Dios hasta su último día en la tierra. Por gracia de Dios, que considero inmerecida, me encontraba con Mons. Álvaro del Portillo junto al Fundador del Opus Dei en el momento del tránsito: un fallecimiento repentino e inesperado para todos, aunque llevaba una temporada en la que no se encontraba bien de salud. Durante su última época en la tierra repetía con más intensidad una jaculatoria que estuvo siempre en sus labios: Vultum tuum requiram, Domine!, ¡Señor, sólo quiero ver tu rostro, buscar tu rostro! También decía muchas veces: omnia in bonum!, todo es para bien, todo lo que sucede nos ha de llevar a Dios. Con estas disposiciones le sorprendió la muerte.

Aquella mañana, cuando se sintió mal, mientras estaba en el Colegio Romano de Santa María, vimos que se abandonaba enteramente al Querer divino, metido espiritualmente en Dios y esperándolo todo de Él. No hubo en su ánimo contrariedad o rebelión ante los síntomas del grave malestar físico que le obligó a interrumpir, con preocupación de los presentes, aquel momento de formación con unas hijas suyas universitarias. Su calma, su serenidad humana y sobrenatural, nos empujaron en esos momentos tensos a rezar y a esperar en Dios, seguros de que Él dispondría lo más conveniente. Recuerdo que, unos minutos antes de expirar, pasó por delante del oratorio y, a pesar de estar muy fatigado, hizo su habitual genuflexión pausada, profunda, piadosa, adorando al Señor y renovando el ofrecimiento de su vida.