2. Caricias de Dios

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Acaba de ser mencionado el cansancio, derivado a veces de la falta de salud. Mons. Escrivá de Balaguer sobrellevaba sus molestias, sin entorpecer el servicio a los demás. Mi impresión es que su respuesta a las enfermedades perfila su lucha hacia la santidad quizá con rasgos más intensos que los descritos en el apartado precedente. No pretendo resumir su historia clínica, pero sí me gustaría repasar algunas de las dolencias que sufrió después de la fundación del Opus Dei. Pienso que no hace falta recordar la gravísima infección que padeció cuando apenas tenía dos años: ha sido descrita con detalle en otros lugares, y es cada día más conocida a través del Santuario de Torreciudad.

Sin haberlo presenciado antes de 1950 -después sí-, sé que padeció a temporadas fuertes ataques de reúma, que le inmovilizaban. Uno de los más virulentos lo sufrió cuando estaba refugiado en el sanatorio del doctor Suils, en plena guerra civil española: se le paralizó el brazo sobre el pecho, y hubo de estar en la cama durante días.

Comentaba con buen humor -y es ilustrativo de su reacción ante la enfermedad- que se parecía al caballero de la mano en el pecho, aludiendo al famoso cuadro de El Greco; y ofrecía quedarse con esa inmovilidad el resto de su vida o el tiempo que el Señor dispusiera.

También durante la guerra, ya en Burgos, tuvo vómitos de sangre. Aceptó la eventualidad de no poder trabajar con gente joven, pues los síntomas eran de tuberculosis. En ningún momento perdió la alegría ni la serenidad. En la oración, se encaraba con el Señor para protestarle filialmente, pues le había encargado la Obra -necesariamente había de tratar a jóvenes- y le enviaba esa enfermedad, que suponía una barrera insuperable. De todos modos, ofreció a Dios el objeto de su vida: sacar adelante el Opus Dei. Pasó de médico en médico, sin lograr saber de qué se trataba, pero al fin, providencialmente, desaparecieron los vómitos.

Vd. fue, en cambio, testigo de la grave diabetes de Mons. Escrivá de Balaguer.

Le fue diagnosticada en 1944. Por las apariencias externas, debía de estar latente desde tiempo atrás: llegaba a casa muy cansado, con fuertes dolores de cabeza y con ataques de fiebre, que achacaba a su trabajo agotador. Pero, una vez descubierta la diabetes, no cambió el ritmo ni la dedicación a la tarea apostólica, salvo cuando debía guardar cama.

Durante años, padeció todas las consecuencias de esa enfermedad, que fue muy seria: he oído al profesor Faelli, en Roma, que había sido el paciente más grave en su larguísima experiencia de diabetólogo. Necesitaba diariamente tres inyecciones de insulina.

No toleró que le gestionásemos la dispensa del ayuno eclesiástico, aunque hubiera de celebrar la Misa -por compromisos del ministerio sacerdotal- a última hora de la mañana: por las descargas de insulina, padecía en ocasiones ataques de hambre. En cambio, llevado por una fina caridad con algunos de sus hijos que padecieron enfermedades del estómago o del hígado, se ocupó de que se tramitase esa dispensa, de modo que pudiesen trabajar sin molestias.

Con frecuencia, le subía mucho la fiebre, y quedaba postrado, pero superaba ese cansancio con garbo. Se atenía al horario previsto, sin concederse ninguna excepción. En una temporada larga, estuvo afectado de diplopía -visión doble-; otras veces perdía la visión. Nadie, fuera del médico y de don Álvaro del Portillo, lo advertimos: actuaba con una naturalidad tan sobrenatural, que su mirada nos traía la alegría y la paz que experimentaba en su alma.

Tenía una sed insaciable, que no apreciaban los demás. Controlaba la imperiosa necesidad de beber con verdadero espíritu de mortificación. Entre otros detalles, retrasaba el tomar agua más tiempo del necesario, aunque tuviese la lengua seca como una tabla; muchas veces, se refrescaba la boca, sin llegar a beber.

Acusaba fuertes y continuos dolores de cabeza, que no se le aliviaban sino con analgésicos especiales. No los pedía, pero el médico le obligaba a tomarlos cuando se percataba de la intensidad del dolor.

Ilustra el estado físico de Mons. Escrivá de Balaguer lo que sucedió en 1953 ó 1954, con motivo de una pequeña intervención quirúrgica a la que hubo de someterse. En la clínica, tuvieron que ponerle una inyección que favoreciese la coagulación de la sangre. La persona que le asistía, al apreciar la triste situación de su pobre cuerpo, le preguntó: "pero, ¿dónde puedo pinchar, Monseñor?". Y, sin alterarse, contestó: donde le parezca.

A lo largo de estos años de salud tan comprometida, se sucedieron los trabajos necesarios para las distintas aprobaciones de la Obra. Además, se dedicó a diario con todas las fuerzas de su alma a la expansión apostólica del Opus Dei, y a la atención espiritual y doctrinal de los miembros de la Obra que habían venido a formarse en el Centro Interregional de Roma. A pesar de la sequedad de su boca, y de la dificultad que tenía para hablar, no dejó de dar meditaciones, dirigir charlas, o atender las tertulias. Nadie se imaginaba que era un enfermo grave, que se encontraba en peligro inmediato de muerte.

Así estuvo hasta el 27 de abril del año 1954, cuando, a consecuencia de unas inyecciones de un nuevo tipo de insulina, prescrito por el médico, sufrió un "shock" anafiláctico del que, por Voluntad de Dios, se recuperó. Y la diabetes desapareció.

A partir de entonces, dejó de tener las fortísimas cefaleas de años anteriores, pero comenzó a sufrir otro tipo de dolores de cabeza. Los soportaba con naturalidad, y retrasaba los analgésicos que le aconsejábamos para disminuir las molestias. Nadie advertía esas grandes jaquecas, por su comportamiento lleno de actividad, de celo apostólico y de alegría.

Antes de continuar el relato, tal vez podría recordar algún otro detalle del buen humor de Mons. Escrivá de Balaguer, en el contexto de la enfermedad.

Durante la diabetes, se le infectaban las heridas, con las consiguientes molestias. Comentaba: ¡ya he hecho otra gracia!, ¡si supiera aprovechar todo esto para el Señor!

Hacia los años sesenta le apareció un quiste en un párpado. El especialista aconsejó extirparlo. El día de la operación, aquella persona, que tenía gran experiencia como cirujano, mostró cierta inquietud. Cuando estaba en los preparativos le manifestó: "-Lo siento mucho, Monseñor, pero es posible que, con motivo de esta intervención, pierda usted algunas pestañas". -No se preocupe, doctor -replicó-, porque no tengo que presentarme a ningún concurso de belleza. Aquel hombre musitó nervioso: "-Non si sa mai".

También a partir de los años 1969-1970, como secuela de la diabetes, se manifestó una gran pérdida de calcio: con frecuencia, se quedaba sin fuerza en las piernas, y se caía al suelo. Cuando le ayudábamos -no podía valerse por sí mismo- para trasladarle a otro sitio y ponerle una inyección de calcio, nos repetía: ya veis qué Padre tenéis, que no sabe mantenerse ni siquiera en pie.

En 1974, a las pocas horas de llegar a Quito, se vio afectado por un fuerte ataque de mal de altura. No perdió la paz, aunque estaba sometido a evidentes limitaciones físicas: apenas podía hablar, sufría mareos y una gran fatiga para respirar, no era capaz de dar dos pasos sin la ayuda de alguna persona, ni soportaba ningún alimento. Se dejaba llevar de un sitio a otro como un niño pequeño, pues le faltaban hasta las más indispensables fuerzas físicas. Refiriéndose a esas circunstancias, señalaba que había tenido siempre afán de predicar la vida de infancia. Ahora, añadía, el Señor me ha hecho tocar hasta físicamente la realidad de que soy como un niño pequeño, ya que no puedo andar, apenas puedo hablar, me han de ayudar hasta en las cosas más elementales..., pero bendigo al Señor que así me trata, porque me doy cuenta de que en todo soy un niño que tengo que aprender hasta lo más rudimentario.

Como es sabido, los diabéticos suelen padecer también dolencias en la boca.

Efectivamente, perdió toda la dentadura, salvo dos raíces, un colmillo, y una muela en el maxilar inferior derecho. Un día, al levantarse por la mañana, comprobó que no podía masticar, porque no le coincidían las piezas dentarias. El odontólogo advirtió un gran giro de esas piezas, que habían quedado prácticamente sueltas. Después de observarle, expresó así la anómala situación: "Estos dientes los quito yo 'alla cinese'". Sin anestesia ni pinzas, los cogía directamente con los dedos y los iba sacando uno a uno.

No sufrió por esto Mons. Escrivá de Balaguer el menor complejo ni la más mínima aflicción. Lo ofreció al Señor y siguió trabajando y hablando como si nada hubiera ocurrido, esforzándose para que se le entendiera. Desde el primer momento se acomodó a las prótesis que prepararon, aunque le producían llagas muy dolorosas en las encías, que duraban más tiempo del habitual: cualquier herida se transformaba en un foco de pus.

Nunca se quejó mientras el odontólogo hacía sus trabajos, cosa de la que se lamentaba el propio dentista, Dr. Hruska, que insistía: "Monseñor, si le ocurre algo, si siente dolor, dígame, porque me ayuda mucho al trabajo".

El Fundador del Opus Dei, decidido a ofrecer todo a Dios, contestaba en italiano: -Faccia, faccia. Durante las intervenciones, el Dr. Hruska interrumpía el trabajo para comentar: "Así sólo consigo hacerle sufrir más, pues no me doy cuenta del daño que le estoy produciendo; dígame, Monseñor, cuándo le hago daño, porque procuraré parar". Con gesto de buen humor, respondía que podía seguir, que no le molestaba. Pero, por lo que nos explicaba el dentista, tenía que estar sufriendo fuertes dolores. Al regresar a casa, finalizadas esas intervenciones, podía yo comprobar que la camisa había quedado completamente manchada de sangre, por las fuertes hemorragias de las encías.

En esas circunstancias, tampoco ponía dificultad alguna para las comidas, aunque procurábamos que le preparasen alimentos más blandos: no hacía ninguna observación ni mostraba malestar alguno, a pesar de que nosotros insistíamos en que nos dijera si podía tomarlos o no.

He sido testigo de las reacciones de quienes trabajaban en la clínica: además del hijo del Dr. Hruska -también odontólogo-, las enfermeras, el personal administrativo y otro médico; todos buscaban la conversación y el consejo del Fundador de la Obra. Como me han comentado después de su fallecimiento, su presencia creaba un clima de alegría, de paz y entendimiento. Con una excusa o con otra, hablaban con él y, cuando era posible, le pedían orientación para su vida personal y sus preocupaciones. Conservan un recuerdo cariñosísimo de los muchos servicios que recibieron del Fundador del Opus Dei, que se dejaba atender sólo en lo imprescindible: por ejemplo, jamás toleró que le ayudasen a ponerse la dulleta, o que le cepillaran la ropa.

En ocasiones, había que arreglar la prótesis, que se rompía a causa de un colmillo que presionaba sobre la resina; al tomarle las improntas, padecía náuseas. El médico le decía que no se contuviera, porque estaban acostumbrados a esa reacción de los pacientes y no les producía ningún fastidio. Pero se contuvo siempre: ponía todo su esfuerzo, encomendándose al Señor, a su Custodio y a los Ángeles de los que le atendían. Muchas veces manifestaba: bastante lata les estoy dando, para que añada estos caprichos de mi pobre naturaleza.

Le acompañé también, en 1973, a un dentista de Terrassa, porque se le había roto la prótesis. Al tomarle las huellas para la nueva, había que esperar a que fraguara la masa en los aparatos correspondientes. Al sacarlos de la boca, vieron que la masa se había extendido por la garganta, provocando grandes dificultades para respirar y proclividad a las náuseas. El doctor y la enfermera quedaron muy asombrados de su aguante. Me comentaron que no se lo explicaban más que por una fuerza extraordinaria para soportar las molestias.

Por los regímenes de medicación y de comida señalados por los médicos, perdía peso de manera ostensible. El adelgazamiento se reflejaba también en la conformación de las encías, y las prótesis le ocasionaban unas llagas bastante grandes. Recuerdo que en la mañana del 26 de junio de 1975, el último día que pasó en la tierra, como no podía ver dónde estaban las llagas por la afección de sus ojos, me rogó que le pusiera un poco de pomada en las encías, para poder hablar durante el tiempo que iba a estar en Castelgandolfo. Aprecié que la úlcera en la encía inferior era muy grande. No dio más categoría a ese achaque, que, según los médicos estomatólogos, suele ser muy doloroso. Ninguna persona lo advirtió.

La diabetes suele estar asociada también a enfermedades de la vista. Poco antes aludió ya a la diplopía.

En los años 1970 y 1971 comenzaron a formarse unas fuertes cataratas. Perdió la visión casi de un día para otro, y le costaba gran trabajo la lectura. No se desanimó ni se preocupó por esa nueva flaqueza que el Señor permitía. Aceptó la Providencia divina, y se sujetó a lo que dispusieron los médicos. Como le aconsejaron que leyera menos, nos pedía que le ayudáramos para la lectura espiritual y del Santo Evangelio. No se dispensó, sin embargo, del rezo del Breviario, y, como es lógico, continuó celebrando la Santa Misa. Más adelante, las cataratas fueron acentuándose, y había momentos, que se prolongaban durante la jornada, en los que un punto negro se ponía delante de la pupila y le impedía completamente la visión; por eso, hubo de disminuir todavía más el tiempo dedicado a leer. Pero arrostró con tal garbo esas limitaciones que -fuera de Mons. Álvaro del Portillo y de mí, que conocíamos el mal que le aquejaba- nadie se dio cuenta, ni siquiera los que participaban en el gobierno central del Opus Dei.

Para el Sacrificio Eucarístico, buscamos un misal con letras grandes; además, siempre que era posible, celebraba Misa votiva de Santa María, de los Ángeles Custodios o de difuntos, que se sabía de memoria. Llegamos por entonces al día del Corpus, y le sugerí que leyera los textos del común de la Virgen; me interrumpió con su cariñosa energía: pon la Misa del Corpus Christi, ¡y ayúdame a ser más piadoso!

Continuaba con esta molestia cuando se organizaron sus catequesis por tierras americanas, y no le impidió atender las reuniones apostólicas previstas en cada lugar. Ninguno, de aquellos miles de personas, descubrió el más mínimo síntoma de su deficiencia en la vista. Su temple sobrenatural le hacía superar las dificultades. Y por la fortaleza que le concedía el Espíritu Santo, seguía los diálogos con el interés de quien vive en su carne los problemas de los interlocutores. Todos quedaron muy agradecidos de su cariño y de su entrega.

Naturalmente, se sometió en todo momento a las pruebas clínicas que le fueron prescritas, sin plantear la menor dificultad. Si le mencionábamos -mientras recibía la debida atención médica- que nos apenaban sus males, puntualizaba que era poco para lo mucho que se merecía por su falta de correspondencia con el Señor.

También por esos años, comenzó a advertirse que la diabetes había causado una insuficiencia renal, con los consiguientes riesgos cardíacos y respiratorios.

Cuando se le presentó esa insuficiencia renal, los médicos le prescribieron que bebiese mucha agua, al menos dos litros diarios. Recordaba entonces divertido que, cuando estaba diabético, y tenía la boca reseca, le suponía una gran mortificación dejar un vaso de agua o retrasarlo; ahora, en cambio, el sacrificio no era tomar un vaso menos, sino ingerir la cantidad indicada por los médicos. Lo hacía con espíritu de penitencia, viendo ahí la Voluntad de Dios, aunque le costase esfuerzo; y nos decía a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que lo ofrecía por las necesidades de la Iglesia, de las almas y del Opus Dei.

En esa época le prescribieron también unos paseos durante el día, para favorecer el funcionamiento de su organismo. Aunque notaba la fatiga por la dificultad respiratoria y el cansancio muscular, vivía aquellos momentos como otra caricia del Señor, entregándole -bromeaba- los cuatro huesos que quedan de mi pobre cuerpo. A la enfermedad se unía un régimen muy estricto de alimentación, con supresión absoluta de la sal, y reducción de grasas, azúcar y harinas, farináceas y legumbres.

Según me enteré después, porque los médicos no nos lo habían comunicado, corría un riesgo enorme si se veía afectado por una bronquitis, ya que podía complicarse con la insuficiencia cardíaca y renal. Así ocurrió concretamente en el viaje a América de 1974, con un fuerte ataque que padeció en Chile: el especialista, al ver el resultado de los análisis y sin haber reconocido directamente al paciente, concluyó que requería estar con diálisis continua.

Los médicos aseguraban que solamente una fuerza interior muy grande podía permitirle la naturalidad y la normalidad con que se comportaba en aquel estado de salud, que le aquejó durante los últimos años. Sirve de índice la conclusión del prestigioso facultativo que le atendió en Lima. Le trató una afección bronquial, y se quedó asombrado de cómo, en cuanto la superó, se entregó de nuevo a la predicación, sin escatimar ninguno de los compromisos previstos. Tan impresionado quedó que, al despedirnos, dijo a don Álvaro del Portillo: "damos las gracias a Dios por esta bendición que hemos recibido del Cielo, con la presencia y la dedicación del Padre, pero les pido que por favor no vuelva al Perú en estas circunstancias, porque su situación física actual es muy grave".

A causa de la insuficiencia renal y cardíaca, durante largas temporadas a partir de 1969, padecía asimismo unos derrames sinoviales en los codos y en las rodillas.

El simple roce de la ropa le producía fortísimos dolores, que le impedían o le hacían difícil caminar o mover los brazos. En estas temporadas, de fuerte agotamiento, siguió cumpliendo su horario y su régimen normal de trabajo. Nos llamaba la atención la violencia de los derrames sinoviales, que incluso le impedían dormir y le deformaban extraordinariamente los miembros. Sin embargo, a la hora del Sacrificio del Altar, cuando estaba con el Señor, me impresionaba muchísimo ver que hacía todos los esfuerzos para vivir delicadamente las rúbricas, con el amor que puso siempre en la celebración de la Santa Misa.

Recuerdo que el 14 de diciembre de 1970 se encontraba aquejado por esa dolencia física, y me confió: estoy muy cansado, y me tengo en pie a fuerza de jaculatorias. Mi presencia de Dios me lleva a repetir continuamente: Señor, me abandono en Ti como un hijo, confío en Ti, espero en Ti. Y estoy seguro de que todo pasará, porque Él no puede pasar, y es lo único que me importa. Hijo mío, cuántas veces en mi vida me he encontrado, no como ahora, rodeado de tantas almas en todo el mundo que, por la Misericordia de Dios, no ven mis defectos y me dan su cariño, como me da su cariño la Obra; me he encontrado tantas veces, te decía, solo, sin un poco de tierra donde apoyar el pie; ni siquiera con un clavo ardiendo, como dice el refrán español; pero todo pasa, porque trabajamos para Dios, y Dios no pierde batallas, y es muy Padre con los que quieren vivir como hijos suyos.

Durante aquella época, nadie notó ni la cojera ni la dificultad que tenía en mover los brazos. En una conversación con Mons. Álvaro del Portillo y conmigo, nos corroboró sus sentimientos: poquico es esto que tengo y que quiero ofrecer continuamente al Señor; y también lo otro -mi sufrimiento por la Iglesia-, que eso sí es muy importante, ¡y resulta una buena mezcla! El dolor físico cuesta, pero cuesta más, si se une a un dolor moral que se viene arrastrando desde hace tiempo, pero hay que decir fiat!, aceptando con buen humor la Voluntad de Dios. Hemos de abandonarnos siempre en las manos del Señor, que en ningún otro sitio encontraremos más paz y seguridad.

Con motivo de uno de estos derrames, le atendió un médico y, por una decisión precipitada, le puso un tratamiento que alivió el dolor, pero perjudicó todavía más su quebrantada salud. Cuando Mons. Escrivá de Balaguer lo supo, no salió de sus labios la más mínima palabra de queja.

En una ocasión, el derrame sinovial le dejó completamente inmovilizado un brazo, y tuvo que llevarlo en cabestrillo. En esas circunstancias recibió a un miembro del Opus Dei que estaba de paso por Roma. Con solicitud filial, le preguntó: "Padre, ¿pero no es nada grave, verdad?". Y le respondió inmediatamente: en la Obra nunca hay nada grave: todo es normal, si hay visión sobrenatural, amor de Dios.

Aunque está implícito en lo anterior, parece necesario incidir en la aceptación y el ofrecimiento sobrenatural de las enfermedades, tan característicos en las almas santas.

En momentos en que se le veía humanamente agotado, por el trabajo y por la enfermedad, nos comentaba que no se cambiaría por ninguna otra persona, ni añoraba un mejor estado de salud. Estaba persuadido de que el Señor le daba lo que más convenía a su santificación; tenía plena esperanza de que Dios se servía de aquello para unirle más íntimamente a Él.

Aunque podría aducir muchas otras anécdotas, pienso que es una buena síntesis lo que presencié el 18 de octubre de 1973. Había recibido la visita de una familia: la hija mayor era deficiente mental. Aquel matrimonio, que llevaba esa pesadumbre con gran sentido sobrenatural, se reforzó en su actitud, después de escuchar a Mons. Escrivá de Balaguer y ver el cariño con que trataba a su hija enferma. Al terminar, mientras volvíamos a la habitación de trabajo, me comentó: hemos de dar gracias a Dios, porque nos ha hecho normales: normales para amar el sufrimiento con alegría. Sufrir, en el Opus Dei, si vivimos el espíritu que el Señor ha querido para nosotros, se convierte en amor, y en amor con alegría. Después, pausadamente pero con mucha fuerza, añadió: no lo olvides, pasará el tiempo, yo me habré ido a rendir cuentas a Dios, y podrás repetir a tus hermanos que me oíste decir que el sufrimiento, cuando viene, nosotros lo amamos, lo bendecimos y lo convertimos en un medio para dar gloria a Dios, siempre con alegría, que no quiere decir que no cueste.

Desde los comienzos del Opus Dei, consideró los padecimientos caricias de Dios. Por eso, valoró siempre a los enfermos como auténticos tesoros, porque pueden aportar una ayuda inmensa, ofreciendo sus dolores, unidos a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Nos mostraba también que la enfermedad, cuando viene, hay que amarla; y nosotros hemos de saber santificarla porque es "el trabajo profesional" que el Señor pone en esos momentos en nuestras manos.

A partir del año 1970, a temporadas, tenía ataques de hipo que le duraban varias horas. No perdía la paciencia ni el buen humor, y seguía trabajando y atendiendo a quienes estábamos a su alrededor. Procuraba quitar importancia a esos enojosos ataques, aunque muchas veces le producían insomnio. Y no dejaba de pedir perdón por la molestia que ocasionaba al hablar. Confieso que yo estaba interiormente tenso, y me edificaba el sentido sobrenatural, la alegría y la naturalidad con que se conducía: continuaba su actividad como si no le ocurriera nada.

En 1970 reafirmaba: sólo si nos unimos continuamente a la Pasión de Jesucristo, sabremos ser instrumentos útiles en la tierra, aunque estemos llenos de miserias. Pienso que estas palabras sintetizan su modo de enfocar cuanto suponía dolor en su vida.

No estará de más, sin embargo, aclarar que ese abandono en manos de Dios se armonizaba con la necesaria prudencia..., también por parte de los Custodes: me consta que no dejaron de poner los medios para cuidar la salud de Mons. Escrivá de Balaguer.

En primer término, cuando notaba molestias de categoría, no las disimulaba a quienes debíamos ocuparnos de su persona. Además, se atenía rigurosamente a las prescripciones de los médicos. Y, en fin, no se exponía a quebrantos por propio capricho ni por hacer su voluntad.

Vivió la prudencia en las enfermedades sin apegarse a su salud ni centrarse en su bienestar o malestar físico. Comunicaba a los médicos, sin pedirles nada extraordinario, que considerasen que debía atender su trabajo, y les rogaba que no le tratasen con indulgencia, ni pensaran que podía dedicar más tiempo al reposo o desentenderse de unas tareas que eran importantísimas para el servicio de Dios. Luego, se sujetaba a la medicación y a los regímenes dietéticos que le imponían. Asimismo, se esforzaba por cumplir las prescripciones sobre una mayor movilidad física o sobre la conveniencia de seguir unas indicaciones clínicas determinadas, especialmente en los últimos tiempos.

Por supuesto, aguantaba los tratamientos -por muy duros que fueran- sin la menor queja, ofreciéndolos al Señor: curas verdaderamente dolorosas, como cuando tenía los derrames sinoviales; inyecciones que poníamos inexpertos y que ya eran molestas por sí mismas; tratamientos de la boca, etc. Lo soportaba todo con hondo sentido sobrenatural, y agradecía sinceramente los servicios o atenciones que se le prestaban.

Desde el primer día, me sorprendió que tomase las medicinas que se le daban, sin preguntar para qué servían: esa aceptación era otra manera de acomodarse a la Voluntad de Dios: ni una rebeldía, ni siquiera la curiosidad de saber por qué debía tomar esto o aquello.

Nunca pedía su curación. Agradecía al Señor los padecimientos y los transformaba en oración del cuerpo: procuraba intensificar su vida de piedad, cuando no podía hacer otra cosa. Puedo, pues, afirmar rotundamente que aceptó y amó las enfermedades, y las empapó de alegría, convirtiéndolas en trabajo profesional con el que se santificaba y ayudaba a santificarse a los demás.

Cuando se reflejaban exteriormente el cansancio o la debilidad, procuraba seguir aprovechando el tiempo, y nos informaba, sin sentimentalismos o exageraciones: no os preocupéis, nos tranquilizaba, no me pasa nada; a veces, añadía: no he descansado esta noche, o me ha sentado mal un alimento que he tomado, pero no tiene importancia. Para que no nos buscásemos excusas de ningún género y nos preocupásemos constantemente de las almas, nos aseguraba en 1973: no tolero que en el Opus Dei haya viejos, comodones, con psicosis de enfermedad, porque nos molestan, ya que se quedan encerrados en el círculo de su egoísmo, de su propio yo, en lugar de ocuparse constantemente de las almas. Todos vivimos siempre con las mismas obligaciones, y todos -especialmente en el apostolado- tenemos la juventud y la fuerza de Dios.

Y todo hace suponer que, en esas ocasiones, no dejaba de refugiarse en sus hijos.

Estaba siempre pendiente de ellos. Una tarde de 1953, le vi completamente agotado por la fatiga y las graves molestias de la diabetes. Al día siguiente, me comentó: ayer, deshecho, no podía con mi cuerpo y fui a refugiarme en tus hermanos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Los vi con tantos ánimos en su lucha para acercarse a Dios, que volví al trabajo inmediatamente, sintiendo la responsabilidad de ayudarles con la entrega de mi cansancio. Debo precisar que, cuando "se refugiaba en sus hijos", se dedicaba a formarles con sus conversaciones y con sus respuestas, ocultando el cansancio que le agotaba.

En la noche del 1 al 2 de enero de 1975, tuvo un encharcamiento de los pulmones, pues la enfermedad renal le produjo una insuficiencia cardíaca. Llamó, para que se le atendiera espiritualmente; además, se le pudo ayudar médicamente a superar aquel gran bache. Nos quedamos velando dos personas, por si volvía a ocurrirle algo durante aquella noche. Estaba en duermevela, y más de una vez -además de repetir continuamente jaculatorias- sugirió que nos fuésemos a descansar, porque ya no le ocurría nada. Fue un ataque serio. De todas maneras, era tal su vigor espiritual que, a la mañana, se levantó y dio gracias a la Virgen de la Merced por haberle mantenido todavía en vida, aceptando lo que el Señor dispusiese. Al día siguiente iniciamos un viaje hacia España, para que le explorasen a fondo los médicos que conocían con más detalle su historia clínica. Nos confirmaron que la situación era verdaderamente grave, pero, al verle, no lo habían imaginado, porque su comportamiento era el de una persona con una vitalidad extraordinaria.

Con la autorización de los médicos, realizó después un tercer viaje a América. No le hacía ninguna ilusión humana, y pensaba que esa falta de estímulo era una señal clara de que debía emprenderlo, y de que daría más frutos espirituales. A los pocos días de comenzar esa nueva catequesis, se advirtieron síntomas de agotamiento. No se alteró para nada el plan apostólico, aunque hubo de guardar cama, entre una y otra reunión, aquejado por la fiebre, el cansancio, y cierta dificultad respiratoria y circulatoria. No obstante, lo soportó con alegría y ejemplaridad. En los tiempos en que debía estar acostado, iba recibiendo en su habitación a los más antiguos de la Obra en esas tierras, con el fin de transmitirles criterios para su vida interior, para su trabajo apostólico, para su entrega. Con sentido sobrenatural y naturalidad, nos comentaba: ¡Dios sabe si volveré a ver a estos hijos aquí en la tierra! Volvió a Europa con la salud más quebrantada.

Tan desprendido vivió de su yo que, en la mañana del 26 de junio de 1975, no dio ninguna importancia a los síntomas graves que presentaba, y emprendió el regreso desde Castelgandolfo sin admitir el más mínimo tiempo de reposo.

Igualmente, en aquellas horas, desde que se sintió mal hasta que expiró, difundió paz, alegría y tranquilidad a todos, sin preocuparse de su estado de salud, despidiéndose de las personas con la naturalidad de quien se encuentra perfectamente. Sólo cuando el Señor le llamó a su presencia, recapacité en lo mucho que debió padecer físicamente aquella mañana.