1. Una pobre fuente de miseria y de amor

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Recuerdo bien la escena. El polideportivo de la Escuela Brafa, convertido en salón de actos, lleno a rebosar el 22 de noviembre de 1972, y en el centro, Mons. Escrivá de Balaguer. Una pregunta propia de quienes se pasan el día quejándose de cómo van las cosas: "-Padre, ¿qué podemos hacer para ayudar a luchar contra esa crítica, esa lamentación y esa visión pesimista?" Y, en la respuesta, enseguida, el espíritu de comprensión, anclado en la convicción de la propia debilidad: Yo he tenido y sigo teniendo muchos defectos. ¿A ver quién no tiene defectos? ¡A ver, uno que no tenga defectos, que lo ponemos en un museo...! Yo tengo muchos defectos, y estoy luchando contra ellos desde chico; y mientras me dure la vida seguiré luchando.

Cuando observamos al Fundador del Opus Dei, esos defectos se esconden ante la magnitud de la lucha, propia de quien llegó a practicar en grado heroico todas las virtudes, como declaró el Santo Padre Juan Pablo II en 1990. Pero omisiones inadvertidas por los demás, o finuras que les parecen exageradas, provocan reacciones agudísimas en un corazón enamorado. No se acaba de explicar fuera del juego eterno del magnificat, que llevaba a Mons. Escrivá de Balaguer a sentirse un niño que balbucea, en la humilde plenitud de sus bodas de oro sacerdotales de 1975.

Los defectos se nos ocultaban a quienes veíamos de tarde en tarde al Fundador del Opus Dei, y quedábamos fuertemente removidos a secundar el querer de Dios. Así le pasó a don Javier Echevarría, según recuerda de 1950, durante una convivencia de formación en Castelgandolfo.

Era a finales de agosto, y me di cuenta de que, mientras nosotros estábamos pasando menos calor, Mons. Escrivá de Balaguer se quedaba en Roma. Solía acudir a diario, hacia las cinco de la tarde, en un "topolino" -acompañado por don Álvaro del Portillo y algún otro-, para ocuparse personalmente de la formación de los primeros miembros del Opus Dei italianos, y de los que habíamos venido de otras naciones.

Nos enseñaba el espíritu de la Obra, preguntándonos por nuestra vida y haciéndonos múltiples consideraciones para la lucha hacia la santidad. Desarrollaba esta tarea después de una jornada de trabajo en la que, además del gobierno del Opus Dei, estaba pendiente de la construcción de la sede central, que iba adelante a duras penas por la falta de medios.

No reparé entonces en el gran peso que cargaba sobre sus hombros, ni en el cansancio que le producía su gravísima diabetes. Su amor y su dedicación superaban esos obstáculos, al transmitirnos vibrantemente su alegría y su entrega, olvidándose de sí mismo.

Pienso que fue una constante: detrás de su sonrisa y de su permanente buen humor, no resultaba fácil advertir las molestias o pesares. Pero desahogaba abiertamente su alma con los Custodes, en conversaciones confidenciales casi permanentes. Don Javier Echevarría tendrá pronto ocasión de conocer muy de cerca el temple de las luchas interiores de Mons. Escrivá de Balaguer.

He sido Custos durante casi veinte años, y puedo decir que agradeció siempre las sugerencias o los comentarios que le hacíamos. No se cansó de luchar por acercarse más al Señor, peleando contra los más pequeños defectos y exigiéndose con el celo de una persona enamorada que desea corresponder con todo su amor a Quien ama: cotidianamente, en lo difícil y en lo fácil, en las tareas importantes y en las que parecen sin relieve.

Acostumbraba a no dejar nada para después, especialmente si debía corregir algo: en cuanto lo advertía, o se lo comentábamos, se esforzaba sin esperar al día siguiente. No se disculpaba ni por el cansancio, y se empeñaba en la mejora de su carácter y en su deseo de amar cada vez más a Dios. Por eso, salía de sus labios la recomendación, llena de viveza y de pedagogía divina: yo siempre suelo aconsejar lo siguiente: ¡las cosas buenas, cuanto antes!; y en esta entrega al Señor, no tenemos ninguna cadena que nos aherroje, tenemos la libertad de darnos siempre más. Procuraba que su respuesta estuviese siempre a la altura de lo que Dios le pedía. No por eso dejaba de pedir perdón constantemente al Señor, por lo que hubiera en su vida de omisiones, de no estar atento a las urgencias divinas.

Hasta su último día en la tierra, rogó a sus dos hijos Custodes que le ayudásemos a ser más piadoso, más alegre, más optimista, a cumplir con exactitud su deber, a soportar mejor la enfermedad, a trabajar sin descanso, a entregarse completamente. Pienso que puedo afirmar con objetividad que nunca dijo conscientemente que no al Señor, y que nunca respondió a medias a las peticiones divinas.

Aconsejaba a los demás lo que vivía personalmente: hay que estar siempre preparados, y pensar que cualquier momento de nuestra vida puede ser el instante de la última lucha. O, con otras palabras, lo importante es que el Señor nos encuentre siempre preparados en esa última lucha que puede llegar en cualquier momento.

No escatimó esfuerzos en esta pelea. Me parece que resume su finura de conciencia y su pisotear el propio yo para acomodarse a la Voluntad divina, lo que afirmaba en agosto de 1971: santidad es luchar contra los propios defectos constantemente. Santidad es cumplir el deber de cada instante, sin buscarse excusas. Santidad es servir a los demás, sin desear compensaciones de ningún género. Santidad es buscar la presencia de Dios -el trato constante con Él- con la oración y con el trabajo, que se funden en un diálogo perseverante con el Señor. Santidad es el celo por las almas, que lleva a olvidarse de uno mismo. Santidad es la respuesta positiva de cada momento en nuestro encuentro personal con Dios.

Puede ayudar a los lectores describir, aun brevemente, algunos aspectos de la lucha para perfeccionar el propio carácter.

Desde joven, tuvo grandes virtudes humanas. Como defectos, debió estar muy atento a la rapidez y espontaneidad de carácter, y la viva indignación que solía sentir cuando consideraba que las cosas se hacían mal o no tan bien como se debía.

De todas maneras, estos rasgos de carácter, que hubiesen podido llegar a ser defectos notables, sirvieron de punto de apoyo para enriquecer su personalidad, y se convirtieron en fundamentos de la firmeza que necesitó después para afrontar lo que el Señor le reservaba: la impaciencia se mudó en audacia santa, y el temperamento impulsivo, en exigencia consigo mismo, y en comprensión con los demás. Nos confiaba muchas veces lo que llevaba en el fondo del alma: os pido perdón, por las molestias que os haya podido causar a cada uno. Os aseguro, y ésta es mi intención constante, que a sabiendas no quiero mortificar a nadie con mi modo de ser. De todas formas, insisto, os pido perdón si a alguno le he molestado con mi modo de ser o de actuar.

Luchó para transformar sus tendencias naturales en cualidades positivas: la reciedumbre y la energía; la rapidez en la decisión; la agudeza de ingenio; la capacidad de darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor; o la habilidad dialéctica para responder a las dificultades. Pero no se dejaba llevar por el propio yo, dominaba los primo primi, y se esforzaba por hablar y actuar con rectitud de intención, al servicio del Señor y de las almas.

Observando toda su vida, me atrevo a asegurar que muestra la victoria de la voluntad y del entendimiento -puestos en Dios- sobre su carácter. Este triunfo procede de una continua vigilancia sobre sí mismo, aunque no dejaba de rogarnos que le ayudásemos; le he visto luchar contra esos hilos sutiles que, si no se rectifican, se convierten en ataduras que apartan de Dios. Supo conseguir una serena ecuanimidad, y la extraordinaria vitalidad de su temperamento estuvo siempre moderada por la prudencia y la fortaleza.

En cambio, no deja de ser sorprendente que Mons. Escrivá de Balaguer no tuviera nunca dudas de fe.

No dudó jamás ni de Dios ni de sus verdades. Y ahí encontró la fortaleza para seguir practicando la fe con un convencimiento siempre mayor, aunque el cuerpo estuviera cansado, o sintiese la fatiga del trabajo: Dios -repetía con frase muy gráfica- nunca puede fallar.

Me decía con frecuencia que creía profundamente en la Trinidad Beatísima y en todas las verdades reveladas por Dios. Era notorio su agradecimiento al Señor, y lo concretaba en la repetición de muchos actos de fe. En 1972 nos aseguraba: en la tierra no podemos tener jamás la tranquilidad de los comodones, que se dejan llevar pensando en un futuro asegurado. Nuestro porvenir, el de todos, es incierto, en el sentido de que podemos traicionar a Nuestro Señor, podemos fallar en la vocación o abandonar la fe. Por eso, debemos hacer cotidianamente el propósito de luchar siempre.

Tampoco dudó nunca de su llamada divina al sacerdocio y al Opus Dei.

Repetía que, por amor a Dios, la vocación nunca se manosea. Con palabras que llenaban su vida, como un retornelo de su alma y de su conducta, reiteraba: jamás he dudado del Amor.

Su vocación sacerdotal no estuvo determinada ni favorecida por ninguna dificultad, desilusión o fracaso; ni por sucesos de carácter social, o familiar. No experimentó sentimientos de miedo a la vida o deseos de aislarse, por el revés económico de su padre, por los cambios de residencia o por otras razones; ni sintió sensación de inseguridad ante el futuro. Tampoco tuvo, durante sus años de seminarista, crisis ni momentos de desánimo o de desesperanza.

Cuando faltaban unos cuatro meses para su ordenación de presbítero, don José Escrivá falleció repentinamente: era el 27 de noviembre de 1924. Le oí, muchos años después, refiriéndose a estos momentos particularmente difíciles, que si hubiera ocurrido meses antes el fallecimiento de mi padre, probablemente me hubiese planteado la necesidad de revisar mi camino. Pero, después del paso que había dado, el subdiaconado, no dudé ni un instante. Con estas afirmaciones, dejaba claro que no pasó por su mente ni la sombra de una duda.

Sin embargo, el corazón de Mons. Escrivá de Balaguer sufría ante los propios errores, y expresaba su sentimiento con palabras fuertes, como nada, o miseria, o flaqueza...

Cuando advertía sus errores, reaccionaba con dolor de amor y, a la vez, se apoyaba mucho más en la gracia. Solía afirmar: yo no soy nada, no tengo nada, no puedo nada, no valgo nada, ¡nada, nada!, pero con Él lo puedo todo, como nos ha recordado el Apóstol: omnia possum in eo qui me confortat [todo lo puedo en aquel que me conforta, Filipenses 4, 13]. Pienso que enseñó a muchas almas a superar los complejos, las tristezas, las angustias, las deserciones en la lucha espiritual, porque les demostraba que el Señor les había traído a la vida con esas debilidades y, al mismo tiempo, les llamaba a santificarse; por tanto, con Él, podían todo.

Con el deseo de ser siempre un instrumento dócil, nos señalaba en 1962: ¡Hemos de dejar obrar a Dios!, confiando en Él, y esto a pesar de nuestras debilidades y de nuestros defectos personales. Nada de este mundo importa, ni es necesario, ni siquiera la fama o la honra personal. Ya hace muchos años que me acerqué al Señor, para decirle: si Tú no quieres mi honra, ¿yo para qué la quiero? Y así puedo afirmar con toda seguridad que la Obra es de Él: yo no he hecho nada, no he hecho más que poner dificultades, y le pido al Señor perdón con todas las fuerzas de mi alma, con mucha paz, porque Él cuida de su Obra. Yo voy viendo cada día más la necesidad de hacerse nada delante de Dios, porque eso me siento: nada.

Éste era el concepto que tenía de sí mismo. Así, en marzo de 1970, corroboraba: nuestras fuerzas personales se llaman de una sola manera, tienen un solo nombre: flaqueza. Tengo mi experiencia de toda la vida. Seremos fuertes sólo cuando nos demos bien cuenta de que somos flojos. Pensando que somos fuertes, por nosotros mismos, iríamos de narices enseguida, al estercolero más hediondo.

Este sentimiento de su nada, de su poca valía como instrumento, no le llevaba a dispensarse del deber. Nunca admitió que se tomasen los defectos personales como barrera o excusa para bajar el tono o disminuir la intensidad de la oración. Por eso, el 6 de marzo de 1972, afirmaba con fuerza: non est opus valentibus medicus, sed male habentibus! [no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos: Mateo 9,12] Ésta ha sido mi oración constante durante todo el día: ¡Señor, aquí estoy yo, que soy un enfermo crónico y te necesito!

En definitiva, esa consideración de la propia debilidad urgía a una lucha constante, incompatible con rutinas o acostumbramientos.

Muy grabada se me quedó una petición que me hizo en 1950, cuando yo apenas tenía veinte años. Con su espontaneidad de enamorado, me confió: hoy me duele mi falta de piedad: ¡ayúdame a reparar! Esas urgencias me calaban muy hondo, pues conocía su esfuerzo por ser muy piadoso. En 1953 nos animaba: No nos debe importar, siempre que sea necesario, hacer de hijo pródigo: empezar, pedir perdón con dolor sincero, y volver; esto agrada a Nuestro Padre Dios, porque bien conoce la pasta de que estamos hechos: por tanto, volved siempre, y volved con amor, que Dios nos espera.

Esta necesidad de amar más y más al Señor, se traducía en una exigencia constante. En 1966, como en otras muchas ocasiones, nos persuadía: vamos a examinar el sentido sobrenatural de nuestra vida personal: si nos buscamos a nosotros mismos; si nos hemos ido acostumbrando y no damos importancia a ese encuentro con el Amor, porque, si nos vamos acostumbrando, es que empieza la decadencia del amor, de ese amor que da contenido a nuestra vida y nos hace verdaderamente eficaces. Y, en la mañana del 14 de febrero de 1970, me aseguró: he comenzado el día con la decisión de portarme bien; de meterme más en Dios; de procurar no quitar gloria a Dios. Y todo esto, dentro del marco de mis miserias, ¡que son tantas! Estaba decidido a buscar ininterrumpidamente a Dios.

Introduciría aquí otro aspecto, implícito en lo precedente: el problema del cansancio en la lucha. Sólo una vez vi a Mons. Escrivá de Balaguer destrozado, sin apenas fuerzas para articular las palabras. Fue en el Colegio Mayor Montalbán de Madrid, al regreso de su viaje a América en 1975. Esa escena resultaba, por paradoja, muy estimulante. Me ayudó a entrever lo que comentaba más arriba sobre esa sonrisa permanente del Fundador del Opus Dei que ocultaba a los ojos de los demás tantas penas y dificultades.

Consideraba muchas veces que una madre, un padre, viven pendientes de sus hijos, también cuando llegan agotados al final del día. Aplicaba ese ejemplo a su vida, para superar la fatiga, sin dejar resquicio a la comodidad. El 5 de marzo de 1972 nos exhortaba: querría que estuvieseis en carne viva, para que aquella expiación de Amor que Cristo asumió por nosotros, la sintieseis en vuestras vidas: así hemos de buscar la entrega y el afán de almas, sin cansarnos de luchar, aunque tengamos motivos para el cansancio.

Movido por su confianza en el Señor, evocaba en 1968: en estos cuarenta años siempre que me he visto acogotado, cansado, he rezado lleno de confianza: Jesús, Señor, ¡descanso en Ti!, ¡Madre, Santa María, descanso en Ti! Su talante, ante circunstancias muy difíciles, humanamente insuperables, era de paz y sosiego: seguía trabajando como si nada ocurriera, al tiempo que transmitía seguridad a su alrededor.

En ningún momento le he visto desanimado, dubitativo, intranquilo. A su lado, se palpaba lo que tantas veces nos repitió, con palabras de Santa Teresa de Jesús: "quien a Dios tiene, nada le falta". Resumía claramente sus disposiciones en 1966: la angustia y la tristeza se oponen completamente a la misma esencia de Dios, que es la felicidad en grado sumo. Si estáis cansados, decídselo al Señor; si encontráis dificultades de categoría, dejadlas en las manos del Señor. Pero, insisto, evitad que alguno pueda concluir, por vuestra actitud personal, que el yugo del Maestro no es suave, no es de amor.

Nos alentaba a pensar en el premio eterno que Dios nos tiene preparado. Y, cuando algo nos resultase difícil, o hubiera excusas para escurrir el hombro, nos animaba a reaccionar con generosidad: Señor, ¡qué me irás a dar, cuando me pides tanto! Con esa misma seguridad, nos prevenía en 1964: ¡cuidado con la tristeza!: es una enfermedad del cuerpo y del alma. No se explica un hombre del Opus Dei triste, ¡no se explica! Querría deciros cuántas veces me he encontrado solo entre el Cielo y la tierra, y me tenía que agarrar a la oración. Vosotros -porque lo ha querido Dios- tenéis eso, la oración y, además, la posibilidad de abrir el corazón en la dirección espiritual. Hijos míos: ¡quitad la tristeza de vuestras vidas!, y si no sale así, tiradla por la ventana.

Con el mismo sentido exteriorizaba un estribillo de su alma: acordaos, hijos míos, de que todos los Salmos acaban en gloria. Y añadía: he pasado muchos años agarrado a Dios, solo, sufriendo, pero lleno de esperanza. He pasado muchos años así: et tuus calix uberrimus, quam praeclarus est! No había que rechazar ese cáliz, que me regalaba Nuestro Padre Dios.

El cansancio y el trabajo, el sufrimiento y la alegría, las oscuridades y deslumbramientos se integran, al cabo, en profunda unidad de vida, de la que tendremos ocasión de hablar, pues es un rasgo nuclear del espíritu del Opus Dei.

No me cabe la menor duda de que, por su recurso a la oración, Mons. Escrivá de Balaguer reaccionaba con paz y serenidad sobrenaturales y humanas. En 1966, se explayaba: a mí, me entristece mucho el pensamiento de que algunos abandonan el frente con la excusa del cansancio. Comprendo que la fatiga puede llegar -llevo trabajando desde hace muchos años a contrapelo-, pero entonces se habla, sin quitar el hombro anticipadamente. La insistencia en la oración y en el trabajo, aunque cuesten, es un ofrecimiento que Dios espera de nuestra parte. Como también espera que no nos entristezcamos, ni nos retiremos alicaídos, cuando fracasamos -cuando fracasamos humanamente, quiero decir-, porque ante el Señor no fracasamos jamás, si hemos buscado su gloria. Es el momento de pensar que, en ocasiones, los planes divinos no coinciden con los nuestros. Nosotros no podemos entristecernos nunca. Ante el resultado adverso, ha de crecer nuestra generosidad, por la sencilla razón de que nuestra vida es de amor.

Es difícil describir su empeño por convertir en oración cualquier actividad, aun las obligaciones más corrientes: las comidas o dar un paseo. Como fruto de su lucha, corroboraba: rezad, rezad siempre, para tener ese diálogo de almas contemplativas que viven persuadidas de que Dios nos mira, nos escucha, nos quiere. ¡Contemplativos en medio de la calle! A mí, hasta humanamente, me llena de alegría ese conocimiento de que nunca estoy solo; por eso, suelo repetir que no me he aburrido jamás en mi vida. Siempre encontraba motivos abundantes para rezar: la Iglesia, el Papa, la Obra, las almas, los apostolados, las familias. Y acudía a la oración seguro de que Dios Nuestro Señor transformaría la posible aridez en ayuda eficaz para la tarea apostólica de la Iglesia: Él no espera frases bonitas, oraciones rimbombantes; Él quiere que le acompañemos siempre, cuando hace frío y cuando hace calor, cuando estamos sanos y cuando estamos enfermos, cuando tenemos ganas y cuando nos faltan; nunca se cansa de nosotros, ni de escucharnos, ni nunca deja de recibirnos.

Nos dio siempre ejemplo, aun en momentos de mucho trabajo o fuertes padecimientos. Un día de 1969, nos confiaba a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: ayer por la tarde, que me encontraba muy cansado, fui a hacer la oración. Me estuve en el oratorio, y le dije al Señor: aquí estoy, como el perro fiel a los pies de su amo; no tengo fuerzas ni siquiera para decirte que te quiero, ¡Tú ya lo ves! Otras veces le digo: aquí estoy como el centinela en la garita, vigilante, para darte todo lo que tengo, aunque sea muy poco.

Hacia el año 1954 ó 1955, llegó a sus manos una estatua de mármol, descompuesta en fragmentos. La mandó recomponer, sin disimular las fisuras de la piedra y dejándola también sin cabeza, como había llegado. Se colocó en una terraza de la Sede Central del Opus Dei, para sugerir a quienes la vieran que, aunque sean muy patentes nuestras miserias y debilidades, hemos de recomponernos para servir a Dios. Quería poner debajo de esa estatua una leyenda. En una noche de insomnio, parafraseando unas palabras de San Bernardo, compuso el siguiente texto: Non est vir fortis / pro Deo laborans / cui / non crescit animus / in ipsa rerum difficultate / etiam si aliquando / corpus dilanietur ["No hay varón fuerte que trabaje por Dios, que no se crezca de ánimo ante las dificultades, aunque alguna vez el cuerpo quede destrozado"].

Hoy es universal la fórmula de la comunión espiritual que Josemaría Escrivá de Balaguer aprendió en Barbastro de un anciano Escolapio. Decía que llenaba el alma de paz y de sosiego, aun en los momentos de sequedad o de escrúpulo. Me gustaría conocer algún detalle de cómo afrontaba el Fundador del Opus Dei esos estados del alma.

Animaba a seguir con la oración mental y la oración vocal, también cuando arreciaba la fatiga. El 26 de noviembre de 1970 me decía: ayer no pude rezar con atención dos Avemarías seguidas, ¡si vieras cómo sufrí!; pero, como siempre, aunque me costaba y no sabía hacerlo, seguí rezando: ¡Señor, ayúdame!, le decía, tienes que ser Tú el que saques adelante las cosas grandes que me has confiado, porque ya te das cuenta de que yo no soy capaz de realizar ni siquiera las cosas más pequeñas: me pongo como siempre en tus manos.

Y no se recataba de hacer estas manifestaciones ante sus hijos, sin buscar compadecimientos ni justificaciones, sino para alentarnos a perseverar si atravesábamos esa sequedad. También en noviembre de 1970, se confiaba a los miembros del Consejo General del Opus Dei: ¡seco, hijos míos!: ésta es mi situación actual. A mí, me sostiene el Señor, porque yo soy un saco de inmundicia. Busco continuamente la unión con Dios, y el Señor me da una gran paz y una gran serenidad: pero me siento seco en la oración, también en la vocal. Hay días, en los que no logro ni siquiera meter la cabeza en un Avemaría: me distraigo enseguida. Pero sigo y continúo luchando siempre: nunca dejo de rezar lo que tengo que rezar. Rezo, rezo siempre: procuro cumplir con todo mi amor, aprovechando las circunstancias en que me encuentro. Ahora mismo hago el propósito de rezar bien esta tarde el Rosario. ¿Por qué os cuento esto? Porque tengo necesidad de manifestároslo. Nunca os hablo de nada que pueda haceros daño. Sé que esto que acabo de confesaros de la situación mía, os ayudará; porque también vosotros, o algunos de vosotros, quizá lleguéis a sentir un día esta misma sequedad, que yo paso ahora. Y es el momento de seguir rezando y acudiendo a la oración mental y a la oración vocal, como en los momentos en los que se encuentra más facilidad.

Tenía mucho interés en advertir a todos que, en las circunstancias más normales, pueden surgir dificultades para el amor a Dios, que se nos antojen insuperables por nuestra pobre naturaleza. En agosto de 1972, estando en el norte de Italia, nos abría el corazón a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: ¿en la vida trabajaremos siempre con gusto? ¡No! Yo os digo muchas veces que llevo cuarenta y pico años trabajando a contrapelo. Y añadía: No podemos olvidar que, mientras estemos en la tierra, nos acompañará la soberbia, la vanidad, la sensualidad. Por eso, si alguno se extraña y argumenta: yo, me veo con este defecto, o con ese otro..., respondedle: pues, lucha y da gracias a Dios porque estás vivo, y le puedes ofrecer tu alma y tu cuerpo. Es el consuelo del cristiano: Dios no nos abandona, porque nosotros no abandonaríamos a uno que quisiera servirnos generosa y sinceramente.

También por este motivo utilizaba muchas veces como jaculatoria las palabras de la liturgia: lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce! ["¡claridad en la Cruz, descanso en la Cruz, alegría en la Cruz!"] Y no dejaba de considerar que la Cruz es el testimonio más claro del amor de Dios, que nos trata como trató a su Hijo.

En multitud de ocasiones, nos prevenía: no penséis que llegará un momento en que todo será fácil: pasarán los años -os lo digo por propia experiencia- y necesitaréis continuar luchando, incluso con más fuerza, porque el diablo se presenta de los modos más engañosos.

Le veía acercarse semanalmente al sacramento de la Penitencia, con dolor y piedad. Se arrodillaba ante su confesor, don Álvaro del Portillo, lleno de compunción. A veces, me avisaba: no hace falta que te vayas. Siempre me ausenté, por delicadeza; pero al mismo tiempo entendí su transparente sinceridad, la confirmación de que abría en confidencia su alma a quienes le atendíamos. Su vida era integérrima y, sin embargo, notaba la necesidad de amar más, de pedir perdón al Señor. El 7 de octubre de 1973, nos comentó que había terminado la acción de gracias de la Misa, contrito ante la Bondad divina, con esta persuasión: soy una pobre fuente de miseria y de amor.