APUNTES PARA UN ANÁLISIS DE LA ACTITUD ANTE EL TRABAJO EN LA HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD

“La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad”. Libro escrito por el teólogo José Luis Illanes. Décima Edición revisada y actualizada.

Las perspectivas dogmáticas a las que se acaba de hacer referencia son hondamente evangélicas y, desde un punto de vista especulativo, han sido ampliamente comentadas y glosadas por la teología cristiana, ya desde la época de los Padres de la Iglesia, también poniendo de relieve sus implicaciones existenciales. No podía ser de otra manera, ya que a esas implicaciones -o, al menos, a algunas de ellas- se refiere explícitamente San Pablo, cuando declara que todo intento de distinción radical entre seres humanos resulta trascendido por el don supremo de la gracia -“ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús“ (38)-, de modo que en todo estado y situación pueden el hombre y la mujer acceder a Dios y llegar a la plena comunión con Él. (39.)

Estamos ante un dato primario, de cuya recepción dan fe tanto la praxis de las primeras comunidades cristianas, integradas por personas de las más diversas condiciones y oficios, como la teología de los primeros siglos que, enfrentándose con el gnosticismo, cortó decididamente con toda tendencia a distinguir entre categorías de cristianos según sus cualidades psíquicas o intelectuales. Se da el hecho, sin embargo, de que ese conjunto de afirmaciones dogmáticas y de actitudes existenciales se vivió y transmitió sin provocar una consideración temática y detenida respecto al trabajo y, por tanto, sin dar vida a una reflexión teológico-espiritual que evidenciara el valor santificable y santificador de esa realidad humana.

Ese hecho suscita la pregunta que ya formulábamos en páginas anteriores: ¿qué condicionamientos históricos, qué factores explican la ausencia de esa consideración? Como antes señalamos, una respuesta acabada a ese interrogante no es fácilmente alcanzable, no solo por la complejidad del tema, sino también por la limitación de la bibliografía al respecto. La realidad es, en efecto, que si bien el trabajo ha dado origen a numerosos estudios históricos, sociológicos, filosóficos y teológicos, algunos de los cuales prestan atención también a las perspectivas espirituales, faltan, no obstante, obras que intenten dar una visión de conjurito acerca de cómo, a lo largo de la historia, se han entendido y vivido las relaciones entre espiritualidad y trabajo.

Con todos los límites con que puede formularse un juicio de este tipo, nos parece que, sin olvidar otros factores -no en último lugar la configuración de la sociedad antigua y el papel que en ella se adjudicaba al trabajo-, cabe atribuir una importancia decisiva a la orientación que tomó la teología espiritual a partir del monaquismo. Y ello por diversas razones. De una parte, porque desde esa fecha la atención teológico-espiritual se centró en cuestiones ascético-místicas de otro tipo. De otra, porque al privilegiar la consideración del trabajo ante todo como medio ascético, como ejercicio manual que mantiene despierto el ánimo, la reflexión, en la medida en que la hubo, quedó encerrada dentro de unos límites muy estrechos que impedían alcanzar resultados satisfactorios. Una consideración teológica integral del trabajo reclama, en efecto, partir de una visión completa del mismo y, por tanto, referirse no solo al trabajo manual, sino a la división de funciones que implica la estructuración social, a la razón de ser y al valor de las diversas profesiones, a la pregunta acerca del sentido del acontecer social y, en último término, de la historia, etc.

La cuestión a la que aludimos, y los procesos históricos a través de los que se despliega, están dotados, sin duda alguna, de múltiples matices. No se puede olvidar, de una parte, que, a partir del monaquismo primitivo, el estado religioso que de él deriva ha experimentado una amplia evolución, enriqueciéndose con nuevas y sucesivas aportaciones, distintas en muchos aspectos del monaquismo original. Ni, de otra, que a lo largo de los siglos ha habido momentos en los cuales el tema del trabajo ha aflorado a nivel especulativo y desde diversas perspectivas, pero de modos y por caminos que no llegaron nunca a desembocar en una valoración propiamente espiritual del acto de trabajar y de cuánto implica. La realidad es que la percepción del valor cristiano, santificable y santificador del trabajo, está relacionada con la advertencia de la especificidad de la vocación laical y, en términos más amplios, con la superación del marco conceptual que tendía a vincular perfección cristiana con estado de perfección (40).

El proceso al que acabamos de referirnos es interesante y plagado de avatares, por lo que merece la pena observarlo con cierto detalle. Considerémoslo, pues, aunque sea brevemente y con la limitación que implica el hecho, ya aludido, de encontrarnos ante una temática todavía necesitada de estudio.

De acuerdo con la clave o hipótesis hermenéutica arriba apuntada, iniciemos el análisis partiendo del ideal monástico, y recordando que ese ideal tiene su punto central de referencia en la búsqueda personal de la perfeccion evangélica: la perspectiva de un apostolado directo, de una cura de almas, no fue considerada expresamente, al menos en los textos más primitivos. Se ha podido así comentar, por ejemplo, que en la Regla de San Benito no hay ninguna alusión a actividades apostólicas del monje fuera del monasterio, y señalar que, después de exponer en el capítulo IV las normas de vida que inspiran el ideal monastico, San Benito concluye tajantemente: „la oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas es el recinto del monasterio“(41).

Sería no entender lo que el monaquismo es en su origen y lo que ha supuesto en la historia de la Iglesia, pretender deducir de ahí que la dimensión apostólica y misionera está ausente de la espiritualidad monástica primitiva: está de hecho presente no solo desde un punto de vista teológico -la virtud de la caridad aúna el amor de Dios y el amor a los hombres-, sino desde un punto de vista sociológico. Solo que, en un principio, no son tanto el monje como persona individual, sino la condición monástica en cuanto tal y el monasterio quienes hacen apostolado. Las narraciones de la vida heroica de los monjes, la misma imagen de los monasterios, construidos tantas veces en las cumbres de colinas y montañas o en las cercanías de ciudades y villas, fueron, siempre, focos de irradiación espiritual que influyeron en todo el contorno y animaron a los hombres a ser más sinceros en su cristianismo.

La situación a la que acabamos de aludir varió, sin embargo, con la historia, ya que monaquismo y cura de almas empezaron a estar más íntimamente relacionados. Ya desde un inicio, tanto en Oriente como en Occidente, fue común el caso de monjes elevados a la dignidad episcopal, y la acción apostólica de monjes como Agustín de Canterbury, Bonifacio, Cirilo y Metodio, etc., contribuyó poderosamente a atraer nuevos pueblos hacia la fe. En esa línea, la fecha del 2 de julio de 1096 representa un hito legislativo importante: el Concilio de Nimes, reunido por Urbano II, que deseaba encontrar en los monjes un apoyo en su tarea reformadora, proclamó de forma expresa y solemne que los monjes podían dedicarse al ministerio pastoral, puesto que están plenamente capacitados para ello (42).

Una centuria más tarde, las órdenes mendicantes -franciscanos y dominicos-, continuando y ampliando la experiencia de los canónigos regulares, dieron lugar a planteamientos más radicalmente innovadores. Una concepción de la vida religiosa en la que la estabilidad local pasaba a segundo término, junto con la constitución de una jerarquía unitaria, hizo posible una figura nueva: la del fraile, cuya actividad principal -y no ya la excepción, como en los monjes- es la predicación, yendo de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo.

En el siglo XVI se produjeron dos hechos que tuvieron una gran repercusión en la vida cristiana: la ruptura de la unidad religiosa con la escisión luterana, y la clara percepción, a la luz de los descubrimientos geográficos, de la existencia de pueblos a los que aún no había llegado la palabra de Cristo. Todo esto influyó en la aparición de los clérigos regulares: teatinos, somascos, barnabitas, jesuitas. Las nuevas religiones supusieron un ulterior paso en la proclamación de una vida o estado de perfección que implicaba el sacerdocio, y una organización más ágil y flexible del apostolado: régimen centralizado, abandono del hábito monacal y del coro, etc. Se aspiraba, en resumen, a impulsar la predicación estando más cerca, más en medio, de ese pueblo cristiano al que se deseaba servir, o de esos pueblos de infieles a los que se quería atraer hacia la fe. En siglos posteriores -especialmente a partir de la segunda mitad del XVIII- tuvo lugar un multiplicarse de congregaciones religiosas, tanto de hombres como de mujeres, nacidas todas del deseo de permitir un apostolado cada vez más amplio y más adaptado a las necesidades del momento. Son, al mismo tiempo, cada vez más las religiones que tienen por fin no la predicación, sino obras de caridad, beneficencia o enseñanza, en cualquiera de sus variadas manifestaciones.

Una realidad única está en el fondo de todo este desarrollo: la afirmación cada vez más neta de la existencia de un nexo entre la vida de perfección y las tareas apostólicas, en cualquiera de sus formas. Todo ello es muy importante, y enormemente significativo desde muchos puntos de vista, pero -y esto es lo que, desde la óptica que ahora nos ocupa, conviene resaltar- no representó de por sí un acercamiento a la afirmación del valor del trabajo profesional ni a la proclamación de la substantividad propia de la vocación laical o secular; más aún, cabe señalar que, en algún punto, supuso incluso un mayor distanciamiento con respecto a esas perspectivas. La misma estructura social de estos siglos -feudal primero y estamental después-, en la que los individuos son considerados con frecuencia no en cuanto tales, sino como miembros o componentes de uno de los estamentos de la estructura social, dificultaba una percepción del valor santificador del trabajo que cada persona concreta lleva a cabo (43). Pero, a nuestro parecer, lo dificultó sobre todo una implicación, inconsciente pero real, del desarrollo que acabamos de resumir.

A nuestro juicio, el tránsito histórico que se produjo fue el siguiente. La espiritualidad monástica hablaba del trabajo manual realizado en el claustro, una tarea, pues, que, aunque estuviera vivida con un espíritu diverso, tenía semejanza material con la que se realiza en el mundo: quedaba así abierta la posibilidad de que se planteara el problema de la santificación de ese trabajo en el mundo (44).

Con la evolución posterior, el mismo trabajo manual dejó de ser objeto de atención y las tareas eclesiásticas pasaron a ser consideradas como las únicas realmente santificadoras. De esa forma, el camino hacia un reconocimiento del valor santificador del trabajo profesional quedaba ulteriormente dificultado; y de hecho permaneció cerrado largo tiempo.

El siglo XIII y más concretamente la polémica de los miembros de las órdenes mendicantes, recién nacidas, con los sacerdotes seculares y con representantes de algunas instituciones monásticas, fue a ese respecto un momento de importancia crucial. Ante las críticas que se les dirigían, acusándoles de no ejercitarse en tareas manuales, como era usual en la tradición monástica, los mendicantes se ocuparon en demostrar que es posible la búsqueda de la perfección evangélica sin trabajar manualmente -es decir, sin ganarse la vida con el trabajo de sus manos-, sino viviendo de la limosna. La polémica hubiera podido llevar a romper la rígida vinculación entre trabajo y ocupación manual a la que tendían las exposiciones precedentes, hasta elaborar una comprensión más completa del trabajo como elemento integrante de la vida del hombre. Pero de hecho no ocurrio asi, ya que los teólogos mendicantes, al resolver las objeciones que a su vocación se hacían, se limitaron a afirmar la no obligatoriedad del trabajo manual; de ahí que no solo no esbozaron una reflexión filosófico-teológica sobre el trabajo considerado en toda su amplitud, sino que desembocan en una presentación más bien negativa del tema del trabajo.

Así ocurre incluso en Santo Tomás de Aquino, de quien, teniendo presente la amplia recepción del pensamiento aristotélico que manifiesta, en sus obras sistemáticas, la hondura con la que analiza el arte como virtud intelectual ordenada a la perfección de la obra que se aspira a realizar y el relieve que otorga a las virtudes de la magnanimidad y la magnificencia (45), hubiera cabido esperar un planteamiento más radical. Una lectura de los capítulos que dedica al tema en su Contra impugnantes Dei cultum et religionem , es decir, en la obra redactada para responder a quienes criticaban a los mendicantes por abandonar el trabajo manual, pone de manifiesto que, en conjunto, y aunque no falten destellos en otro sentido, su reflexión no va más allá del enfoque negativo al que acabamos de aludir (46).

No deja de ser digno de nota que, al comentar en la Summa Theologiae la vida de Cristo, no hable de los años de trabajo en Nazaret, sino que salte de la presentación del templo al bautismo por mano de Juan, considerando toda esa etapa bajo el título „de la entrada de Cristo en el mundo“ (47). Solo a partir de entonces, es decir, con relación a los años de vida pública, se detiene a considerar el estilo de la vida que llevó Cristo (48) como si el tiempo anterior no tuviera en sí valor alguno. Conclusión que se refuerza si tenemos en cuenta que, al preguntarse por qué Cristo retrasó su bautismo hasta la edad de treinta años, responde explicándolo solo a la luz de la necesidad de alcanzar la edad madura y perfecta (49).

Una postura muy parecida encontramos en San Buenaventura (50) y en los autores de inspiración buenaventuriana. Ejemplo significativo de ese ambiente lo constituye la descripción que las Meditationes vitae Christi hacen de los años transcurridos por Jesús en Nazaret: „Se apartaba el Señor Jesús de la compania y de la conversación con la gente, e iba a la sinagoga, es decir, a la iglesia, y allí estaba tiempo en oracion, y se ponia en el lugar más vil. Al volver a casa estaba con su Madre, y alguna vez los ayudaba a Ella y a José, y pasaba por entre la gente, yendo y viniendo como si no viera a nadie. Maravillábase la gente de ver un joven tan gallardo que no hacía nada de provecho, en apariencia (...). Maravillábanse mucho y hacían befa de él, y decían: Este es un caso perdido, es un idiota, no sirve para nada, es tonto, está loco, no aprenderá ni el abc”. „Considera, pues -prosiguen las Meditationes -, esta familia bendita más que ninguna (...). José, viejo, ganaba lo que podía con su oficio, y la madre ganaba cosiendo e hilando, y hacía las demás labores de la casa, que eran muchas. Y preparaba la comida para su hijo y para José y realizaba otras cosas semejantes que resultaba necesario hacer, puesto que no tenía servidores. Tenle, pues, compasión viendo cómo está obligada a trabajar fatigosamente con sus manos. Ten también compasión del Señor Jesús que la ayudaba fielmente y se esforzaba en lo que podía. Y de aquí aquello que dice el Evangelio: Vine para servir, no para ser servido. La (gente) le envilecía (a Jesús) y le escarnecía y decía: ¿quién es este?, ¿no es el hijo de un artesano? Y decían de Él otras cosas de este tenor y viles“ (51).

Hay, ciertamente, en los escritos de los grandes medievales ideas y enfoques que resultan fecundos y positivos, también por lo que se refiere a nuestro tema, pero el conjunto de las reflexiones orienta el interés y la preocupacion espiritual por otros derroteros. De hecho, en los siglos posteriores, los autores espirituales, salvo excepciones a las que luego aludiremos, prestan escasa atención al tema del trabajo, al que se refieren con acentos más bien negativos. Así ocurre, por ejemplo, con una de las obras más representativas de fines del Medioevo y más leídas a lo largo de la historia: la Imitación de Cristo . El autor de la Imitación alude positivamente al trabajo en uno de los capítulos iniciales, en el que se refiere a la vida de los primeros monjes y ermitaños para decir que „de día trabajaban y por la noche se ocupaban en larga oración y, aunque trabajando, no cesaban en la oración mental“ (52); pero, en realidad, su juicio sobre el trabajo es mucho más negativo que el de los Padres del desierto. No es este el lugar para comentar con extensión esa realidad; baste citar las siguientes palabras: „comer, beber, velar, dormir, reposar, trabajar y estar sujeto a las demás necesidades naturales, en verdad es grande miseria y pesadumbre al hombre devoto, el cual desea ser desatado de este cuerpo y libre de toda culpa“ (53). Con ese juicio negativo sobre el trabajo puede estar relacionada una evolución a la vez teorica y semantica que se advierte en la Imitación : la contraposición entre ociosidad y trabajo, de que hablan la Escritura y las enseñanzas de los primeros monjes, tiende a convertirse en la contraposición entre ociosidad y lucha ascética; es decir, por ociosidad se entiende la falta de dedicación a la lucha interior y por trabajo, el esfuerzo que esa lucha supone (54).

Observaciones parecidas pueden hacerse con relación a otros escritos representantivos de la devotio moderna y de otros movimientos espirituales de la época, sea en Flandes sea en otras áreas. Limitémonos a citar una obra en lengua castellana, el Ejercitatorio de la vida espiritual del abad García Jiménez de Cisneros, en el que, en el contexto de un elogio de las excelencias de la vida contemplativa sobre la activa, se encuentra una frase no precisamente laudatoria respecto al trabajo. Los contemplativos, dice, se dedican a lo que pertenece a la parte racional del hombre; en cambio, los activos „comen y beben, y se alegran y gozan, ríense y están en liviandades y emplean sus cuerpos, y de esta manera hacen como las bestias. ¿Por ventura estos tales dirán que ayudan a otros con sus trabajos? Eso mismo hacen los caballos y los asnos, y a las veces más“ (55).

La descripción de la Edad Media y de los inicios de la Moderna quedaría incompleta, más aún, falseada, si nos limitáramos a lo dicho. Ese período presenció, en efecto, el surgir de una serie de movimientos en los que resuenan acentos muy distintos de los recién evocados, puesto que implicaron, por diversas vías, un descubrimiento o una reafirmación del valor de lo laical y de lo secular y una referencia, más o menos expresa según los casos, a la santificación en el mundo, pero el hecho es que, de ordinario no provocaron una verdadera y acabada reflexión teológica. Cabe evocar, a ese respecto, diversos sectores de la religiosidad popular de la época, así como, especialmente, al menos en algunos aspectos, las órdenes militares -aunque en ellas, como es lógico, el tema del trabajo no ocupa un lugar destacado-, y, sobre todo, las cofradías que tan unidas estuvieron a los gremios profesionales, pieza clave en la configuración de los municipios y ciudades medievales. Dejando aparte los aspectos sociales y asistenciales de la labor de las cofradías, es un hecho que connotaban una valoración cristianamente positiva del trabajo -de los oficios y de las profesiones-, manifestada, entre otras cosas, en la figura del santo escogido como patrono precisamente porque algún rasgo de su personalidad o algún episodio de su vida decía relación al menester u oficio de quienes a él se encomendaban. Fundamentalmente devocionales -su actividad, aparte de las tareas asistenciales ya mencionadas, se limitaba de ordinario al culto público-, carecieron de un trasfondo espiritual acabado, sin llegar a facilitar a los cofrades, al menos directamente, una preparación ascética y doctrinal que les llevara a santificar el trabajo en cuanto tal. Por eso, como hace un momento apuntábamos, a pesar de su importancia histórica, también en orden a una valoración cristiana del trabajo, no llegaron, salvo excepciones -como, por ejemplo, la constituida por algunos sermones de Johannes Tauler-, a incidir en la teología (56).

En los años del Humanismo y del Renacimiento asistimos a un renovado interés por el tema del trabajo humano. De una parte, porque la progresiva difusión de la cultura impulsaba en esa dirección y diversos humanistas -Pico della Mirandola, Erasmo y Tomás Moro, entre otros- manifestaron una acendrada preocupación por evitar que el pensar cristiano quedase confinado en los claustros, y aspiraron a promover su presencia y su influjo en los ambientes seculares entonces en plena ebullición. De otra, porque el espíritu de investigación y aventura propio de la época da lugar a una valoración de la actividad humana en cuanto encaminada al dominio del mundo, que, si bien en algunas ocasiones amenazaba con degenerar en un neopaganismo, en otras se insertaba en una auténtica profundización en las perspectivas abiertas por la fe cristiana. La crisis provocada por el protestantismo agostó, al menos en parte, esos desarrollos impidiendo su evolución serena y fructífera: podemos encontrar en los autores posteriores múltiples consideraciones acertadas, en uno u otro sentido, pero falta una visión de conjunto.

Tanto Lutero como Calvino hablaron del sentido cristiano de las profesiones y del trabajo (al que Lutero llegó a calificar de „servicio divino“) y, recogiendo enseñanzas de los grandes maestros medievales, relacionaron el trabajo con la obra de la creación: „el Dios operante continúa su obra en el hombre operante“. Pero ni uno ni otro alcanzaron a descubrir el valor santificador del trabajo, más aún contribuyeron a hacer difícil ese descubrimiento: la concepción del pecado original como corrupción de la naturaleza humana y el empeño en negar el carácter meritorio ante Dios de toda obra humana, incluso realizada en gracia, cerraban, en efecto, las puertas a todo progreso en ese sentido. Las ideas de Lutero sobre el trabajo como servicio y sobre la actividad profesional como vocacion, y las afirmaciones de Calvino sobre la eficacia en el trabajo como signo de predestinación tuvieron un notable influjo en vastos sectores de la sociedad de su época, pero el dualismo que ambos establecieron -por un lado, la sola fides y la predestinación, y, por otro, el trabajo considerado como servicio, pero carente de valor intrínsecamente santificador- daba pie, en la evolución posterior, a una escisión entre un pietismo individualista y un humanismo sin raíces teologales, cuyos ecos han llegado hasta nuestros días (57).

La teología católica del Renacimiento y del Barroco, que se enfrentó con esos planteamientos, alcanzó, en el campo de la filosofía jurídica y en el del análisis de los problemas económicos, resultados de gran relieve, susceptibles de haber desembocado en una reflexión profunda sobre el vivir social y sobre el trabajo. Pero, al dejarse contagiar en algunos puntos por un ideal aristocrático que despreciaba la técnica y el comercio, y, en otros momentos, por un moralismo, se incapacitó para una comprensión del valor del trabajo humano. La preocupación -estamos en la época de la teología de controversias- por criticar los errores de Lutero y de Calvino y, posteriormente, por corregir los excesos de iluminados y quietistas, dio origen, por otra parte, a una actitud de recelo frente a todo brote de misticismo. No es, pues, de extrañar que se produjeran posturas como la de Melchor Cano, quien no vaciló en afirmar expresamente que los laicos no pueden alcanzar la cima de la perfección cristiana y en oponerse decididamente a que se editaran en lengua vulgar libros destinados a orientar a los seglares por caminos de oración (58).

Todo ello, incidiendo sobre factores antes señalados, desembocó en esa preterición de la reflexión sobre el valor del trabajo que venimos comentando. Los autores del siglo XVI y siguientes otorgaron gran importancia al tema de la elección de estado y a los deberes que esa elección lleva anejos, pero eso no les condujo a un estudio y valoración de la actividad que en cada estado se realiza. De hecho operaron con gran frecuencia en el interior de una teoría de los estados, inspirada en la doctrina del status propia del derecho romano, desarrollada por Santo Tomás en la Summa Theologiae y sistematizada por Suárez en su tratado De Religione ( 59), que trae consigo una clasificación rígida de las personas. A ella se adaptó, de forma casi universal, la consideración teológico-canónica de la llamada a la santidad, dificultando, en consecuencia, la afirmación, con todas sus implicaciones, de la vocación cristiana en el mundo.

No faltaron, ciertamente, reacciones en sentido contrario ni obras escritas con el deseo de orientar a los fieles cristianos, de cualquier estado o condición, por caminos de oración y de plenitud de vida cristiana. La figura más representativa es, sin duda, la del gran obispo de Ginebra, San Francisco de Sales, que, en el prólogo a su Introducción a la vida devota , escribe unas palabras que, aun siendo muy conocidas, no podemos por menos de volver a citar: „casi todos los autores que hasta la fecha han venido estudiando la devoción, han seguido la pauta de enseñar a los que viven alejados del comercio del mundo o, por lo menos, han trazado caminos que conducen a ese total alejamiento. Mi objeto es ahora adoctrinar a los que habitan en las ciudades, viven entre sus familias o en la corte, obligándose en lo exterior a un modo de ser común“ (60).

Las obras de San Francisco de Sales -y las de los autores que a continuación imitaron su ejemplo- no solo produjeron un gran impacto, sino que contribuyeron, y continúan contribuyendo, poderosamente, a la promoción del vivir cristiano en los más diversos ambientes y situaciones. No llevaron, sin embargo, a un replanteamiento teológico acerca del valor sobrenatural de las realidades terrenas. De una parte, porque la teoría de los estados se había convertido en el esquema al que se acudía para interpretar todo lo que se refiere a la aspiracion a la santidad, y los diversos movimientos espirituales tendían a revertir en la evolución del estado religioso (61). De otra parte porque, si bien el santo obispo de Ginebra advirtió la necesidad pastoral de dirigirse a los cristianos que viven en el mundo invitándoles a la santidad, no llegó a realizar una reflexión sobre esa condición en cuanto tal a fin de mostrar, desde dentro de ella misma, el dinamismo en el que la introduce el don cristiano. De ahí que, en más de un momento, no fuera más allá de una adaptación a la vida laical de consideraciones ascéticas anteriormente aplicadas a la vida religiosa (62).

Algo parecido puede decirse de bastantes autores de las décadas y siglos sucesivos, casi hasta nuestros días. En términos generales se percibe, en efecto, lo que podría calificarse de incapacidad práctica para captar la virtualidad propia de la existencia secular o, al menos, para sacar conclusiones concretas y detalladas del previo reconocimiento, hecho en términos generales, de esa virtualidad. Y así la teología espiritual de todo este período apenas habla del trabajo como actividad humana realizada en medio del mundo, mientras que, en cambio, alude con frecuencia a actividades de tipo eclesiástico o de carácter religioso. Mejor dicho, habla de ambos tipos de actividades, pero de las primeras -las tareas eclesiásticas-, para mostrar su entronque con lo sobrenatural; de las segundas -las ocupaciones seculares-, para señalar, en cambio, que pueden dificultar la búsqueda efectiva de la santidad (63).

El valor cristiano y, más concretamente, santificable y santificador de las realidades terrenas y, particularmente, del trabajo en cuanto profesión ejercida en medio del mundo, entrecruzándose con el tejido de la sociedad civil, es una enseñanza que, apuntada ciertamente en textos de épocas anteriores, se proclama con nitidez solo entrado el siglo XX. Y ello como fruto de unos desarrollos a los que ya aludimos en el capítulo anterior, pero que conviene evocar de nuevo para describirlos con algo más detalle.

De forma esquemática cabe decir que ese desarrollo se desplegó en tres fases o momentos: se inició, en efecto, a nivel de la vida y la experiencia eclesiales, provocó luego una amplia reflexión teológica y, finalmente -aunque contemporáneamente a lo anterior-, dio lugar a declaraciones y tomas de posición magisteriales que asumían y confirmaban lo ya alcanzado.

Por lo que se refiere a la primera fase, es decir, a los impulsos provenientes de la vida y la experiencia eclesiales, podemos limitarnos a tres especialmente significativos:

1) La reacción pastoral anle los problemas que trajeron consigo la primera industrialización y la subsiguiente aparición de un proletariado urbano, que se canalizó a través no solo de una nutrida gama de actividades asistenciales, sino también de iniciativas encaminadas a elevar la condición social de los necesitados, fomentando su formación profesional y, en consecuencia, la dignidad y valor de su trabajo; la figura de Don Bosco y su labor en pleno siglo XIX, pueden ser mencionadas aquí como ejemplo emblemático (64).

2) Los movimientos y asociaciones de inspiracion cristiana que, enfrentándose con los cambios que estaba experimentando la sociedad occidental y con la progresiva descristianización que se detectaba en diversos ambientes, acabaron por confluir en lo que terminó por denominarse Acción Católica, dando origen a una progresiva promoción de la responsabilidad y de la acción laicales; por lo que al trabajo se refiere, una personalidad puede, dentro del conjunto de ese movimiento, ser destacada: la del fundador de la JOC, Joseph Cardijn.

3) Las realidades e iniciativas surgidas con la misión de promover la vida cristiana en medio del mundo, entre las que se encuentra el Opus Dei, sobre el que versa nuestro estudio y sobre el que, por tanto, no es necesario añadir ahora ningún comentario.

Sí importa destacar que, como apuntábamos hace un momento, las realidades de vida eclesial que hemos mencionado, y otras análogas que hubieran podido ser citadas, tuvieron impacto no solo en la acción y la vivencia concretas, sino también en un plano especulativo, ya que dieron lugar a un esfuerzo de reflexión, que se movió especialmente en dos direcciones.

a) El análisis de la experiencia secular y laical, con el deseo de expresar adecuadamente sus rasgos propios hasta alcanzar, superando formulaciones anteriores, una caracterización positiva y teológicamente adecuada de la vocación y misión del laico o cristiano corriente (65).

b) La consideración del trabajo en cuanto tal, lo que condujo a desentrañar las implicaciones del mensaje evangélico al respecto, sea partiendo de posiciones personales, sea entrando en diálogo con quienes desde Adam Smith, Hegel o Marx se habían ocupado ya del tema (66).

Ese conjunto de realidades, vitales unas, intelectuales otras, constituyen la fuente y contexto de la amplia toma de conciencia respecto a la substantividad de la vocación y misión laicales y al valor santificable y santificador de las realidades terrenas -entre ellas, el trabajo-, que caracteriza la coyuntura eclesial desde mediados del siglo XX. Y de la que son reflejo, parte y confirmación las declaraciones del Concilio Vaticano II y de los Pontífices posteriores, ya mencionadas en el capítulo I, a las que remitimos, pues no parece necesario volver sobre ellas (67).

En las páginas anteriores hemos esbozado una panorámica de la actitud respecto al trabajo en la historia de la espiritualidad, a fin de ofrecer no ya una visión acabada del tema -tarea, obviamente, excesiva-, sino algunos puntos de referencia que nos introdujeran a la consideración del espíritu del Opus Dei y de su aportación a este campo. En ese sentido, con cuanto precede podríamos dar por concluido el presente capítulo y pasar directamente a exponer los rasgos básicos del mensaje que difundió el Beato Josemaría Escrivá. No obstante, consideramos conveniente detenernos un poco antes de dar ese paso, ya que, a lo largo de la historia a la que hemos hecho referencia, coexisten -como puede advertirse a partir de lo ya dicho- dos procesos que conviene distinguir: la evolución de la vocación religiosa y su acercamiento a las realidades seculares, de una parte, y, de otra, la toma de conciencia de la vocación y misión del cristiano corriente, es decir, del cristiano que vive, nativamente, en las condiciones propias de la secularidad.

Al referirnos en páginas anteriores al desarrollo del estado religioso nos detuvimos en las congregaciones surgidas durante los siglos XVIII a XX con el fin de atender diversas tareas educativas, asistenciales, misioneras o caritativas. Con ese paso no se agotó, sin embargo, la variedad de realizaciones a las que podía estar abierto el conjunto de experiencias espirituales que se han venido desplegando a partir del nacimiento del monaquismo. No solo eran posibles otros estadios, sino que se han realizado, en la práctica, entre ellos algunos caracterizados precisamente, como acabamos de apuntar, por un acercamiento a las realidades y condiciones seculares.

El inicio de esa evolución puede situarse a fines del siglo XVIII, más concretamente, en la situación creada por la supresión de las órdenes religiosas que tuvo lugar a raíz de la Revolución Francesa. En ese contexto, diversas personas se sintieron movidas a constituir asociaciones con el mismo espíritu de las órdenes recien suprimidas, pero sin su apariencia externa. A la experiencia de esos años se unieron, en anos posteriores, otros factores: el deseo de extender el apostolado de los religiosos hasta lugares donde el hábito o el traje talar resultaban un impedimento o podían ser mal recibidos; el afán por recuperar para la Iglesia a las masas obreras, que llevó a nuevas iniciativas apostólicas y a reflexionar sobre las relaciones entre pobreza y trabajo; la influencia de espiritualidades -la de Charles de Foucauld, por ejemplo-, basadas sobre la idea del testimonio entendido como presencia. Fue apareciendo así una nueva figura de vida religiosa que se caracteriza precisamente por que quienes la integran asumen no ya una o varias actividades específicas (educación, beneficencia, etc.), sino las ocupaciones terrenas en cuanto tales.

Tradicionalmente, el estado religioso se venía definiendo o caracterizando por la actitud que dio vida a las etapas iniciales del proceso, es decir, al movimiento monástico: la separación respecto del mundo, entendiendo por mundo no ya el pecado, las malas inclinaciones -de las que todo cristiano, por el simple hecho de serlo, debe distanciarse-, sino la sociedad terrena, el conjunto de instituciones, relaciones, ambientes, etc., en los que se desarrolla y a través de los que se articula la vida de los ciudadanos corrientes68. Ese planteamiento se mantuvo -no sin algunas discusiones, que no llegaron a alterarlo- durante el largo proceso que desde fines de la época medieval alcanza hasta la contemporánea, incluso en aquellos casos en que se produce la asunción de tareas que, como la educación o la asistencia sanitaria, implican una presencia en las estructuras de la sociedad civil. No todos los religiosos de esas épocas hubieran estado dispuestos a hacer suya la dura expresión de San Jerónimo „la ciudad es para mí una cárcel; la soledad, un paraíso“ (69), pero muchos sí lo estaban, en cambio, en afirmar que, incluso en el supuesto de una vida activa, el punto de apoyo de la vida espiritual se situaba fuera del mundo: la vida interior se alimenta del claustro, de la vida conventual, del retiro religioso o de la regla, concebidos como el lugar donde encontrar fuerzas para dar contenido a la ulterior dedicación en las tareas apostólicas (70).

El Concilio Vaticano II, tanto en el capítulo dedicado a los religiosos dentro de la Constitución Lumen gentium como en el posterior Decreto Perfectae caritatis , introdujo perspectivas nuevas, pero no modificó del todo ese esquema conceptual (71). Uno y otro documento dieron pie, durante su redacción, a discusiones encontradas (72). En los anos posteriores, la reflexión teológica se incrementó, ampliándose en conexión con los procesos de renovación y reforma iniciados por los institutos ya existentes y la aparición de formas y experiencias nuevas. El debate se saldó, desde una perspectiva terminológica, con la generalización -consolidada por el Código de Derecho Canóníco de 1983 (73), el Sínodo de Obispos de 1994 y la subsiguiente Exhortación apostólica Vita consecrata ( 74)- del concepto de „vida consagrada“, como expresión encaminada a designar una realidad espiritual amplia, dentro de la que se da cabida a instituciones diversas, aunque dentro de ella continúen ocupando una posición importante, pero no exclusiva, la vida religiosa y los institutos en los que esa vida se concreta y expresa.

No es este el lugar ni para describir con detalle ese proceso, ni para intentar un balance de carácter sintético. Si lo hemos evocado ha sido solo para poder retomar, contando con un horizonte histórico más detallado, alguna de las afirmaciones que antes enunciábamos. Es obvio, en efecto, que uno de los factores que ha contribuido a configurar la vida de la Iglesia ya desde el siglo XIX, pero sobre todo en los últimos decenios del XX, ha sido una evolución del estado religioso caracterizada, de una u otra forma, por un acercamiento al mundo. Pues bien -esto es lo que deseábamos recalcar-, la realidad del Opus Dei, y su aparición histórica, no entronca con esos desarrollos, sino más bien con el proceso por el que la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, ha ido tomando conciencia cada vez más neta de la vocación y misión propias del cristiano corriente.

Las declaraciones del Fundador del Opus Dei a este respecto fueron siempre netas y tajantes. „Dios -afirmaba en una de sus Cartas - no nos ha dado la vocación de religiosos (...). Nosotros no somos religiosos, y -por decirlo de un modo gráfico, aunque se trata de una hipótesis absurda- no hay autoridad en la tierra que pueda obligarnos a serlo: lo impide el mismo derecho natural, el derecho divino positivo y, la moral cristiana y el derecho eclesiástico: porque nos hemos entregado a Dios con la condición precisa de no ser religiosos“ (75).

Poco después, en esa misma Carta , tras aludir a la evolución histórica del estado religioso, añadía, reforzando sus afirmaciones, que los criterios e ideas que se emplean para juzgar esa historia no pueden aplicarse en modo alguno para interpretar el nacimiento y la vida del Opus Dei, pues „en nuestro caso nos encontramos frente a un fenómeno completamente diferente, porque no somos como religiosos secularizados, sino auténticos seculares que no buscan la vida de perfección evangélica propia de los religiosos, sino la perfección cristiana en el mundo, cada uno en su propio estado“ (76). En una conferencia pronunciada en 1948, afirmaba igualmente: „Quien no sepa superar los moldes clásicos de la vida de perfección, no entenderá la estructura de la Obra“; porque, proseguía diciendo, los miembros del Opus Dei „no son unos religiosos -para poner un ejemplo- que, llenos de santo celo, ejercen de abogados, médicos, ingenieros, etc., sino que son sencillamente abogados, médicos, ingenieros, etc., con toda su ilusión profesional y sus mentalidades características, para quienes su misma profesión, y naturalmente su vida toda adquiere un pleno sentido y una más plena significación, cuando se la dirige totalmente a Dios y a la salvación de las almas“ (77).

De ahí que, en esa misma conferencia, al buscar precedentes históricos del fenómeno pastoral que el Opus Dei representaba, y representa, el Beato Josemaría remitiera precisamente a los inicios mismos de la Iglesia: a aquellos primeros cristianos que sintieron en sus almas el deseo de poner por obra, en cuanto es posible a la naturaleza humana elevada por la gracia, el ideal de vida trazado por el Evangelio, y eso sin alejarse del mundo (78). De hecho, como ya antes señalamos, la referencia a los primeros cristianos fue siempre constante en los labios del Fundador del Opus Dei. „Como los religiosos observantes -escribía en los años treinta- tienen afán por saber de qué manera vivían los primeros de su orden o congregacion, para acomodarse ellos a aquella conducta, así tú -caballero cristiano- procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro“ (79). Y en 1967, respondiendo a un periodista americano que le preguntaba con qué otras instituciones podía compararse el Opus Dei: „Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos“ (80).

Supondría un grave error no ver en cuanto estamos diciendo mas que precisiones de tipo histórico-erudito y, menos aún, puramente circunstancial, ya que están implicadas afirmaciones muy importantes tanto de carácter juridico-canonico como teológico-espiritual, en ambos casos en relacion precisamente con la cuestión que es objeto inmediato de nuestro estudio: la percepción del lugar que el trabajo y todo el conjunto de las tareas y realidades humanas deben ocupar en la vida espiritual del cristiano corriente. Nos encontramos, de hecho, ante una encrucijada intelectual que reclamó del Fundador del Opus Dei gran atención y empeno, ya que la llamada universal a la santidad y el carácter santificable y santificador de las realidades terrenas estaban, en los años 1928 y siguientes, muy lejos de ser proclamados y reconocidos y, en consecuencia, la tarea fundacional a la que estaba llamado le llevó a abrir caminos nuevos tanto a nivel juridico-institucional como teológico-espiritual (81).

Desde una perspectiva jurídico-institucional resultaba, en efecto, necesario encontrar un cauce canónico adecuado para una realidad como la que implica el Opus Dei, es decir, una institución integrada por laicos y sacerdotes seculares en orden a la promoción de la vida cristiana en medio del mundo precisamente a través del testimonio y la palabra de quienes, siendo cristianos corrientes, dan a conocer con sus vidas la posibilidad de santificar la vida ordinaria. El ordenamiento canónico de la primera mitad del siglo XX no incluía entre las figuras en él previstas ninguna que correspondiera a esa realidad pastoral y espiritual. De ahí un largo proceso, que culminó en 1982, cuando el Opus Dei, ya fallecido el Fundador pero ejecutando y aplicando lo previsto y preparado por él, fue erigido como Prelatura personal, es decir, como una institución jurisdiccional y jerárquica, integrada por sacerdotes seculares y fieles laicos, que, bajo la jurisdicción de un Prelado, promueven con su propia vida la busca de la santidad y el ejercicio del apostolado en las circunstancias propias del ordinario existir de los hombres (82).

Desde una perspectiva teológico-espiritual se trataba de expresar la riqueza que implica la vivencia cristiana de la secularidad o, lo que es lo mismo, aunque dicho con otras palabras, de concretar y articular lo que reclama el ideal cristiano cuando se inserta, vivificándola desde dentro, en la realidad secular. De ahí una neta proclamación de la radicalidad y hondura de ese ideal y, a la vez e inseparablemente, una decidida exclusión de todo planteamiento y de toda forma de hablar que implicara o connotara una actitud de distanciamiento respecto de la realidad secular, aunque fuera remotamente y con la intención de volver después a ella.

Reconociendo, ciertamente, la posibilidad de que Dios llame a dirigirse a Él por otros caminos y según otras experiencias, lo que caracteriza al mensaje del Beato Josemaría, y al Opus Dei en cuanto tal, es la proclamación de que el cristiano corriente está llamado a santificarse en el lugar donde estaba cuando percibió lo que implica la vocación cristiana y en el que debe continuar estando, es decir, en medio del mundo. En coherencia con ese planteamiento, el Beato Josemaría no usó expresiones como „acercamiento al mundo“, „hacerse presente en el mundo” y otras análogas que, al menos, semánticamente, connotan una previa exterioridad o apartamiento con respecto a ese mundo al que uno se acerca o en el que se hace presente. Y habló, en cambio, de „ser del mundo“, de „santificar el mundo desde dentro“, de „estar en el mundo y sentirse del mundo“, excluyendo de raíz todo apartamiento y toda lejanía, aunque fueran meramente temporales o psicológicas

„Nuestra vocación -afirmaba en una de sus Cartas- hace precisamente que nuestra condición secular, nuestro trabajo ordinario, nuestra situación en el mundo, sea nuestro único camino para la santificación y el apostolado. No es que tengamos esa ocupación secular para encubrir una labor apostólica, sino que es la ocupación que tendríamos si no hubiésemos venido al Opus Dei; y la que tendríamos si tuviéramos la desgracia de abandonar nuestra vocación (...). Nosotros, hijos, somos gente de la calle. Y cuando trabajamos en las cosas temporales, lo hacemos porque ese es nuestro sitio, ese es el lugar en el que encontraremos a Jesucristo, en el que nuestra vocación nos ha dejado“ (83). Y en una de las entrevistas incluidas en Conversaciones : los miembros del Opus Dei „son personas que viven en el mundo, en el que ejercen su profesión u oficio. Al acudir al Opus Dei no lo hacen para abandonar ese trabajo, sino al contrario buscando una ayuda espiritual con el fin de santificar su trabajo ordinario, convirtiéndolo también en medio para santificarse o para ayudar a los demás a santificarse. No cambian de estado -siguen siendo solteros, casados, viudos o sacerdotes-, sino que procuran servir a Dios y a los demás hombres dentro de su propio estado“ (84).

„Espero que llegue un momento -declaraba en otra entrevista- en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí “ (85). Y, poco antes, en esa misma entrevista: „No cabe en modo alguno hablar de adaptación al mundo, o a la sociedad moderna: nadie se adapta a lo que tiene como propio; en lo que se tiene como propio se está “ (86). Los términos empleados son, sin duda, tajantes, pero estamos ante una realidad, la secularidad, que resulta nuclear en orden a la comprensión de la realidad del Opus Dei (87).

Las perspectivas dogmáticas sobre las relaciones entre creación y redención que apuntábamos en un apartado anterior repercuten también aqui, ya que, al subrayar la eficacia soberana de la redención, ponen de manifiesto que el cristianismo no es algo que se yuxtaponga a la creación, adaptándose a ella como desde fuera, y, por tanto, sin alcanzar a establecer con las realidades que lo integran relaciones íntimas y vitales, sino que, al contrario, la vivifica desde dentro. La gracia es, ciertamente, vida nueva, donación libre y gratuita de Dios, pero, precisamente por eso, por ser vida comunicada por Aquel que es la fuente de nuestro ser, informa desde la raíz toda nuestra persona y afecta a todas las dimensiones de nuestro vivir.

El dogma cristiano implica la llamada del hombre a una participación en la intimidad divina prometida en plenitud para el más allá de la historia, pero anticipada ya ahora en la gracia. Y, al hacerlo, funda la posibilidad de una santificación en el interior de ese mundo en virtud de la gracia y, a la vez, la posibilidad de un apartamiento del mundo para testimoniar así la tensión escatológica, la ordenación al Reino de los cielos88. Esto segundo da vida al estado religioso en sus diversas manifestaciones. Lo primero, que es lo que ahora nos interesa, manifiesta que el cristiano corriente, querido por Dios en el mundo, no se encuentra en él como un extraño, sino como alguien que vive en lo que le es propio, no solo como hombre, sino también como cristiano. La vivencia secular del cristianismo nace del núcleo de la fe católica: en su raíz están la afirmación de la bondad original del mundo y la proclamación de la eficacia sanante y divinizadora de la gracia, y, en consecuencia, la del valor santificable y santificador de la propia realidad mundana -y del trabajo, como parte fundamental de ella-, en cuanto asumida en el interior del dinamismo del existir cristiano.

Notas

38 Ga 3,28; cfr. Col 3,11.

39 Cfr. 1 Co 7,21-22.

40 No deja de ser significativo que ambas temáticas -reflexión sobre el trabajo y reflexión sobre la condición laical- tiendan a aflorar contemporáneamente. Así ocurre, de forma muy clara, en la literatura teológica de mediados del siglo XX. Y así ocurrió también en otros momentos históricos; es frecuente, en efecto, que los escritores antiguos que dedican una mayor atención al tema del trabajo -valga el ejemplo de San Juan Crisóstomo- estén también especialmente preocupados por la vida del cristiano corriente en su globalidad y se esfuercen por evitar que se identifique vida cristiana radical con vida monástica, produciendo así la impresión de que el cristiano medio no está llamado a vivir con plenitud el Evangelio. Sobre la doctrina del Crisóstomo acerca del trabajo, el mejor estudio sigue siendo el de L. DALOZ, La travail selon saint Jean Crysostome , París 1939

41 Regla , 4, 78 (ed. Hanslik, p. 35; versión castellana, ed. cit., pp. 382-383). Para un comentario sobre este punto, ver GARCÍA M. COLOMBAS, La tradición benedictina , t. 2, Zamora 1990, pp. 82-87 y 94-99.

42 Cánones 2 y 3. Cfr. MANSI, Concilia , XX, col. 933.

43 Cabe señalar que la sociedad tenía en esa época una estructura eminentemente jerárquica, basada en la herencia, de tal modo que el acceso a unos u otros oficios y más aún a las funciones rectoras dependía primariamente no tanto de la competencia personal, sino de la pertenencia a unas u otras familias. De ahí, en algunos sectores, una actitud que llevaba a considerar el trabajo como un deshonor o al menos como algo propio de estamentos menos nobles. Desde esta perspectiva, cabe pensar -aunque sin dar a esta observación valor de axioma- que el mensaje sobre la santificación del trabajo resulta más fácilmente inteligible en una época como la contemporánea, en la que el principal elemento de diversificación y estructuración social es la competencia profesional de cada individuo.

44 Ciertamente, era necesario para ello dar un paso que ninguno de los autores anteriores a la época que comentamos había intentado y, tal vez, ni siquiera intuido. Y dar un paso grande, también desde una perspectiva dogmático-especulativa, lo que explica, al menos en parte, la evolución posterior. Aun sin compartirlas del todo, cabe evocar en este contexto las observaciones de Congar sobre el ideal monástico como signo de la sustitución de la actitud escatológica propia de la primera comunidad cristiana (tendencia de toda la Iglesia hacia una santidad que se propone como fin o meta), por otra actitud de cuño platónico para la cual es esencial distinguir entre los perfectos y los imperfectos o menos perfectos (Y. M. CONGAR, Vocabulaire et histoire du laicat , en AAVV., Les laics et la mission de l ’Église , París 1962, pp. 13-17). Otros autores (como, por ejemplo, I. HAUSER, Vocation chrétienne et vocation monastique selon les Péres , en AA.VV, Laics et vie chrétienne parfaite , Roma 1963, pp. 33-116), ofrecen datos que llevan a matizar esas observaciones, aunque no deja de haber en ellas algo de cierto. Por lo demás, el punto clave no está ahí, a nuestro juicio, sino más bien en la profundización en las perspectivas dogmáticas sobre la relación entre creación y redención evocadas al final del apartado anterior.

45 Sobre su recepción de la distinción entre praxis y poiesis , ver, entre otros muchos textos, Summa Theologiae 1-2. q. 57, aa. 3-4, donde trata también sobre el arte como virtud intelectual; sobre la magnificencia y la magnanimidad, 2-2, qq. 129 y 134. Sobre el conjunto de su doctrina, G. CENACCIE, Il lavoro nel pensiero di Tommaso d ’Aquino , Roma 1977, y V. TRANQUILLI, Il concetto di lavoro da Aristotele a Calvino , Milán-Nápoles 1979.

46 Leer todo el Contra impugnantes Dei cultum et religionem , especialmente los capítulos IV (si los religiosos están obligados a trabajar con las propias manos) y VI (si los religiosos pueden vivir de limosnas). Ver también Quaestio disputata de caritate , art. 10, donde describe las ocupaciones seculares como obstáculo a la vida contemplativa; un lenguaje similar en Summa Theologiae , 2-2, q. 122, a. 4, ad 3.

47 Summa Theologiae , 3, q. 27, introducción.

48 Ibíd., 3, q. 40.

49 Ibid., 3, q. 39, a. 3.

50 SAN BUENAVENTURA, Questiones disputatae de perfectione evangelica , q. 2, art. 2 (de la pobreza en cuanto a pedir limosna, en especial, la solución a la objeción 9a y el núm. 5 de la réplica final) y art. 3 (de si los pobres que por sus fuerzas físicas podrían hacerlo, y principalmente los regulares, están obligados universalmente a los trabajos manuales). Conviene advertir que su postura está matizada por la distinción que introduce entre trabajo manual, propio de los labriegos y artesanos, trabajo civil, propio de los gobernantes, militares y comerciantes; y, trabajo espiritual, propio de los que se ocupan de las cosas divinas. No deja, por lo demás, de ser interesante que el orden seguido por San Buenaventura sea el inverso al de Santo Tomás: primero, la licitud de la limosna y, solo luego, la no obligación del trabajo. Pero todo ello queda en el aire, sin llegar a planteamientos radicales.

51 En Opere ascetiche di S. Bonaventura volgarizzate nel trecento , cap. XV: „Ora veggiamo come Gesú fece da dodici anni infino ai trenta anni“ (Verona, Bartolomeo Sorio, 1851, 22 y 23). Las Meditationes vitae Christi , uno de los libros espirituales más leídos en el Medioevo, fueron antiguamente atribuidas a San Buenaventura; la crítica moderna ha demostrado la falsedad de tal atribución: su autor es probablemente el franciscano Jacobo de Cordone. Cfr. C. FISCHER, Die „Meditationes vitae Christi“. Ihre handschriftliche Überlieferung und die Verfasserfrage , en „ Archivium Franciscanum Historicum “ XXV (1923), pp. 3-35, 175-209, 30-5-348, 449-483.

52 De imitatione Christi , 1. 1, c. 18 (ed. crítica de T. Lupo, Libreria Editrice Vaticana, 1982, p. 59; para la versión castellana seguimos la de J. E. Nieremberg, Ed. Luz y Vida, Madrid 1941, p. 35).

53 Ibíd. 1.1, e. 22 (ed. cit., p. 67; versión castellana, p. 49); frases similares en 1.1, c. 25; 1.3, c. 26. En esta actitud respecto al trabajo, junto a planteamientos ascéticos, puede haber influido también el antiintelectualismo tan marcado en la Imitación ; cfr., en ese sentido, 1.3, c. 3 1.

54 Ibíd., 1.1, c. 19; 1.3, c. 30; 1.3, c. 54; ver también 1.4, c. 1, donde comenta, presuponiendo ese sentido, el dicho en Jesús en Mt 11,28.

55 Ejercitatorio de la vida espiritual , parte 4a, c. 43, Ed. Rialp, Colección Neblí, Madrid 1957, p. 217 (el texto en el castellano original puede verse en la ed. crítica de C. Baraut: García Jiménez de Cisneros, Obras completas , t. 2, Montserrat 1965, pp. 306-308). Al margen del parecer del abad Cisneros, y desde una perspectiva estrictamente histórico-lingúística, cabe señalar que, en el castellano de la época, la palabra „trabajo“, aunque empiece a aproximarse al significado moderno, no ha adquirido todavía estabilidad en su uso. Así, por ejemplo, en los Ejercicios de San Ignacio de Loyola -y a parecida conclusión se llegaría en otros autores del momento- el vocablo „trabajo“ no es usado para indicar una actividad profesional humana, sino, en singular, „el trabajo“, para significar la lucha ascética, la entrega a Cristo: y en plural, „los trabajos“, para designar las dificultades, pesadumbres o impedimentos

a) para el uso en plural, como equivalente a dificultades: Ejercicios , 9a anotación (obras completas de San Ignacio, ed. a cargo de especialistas del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús en Roma, Madrid 1952, p. 155): oración sobre el primero, segundo y tercer pecados, 2 punto (o. c., p. 170); oracion sobre el nacimiento de Cristo, 3 punto (o. e., p. 199);

b) para el uso en singular, como equivalente a lucha ascética: Ejercicios , 2 semana, oración del rey temporal, 2a parte, 1, 2 y 3 puntos (o. c.. p. 179).

Con la significación de actividad humana, no la hemos encontrado en los Ejercicios ; aparece, en cambio, aunque pocas veces, en las Constituciones y Reglas de la Compañía para indicar una cualidad que deben tener los Superiores en su gobierno, o para aludir a tareas muy concretas al hablar del oficio de los novicios ( Reglas del maestro de novicios , 2,1 parte, n. 13; o. c., p. 614) o del enfermero ( Reglas del oficio de enfermato acerca de sí mismo , n. 3; o. c., p. 62 1 ).

56 Son muy numerosos los estudios sobre los gremios y corporaciones, y sobre la actitud vital de artesanos y mercaderes, realizados desde la perspectiva de la historia social, jurídica y económica y, más recientemente, de la historia de las mentalidades. Son más escasos, en cambio, los propia y directamente espirituales, aunque tienden a aumentar; y de hecho pueden encontrarse ya referencias y datos, aunque todavía fragmentarios, en la historia de la espiritualidad; ver, por ejemplo, E. PERETTO, Movimenti spirituali laicali de Medioveo , Roma 1985, y E VANDEBROUCK, La spiritualitá del medioevo (s. XII-XVI), Bolonia 1991 (es la versión actualizada y completada por otros autores del original La spiritualité du Moyen Áge , Publicado originalmente en 1966).

57 Para un análisis más concreto y detenido del pensamiento de ambos reformadores, ver especialmente G. WINGREN, Luthers Lehre vom Beruf , Munich 1952; H. J. PRIEN, Luthers Wirtschaftsethik , Gotinga 1992; A. BIELER, L ’humanisme social de Calvin , Ginebra 1969; V. TRANQUILLI, Il concetto di lavoro da Aristolele a Calvino , cit., pp. 25 1 ss.

58 Cfr. Censura del „Catecismo“ de Carranza, en F. CABALLERO, Conquenses ilustres, t. 2: Vida del Ilmo. Sr. D. Fr. Melchor Cano, Madrid 1871, p. 597. Para un estudio más acabado de esta época en general, pueden verse las obras de M. ANDRÉS, Los recogidos. Nueva visión de la mística española (1500-1700), Madrid 1975, y La teología española en el siglo XVI , 2 tomos, Madrid 1976 y 1977; sobre las disputas en torno al Catecismo de Carranza, ver J. I. TELLECHEA, El Arzobispo Carranza y su tiempo , 2 vols., Madrid 1968; a Tellechea se debe también una edición del Catecismo de Carranza (Madrid 1976).

59 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae , 2-2, q. 183; E SUÁREZ, De virtute et statu religionis (llamado abreviadamente De Religione ), trac. VII, 1 y VIII a X, en Opera omnia , ed. Vives, París 1856-1878; véase también la exposición de PASSERINI, De hominum statibus et officiis , Roma 1669, e. 1. Para un ulterior estudio histórico puede consultarse J. FORNÉS, La noción de „status“ en Derecho canónico , Pamplona 1975.

60 Introduction a la vie dévote , prefacio (en la ed. las Oeuvres complétes, t. 3, Annecy, 1893, t. 3, p. 6; versión castellana en Obras selectas de San Francisco de Sales , Madrid 1953, t. 1, p. 41). Recordemos que la Introducción a la vida devota data de 1609, y remitamos, como reconocimiento oficial de la importancia de la figura de San Francisco de Sales en la historia de la espiritualidad, a la Carta apostólica Sabaudiae gemma , de Pablo VI, 29-I-1967 (AAS, 59, 1967, 113-123). Para una introducción al estudio de su doctrina, ver P. SEROUET, Francois de Sales, Saint , en Dictionnaire de Spiritualité , t. 5, París 1964, cols. 1057-1097, y A. PEDRINI, Francesco di Sales, Santo , en Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá , t. 2, Rorna 1990, pp. 1047-1058.

61 De hecho, San Francisco de Sales no solo fue personalmente fundador del Instituto de la Visitación, sino que en él se inspiraron diversas congregaciones y sociedades religiosas; puede verse un intento de lista en R. PERRINI, Saint Francois de Sales , en Dictionnaire de Théologie Catholique , t. 6, col. 761.

62 Tal es, como se recordará, el juicio que formulaba el Cardenal Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I, en artículo que citábamos en el capítulo anterior.

63 No deja de ser significativo, pues muestra lo arraigado de la actitud a la que nos referimos, el que se detecte incluso en autores que, llevados por un hondo celo apostólico, realizaron una amplia labor pastoral entre fieles de las más diversas condiciones. Tal es, por ejemplo, el caso de San Alfonso María de Ligorio. Así, de una parte, en la Práctica del amor a Jesucristo escribe: „En gravisímo error están quienes sostienen que Dios no exige que todos seamos santos, y cada uno según su estado, el religioso como religioso, el seglar como seglar, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el mercader como mercader, el soldado como soldado, y así de los demás estados y, condiciones” ( Pratica da Amore di Gesú Cristo , c. 8, en Opere ascetiche , ed. Marietti, Torino 1845, vol. 1, p. 703: Versión castellana en Obras asceticas de San Alfonso Maria de Liguorio , vol. 1, Madrid 1952, p. 392). Sin embargo, en Las gIorias de María , al comentar la presentación de la Virgen al templo, nos dice: „María conocia que el mundo esta lleno de peligros y que quien antes lo abandona antes se ve libre de sus lazos; por eso se apresuro a abandonarlo todo desde su más tierna edad, y acudio a encerrarse en el sagrado recinto del templo“ (parte II. DICURSO III, punto I; versión castellana, o. c., p. 774).

64 Respecto a la bibliografía sobre San Juan Bosco y su obra, la mejor fuente de información la constituye la revista „ Ricerche storiche salesiane “, con sede en Roma, cuya publicación comenzó en 1982.

65 A modo de ejemplo señalemos algunos de esos estudios: P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidéles , 2 vols., París 1945 y 1950; R. SPIAZZI, La missione dei laici , Roma 1952; Y. M. CONGAR, Jalons pour une théologie du laicat , París 1953; G. PHILIPS, Le róle di laicat dans l ’Église , París-Tournai 1954, y a partir de ahí una amplísima bibliografía sobre la que puede encontrarse información en el balance realizado por R. GOLDIE, Laici, laicato, laicitá. Bilancio di trent’anni di bibliografia , Roma 1986, y en la obra colectiva, coordinada por A. SCOLA, Il laicato. Rassegna bibliografica , Cittá del Vaticano 1987.

66 Entre las diversas obras filosóficas o teológicas que se publicaron en las primeras décadas, seleccionamos algunas a modo de ejemplo: E. BORNE y F. HENRY, Le travail et l ’homme , París 1937; G. THILS, Théologie des réalités terrestres , Lovaina 1946; J. VIALATOUX, Signification humaine du travail , París 1953; la obra colectiva Cristo lavoratore , Roma 1955; M. D. CHENU, Pour une théologie du travail , París 1955. Intentos de una visión panorámica, abarcando también obras posteriores, se pueden ver en J. DAVID, Teología de las realidades terrenas , en J. FEINER, J. TRUSCH y F. BÜCKLE, (dirs.), Panorama de la Teología actual , Madrid 1961, pp. 675-706; AA.VV., Il lavoro nella vita spirituale , Milán 1965; K. V. TRUHLAR, Il lavoro cristiano , Roma 1966 (traducción del original redactado en latín y publicado en 1961); M. D. CHENU, Trabajo , en Conceptos fundamentales de la teología , Madrid 1967, t. IV pp. 368-382; ID., Trabajo , en Sacramentum mundi . Enciclopedia teológica, Barcelona 1978, t. 6, pp. 671-683; G. ANGELINI, La teologia cattolica e il lavoro , en „ Teologia “ 8 (1983) 3-29 (este artículo, que incluye también referencias a épocas anteriores, coincide, con pequeñas diferencias, con la voz Lavoro , del Nuovo dizionario di teologia , Roma 1982, pp. 702-725); H. FITTE, Lavoro umano e redenzione. Riflessione teologica dalla „Gaudium et spes“ a la „Laborem exercens“ , Roma 1996, capítulos segundo y octavo (pp. 45 ss. y 211 ss.).

67 Con anterioridad al Concilio, el Magisterio eclesiástico y concretamente el pontificio, se habían hecho eco de la dimensión espiritual del trabajo, aunque, ciertamente, con menos hondura que en los documentos conciliares. Manifestaciones de ese eco a que nos referimos son, a partir de la Rerum novarum de León XIII, diversos pasajes de las sucesivas encíclicas sociales, cuya perspectiva es predominantemente teológico-moral, pero en las que no faltan incursiones en la temática espiritual (ver, por ejemplo, las referencias que ofrece H. FITTE, Lavoro humano e redenzione , cit., pp. 2 1 ss.), así como algunas intervenciones situadas más directamente en este plano. Tal es el caso, por ejemplo, de la institución de fiestas litúrgicas, como la de San José Obrero, por Pío XII (AAS, 47, 1955, 402-407; 48, 1956, 226-237 y 287-292) y, antes, la de la Sagrada Familia por León XIII (AAS, ed. de Victorío Piazzesi, 25, 1892, 8-10); o de la colación de indulgencias, como la realizada por Pío XII que, refiriéndose en concreto a los miembros del Opus Dei, mediante dos Breves -el Cum Societatis , del 28 de junio de 1946, y Mirifice de EccIesia , del 20 de junio de 1947-, otorgó indulgencias por las jaculatorias que se dijeran durante el ejercicio del trabajo, tanto manual como intelectual. Uno y otro breve constituyen probablemente, por lo demás, el precedente del Decreto del 25 de noviembre de 1961 por el que la Sagrada Penitenciaría concedía indulgencias a quienes ofrecieran a Dios su trabaio, concesión recogida después, con alguna variante, en el Enchírídion indulgentiarum , promulgado el 29 de junio de 1968, así como en las ediciones posteriores.

68 Aunque ya hemos aludido a esta cuestión en páginas anteriores, quizá resulta oportuno reiterar al llegar a este punto que la palabra „mundo“ recibe en la tradición teológica cristiana -y conviene recordarlo para evitar equívocos- diversas significaciones, de las cuales dos resultan en nuestro contexto, de particular interés: la socio-antropológica, o el mundo como conjunto de realidades y afanes entre los que el hombre vive, y la bíblico-soteriológica, o el mundo como situación en la que reina el pecado, necesitada, por tanto, de redención. Es obvio, y así lo indicamos en el texto, que todo cristiano tiene que salir del mundo en el segundo sentido de la palabra, pero no en el primero -a no ser aquellos a quienes Dios, en virtud de una vocación peculiar, se lo indique-, ya que ese mundo no es expresión del mal o fruto del pecado, sino realidad conforme a la naturaleza humana y santificable por la acción de la gracia. Para una profundización en la noción cristiana de mundo, ver lo que hemos escrito en Cristianismo, historia, mundo , Pamplona 1973.

69 Epist. CXXV ad Rusticum monachum , n. 8 (PL 22, 937).

70 En 1963, Mons. Philippe, entonces Secretario de la Congregación de Religiosos, en una conferencia dirigida a religiosos y religiosas se expresaba en los siguientes términos: „Para responder a la finalidad esencialmente teologal de toda la vida religiosa, los mismos Institutos de vida activa crean en cada una de sus casas un ambiente tranquilo, destinado a proteger, a estimular y a perfeccionar la vida interior de los propios religiosos. De ahí salen para servir al prójimo, ahí vuelven para dedicarse a Dios”. La conferencia, pronunciada en Canadá fue luego incluida por el Centro Studi della Unione Superiori Maggiori d’Italia en un volumen titulado Rinnovamento e adattamento degli Istituti Religiosi, Milán 1965; la frase citada está en p. 59.

71 Véase a modo de ejemplo este texto del Decr. Perfectae caritatis : „Piensen los miembros de los diversos institutos (religiosos) que por la profesión de los consejos evangélicos han respondido a la vocación divina, de suerte que vivan para Dios, no ya solo por haber muerto al pecado (cfr. Rm 6,11), sino también por su renuncia al mundo“ (n. 5). Y, en el trasfondo, los dos siguientes de la Lumen gentium : „Los religiosos, por su estado, dan un preclaro y, eximio testimonio de que el mundo no puede transfigurarse ni ofrecerse a Dios fuera del espíritu de las bienaventuranzas“ (n. 31); „Al no tener el Pueblo de Dios una ciudad permanente aquí, en este mundo, puesto que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a las ocupaciones terrenales, manifiesta claramente a todos los fieles la presencia de los bienes celestiales ya en esta vida, a la vez que da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la futura resurrección y la gloria del Reino Celestial“ (n. 42).

72 Para un comentario sobre esos documentos y la historia de su redacción, ver G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano Il. Historia, texto y comentario de la constitución „Lumen gentium“, Barcelona 1968, t. 2, pp. 155 ss.; M. J. SCHOENMAECKERS, Genése du chapitre VI „De Religiosis“ de la Constitution dogmatique sur l ’Église „Lumen gentium , Roma 1983; P. MOLINARI y P. GUMPEL, Il capitolo VI „De Religiosis“ della Costituzione dogmatica sulla Chiesa , Milán 1985; R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II. Balance y perspectivas , Salamanca 1990 (capítulo VII, dedicado a la vida consagrada, con colaboraciones de M. Ruiz Jurado, A. Queralt, J. Beyer y otros).

73 CIC 83, parte III, cánones 573ss. Para un comentario al Códilgo, ver T. RINCÓN y otros, Los institutos de vida consagrada , en AA.VV., Comentario exegético al Código de Derecho Canónico , vol. 2, Pamplona 1996, pp. 1381 ss.

74 La asamblea del Sínodo tuvo lugar en octubre de 1994 y versó sobre „ La vida consagrada y su función en la Iglesia y en el mundo “. La Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata fue promulgada por JUAN PABLO II el 25 de marzo de 1996.

75 Carta 19-III-1954, nn. 29 y 34. En términos parecidos en una entrevista concedida en 1968: „El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara. Pero ese camino no es el mío, ni el de los socios del Opus Dei. Se puede decir que, al venir al Opus Dei, todos y cada uno de sus socios lo han hecho con la condición explícita de no cambiar de estado. La característica específica nuestra es santificar el propio estado en el mundo, y santificarse cada uno de los socios en el lugar de su encuentro con Cristo: este es el compromiso que asume cada socio, para realizar los fines del Opus Dei“ ( Conversaciones , n. 62).

76 Carta 19-III-1954, n. 36.

77 La Constitución apostólica „Provida Mater Ecclesia” y el Opus Dei , Madrid 1949, p. 20; textos parecidos en diversos lugares de Conversaciones (ver, por ejemplo, n. 62).

78 Cfr. La Constitución apostólica „Provida Mater Ecclesia“ y el Opus Dei , cit., p. 3.

79 Camino , n. 925. Camino , cuya primera edición apareció en 1939, es la reclaboración y ampliación de otra obra anterior, Consideraciones espirituales , comenzada a escribir por el Fundador del Opus Dei a principios de la década de 1930 -en 1932 la publicó en parte a multicopista- y editada por primera vez en 1934. Cuando alguno de los puntos de Camino que citemos esté ya en Consideraciones espirituales , lo señalaremos indicando la página de este libro en que aparece; el punto sobre los primeros cristianos que acabamos de mencionar se encuentra concretamente en p. 99. Para un estudio específico sobre Camino , ver P. RODRIGUEZ, „Camino“ - y la espiritualidad del Opus Dei , en „ Teología Espiritual “ 9 (1965) 213-245 (recogido en P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación , Pamplona 1986, pp. 85-122) y AAVV., Estudios sobre „Camino “, Madrid 1988.

80 Conversaciones , n. 24. No está fuera de lugar añadir que el Fundador del Opus Dei remitió, a los primeros cristianos no solo en referencia al trabajo -punto que ya hicimos notar en páginas anteriores-, sino también con otros muchos motivos; por ejemplo, para hablar de afán de santidad ( Es Cristo que pasa , n. 96), de vibración apostólica ( Amigos de Dios , nn. 63 N 269), de oración ( Es Cristo que pasa , nn. 134 y 153; Amigos de Dios , n. 242), de fraternidad ( Amigos de Dios , n. 225), de santificación de la vida matrimonial ( Conversaciones , n. 89; Es Cristo que pasa , n. 30), etc. La lectura de los textos a los que remitimos y otros paralelos, muestra además que, sin excluir, como es lógico, a los integrantes de la primera comunidad apostólica, el Beato Josemaría dirige su atención, cuando habla de los primeros cristianos, a cuantos, sea en Palestina, sea en otros lugares, se convirtieron a la fe cristiana y procuraron plasmarla en las situaciones en que a cada uno le era dado vivir. Sobre esta temática pueden encontrarse más datos en D. RAMOS-LISSON, El ejemplo de los primeros cristianos en las enseñanzas del Beato Josemaría , en „ Rornana “, 15 (1999) 292-307.

81 El Beato Josemaría dejó constancia de ello en diversos momentos, como, por ejemplo, en unas palabras pronunciadas el día en que se celebraba el treinta y cuatro aniversario de la fundación del Opus Dei: „¿Realmente comenzó la Obra el 2 de octubre de 1928?“, se preguntó a sí mismo. Y continuó inmediatamente después: „Sí, hijo mío, se comenzó el día 2 de octubre de 1928. Desde ese momento no tuve ya tranquilidad alguna (...) Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero, asi como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón“ (apuntes tomados durante una meditación que predicó el 2-X-1962). Fue su fidelidad a la luz y la misión recibidas en octubre de 1928 lo que hizo que ese „disparatón“ dejara de serlo para convertirse en realidad y sus enseñanzas en doctrina universalmente aceptada.

82 Sobre el proceso histórico-jurídico gracias al cual el Opus Dei alcanzó la configuración jurídica adecuada a su carisma fundacional, ver lo que hemos escrito, en colaboración con A. de Fuenmayor y V. Gómez Iglesias, en El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma , Pamplona 1989, así como V. GÓMEZ-IGLESIAS, A. VIANA  yJ. MIRAS, El Opus Dei, Prelatura personal. La Constitución apostólica „Ut sit“ , Pamplona 2000. Sobre la figura de las Prelaturas personales, ver P. RODRíGUEZ. Iglesias particulares y prelaturas personales , Pamplona 1985; J. MARTÍNEZ TORRÓN, La configuración jurídica de las prelaturas personales en el Concilio Vaticano II , Pamplona 1986; A. DE FUENMAYOR, Escritos sobre prelaturas personales , Pamplona 1988; G. LO CASTRO. Le prelature personali. Profili giuridici , Milán 1999.

83 Carta 19-III-1954, nn. 26 y 29.

84 Conversaciones , n. 24. „El Opus Dei -afirmaba en términos muy parecidos en la conferencia de 1948 ya varias veces citada- agrupa en su seno a cristianos de todas clases, hombres y mujeres, célibes y casados, que estando en medio del mundo, mejor dicho, que siendo del mundo -pues son seglares corrientes- aspiran, por vocación divina, a la perfección cristiana“ ( La Constitución apostólica „Provida Mater Ecclesia“ y el Opus Dei , cit., p. 19).

85 Conversaciones , n. 66. El Cardenal Sergio Pignedoli, en aquellos años Presidente del Secretariado para los No Cristianos, se hizo eco de esas expresiones en un artículo destinado a glosar el espíritu del Opus Dei a raíz del fallecimiento de su Fundador: „El cristiano consciente de sí está en el mundo sin complejos y sin ficciones. No tiene que penetrar -como a veces se dice- donde ya se encuentra por derecho propio, puesto que el creyente no es ni puede ser -ni siquiera psicológicamente- alguien extraño al mundo; es plenamente ciudadano del mundo, al igual que cualquier otro hombre“ ( Mons. Escrivá de Balaguer. Un esemplaritá spirituale , en „ II Veltro “, 19, 1975, 277).

86 Conversaciones , n. 62; ver también n. 72. Como puede advertirse en esta entrevista, concedida en 1968, el Fundador del Opus Dei empleó, como en otros de sus escritos, la palabra „socios“ para referirse a los fieles del Opus Dei. Era la terminología que resultaba necesario usar en aquel momento. Una vez erigido el Opus Dei en Prelatura personal se habla, con propiedad, de „miembros“ o de „fieles“.

87 La referencia a la secularidad como realidad no meramente sociológica sino teológica y, paralelamente, a las virtudes de la sencillez y de la naturalidad, ocuparon siempre un lugar de primer plano en la predicación del Beato Josemaría; textos especialmente significativos pueden encontrarse en Amigos de Dios , nn. 90 y 121. Para un comentario sobre esta temática ver, entre otros, A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana , en „ Scripta Theologica “, 2 (1970), pp. 154-164 (recogido en A. GARCÍA SUÁREZ, Eclesiología, catequesis, espiritualidad , Pamplona 1998, pp. 643-665); J.-M. PERO-SANZ, Una secularidad con estilo apostólico , en „ Iglesia viva “, 35-36 (1971), pp. 429-444; J. ORLANDIS, Una espiritualidad laical y secular , en AA.VV., Cristianos corrientes , Madrid 1970, pp. 29-65; J. L. ILLANES, Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei , en P. RODRíGUEZ, F. OCÁRIZ y J. L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia . Introducción eclesiológica a la vida y apostolado del Opus Dei , Madrid 1993, pp. 199-303; A. ARANDA, „El bullir de la sangre de Cristo“. Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá , cit., pp. 255ss.

Jose Luis Illanes