EL TRABAJO, UN TEMA RECUPERADO POR LA TEOLOGIA ESPIRITUAL

“La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad”. Libro escrito por el teólogo José Luis Illanes. Décima Edición revisada y actualizada.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los fieles corrientes pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando según el querer de Dios los asuntos temporales. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades de la vida familiar y social con las que su existencia forma un único tejido“(1). Con estas palabras, la Constitución Lumen gentium perfila, en su capítulo cuarto, las notas distintivas del laicado como elemento integrante del pueblo de Dios.

Superaba así el Concilio Vaticano II una descripción puramente negativa de la condición propia de los laicos (los que no son ni clérigos ni religiosos), para dar paso a una descripción positiva en la que se subrayan, de una parte, la pertenencia al pueblo de Dios y la incorporación a Cristo, y, de otra, la realización de una misión en el mundo, en el núcleo mismo de las estructuras temporales (2).

El esfuerzo de penetración teológica en la comprensión y descripción del laicado, que supuso la elaboración de la Constitución Lumen gentium y que se refleja a lo largo de todo el capítulo cuarto de esa Constitución, encuentra su lógica prolongación en el capítulo quinto: la llamada universal a la santidad. „Todos los fieles -proclama el Concilio-, cualquiera que sea el estado o régimen de su vida, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad... Todos los fieles, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancia, y precisamente por medio de todo eso, se pueden santificar cada día más, siempre que todo sea recibido con fe de la mano del Padre celestial; siempre que se coopere con la voluntad divina al manifestar a todos, incluso en un servicio temporal, la caridad con que Cristo amó al mundo“(3).

Una frase resulta especialmente significativa dentro del párrafo que se acaba de citar: el inciso donde se aclara que no solo se puede aspirar a la santidad desde cualquier estado de vida, sino que debe aspirarse „precisamente por medio de ese estado de vida“. Poco antes, y aludiendo a quienes se dedican al trabajo manual, los Padres conciliares habían escrito: „los que viven entregados al trabajo, con frecuencia duro, conviene que a través de esa misma tarea humana busquen su perfección“(4). La conexión entre esas afirmaciones de la Constitución Lumen gentium es clara: si los seglares, por vocación divina, deben estar en las estructuras temporales, ha de ser ahí donde encuentren los medios para su santificación. El trabajo, la tarea humana, se presenta así como algo que se injerta hondamente en el terreno de lo sobrenatural(5).

Esta formulación de la Lumen gentium encuentra su aplicación y complemento en otros documentos conciliares, en los que se nos ofrecen los elementos centrales para una reflexión sobre el valor santificador del trabajo:

a) De una parte, en efecto, esos documentos recogen y glosan aquellos aspectos del dogma cristiano que fundamentan la dignidad del trabajo humano. Quizá ninguna frase más gráfica en este sentido que el siguiente párrafo de la Constitución Gaudium et spes : „Una cosa es cierta para los creyentes: que el trabajo humano, individual o colectivo, es decir el conjunto ingente de los esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios... Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para si y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia“(6). En suma, la actividad humana, el trabajo, forma parte del orden querido por Dios, que no es un orden estático, sino dinámico; un orden, pues, que refleja la perfección de Dios no solo por el mero hecho de ser, es decir, por su simple estar hecho, sino por su obrar (7).

b) De otra, esos mismos documentos prolongan esas perspectivas dogmáticas y cósmicas, que se acaban de señalar, para, ya a un nivel más inmediatamente antropológico, poner de manifiesto la importancia del trabajo para la perfección del hombre, también para su perfección sobrenatural. El documento del Vaticano II donde este aspecto se encuentra más desarrollado es el Decreto Apostolicam actuositatem , en los párrafos destinados a perfilar algunos de los rasgos generales de la vida espiritual de los seglares: „Los laicos deben servirse de estos auxilios (las diversas prácticas espirituales y la liturgia), de tal modo que, al cumplir como es debido las funciones propias del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Dios de su vida personal, sino que crezcan en esa unión realizando su trabajo según la voluntad de Dios... La vida espiritual de los laicos debe tomar su nota peculiar a partir del estado de matrimonio y familia, de celibato o viudedad, de la situación de enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen, pues, de cultivar con asiduidad las cualidades y dotes que, adecuadas a esas situaciones, les han sido dadas, y hagan uso de los dones recibidos en propiedad del Espíritu Santo“(8).

El magisterio pontificio de los años transcurridos desde la celebración del Concilio Vaticano II ha reiterado y prolongado esas enseñanzas (9). No es necesario proceder ahora a documentar ese hecho; nos limitaremos, pues, simplemente a algunas citas significativas de los dos pontífices que, junto con el breve pontificado de Juan Pablo I, cubren el lapso de tiempo que va desde la década de los sesenta hasta nuestros días, Pablo VI y Juan Pablo II.

En palabras breves e incisivas, Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio -publicada, como se recordara, poco mas de un año después de la terminación del Vaticano II- ponía en relación trabajo y obra creadora: „Dios, habiendo adornado al hombre con el intelecto, el pensamiento y los sentidos, le ha dado los instrumentos necesarios para que, la obra que Él había incoado, en cierto modo la completara y perfeccionara“ (10). Y, en otro momento, desde una perspectiva no ya dogmática sino espiritual, comentaba: „no solo hay que convertir la profesión en algo bueno, no solo se la debe santificar, sino que la misma profesión ha de ser considerada como santificante, como algo que perfecciona. No es necesario salirse del propio camino para mejorar, para ser digno del Evangelio y de Cristo. Basta quedarse allí, permanecer allí. Es decir: basta dedicar a los propios deberes esa atencion y fidelidad que convierten al hombre en una persona buena, honesta, justa, ejemplar“(11).

Juan Pablo II ha desarrollado esas perspectivas, tanto las dogmáticas como las espirituales, en diversos momentos, y especialmente en uno de los documentos más emblemáticos de su pontificado, la Encíclica Laborem exercens . La densidad del documento -el más amplio de los dedicados al trabajo por el magisterio eclesiástico- nos exime de un comentario detenido. Limitémonos a recordar que toda la Encíclica quiere ser como una glosa del „evangelio“, es decir, de la buena nueva sobre el trabajo que implica la fe cristiana, en referencia a dos ejes fundamentales: la narración del Génesis sobre la creación del hombre como ser llamado a dominar la tierra y el testimonio de Jesucristo y la realidad concreta de su trabajo en Nazaret. De ahí la intensidad de muchas de sus frases sintéticas, de entre las que reproducimos una: „Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo desde el punto de vista de su valor humano y del orden moral en el cual se encuadra (...), contemporáneamente ve como un deber suyo particular la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor“ (12).

El alcance doctrinal y la trascendencia histórica de afirmaciones como las que acabamos de citar se advertirá más claramente si recordamos que, apenas unos años antes, un lenguaje semejante hubiera resultado inconcebible: la teología espiritual ignoraba, en efecto, el tema del trabajo o, si lo mencionaba, era solo marginal o tangencialmente. Baste remitir a tres de los más conocidos manuales de teología espiritual de la época a la que aludimos. Tanquerey, en su Compendio de Teología Ascética y Mística (primera edición, 1923), apenas dedica tres páginas al tema de la santificación del trabajo, y eso dentro del capítulo titulado „Santificación de la vida de relación“. En Las tres edades de la vida interior , de Garrigou-Lagrange (primera edición, 1938), o en la Theologia spiritualis del profesor de la Gregoriana J. de Guibert (primera edición, 1937), del trabajo ni siquiera se habla; la misma suerte corre el tema de los deberes de estado. Los ejemplos podrían multiplicarse.

¿Cómo puede haberse producido ese olvido?, ¿qué factores lo explican? Aunque volveremos sobre algunos aspectos de este problema en páginas posteriores, podemos ya ahora apuntar un esbozo de respuesta, aludiendo a tres factores, entre otros que podrían mencionarse.

Ese olvido parece vinculado, en primer lugar, al influjo ejercido sobre la teología espiritual por planteamientos surgidos a partir de la experiencia monástico-religiosa. Expliquémonos bien. Todas las espiritualidades que a lo largo de los siglos han ido floreciendo en la Iglesia, se justifican por si mismas en la medida de su fidelidad al Evangelio, de la que es garantía la aprobación de la Jerarquía eclesiástica. Los fallos o carencias son imputables, más bien, a la reflexión teológica posterior, que, en más de una ocasión, puede haber pecado de unilateralidad, al no abordar el problema en su conjunto, por encerrarse en perspectivas parciales. Fue eso lo que, en nuestro caso concreto, condujo, durante bastante tiempo, a considerar la espiritualidad cristiana solo -o al menos preponderantemente- desde el prisma del apartamiento del mundo y no también desde la óptica propia de quien está inserto en él, olvidando o dejando de lado, en la práctica, los valores propios de la experiencia laical y, por tanto, el trabajo en cuanto actividad u ocupación secular (13).

La experiencia monástica -sea en general, sea especialmente en la tradición benedictina- implicaba, ciertamente, una valoración de la actividad manual. Y en los siglos medievales, el desarrollo de las corporaciones y de la sociedad en general apuntó en más de un momento a una valoración del trabajo profesional, que, en la época del Renacimiento y del humanismo, se amplió, incluso desde una perspectiva más formalmente especulativa. La ruptura del universo cristiano que se produjo a raíz de la reforma protestante, y la crispación de posturas en que esa ruptura desembocó, trajo consigo -y este es el segundo de los factores a los que deseábamos aludir- una paralización de esos gérmenes. La teología postridentina y barroca, que supo advertir y valorar otras realidades temporales, ignoró en cambio el trabajo e incluso, en más de un momento, se dejó condicionar por un aristocratismo que lo excluía o lo minusvaloraba.

Todo ello se vio agravado -tercer factor- por la fractura que, como consecuencia de un complejo proceso histórico, se produjo, a partir del siglo XVIII, entre mundo civil y mundo eclesiástico, entre filosofía y teología, entre vivir humano y espiritualidad cristiana. En la génesis y desarrollo de ese proceso influyeron realidades y planteamientos muy diversos, tanto positivos, como neutros o ambivalentes e incluso negativos. Sin entrar ahora en mayores precisiones (14), digamos solo, y de forma muy esquemática, que ese proceso desembocó en fractura como consecuencia de la presencia y la acción de ideologías, de cuño deísta o ateo, que conciben la vida humana como una realidad cerrada en sí misma, relegando, por tanto, la religión, y todo lo relacionado con ella, al orden de lo insignificante o, incluso, de lo perjudicial.

La realidad fue que, de hecho, se llegó no solo -lo que resulta de por sí suficientemente grave- a actitudes que se limitaban a yuxtaponer entre vida de trabajo y vida cristiana, sino, peor aún, a planteamientos que presuponian que entre ambas dimensiones reina una verdadera oposición, como lo denunciaba Pablo VI, en un artículo publicado en 1960, cuando era todavía el Cardenal Montini: „Religión y trabajo. Existe hoy algo que no solo distingue, sino que separa estas dos expresiones de la vida humana: a veces se ignoran, en ocasiones se miran con suspicacia, otras se oponen mutuamente. Con frecuencia conviven sin ayudarse, sin fundirse en una espiritualidad homogénea, sin entrecruzarse en una equilibrada armonía. Cuando son impulsadas a un acercamiento, lo hacen con temor. Si se les obliga a estar juntas, una obstaculiza la segunda; y la segunda profana a la primera. Se diría que no están hechas para ir de acuerdo. Se diría, incluso, que la oposición surgida en la mentalidad trabajadora contra la religión supone algo profundo, irreductible“ (15).

Ningún desarrollo, ninguna realización le son dados al hombre de una vez para todas, puesto que la historia implica el actualizarse incesante de nuestra libertad, pero el reconocimiento de la posibilidad de una síntesis armónica entre trabajo y espiritualidad es ya una adquisición a nivel de la conciencia cristiana, como testimonian los textos del Concilio Vaticano II antes citados, encuadrados como están en ese esfuerzo de la Iglesia por „dar una más plena definición de sí misma“(16). Podemos hablar así de una nueva situación teológica, de una recuperación por parte de la teología y, concretamente, por parte de la teología espiritual del valor específicamente cristiano y teologal del trabajo.

Si antes nos interrogábamos acerca de las causas que pueden explicar el olvido del tema del trabajo por parte de la teología espiritual que nos ha precedido, podemos ahora preguntarnos: ¿qué hechos concretos han provocado esa recuperación?, ¿qué factores han motivado esa mayor profundización en el mensaje de Cristo que ha llevado a reconocer el valor santificador del trabajo?

Todo intento de explicación o reconstrucción histórica es empresa arriesgada ya que los elementos en juego son múltiples y variados y resulta difícil reducirlos de algún modo a unidad. Esa dificultad aumenta si se trata de explicar procesos de vida cristiana en los que -así lo reconoce todo pensador creyente- está presente, aunque sea de modo imperceptible, la acción de Dios. „El Espíritu Santo es quien da su espiritualidad al nuevo pueblo de Dios“, escribe Schmaus en su tratado sobre la Iglesia (17). El Espíritu Santo es quien anima y hace crecer el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; los grandes cambios, los grandes movimientos no se producen en la Iglesia por el mero juego de fuerzas naturales, ni tan siquiera por el simple esfuerzo humano en meditar sobre la palabra de Dios, sino que es la acción soberana del Espíritu la que mueve los hilos de una trama que va encaminando a la Iglesia hacia esa medida de la plenitud de Cristo en la que tiene su meta.

La toma de conciencia a la que nos hemos referido presupone esa realidad, constituye uno de esos pasos por los que la Iglesia, asumiendo todos y cada uno de los momentos de su pasado, los integra en un deseo de mayor fidelidad a Cristo y a la palabra que Él nos ha transmitido, manifestando así, con su propio vivir, la presencia viva del Espíritu. Porque -digámoslo con palabras del Beato Josemaría Escrivá- „la Iglesia, que es un organismo vivo, demuestra su vitalidad con el movimiento inmanente que la anima. Este movimiento es, muchas veces, algo más que una mera adaptación al ambiente: es una intromisión en él, con ánimo positivo y señorial. La Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, no transita por este mundo como a través de una carrera de obstáculos, para ver cómo puede esquivarlos o para seguir los meandros abiertos según la línea de menor resistencia, sino que, por el contrario, camina sobre la tierra con paso firme y seguro, abriendo Ella camino“ (18).

No es, pues, mediante una investigación puramente erudita, y menos aún, con una consideración meramente conceptual como conseguiremos explicarnos la historia de la Iglesia. Es necesario saber mirar con ojos penetrantes, con ojos de fe, esa historia, estando atentos tanto a los grandes acontecimientos como al desenvolverse concreto del existir. Newman ha mostrado ya suficientemente la importancia de la práctica, de la experiencia, de la vida, en el desarrollo de la doctrina católica (19). Y si esto es verdad en todos los terrenos, lo es de modo muy especial en el terreno de la doctrina espiritual. Toda pretensión de ofrecer una explicación acabada pecaría, por eso, inevitablemente, de unilateral.

Pero una vez dicho todo eso, y teniéndolo presente, nada impide que, sin pretensiones de exhaustividad, apuntemos algunos de los acontecimientos y realidades que han estado en juego en el proceso de toma de conciencia sobre el valor cristiano y, más concretamente, santificador del trabajo. Recordemos, por ejemplo, los movimientos culturales y sociales de inspiración cristiana surgidos como respuesta ante los problemas planteados por la revolución industrial y por la descristianización de amplias masas de población, ya que condujeron, aunque en ocasiones por vía indirecta, a interrogarse sobre la vida espiritual como fundamento de la acción. Evoquemos también a los estudios teológicos, bíblicos y patrísticos, nacidos, en más de una ocasión, como apoyo o contribución a experiencias apostólicas o pastorales. Mencionemos además, aunque su perspectiva sea diversa, diversos intentos de reflexión filosófica, de inspiración cristiana, en diálogo crítico con las filosofías del trabajo surgidas a partir de los inicios de la revolución industrial.

Y finalmente, aunque en más de un caso entrecruzándose con todo lo anterior, las realidades e iniciativas espirituales, fruto de esa acción por la que el Espíritu Santo, que sopla donde quiere y como quiere (20), continúa haciendo resonar a lo largo de la historia, con acentos a la vez perennes y nuevos, la palabra de Cristo.

En esta última línea se sitúan el acontecimiento y la realidad en la que vamos a centrar la atención en este libro: el nacimiento del Opus Dei en 1928 y su posterior desarrollo y difusión, y, más concretamente, su espíritu. El mensaje proclamado y la labor realizada por su Fundador, el Beato Josemaría Escrivá, han sido, en efecto, uno de los caminos elegidos por el Espíritu Santo para promover la renovación de la vida cristiana en y a través de las tareas seculares e impulsar el reconocimiento tanto intelectual como vital del valor santificador del trabajar humano.

Juan Pablo II quiso dejar constancia de ello en la homilía que pronunció el 17 de mayo de 1992, con ocasión de la Beatificación del Fundador del Opus Dei. „Con sobrenatural intuición -fueron sus palabras-, el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación“. En una sociedad en la que la fuerza técnica y la riqueza material corren el riesgo de convertirse en un ídolo, „el nuevo Beato -continuó diciendo- nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo. „Todas las cosas de la tierra -enseñaba-, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios“(21).

Toda beatificación constituye un reconocimiento de la santidad de vida de la persona a la que se refiere. Las palabras pronunciadas por Juan Pablo II indican que, en el caso de Josemaría Escrivá, ese acto eclesial y litúrgico implicaba, a la vez, el reconocimiento de la trascendencia histórica y pastoral de un mensaje. Mejor dicho, la confirmación de esa trascendencia, puesto que, en realidad, había sido ya amplia y reiteradamente reconocida en años anteriores, en especial desde que, en las décadas de 1940 y 1950, el Opus Dei recibiera las oportunas aprobaciones pontificias. Las declaraciones públicas en ese sentido fueron particularmente numerosas en la segunda parte de la década de 1970, a raíz del fallecimiento de Beato Josemaría, acaecido en junio de 1975. De entre los diversos testimonios de ese período, resultará útil citar dos, especialmente significativos desde una perspectiva espiritual.

El primero proviene de un artículo que el Cardenal Albino Luciani, poco después Juan Pablo I, publicó el 25 de junio de 1978 y en el que, bajo el título „Buscando a Dios en el trabajo cotidiano“, glosaba algunos rasgos de la espiritualidad del Opus Dei, acudiendo, para mostrar su relevancia histórica, a la comparación con uno de los grandes santos de la época moderna: San Francisco de Sales, bien conocido por su preocupación por promover la vida espiritual de los cristianos corrientes, entregados a las tareas seculares. „Escrivá de Balaguer -escribía el entonces Patriarca de Venecia- supera en muchos aspectos a Francisco de Sales. Este también propugna la santidad para todos, pero parece enseñar solamente una espiritualidad de los laicos, mientras Escrivá quiere una espiritualidad laical. Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios practicados por los religiosos con las adaptaciones oportunas. Escrivá es más radical: habla de materializar -en buen sentido- la santificación. Para él, es el mismo trabajo material lo que debe transformarse en oración y santidad“ (22).

El segundo está tomado de un texto, aparecido un mes después del fallecimiento del Beato Josemaría, que tiene por autor al Cardenal Sebastiano Baggio, en aquel momento Prefecto de la Congregación para los Obispos, y conocedor del Fundador del Opus Dei desde el año mismo en que este fijó su residencia en Roma, es decir, desde 1946. „Es evidente -escribe- que la vida, la obra y el mensaje del Fundador del Opus Dei constituyen en la historia de la espiritualidad cristiana un viraje, o, más exactamente, un capítulo nuevo y original, si consideramos esa historia -y así debe ser- como un camino rectilíneo bajo la guía del Espíritu Santo“. A lo largo de la historia de la Iglesia -comenta-, no han faltado predicadores o directores de almas que han invitado a todos los hombres, cualquiera que fuera su situación en la vida, a seguir a fondo el camino de Cristo, pero -añade- „lo que continúa siendo revolucionario en el mensaje espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer es la manera práctica de orientar hacia la santidad cristiana a hombres y mujeres de toda condición, en una palabra: al hombre de la calle (...)“. Ese modo de concretar, en la práctica, el mensaje al que acabamos de referirnos se basa -continúa- „en tres novedades características de la espiritualidad del Opus Dei: 1) los seglares no deben abandonar ni despreciar el mundo, sino quedarse dentro, amando y compartiendo la vida de sus conciudadanos; 2) quedándose en el mundo, deben saber descubrir el valor sobrenatural de todas las normales circunstancias de su vida, incluidas las más prosaicas y materiales; 3) en consecuencia, el trabajo cotidiano -es decir, el que ocupa la mayor parte del tiempo y caracteriza la personalidad de la mayoría de las personas- es lo primero que han de santificar y el primer instrumento de su apostolado“ (23).

Con relativa frecuencia en testimonios como los mencionados, o en otros de la misma época, al glosar la figura del Beato Josemaría y de su mensaje, se hace alusión a la importancia de su contribución al proceso de renovación eclesial que había terminado por confluir en el Concilio Vaticano II y, especialmente, en su proclamación de la llamada a la santidad y al apostolado en y a través de las ocupaciones seculares (24). En el momento del fallecimiento del Beato Josemaría Escrivá habían transcurrido solo diez años desde la conclusión del Concilio, y era lógico que acudiera espontáneamente a la memoria el recuerdo del gran acontecimiento conciliar para situar con relación a él hechos, acontecimientos y doctrinas. Ahora, casi treinta años después y en el momento del tránsito del segundo al tercer milenio de la era cristiana, el horizonte se ha hecho más complejo, aunque el Concilio sigue siendo un punto decisivo de referencia (25).

En todo caso, nuestra intención no es tanto buscar antecedentes de acontecimientos concretos, cuanto situarnos ante un gran ideal, la santificación del trabajo humano, considerando la luz y el impulso que, a ese efecto, implica el mensaje proclamado por el Fundador del Opus Dei. Vamos, pues, a lo largo de este ensayo, a exponer algunos de los rasgos fundamentales de ese espíritu, considerándolo, primero, en términos generales -lo que implicará aportar algunos datos que ayuden a situarlo en el contexto de la historia de la espiritualidad cristiana (26)- y analizándolo, después, de forma más detallada.

Notas

1 CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 31.

2 Sobre la comprensión del laico o cristiano corriente que implican los textos del Concilio Vaticano lI, los desarrollos espirituales y los estudios que confluyeron en las declaraciones conciliares, así como los debates posteriores y la reafirmación y profundización en la doctrina del Vaticano II realizadas por la Asamblea del Sínodo de Obispos celebrado en 1987 y la sucesiva Exhortación apostólica Christifideles laici, puede encontrarse información ybibliografía en nuestro estudio La discusión teológica sobre la noción delaico, en „Scripta Theologica” 22 (1990) 771-789 (recogido después en J. L.ILLANES, Laicado y sacerdocio, Pamplona 2000).

3 CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, nn. 40 y 41.

4 Ibid., n. 41.

5 Para un desarrollo de esa idea, ver nuestro estudio La llamada universal a la santidad, en„Nuestro Tiempo“ 162 (1967) 611-630, donde el tema es analizado teniendo a la vista precisamente textos tanto del Concilio Vaticano II como del Fundador del Opus Dei (recogido luego en J. L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984, pp. 65-96).

6 CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n.34.

7 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUlNO, Summa Theologiae, 1, q. 103, a.6.

8 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 4.

9 Para un análisis más detenido de la enseñanza del Vaticano II, ver R. M. NUBIOLA, Trabajo y redención en la „Gaudium et spes“, Terrassa (Barcelona) 1993, y H. FITTE, Lavoro umano e redenzione. Riflessione teologica dalla „Gaudium et spes“ a la „Laborem exercens“, Roma 1996, en ambos casos con buena bibliografía

10 PABLO VI, Enc. Populorum progressio, n. 27; ver también el n. 28 donde recuerda a la vez el carácter ambivalente que, como toda realidad temporal, intrahistórica, tiene el trabajo. La Populorum progressio fue promulgada el 26-III-1967.

11 ÍDEM, Discurso a la Asociación de Juristas Católicos, 15-XII-1963 (en Insegnamenti di Paolo VI, Tipografía Políglota Vaticana, I, 1963, p. 609). Como puede advertirse, el pasaje que citamos no es posterior sino contemporáneo del Vaticano II; textos posteriores del mismo pontífice, en H. FITTE, Lavoro umano e redenzione, cit., pp. 244-249.

12 JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, n. 24. Sobre esta Encíclica, junto a nuestro ensayo Trabajo, historia y persona. Elementos para una teología del trabajo en la„Laborem exercens“, en „Scripta Theologica“ 15 (1983) 205-231 (recogido en J.L. ILLANES, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una teología del trabajo, Pamplona 1997, pp. 143-178), pueden consultarse, entre otros estudios, AA. VV., Estudios sobre la „Laborem exercens“, Madrid 1987; E. COLOM Y F. WURMSER, El trabajo en JUAN PABLO II, Madrid 1995; H. FITTE, Lavoro humano e redenzione, cit., pp. 251-273, con amplia bibliografía.

13 Durante largo tiempo, afirmaba Henri Sanson, „el aspecto ascético del trabajo ha ocultado su significación humana“ (Spiritualité de la vie active, Le Puy 1957, p. 212; ver también páginas 9-11). Jacques Maritain (Le paysan de la Garonne, París 1966,pp. 73-79; versión castellana: El campesino del Garona, Bilbao 1967, pp. 80-85 )expresaba un juicio análogo afirmando que, por una errada interpretación del dicho de algunos grandes místicos -alude a la expresión „desprecio del mundo”- la teología espiritual ha estado afectada, en ocasiones de forma patente, otras larvada, por un maniqueísmo práctico que hacía imposible una apreciación positiva de las realidades seculares, y, por tanto, del trabajo profesional que el cristiano realiza en medio del mundo y sabiéndose parte del mundo.

14 De ese proceso, y más concretamente de la distinción entre secularización, secularidad y secularismo -por acudir a términos emblemáticos y usuales-, nos hemos ocupado ya con detalle en otros momentos, especialmente en Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973, e Historia y sentido. Estudios de teología de lahistoria, Madrid 1997.

15 Un grande problema del giorno: Religione e lavoro, en „L’Osservatore Romano”, 1-IV-1960,p. 3. Cinco años más tarde, ya Pontífice y en plena celebración del Concilio Vaticano II,pronunciaba unas palabras, dirigidas a los participantes en un congreso de jóvenes obreros, en las que cabe detectar un eco de ese diagnóstico de la situación, unido a la invitación a superarla: „Toca a vosotros llevar, volver a llevar a Cristo al mundo del trabajo y, especialmente, a las nuevas promociones de trabajadores. No se trata de hacer una propaganda fanática, ni de adoptar posturas de beatos, ni mucho menos de encerrarse en círculos cerrados, o de sentirse ajeno a la participación de la vida obrera. Se trata de no privar, a esa vida del trabajo, de su dignidad espiritual, de sus derechos religiosos y morales; se trata de infundir en el trabajo el sentido cristiano yhumano, que lo ennoblece, lo fortifica, lo purifica, lo conforta y lo llena de buenos sentimientos de solidaridad y amistad, y ayuda a defender los propios intereses económicos y profesionales con espíritu de justicia y de comprensión para el bien común. ¿No es vuestra fe, vuestra conciencia cristiana, vuestra certeza religiosa, la que os da el sentido más alto, más seguro, más alegre dela vida? He aquí para qué sirve la fe: ¡sirve para la vida!“ (Discurso al IX congreso nacional de la juventud de la Associazione Católica dei Lavoratori Italiani, ACLI, pronunciado el 5 de enero de 1965; en lnsegnamenti di Paolo VI, vol. III, 1965, pp. 16-17).

16 PABLO VI,Discurso de apertura a la Segunda Sesión del Concilio Vaticano II, AAS, 54 (1963), p. 847.

17 Katholische Dogmatik, párr. 170 (edición castellana, tomo IV, Madrid 1960, p. 315).

18 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La Constitución apostólica „Provida Mater Ecclesia“ y el Opus Dei, Madrid 1949, p. 7 (se trata de una conferencia pronunciada en 1948 en la sede

madrileña de la Asociación Católica de Propagandistas, y luego publicada en edición aparte).

19 Véase su Essay on the Development of Christian Doctrine, a lo largo de toda la obra y quizá

especialmente las páginas que, al principio de la obra, dedica a poner de manifiesto la conexión entre desarrollo dogmático y fe auténticamente vivida.

20 Cfr. Jn 3,8.

21 JUAN PABLO II, Homilia en la Misa de Beatificación del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992; expresiones parecidas en el Breve pontificio de Beatificación. Ambos textos pueden consultarse en „Romana. Bollettino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei“ 8 (1992) 18-20 y 11-15.

22 A. LUCIANI, Cercando Dio nel lavoro quotidiano, en „II Gazzettino“, Venecia, 25-VII-1978.

23 S. BAGGIO, Opus Dei: una svolta nella spiritualitá, en „Avvenire“, Milán, 26-VII-1975.Declaraciones análogas se encuentran en escritos publicados por otras muchas personalidades eclesiásticas; remitamos, a modo de ejemplo, a los testimonios, dados en esas mismas fechas, de diversos cardenales: SERGIO PIGNEDOLI, Mons. Escrivá de Balaguer: un esemplaritá spirituale, en „Il Veltro“, Roma 19 (1975) 275-282; MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN, ¿Cuál sería su secreto?, en „ABC” suplemento dominical, Madrid, 24-VIII-1975; JULlUS ROSALES, Msgr. Escrivá: Profile of a saint, en „Philippines Evening Express“, Manila, 26-VI-1976; AGNELO ROSSI, Mensagem universal de Mons. Escrivá, en „O Estado de S. Paulo“, Sao Paulo, 27-VI y 4-VII-1976; FRANZ KÖNIG, Il significato dell’Opus Dei, en „Corriere

della Sera“, Milán, 9-XI-1975; JOHN CARBERRY, The Work of God, en „The Priest“,

Huntington (Indiana), VI-1979; LUIS APONTE, La santidad del pueblo de Dios, una pasión de Mons. Escrivá de Balaguer, en „El Visitante de Puerto Rico“, San Juan de Puerto Rico, 11-II-1979; PIETRO PARENTE, Le radici della spiritualitá del fondatore dell’Opus Dei, en „L’Osservatore Rornano“, 24-VI-1979.

24 Así lo hizo, entre otros, el propio JUAN PABLO II, por ejemplo, en una homilía pronunciada

durante una Misa celebrada el 19 de agosto de 1979, en la que participaba un numeroso grupo de fieles del Opus Dei: „Vuestra institución -afirmó- tiene como finalidad la santificación de la vida permaneciendo en el mundo, en el propio puesto de trabajo y de profesión: vivir el Evangelio en el mundo, viviendo ciertamente inmersos en el mundo, pero para transformarlo y redimirlo con el propio amor a Cristo . Realmente es un gran ideal el vuestro, que desde los

comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio” (el original italiano de esa homilía se encuentra en „L’Osservatore Romano“, 20/21-VIII-1979; su traducción castellana, en „L’Osservatore Romano“, edición en español, 26-VIII-1979). Unos años antes, siendo todavía el Cardenal Karol Wojtvla, había tenido ocasión de aludir al Opus Dei en relación precisamente al tema que nos ocupa: el trabajo. Fue en una conferencia pronunciada en 1974, sobre el tema La evangelización y

el hombre interior, y en la que, después de haber puesto de manifiesto que el crecimiento del hombre pasa a través del crecimiento interior, se preguntaba cómo se entrelaza el desarrollo humano con el progreso de la técnica y de la praxis que de ella deriva: „¿De qué manera, en definitiva, dominando la faz de la Tierra, podrá el hombre plasmar en ella su rostro espiritual?“. Acto seguido continuó: „Podremos responder a esta pregunta con la expresión -tan feliz y ya

tan familiar a gentes de todo el mundo- que Mons. Escrivá de Balaguer ha difundido desde hace tantos años: „santificando cada uno el propio trabajo, santificándose en el trabajo y santificando a los otros con el trabajo“.“ Una versión castellana de esta conferencia está recogida en el libro La fe de la Iglesia. Textos del Card. Karol WojiyIa, Pamplona 1979; las frases citadas están en pp. 94-95.

25 A él remite expresamente JUAN PABLO II en los documentos que destinó a enmarcar el Gran Jubileo del año 2000: el destinado a orientar su preparacion y celebración yel encaminado a glosar su clausura, es decir, la Carta apost. Tertio millennio adveniente y la Carta. apost. Novo millennio ineunte. En ambos documentos (cfr., especialmente, nn. 18-20 del primero y n. 3 y 57 del segundo), lo presenta, en efecto, como acontecimiento decisivo en la historia de la Iglesia del siglo XX y como impulso y orientación para la actividad apostólica futura.

26 A lo largo de las páginas que siguen emplearemos varias veces las expresiones "espíritu“,„espiritualidad“ y „espiritualidades“. No es nuestra intención entrar en discusiones sobre la significación estricta de tales vocablos, baste aclarar que el punto de partida de toda reflexión sobre estos temas es la unidad esencial de la espiritualidad cristiana: no hay cristianismo fuera de la identificación con Cristo. Por lo demás, el significado con que en cada lugar empleamos esas voces se deduce claramente del contexto. Sobre este punto, ver lo que hemos escrito en Mundo y santidad, cit., pp. 194-208.

Jose Luis Illanes