5. Bodas de oro sacerdotales (1975)

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Dos semanas llevaba el Padre en Venezuela y no lograba reponerse de las pasadas fatigas, del incesante trajinar catequístico, sin tomar descanso entre etapas, saltando de aeropuerto en aeropuerto. El retiro de Altoclaro presentaba inmejorables condiciones. La suavidad del clima, la quietud del ambiente, prometían un feliz y rápido restablecimiento de sus fuerzas. Pero, como no terminara de sentirse bien, se dispuso a volver sin acercarse a Guatemala, donde le esperaban impacientes todos sus hijos de América Central, y el Cardenal Mario Casariego.

En vísperas de su regreso a Europa el Padre escribió al Cardenal, poniéndole al corriente del cambio de planes. Durante meses —les decía— pensaba con gozo en el viaje a Guatemala. Pero, últimamente, los médicos le habían aconsejado el demorarlo por tres o cuatro meses. Era triste tener que renunciar a ese viaje; y, ¿qué podía hacer? Lo he pensado despacio —refiere— y, vistas las cosas en la presencia de Dios, considero que no les falta razón, porque mi ausencia se ha prolongado excesivamente. Estoy seguro de que todo será mejor: omnia in bonum! |# 179|.

El propósito de reanudar su catequesis, que había dejado medio incumplido en Venezuela, se lo anunció a los de Caracas en la tertulia del 30 de agosto, en Altoclaro. Era casi mediodía cuando apareció el Padre en la sala de estar y, sin andarse con rodeos, les espetó de todo corazón lo que llevaba dentro:

¡Os quiero tanto! Os quiero como una madre y como un padre. Parece mentira que esto pueda ser así, pero si Dios lo ha querido... |# 180|.

Siguió la conversación entre preguntas y respuestas, fáciles y cariñosas. Mas algo hubo, que cogió por sorpresa a los asistentes. A mitad de la tertulia, de improviso y sin levantar la voz, porque no estaba en condiciones de gritar, el Padre empeñó su palabra:

No me queda tiempo, porque esto se ha precipitado y he de marcharme a Europa; pero vendré enseguida... Volveré sin prisas. Y entonces os dedicaré a cada uno el tiempo que os dé la gana. Compromiso firme, ¿eh? ¡Compromiso de aragonés! |# 181|.

Vivía el Padre en continua acción de gracias, por haberse encontrado con millares y millares de personas que amaban al Señor y deseaban servir a la Iglesia y a las almas todas. Dejaba América después de comprobar, en todos los países visitados, que el Señor es muy buen pagador ya aquí abajo |# 182|. En su correría catequística había llegado hasta donde el Señor le había permitido. No se sentía culpable de que le fallaran las fuerzas. Porque si consumió totalmente su reserva de energías físicas fue por generosidad, por no escatimar su entrega apostólica. En cualquier caso, había dado un fuerte revolcón al diablo, confirmando a sus hijos en la fe y predicando a muchedumbres la sana doctrina. Su cuerpo andaba flojo; pero su espíritu se mantenía fiel. Seguían afectándole las deslealtades para con la Iglesia; y muy agudamente, aunque por encima de ese sufrimiento estaba la seguridad de que Dios no pierde batallas, como tiempo atrás escribía a Mons. Marcelo González Martín:

A pesar de los pesares, mi vida está llena de optimismo del bueno, porque estoy persuadido de que todo se arreglará, y las almas del mundo entero encontrarán la luz de Dios y la seguridad que buscan |# 183|.

Se sentía sobrenaturalmente optimista, convencido de que la situación histórica era algo pasajero. Esperaba que pronto se anunciase la alborada y se disipasen las tinieblas. Para ello, confiaba en la omnipotencia de la oración; y oraba porfiadamente:

En este tiempo de Adviento —escribía a la Secretaria Central— acude a la Virgen para que Ella, que trajo el Salvador al mundo, se digne acortar este tiempo de obscuridad, y vuelvan la luz y la paz a las almas y a la Iglesia |# 184|.

En los meses de labor catequética había tratado de olvidarse completamente de su persona y enfermedades, para trabajar con denuedo por Cristo y su Iglesia. Conforme pasaban de país a país, el Padre y don Álvaro enviaban unas líneas, entre otras personas, a Mons. Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado. La primera carta desde el Brasil, donde el Señor bendice extraordinariamente la labor de nuestra Obra, va firmada por Josemaría Escrivá de Balaguer y Álvaro del Portillo |# 185|. La enviada desde Lima va dirigida por don Álvaro a Mons. Benelli:

«De nuevo me dirijo a Su Excelencia, con un afectuoso recuerdo desde el Perú. Continúa esta fecundísima catequesis, en la que nuestro Fundador habla durante muchas horas al día a las muchedumbres, haciendo que amen a la Iglesia y al Vicario de Cristo. Es increíble el número de conversiones y confesiones. Pienso que al Santo Padre le servirá de consuelo lo que escribo». Firmado: Álvaro del Portillo — Josemaría Escrivá de Balaguer |# 186|.

Solamente Dios llevaba cuenta cabal de los achaques y molestias sufridas por el Padre. Después de predicar durante unas semanas en el Brasil y en Argentina, empezó a encontrarse bastante fatigado. Iba a las tertulias con jaqueca, astenia, sueño y algo de fiebre. Por entonces, estando todavía en Argentina, se agudizó el proceso de formación de cataratas, que había comenzado hacia 1971. Se le debilitó mucho la visión en uno de los ojos; y era admirable ver el decoro y naturalidad del paciente. Durante las tertulias multitudinarias, en las que se entrecruzaban preguntas de toda clase de uno a otro extremo de la sala, o desde los palcos al escenario, el Padre se movía con soltura, paseándose por el proscenio. Contadas personas sabían que estaba medio ciego. Apenas distinguía la luz roja que se encendía allá donde alguien pedía el micrófono. Localizaba al interlocutor lo mejor que podía; y hablaba como si estuviera a solas con esa persona. En alguna ocasión se valía del truco de hacer subir al tablado, o al estrado, a chicos jóvenes. Les daba el brazo para apoyarse en ellos unos segundos y seguir las indicaciones espontáneas que éstos le hacían, señalando la dirección en que se encontraba el micrófono |# 187|.

* * *

A su llegada a Madrid, el 1 de septiembre, en vuelo desde Caracas, al Padre se le notaba muy cansado, pero sonriente. Como era de esperar, lo primero que le impusieron los médicos fue una temporada de reposo, sometiéndole a análisis y revisiones médicas. De nuevo le exploraron el 13 de septiembre. El enfermo se encontraba mucho mejor, sin tos y con apetito, y caminaba seguro. Pero los análisis destacaban un notable empeoramiento en la insuficiencia renal y signos muy claros de insuficiencia cardíaca, por fallo del ventrículo izquierdo |# 188|. Por tercera vez le examinaron los médicos a finales de septiembre de 1974, en Barcelona, para confirmar que se hallaba mucho mejor, más animado, y con fuerzas para subir y bajar escaleras sin ayuda. Desde luego, su aspecto no era el de una persona con la salud quebrantada, pero las cifras lo desmentían. La cantidad de urea en sangre y otros resultados de los análisis eran alarmantes. Así lo hicieron constar en el informe: «La impresión de este examen es el contraste entre su estado general aceptable y unos análisis francamente patológicos» |# 189|.

Mientras tanto, a poco de su regreso a Madrid, comenzaron a lloverle cartas de todas partes, agradeciéndole su catequesis en Sudamérica. De Colombia le llegó un buen montón de ellas. El Padre las leía una a una, con gozo. Le servían para hacer oración, y pedir a Dios por cada persona y por cada necesidad. Pero entre líneas no faltaba el desconsuelo de sus hijas colombianas, ya fuese por la deficiente salud del Padre, ya por su frustrada visita, que nunca pasó de promesa:

No me hagáis tragedia, porque no hay motivo. Ahora, porque el Señor lo ha dispuesto así, no he podido estar con vosotras. Yo espero —tengo el propósito— que, dentro de muy poco tiempo, podré ver a mis hijas colombianas, en su salsa, y multiplicadas por cien: ¡nos esperan tantas almas en ese queridísimo país! |# 190|.

En la segunda parte del mes de septiembre estuvo en Castelldaura, cerca de Barcelona, descansando. Descansando sin perder su hábito de trabajo. No quería excepciones en el horario ni que se le relevara de sus obligaciones en la tarea de gobierno. Tampoco perdió la paciencia y la jovialidad. Para mejorar su capacidad respiratoria le recomendaron hacer ejercicio de pulmones. ¡Con qué buen humor se aplicaba entonces el Padre a hinchar globos de goma, o hacer profundas espiraciones, soplando por una paja y levantando un hervidero de burbujas dentro de un vaso de agua! |# 191|.

* * *

En la breve temporada de descanso en Castelldaura, una casa de retiros cercana a Barcelona, el Padre trabajó en los documentos concernientes a la cuestión institucional del Opus Dei. Estaba obedeciendo al Papa. Seguía sus indicaciones. Porque un año antes, en la audiencia privada del 25 de junio de 1973, había informado ya a Pablo VI de los trabajos de revisión de la estructura jurídica del Opus Dei. Noticias que el Papa recibió con alegría; y más cuando se enteró de que la Comisión Técnica encargada de esa tarea, presidida por don Álvaro del Portillo, trabajaba a buena marcha. El Papa, en esa ocasión, animó al Fundador a que, tan pronto estuviera todo listo, presentaran los documentos a la Santa Sede.

Con ello se daría al Opus Dei una configuración jurídica apropiada a la sustancia del carisma fundacional. Era la meta de la "intención especial", por la que toda la Obra venía pidiendo desde muchos años atrás. Una vez obtenida, se acabarían los indecibles disgustos y quebraderos de cabeza que esta cuestión había ocasionado al Fundador.

¡Casi medio siglo pidiendo la realización del encargo recibido de Dios! Desde un principio había adoptado el lema: Deo omnis gloria, guiado por la docilidad a las inspiraciones divinas. Se comportó como instrumento fidelísimo en la ejecución de los mandatos; y el Señor no le dejó de su mano. Desde que le hizo "ver" el Opus Dei le acompañó en el cumplimiento de su misión. Como explicaba a sus hijos:

Dios me llevaba de la mano, calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso —parece que decía—, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles delicados, antigua y nueva como la Palabra de Cristo [...]. Lo que he tenido que hacer es dejarme llevar |# 192|.

Durante su estancia en Venezuela, contaba en una ocasión sucesos íntimos de la historia de la Obra. Les decía que él siempre había actuado como amanuense de Dios, haciendo las cosas y tomando las decisiones como quien escribe lo que otro le va dictando |# 193|.

El 30 de septiembre terminó el Padre sus días de trabajo y de reposo en Barcelona, y regresó a Villa Tevere. Por entonces, el proyecto del Codex Iuris Particularis del Opus Dei, elaborado por una Comisión Técnica, por mandato y bajo la continua dirección del Fundador, estaba totalmente acabado y había sido examinado por la Comisión permanente del Consejo General de la Obra. De manera que pudo ser presentado al Fundador, el cual —como dice el acta— «lo ha aprobado en todas sus partes, en el día de hoy» |# 194|; esto es, el 1 de octubre de 1974. En este proyecto del Código de Derecho Particular del Opus Dei se habían introducido o incorporado todos los cambios o modificaciones necesarias, de modo que se acomodase fielmente al carisma fundacional, del que el Padre era, «por voluntad divina, el solo y exclusivo depositario» |# 195|. Con la firma del Fundador quedaba, pues, sancionado el proyecto del Codex, en cuya normativa se asentarían las bases de la configuración jurídica definitiva del Opus Dei. El Fundador se había adelantado a señalar, previsoramente, este momento. Así lo recoge el último párrafo del acta de aprobación: «Este Codex será presentado a la Santa Sede en el momento de solicitar la nueva configuración jurídica que se desea para la Obra, dentro de las perspectivas abiertas por las disposiciones y las normas de aplicación de los Decretos emanados del Concilio Vaticano II» |# 196|.

Quedaban cumplidos los objetivos de la convocación del Congreso General Especial. Todo se hallaba listo y preparado en espera de que se diese el último paso. Se había hecho una rigurosa revisión de las normas estatutarias y se recuperaron todos aquellos elementos forzadamente concedidos por el Fundador. De manera que todo, tanto el ropaje jurídico como los puntos referentes al espíritu y fisonomía propia del Opus Dei, concordara entre sí.

No estaba, sin embargo, el Padre muy seguro de que podría presentar en vida una solicitud a la Santa Sede, para obtener ese cambio institucional. Pero lo cierto es que tampoco le preocupaba. Unos meses antes, en junio, estando en La Chacra, hablando con sus hijos de Argentina de la intención especial, les recomendaba calma y visión sobrenatural: que estuvieran muy tranquilos, muy contentos y muy unidos al Padre. Y si el Señor dispusiera de mi vida antes de que se haga esto —les advertía—, unidos al que me siga, más unidos. Tened el propósito de quererlo con toda el alma |# 197|.

Desde entonces, cuantas veces tocaba este tema de la cuestión institucional, lo hacía con mucha serenidad, sin precipitación, pero instándoles a que lo tomasen a pecho, responsablemente. No una, sino cien vidas que tuvierais, habéis de dar hasta que la Obra alcance la solución jurídica definitiva |# 198|, les decía. En aquella época, cualquier palabra del Padre pronunciada ante sus hijos adquiría, a oídos de éstos, una especial resonancia. Algo así como un dejo invisible de disposición testamentaria; sin olvidar que para el Fundador, que actuaba en todo momento cara a la eternidad, el presente siempre tuvo urgencias de futuro. Esta nota apremiante se percibe en la carta enviada con ocasión de la Navidad de 1974. En ella recalca la obligación que tienen todos sus hijos de hacer el Opus Dei; y, por lo tanto, les pide fidelidad y les recuerda su responsabilidad en esa divina tarea. Y, la recomendación de sacar la Obra adelante, ¿no es acaso eco de aquella pregunta que el Fundador hacía a los comienzos: continuarás con la Obra si yo muero?

Larga es la carta. Copiamos dos párrafos:

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Al enviaros estas líneas con mi felicitación más cariñosa por la Santa Navidad, me gusta repetiros de nuevo, para que se os grabe en el fondo del alma, que el Señor se apoya con fuerza en nosotros, en cada uno, y que todos hemos de notar sobre nuestros hombros, con optimismo y con auténtico sentido universal, el peso bendito de sacar adelante la Obra, como Dios espera. Un peso que, por proceder del Señor —iugum meum suave est et onus meum leve—, no acongoja y no ahoga [...].

Sentid en vuestro corazón la seguridad de que estamos ocupándonos de una tarea divina querida por Dios, a la que hemos de responder con lealtad, con fidelidad en lo grande y en lo pequeño, sin ceder en nuestra lucha personal: porque, si descuidáramos los detalles aparentemente sin categoría, por allí —abierto el ventanuco— entrarían en cuadrilla en el castillo espiritual, para destruirlo, todos los pecados y todos los errores prácticos |# 199|.

En las conversaciones y tertulias que por esas fechas tuvo en Roma con sus hijos, se aprecia también un acento de estímulo espiritual. En la mañana de la Navidad le brotaban al Padre, copiosas y espontáneas, las exhortaciones:

El mundo está muy revuelto y la Iglesia también. Quizá el mundo esté como está porque así se encuentra la Iglesia... Querría que en el centro de vuestro corazón, estuviera aquel grito del cieguecito del Evangelio, con el fin de que nos haga ver las cosas del mundo con certeza, con claridad. Para eso no tenéis más que obedecer en lo poco que se os manda, siguiendo las indicaciones que os dirigen los Directores.

Decid muchas veces al Señor, buscando su presencia: Domine, ut videam! ¡Señor, haz que yo vea! Ut videamus!: que veamos las cosas claras en esta especie de revolución, que no lo es: es una cosa satánica |# 200|.

Fue tanta su insistencia en repetirles y comentar dichas jaculatorias que el grito del ciego de Jericó quedó hincado en sus almas:

Domine, ut videam!, que cada uno vea. Ut videamus!, que nos acordemos de pedir que los demás vean. Ut videant!, que pidamos esa luz divina para todas las almas, sin excepción |# 201|.

Al felicitarle sus hijas la Pascua, el Padre les propuso, también a ellas, idéntica jaculatoria:

Domine, Señor, ut videam!, ¡que vea! Domine, ut videant!, ¡que vean!; que veamos con la luz del alma, con claridad, con sentido sobrenatural las cosas de la tierra: las que nos parecen grandes y las que nos parecen pequeñas, porque todas se engrandecen cuando hay amor y visión sobrenatural. Que veamos con la luz de nuestra inteligencia, con claridad de ideas, ahora que está lleno el mundo, la Iglesia, de falsedades, de herejías de todos los tiempos, que se levantan como víboras.

Vamos a pedir al Señor que nos conserve unidos, como hasta ahora, en la verdad de la fe. Y después, que veamos todos, todos, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra de tal manera que no les demos importancia: son cosas que pasan |# 202|.

Por debajo de este discurso, el Padre está dialogando con su callado sufrimiento por la Iglesia de Cristo. Por debajo de estas peticiones corre una prolongada metáfora, que va enhebrando dos visiones: una sobrenatural y otra terrena. Porque, en último término, el Padre no pedía luz para sus pupilas enfermas, como pedía el ciego de Jericó. Nunca suplicó al Señor que le librase de sus enfermedades. Buscaba una visión pura del mundo, al que amaba apasionadamente, pero sin estar subyugado por sus atractivos. Pedía que todos viesen, con la luz de los ojos, las cosas de la tierra; pero sin poner en ellas el corazón, desprendidos por entero de cuanto puede ofrecer la feria de este mundo.

Muy pocos sabían en qué estado físico se encontraba. Por esos días, el Padre sufría una ceguera bastante aguda; y era conmovedor ver la elegancia con que llevaba la enfermedad |# 203|.

Acababa el 1974. En la Nochevieja volvió a estar con sus hijos. Le trajeron una imagen de Dios Niño. Con delicadeza amorosa la tomaba en sus manos y no se recataba de hacer, como decía, "puerilidades". Veníale al recuerdo el Niño Jesús del convento de Santa Isabel de Madrid, al que danzaba y cantaba. Ahora, mirando al Niño con ternura, lo cubría de besos y confesaba a sus hijos: No me da vergüenza besar al Niño como cuando era pequeño. Cuando me estoy marchando del mundo, no me da ninguna vergüenza |# 204|. Allí mismo les entregó la imagen y les bendijo con ella, para que se la llevasen a Cavabianca. Era la "primera piedra" del Colegio Romano.

Al día siguiente, 1 de enero, el Padre presentaba a sus hijas el Año Nuevo 1975 con estas palabras:

Este año será un año muy bueno. Sufrimientos tendrá que haber, pero llevados con gracia de Dios y buen humor no serán males, sino bienes: habéis de sacar el bien de todas las ocasiones.

Será un buen año, hijas mías, porque nos acercaremos a Nuestro Señor más que nunca |# 205|.

Esa noche del 1 al 2 de enero, la insuficiencia renal que padecía le produjo un encharcamiento en los pulmones y, en consecuencia, un fuerte ataque cardíaco. Enseguida le prestaron los auxilios espirituales y le atendieron médicamente. A la mañana siguiente, a pesar de la gravedad del ataque y de haberse pasado la noche en duermevela, el Padre estaba en pie. El 3 de enero se fue a España para que le hiciesen un reconocimiento a fondo quienes conocían los antecedentes de su historial clínico |# 206|. Luego, de Madrid se trasladó unos días a La Lloma, una casa de retiros donde ya había estado en 1972, durante su catequesis por la península. Allí le examinó los ojos un oculista, para precisar si podía operarse. Allí, de cara al mar de Valencia, se reunió con sus hijos en varias ocasiones. El Padre revolvía en su memoria estupendos sucesos que contarles; y le venía a la boca lo que ocupaba entonces su pensamiento:

Tengo ya setenta y tres años —les decía—. Los voy a cumplir dentro de unos días, y estoy para irme de este mundo... Pronto celebraremos el cincuenta aniversario de la Obra. ¿Y qué son cincuenta años para una institución? Nos han tratado a patadas; por eso nos hemos esparcido |# 207|.

El 8 de enero, víspera de su cumpleaños, estaba de vuelta en Roma. Necesitaba, no sólo saber que sus hijos le querían sino experimentar palpablemente su cariño. Y esto valía también, recíprocamente, para todos respecto al Padre.

Entretanto, corrían los días y el enfermo se adelantaba a las esperanzas de los médicos, asombrados de que se repusiera tan rápidamente de las dolencias de los ojos y de otros achaques. El 13 de enero escribió al Cardenal Casariego, para confirmarle que, dentro de muy poco, podía —¡al fin!— realizar ese sueño de ir a Guatemala |# 208|.

Como el año anterior, se pidió el parecer de los médicos, que ponderaron los pros y los contras del viaje que pensaba emprender a Venezuela y Guatemala en el mes de febrero. Pero, ¿quién iba a controlar el amor de Dios que bullía en el corazón del Padre? Estaba cobrando fuerzas de día en día. Mejoraba a ojos vistas. De manera que, después de larga y prudente consideración, los médicos accedieron, aunque poniendo sus condiciones: un régimen de vida con menos ajetreo y más tranquilidad; no sobrepasar los mil quinientos metros de altitud; y, finalmente, ir siempre acompañado por un médico |# 209|. Por su parte, el Padre también hacía sus preparativos de viaje. A mediados de enero había ya movilizado a millares de personas, que, con sus oraciones y sacrificios, encomendaban al Señor y a la Virgen la labor que esperaba hacer en América |# 210|. Y, antes de cruzar el Atlántico, dirigió una carta a todos los fieles del Opus Dei con motivo del jubileo sacerdotal, que celebraría dos meses más tarde:

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Os escribo con el fin de rogaros que el próximo 28 de marzo, 50º aniversario de mi ordenación sacerdotal, recéis de modo especial por mí —invocando como intercesores a nuestra Madre Santa María y a San José, nuestro Padre y Señor—, para que yo sea un sacerdote bueno y fiel.

No quiero que se prepare ninguna solemnidad, porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca.

Pero también os pido que estemos muy unidos en ese día, con una gratitud más honda al Señor —es Viernes Santo este 28 de marzo— que nos ha empujado a participar de su Santa Cruz, es decir del Amor que no pone condiciones.

Ayudadme a agradecer a Dios, junto con el inmenso tesoro de la llamada al sacerdocio y de la otra vocación divina a la Obra, todas sus misericordias y todos sus beneficios, universa beneficia sua, etiam ignota: también aquéllos que yo no haya sabido percibir. Demos gracias, hijas e hijos, porque siendo nosotros tan poca cosa —nada—, Nuestro Padre del Cielo, en su bondad infinita, ha dilatado nuestros corazones y, con aquel fuego que vino a traer a la tierra, ha encendido en nuestras almas un grande Amor. Mostrémosle además un filial reconocimiento por haber aprendido en su Obra a amar, a la Iglesia Santa y al Romano Pontífice, con hechos y de verdad.

Acompañadme a adorar a Nuestro Redentor, realmente presente en la Sagrada Eucaristía, en todos los Monumentos de todas las iglesias del mundo, en este Viernes Santo. Vivamos un día de intensa y enamorada adoración.

Pidamos perdón por todos nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres, con ansias de purificación y de reparación ante tanta ceguera: ut videamus!, ut videant!, para que veamos, para que vean.

Vamos, pues, a vivir ese día muy unidos a la Santísima Virgen —contempladla junto a la Cruz de su Hijo—, en recogimiento de adoración, de acción de gracias, de reparación y de ruegos.

Gozo y dolor se dan cita allí —iuxta Crucem Iesu— y todas las palabras y los gestos festivos de las criaturas resultan pobres para alabar al Amor que se entrega. Conmemoremos, por tanto, hijas e hijos queridísimos, este aniversario sacerdotal, renovando el propósito de aprovechar cada jornada agradecidamente al pie de la Cruz —del Altar— la Vida que Jesucristo nos da: que sea siempre la Santa Misa el centro y la raíz de nuestra existencia: ésta es la mejor celebración del sacerdocio.

Desde ahora me siento profundamente conmovido, por el cariño que pondréis para recordar de esta manera mis 50 años de sacerdote. Procurad vivir la fiesta bien unidos a mis intenciones, especialmente a la de mi Misa. Os pasmaréis al descubrir cuántas luces y cuántas mercedes del Señor recibiremos, si nos esforzamos por estar muy al alcance de su mirada, rezando y trabajando en su presencia consummati in unum!, formando un solo corazón con siempre mayores afanes de servir a la Santa Iglesia y a las almas.

Cariñosamente os bendice vuestro Padre

Mariano |# 211|.

El 29 de enero salió de Roma para Madrid; y el 4 de febrero prosiguió con destino a Caracas.

* * *

Más de un motivo le llevó de nuevo a Venezuela: cumplir la palabra empeñada, cuando prometió que volvería; el deseo de encontrarse con cientos de hijos e hijas nacidos a la Obra en América, a quienes no vería otra vez en este mundo; su incontenible celo apostólico...

— Padre, le dijo una hija suya, a los pocos días de llegar, ¡qué providencia de Dios tenerlo aquí!

Y el Padre asintió.

— Estamos reunidos, no por casualidad, no porque sí, sino porque Dios Nuestro Señor me ha querido dar esta alegría |# 212|.

Desde el primer momento el Padre se puso, por entero, a disposición de los directores de la Obra en Venezuela. Así se lo dijo expresamente: Yo soy una cosa; de modo que haré lo que queráis. ¿Está claro?: haré lo que queráis |# 213|.

Altoclaro no presentaba el aspecto recogido y apacible de meses atrás. En el campo de deporte habían puesto un estrado y, bajo la protección de los toldos, porque el sol daba fuerte, se alineaban millares de sillas. El Padre se hallaba preparado a seguir un programa de idas y venidas, recibir a todas las visitas previstas, asistir a las tertulias organizadas y ajustarse al horario de la casa. Pero pensar que en cualquiera de esas actividades iba a escatimar sus energías era pensar lo imposible. Volvía a repetirse lo ocurrido en anteriores viajes. Es suficiente leer lo que registra el diario de Altoclaro el 11 de febrero, cuando ya habían comenzado las tertulias multitudinarias: «nuestro Padre se entrega a las almas, a la gente, dándose sobreabundantemente, con un espíritu profundo y jovial y con unas fuerzas de juventud que no se acaban. Pero terminada la tensión de la tertulia, al Padre se le nota todo el esfuerzo que ha puesto» |# 214|.

El Padre, evidentemente, estaba perdiendo a chorros su fuerza vital, pero no hacía cuenta del agotamiento. Se sacudía de encima el cansancio con razones sobrenaturales. De modo especial notábase este fenómeno en las conversaciones con gente joven, en las que su espíritu arrastraba hacia los altos ideales. En cuanto al fuego y a la vibración, tal vez fuese menor ahora su fuerza física, pero no su facultad de entusiasmar a las almas:

En Venezuela, y desde Venezuela, hay que hacer muchas cosas grandes —decía a un grupo de muchachas—, y para eso se necesitan corazones jóvenes, encendidos, cabezas claras, gente simpática y estupenda, como son mis hijas y las amigas de mis hijas. ¡A ver si queréis..., que Dios sí quiere! ¡Comodonas, salid de vuestra comodidad...! |# 215|.

Según su manera de ser, el Padre tan pronto hablaba en serio como gastaba una broma. La serenidad y la sonrisa expresaban el equilibrio de su humor; y, de allí, saltaba fácilmente a las ocurrencias. Como cuando en la tertulia del 13 de febrero, al hacerle una pregunta una numeraria auxiliar, el Padre la interrumpió con cariño:

Os tengo una envidia tremenda... Como soy hombre, no puedo ser numeraria auxiliar. Pero algunas veces he pensado: — Josemaría, ¿tú qué querrías?

Y —os voy a asustar un poco— me he contestado: — No ser del Opus Dei. ¿Para qué?: — Para pedir la admisión y ser el último.

Si fuera mujer, ¡qué bien!, porque entonces sería numeraria auxiliar, de seguro |# 216|.

La mirada del Padre reaccionaba ante cuanto veía. Continuamente daba consejos a las almas; y criterios de gobierno a los directores. A su llegada no tuvo ocasión de ver la capital, porque desde el aeropuerto fueron directamente a buscar las laderas que llevan a Altoclaro. No habían transcurrido veinte horas desde que aterrizó en Caracas, cuando les metía urgencias, ampliando sus panoramas apostólicos:

No he visto nada de Caracas, pero al subir hacia aquí, desde la carretera, he visto esas chabolas miserables. En el Opus Dei caben todos. La vocación no es sólo para universitarios. Habéis de tratar, sí, a los ricos y también a esa gente que tiene hambre y, sobre todo, hambre de Dios. La Obra es para todos. Y tenéis que llegar a los que tienen dinero y a los que no tienen nada |# 217|.

La agenda de visitas y demás actividades se cumplió normalmente. Lo cual no deja de ser extraño. En efecto, por vez primera en sus viajes de catequesis, el Padre transigía en estar más tiempo en la cama; y hasta se tumbaba un rato entre horas, en espera de salir ante el público para la próxima reunión. Este comportamiento del Padre nada tenía de tranquilizador. Por el contrario, era el expediente para engañar su cansancio, y disimular que no estaba en condiciones de asistir a una de esas tertulias multitudinarias que le dejaban extenuado. Pero, con un pensamiento de ternura tensaba su ánimo: ¡Dios sabe si volveré a ver a estos hijos aquí en la tierra! |# 218|, decía para sí.

El 15 de febrero dejó Venezuela y partió para Guatemala. En el aeropuerto le esperaba el Cardenal Casariego, arzobispo de Guatemala, y el Consiliario del Opus Dei en América Central, don Antonio Rodríguez Pedrazuela. Para ellos fue el primer abrazo del Padre al bajar del avión. «La Iglesia en Guatemala se siente muy contenta de tenerlo aquí, Padre» |# 219|, le saludó el Cardenal. Habían tenido tiempo de sobra para preparar su llegada. En Guatemala confluían gente de la Obra, amigos, cooperadores, y otras muchas personas venidas de países vecinos, como Costa Rica y El Salvador; o más lejanos, como Colombia, Estados Unidos y Canadá. Había una gran expectación, porque no terminaban de estar seguros de verle. También el Padre necesitaba reafirmar su presencia; y en un ejemplar de la primera edición de Camino escribió al día siguiente:

A mis hijas y a mis hijos de Guatemala, una cariñosa bendición: con la alegría de encontrarme —¡por fin!— en esta bendita tierra.

Guatemala, 16 feb. 1975. Mariano |# 220|.

El 16 mismo empezaron las reuniones del Padre con grupos diversos. A media tarde salió en coche por la ciudad para bendecir los Centros de la Obra y los terrenos que serían sede definitiva de la Comisión Regional. Se recogía en el coche unos segundos en silencio y, pausadamente, a vista del solar o del inmueble, daba su bendición.

El 18, por la mañana, estuvo con un buen grupo de sacerdotes diocesanos. Tengo muchas ganas de aprender, para poder practicar, les anunció antes de conversar con ellos |# 221|. Por la tarde visitó Altavista, la casa de retiros, donde bendijo la imagen de la Virgen del Carmen, en la ermita dedicada a Nuestra Señora. Dicha advocación se había escogido «en recuerdo de la hermana de nuestro Padre, Carmen, que, con la Abuela, supo ayudar y sostener generosa y abnegadamente los apostolados de la Obra» |# 222|.

El 19 de febrero era el santo de don Álvaro. Apretaba el sol y el Padre sentía el peso de sus rayos. Alguien preguntó: — ¿cómo hacer para ser fieles como don Álvaro? Estalló un fuerte aplauso, al que se unió el Padre. Pero se le veía indispuesto. El reverbero del sol le hería los ojos; y la sequedad del ambiente le agarrotaba la voz.

Esa noche se le declaró un principio de bronquitis, con afonía y fiebre, y un profundo cansancio, que obligó a suspender la tertulia del día 20 y las de días sucesivos. Era más que dudoso el que pudiera reponerse. Ahora sí que estaba exprimido del todo, como un limón. Lo lógico era regresar a Europa.

El Padre aceptó la voluntad de Dios:

Hijos míos, estoy contento de la labor en estas tierras. Hay que seguir trabajando por el mismo camino. Me ha dolido mucho no poder estar con vosotros. ¡Paciencia! Al principio estaba triste; ahora, alegre. Lo he ofrecido todo al Señor por la labor en América Central. En el país vecino estaba muy bien, y vine aquí con la ilusión de hablar con mucha gente. Pero Dios no lo ha permitido. Se lo ofrecemos con alegría |# 223|.

Eso sí que era una fuerte contradicción. Familias enteras se habían puesto en marcha días antes. Otros se habían gastado sus ahorros para ver y oír al Padre. ¿Quién los consolaría? Lo sorprendente es que, pasada la primera reacción, todos lo tomaron bien y no perdieron su alegría.

El día de su partida, 23 de febrero, se habían congregado en el aeropuerto millares de personas, venidas de Guatemala con la esperanza de escuchar a aquel sacerdote. Al menos, querían despedirle |# 224|. El Padre se hallaba muy emocionado. En la misma pista de despegue el Cardenal pidió una bendición para la muchedumbre. El Padre no podía negarse; y, antes de subir al avión, saludó y bendijo a la concurrencia.

A los tres días escribía desde Madrid:

Muy querido Señor Cardenal:

acabo de regresar a Europa, y tengo necesidad de escribirle enseguida, porque me pasan muchísimas cosas por la cabeza y por el corazón: veo en todas la mano amabilísima del Señor, aunque a veces cueste entender sus planes.

Estoy contento, ¡contentísimo! Había comenzado este nuevo viaje —como me pidió V. E.—, con el deseo de continuar mi catequesis por tierras americanas, para hablar de Dios con tantas almas, y para aprender a amar y a servir mejor a Nuestro Amo. No he podido cumplir todo lo que me había propuesto, pero renuevo mi continua acción de gracias a la Trinidad Beatísima, pues he gozado al comprobar el abundante trabajo apostólico de mis hijas y de mis hijos en esas naciones; y en Guatemala y en El Salvador, acompañados por el especialísimo cariño de Mario |# 225|.

Y, en las últimas líneas:

Termino agradeciéndole todas las delicadezas que ha tenido conmigo, y que este pecador no merece. Ya le he perdonado que me hiciera bendecir en el aeropuerto de La Aurora a aquella multitud, que con tanto cariño reza por su Cardenal, aunque pienso que más rezo y más le quiero yo.

* * *

Llegado a Roma se enfrascó en el trabajo habitual, contento de que el Señor le diese buena salud para poder afrontar con normalidad la tarea diaria |# 226|. A dos pasos estaba la fiesta de san José. Ese 19 de marzo, se presentó por la mañana en Cavabianca. No con intención de predicar a sus hijos sino de abrirles de par en par su corazón. Cosa que rara vez hacía de modo tan terminante:

Esta noche —comenzó diciéndoles— he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: ad Deum qui laetificat iuventutem meam! Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años |# 227|.

Había pasado largo rato en dulce desvelo, reviviendo su vocación y los primeros pasos de la historia de la Obra, considerando con asombro el camino recorrido: los barruntos de su mocedad y la labor de un joven sacerdote con una misión universal que cumplir. Ante su vista desfilaban los moribundos de los hospitales, los pobres de los barrios bajos de Madrid, los niños de la catequesis y los enfermos desahuciados en medio de la soledad... Se atropellaban en su mente los muchos recuerdos del pasado, pujando por salir a sus labios. Cada uno de ellos representaba una misericordia divina para con el Fundador.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarse de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo |# 228|.

Ya tenían el camino bien trazado. El encargo recibido de Dios estaba cumplido.

Tenéis por delante tanto camino recorrido —les aseguraba— que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico —una teología nueva, queridos míos, y de la buena— y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios, y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca |# 229|.

Qué deprisa pasó el tiempo. Cuántos cambios y novedades. Unos días antes le habían anunciado la traducción de Camino al quechua. Aquello parecía un sueño. Cuarenta años atrás se imprimía en Cuenca Consideraciones Espirituales, que precedió a Camino |# 230|. El peso de los años se le echaba encima. Lo sentía materialmente al tener que escribir cartas de pésame a sus hijos, por la muerte del padre o de la madre. Lo cual ocurría casi a diario, pues la familia del Opus Dei se había multiplicado asombrosamente. De manera que, más que Padre, era un Patriarca de gentes venidas de todos los continentes, de muchas razas y lenguas. La historia de la Obra era producto de la gracia de Dios y de medio siglo de apretada actividad sacerdotal. Se había ordenado sacerdote en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, sin saber todavía la razón suprema de su llamada, y clamando aún: Domine, ut videam! La fecha de su jubileo sacerdotal caía en Viernes Santo, 28 de marzo de 1975. Desde meses antes se preparaba para celebrar la fiesta en lo interior de su alma. Por más que examinaba su vida, no hallaba adelanto de consideración. Su marcha espiritual no era siquiera la de una criatura que da los primeros pasos. No se avergonzaba de manifestarlo al hacer su oración en voz alta, ante el Sagrario, el día de Jueves Santo, víspera de sus bodas de oro:

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando |# 231|.

Echaba una mirada atrás y veía un bosque de cruces, un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser. Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! |# 232|.

Al día siguiente trató de hacer balance de su vida. El resultado era muy positivo, pero no a favor suyo sino del Señor. No le quedaba más que reírse de sí mismo, lo cual, en las circunstancias, era un supremo acto de humildad:

He querido —decía— hacer la suma de estos cincuenta años, y me ha salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo |# 233|.

Pasó el día recogido interiormente. Celebraba la fiesta por dentro. De acuerdo con su norma ordinaria de ocultarse y desaparecer, estaba viviendo un día de intensa y enamorada adoración |# 234|. El regalo que le hicieron sus hijas e hijos consistía en un gran relicario para el lignum Crucis y en unos vasos sagrados. Lo agradeció vivamente, porque los objetos iban destinados al culto divino, aunque consideraba que, si para él era demasiado, para Dios era muy poco |# 235|.