1. Las tres últimas locuras

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El 30 de noviembre de 1972 el Padre se hallaba de vuelta en Roma. Un exigente ritmo de trabajo y el incesante desplazamiento por tierras de España y Portugal habían sometido a una dura prueba su resistencia física. Era obvio que el vigor que derrochaba provenía de su celo apostólico y que aquellos dos meses de correría por la península Ibérica habrían de producir aún mayores frutos el día de mañana, pues se conservaban filmadas gran parte de las tertulias catequísticas, gracias a la previsión de don Álvaro. De modo que la voz y la figura del Padre estarían presentes en las proyecciones que se hicieran en el futuro. Pero, junto con sus alegrías, también se llevó consigo a Roma un nuevo dolor. En una de las tertulias celebradas en el gimnasio del club deportivo Brafa, de Barcelona, anunció a los asistentes que no podía seguir alargando el acto: Me espera un enfermo —les dijo— y no tengo derecho a hacer esperar a un enfermo, que es Cristo... Le hace falta el padre y la madre, y yo soy padre y madre |# 1|.

Don José María Hernández Garnica, uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, aguardaba la muerte en un Centro del Opus Dei de Barcelona. A él volvió a referirse el Padre a las pocas horas de visitarle:

Hoy he estado con un hermano vuestro... Tengo que hacer unos esfuerzos muy grandes para no llorar, porque os quiero con todo el corazón, como un padre y como una madre. Hace unos meses que no le había visto; me ha parecido un cadáver ya... Ha trabajado mucho y con mucho amor; quizá el Señor ha decidido darle ahora ya la gloria del Cielo... |# 2|.

A principios de 1972 los médicos le habían diagnosticado una enfermedad incurable. En cuanto lo supo el Padre, escribió al Consiliario de España, para que se esmerasen en vivir el acostumbrado cariño sobrenatural y humano con el enfermo, tal como lo pide el espíritu del Opus Dei. Don José María (familiarmente "Chiqui") se hallaba en Pamplona, sin posibilidad de curación, salvo que el Señor dispusiera otra cosa.

Sé que tienes el día muy lleno —le escribía el Padre— y me da alegría: así te será más fácil unirte a las intenciones de mi Misa y de mi oración, y la Madre Nuestra Santa María nos obtendrá de su Divino Hijo que se acaben estos tremendos e increíbles tiempos de prueba, que la Iglesia y las almas padecemos.

Tengo la seguridad de que Jesús, Amor Nuestro, te escuchará especialmente mientras dure esa enfermedad que te ha enviado: aprovéchate de ese privilegio |# 3|.

Semanas antes, agradeciendo a la Santísima Virgen la paz y el abandono que mantenía el enfermo en el alma, el Fundador le animaba a continuar su fecunda convivencia con el sufrimiento:

Sigue así, hijo mío, que tus molestias son clamor de oración a Jesucristo Nuestro Señor por esta Santa Iglesia suya que se quiere llevar el diablo |# 4|.

Justamente a la semana de su llegada a Roma, el Padre recibió la noticia de la muerte de don José María. Ese 7 de diciembre de 1972, jueves, reunió a los del Consejo General. En el diario de Villa Tevere, correspondiente al día, se lee:

«Entre lágrimas, nos ha dicho que acababan de llamar por teléfono desde Madrid, para comunicar el fallecimiento de D. José María Hernández de Garnica. Ha sido esta noche pasada, en Barcelona. Él mismo ha pedido que le administraran la Extremaunción.

El Padre ha celebrado enseguida misa por el alma de D. José María. En principio nos dijo que asistiéramos si queríamos. Luego Javi nos ha dicho que el Padre estaba muy afectado y que asistiéramos a la Misa que iba a celebrar D. Álvaro» |# 5|.

En esa misma hora escribía el Padre a don Pedro Casciaro y a don José Luis Múzquiz sendas cartas con idéntico texto:

Me ha llegado hace unos momentos la dolorosísima noticia del fallecimiento de Chiqui (q.e.p.d.). Bien purificado se nos lo ha querido llevar el Señor. No puedo ocultarte que he sufrido —que sufro mucho—, que he llorado |# 6|.

En el caso de la muerte de Chiqui, como en el de cualquier otro hijo o hija suyos, el Padre asumía por entero, personalmente, todo el dolor de ese duro trance. Jamás se acostumbraba al hecho de que cada día fueran más frecuentes tan dolorosas noticias. Por eso agradecía, como algo que tocaba su corazón de Padre, el cariño que habían mostrado a Chiqui quienes estuvieron a su lado |# 7|. Aquella pérdida fue "un golpe muy duro", pero incomparablemente mayor era el dolor que entonces experimentaba por la Iglesia. Sufrimiento causado por las brutalidades de los hombres. Mas Dios le venía asistiendo con una gracia especial, para no quedar chafado por el peso del dolor. Y así, en carta del 12 de diciembre de 1972, expone, con sobrenatural clarividencia, este pensamiento:

No os puedo negar que, si el Señor y su Madre amadísima no nos ayudaran con especial asistencia, las horas que ahora vive la Iglesia nos harían sufrir demasiado.

[...] Sedme fieles. Cumplid las normas. No me dejéis la oración. Trabajad con alegría. Desagraviad, con Amor.

Después, veremos cómo toda esta triste y tremenda situación de la humanidad será remediada. Y llegará el día, que podemos anticipar desde ahora, en el que daremos continuas gracias al cielo: ut in gratiarum semper actione maneamus! |# 8|.

Por la Navidad ya tenía recogida esta jaculatoria —permanecer siempre en acción de gracias— como santo y seña del próximo año entrante.

Apenas pasaron unos días cuando las solicitudes empezaron de nuevo a robarle el sueño. Esta noche casi no he dormido —decía a sus hijos—. Debe ser también por esa preocupación por las almas. Me siento como una fiera enjaulada |# 9|. Y esa congoja reaparece en la felicitación de Navidad de 1972, en vista de los tremendos problemas que la Santa Iglesia padece |# 10|. Pero, disipadas las tinieblas con el soplo de la gracia, se avivaba en su alma una luminosa esperanza. Solamente así, por la ayuda del Señor, se explica la serena actividad del Padre. Es también posible que el deseo de acabar las muchas cosas pendientes le sirviera de estímulo para romper aquel clima de adversidades. Porque, de tarde en tarde, pero cada vez con más frecuencia, se le oía decir en la conversación con sus hijos: Cualquier día me voy |# 11|. No era un pensamiento triste sino feliz, pues le incitaba a aprovechar bien el tiempo, sin pararse en melancolías. Por entonces, ya bastante avanzada la carrera de su vida, confesaba al Cardenal Casariego ser optimista y sereno, por naturaleza y por don gratuito del cielo:

No piense que soy pesimista: Dios Nuestro Señor me ha hecho optimista, optimista es el espíritu de la Obra, y el Santo Evangelio me llena también de optimismo. Pido, sin embargo, hasta con mi respiración, que volvamos a ver el verdadero rostro de la Esposa de Cristo cuanto antes y que la Misericordia de Nuestro Padre del Cielo acorte estos tiempos, haciendo que corran de nuevo las aguas por sus cauces, para que dejen de perderse tantas almas [...].

He de confesarle que, aunque lo paso muy mal, soy muy feliz: estoy siempre contento. La tristeza —amaritudo mea amarissima!— no me quita jamás la alegría, ni la paz: sólo algún instante pierdo la sonrisa, que tengo por un don inmerecido que Jesús me ha querido dar casi de modo permanente |# 12|.

En medio de tanto aprieto, el Padre pasaba las tinieblas acompañado de sus hijos: Estoy a oscuras —decía en cierta ocasión a los del Consejo General—. Sólo tengo luz en la necesidad de reparar y en que necesito de vosotros |# 13|. El Señor le daba luces para medir las enormidades que a diario se cometían en la tierra, pero sin ver disiparse las tinieblas de aquella larga noche. Sin embargo, para el Padre representaba un gran consuelo el poder clamar al cielo en compañía de sus hijos, con una sola voz. La necesidad de contar con ellos, ¿no sería el medio utilizado por el Señor para madurar a toda la Obra en espíritu de oración, para mejor servir luego como levadura?

* * *

Poco antes de la Pascua de 1973 se presentaron en Roma dos mil jóvenes. Venían de los cinco continentes, ellos y ellas, después de haber resuelto la costosa operación del transporte. Valía la pena ver al Papa y estar de tertulia con el Padre, que les saludó apreciando sus desvelos. Le daba gozo verlos venir libre y gustosamente a Roma:

Si estáis aquí, es porque sois unos rebeldes encantadores. Por desgracia, en el mundo, ahora sólo hay ímpetus de porquería. Se habla a toda hora de cosas sexuales, de violencia, de enriquecerse de cualquier manera, de no preocuparse de los demás. Y no se habla de Dios.

Pero vosotros, que os habéis dado cuenta de que ese mundo trata de llevaros a vivir vida animal, habéis respondido: ¡no!, no quiero ser una bestia |# 14|.

En junio se cumplía el veinticinco aniversario de la fundación del Colegio Romano, erigido en 1948. En ese cuarto de siglo habían pasado por él alumnos procedentes de cuarenta países; y contaba con quinientas y pico tesis doctorales sobre temas de Teología, Derecho Canónico, Filosofía o Ciencias de la Educación. Uno de los muros de Villa Tevere estaba lleno de "víctores" académicos, con el nombre y año del doctorado inscrito en almagre, uno por cada país. El primer "víctor" era el de don Álvaro, con la fecha: 10-VI-1949 |# 15|.

A poco de comenzar el verano el Padre se fue a Civenna, donde ya había estado el año anterior, con la intención de pasar allí los meses de julio y agosto. ¿En qué se ocupaba? ¿Cuál era su descanso? Al mes y medio de su estancia se lo decía, en dos palabras, a sus hijas de la Asesoría Central: durante este tiempo he seguido muy metido en mi ocupación habitual: pedir sin descanso por la Iglesia y por las almas |# 16|. Más explícito es en carta, de la misma fecha (20 de agosto de 1973), a sus hijos del Consejo General:

Aquí estamos rezando mucho y trabajando. No me importa deciros que no he conseguido descansar: ¡me duele la Iglesia, y me duelen las almas! Vivo, día y noche, en una continua petición al Señor, y todavía querría saber pedir más y mejor. Por eso, os ruego que os unáis a las intenciones de mi Misa, sirviéndoos de esas ocupaciones mías, para mantener una presencia de Dios ininterrumpida, siempre con la intercesión de Santa María —refugium nostrum et virtus!—, y de San José |# 17|.

El mes de septiembre lo pasó en la casa de retiros de Castelldaura, en las cercanías de Barcelona, con motivo de una operación que hicieron a don Álvaro. Allí se sometió también el Padre a una revisión médica que llevaron a cabo varios doctores de la Clínica de la Universidad de Navarra. El dato más relevante de los análisis practicados era la elevada cantidad de urea en la sangre. También por esos días, aprovechando su estancia en Barcelona, se le hizo una prótesis dental. El 29 de septiembre el Padre estaba de regreso en Roma |# 18|.

Un atento examen de los datos que definen y limitan la actividad de su persona nos descubre sorprendentes correlaciones. Salta a la vista, por ejemplo, la existente entre las graves dolencias morales que padecía y su incidencia fisiológica. Un hombre como él, habituado a no quejarse, escribe el 17 de noviembre:

Rezad por mí. Como es imposible cerrar los ojos, cuando tropecéis —desgraciadamente será con frecuencia— con los tristes resultados de la confusión que reina dentro de la Iglesia, pedid para que se acabe pronto; y uníos a la intención de mi Misa, porque lo paso muy mal. Lo paso muy mal, pero vivo lleno de una paz y de una alegría que desde el cielo me conceden |# 19|.

Es muy significativo que los análisis efectuados el 30 de noviembre de 1973 vayan precedidos de una escueta observación médica sobre el paciente; y es ésta: «persiste el cansancio y somnolencia vespertina con insomnio nocturno» |# 20|. Condición de vigilia muy estrechamente relacionada con lo que el Padre llamaba su ocupación habitual; esto es, pedir sin descanso, día y noche, por la Iglesia y por las almas.

* * *

Al comienzo de los años cincuenta el Padre encargó al Consiliario de España que fueran a rezar a la Virgen de Torreciudad, a quien sus padres le habían ofrecido en 1904, en muestra de agradecimiento por haberle librado de una grave enfermedad. La antigua ermita, que desde lo alto de un risco domina el valle del Cinca, se encontraba medio en ruinas. El furor iconoclasta de los milicianos había destrozado el retablo y quemado los enseres de culto durante la guerra civil. (Afortunadamente, un vecino logró salvar la imagen de la Virgen escondiéndola entre las peñas). Sin embargo, no se desanimó el Padre con las noticias de la inspección y el estado ruinoso de la ermita. Su firme propósito de levantar santuarios a la Virgen venía de atrás, de antiguo, porque ya en enero de 1955 había expresado a sus hijos el deseo de construir un santuario a Nuestra Señora en los Estados Unidos, bajo la advocación de Madre del Amor Hermoso |# 21|. Pensaba poner bajo la protección de la Virgen la santidad de las familias. Pasaron así algunos años, aunque no en vano. Porque, con el correr del tiempo, la idea florecía en la voluntad del Padre, que esperaba ver realizado en vida uno, al menos, de tales proyectos. Y, siendo obispo de Barbastro Mons. Jaime Flores, el Padre le propuso que si el Opus Dei se hiciese cargo del santuario, se comprometería a fomentar el culto a Nuestra Señora de Torreciudad. ¿Qué le movía al Padre? Ante todo el amor a la Virgen, el hacer de aquel santuario un centro que irradiase devoción mariana, sin olvidar su gratitud personal y la de toda la Obra por los favores recibidos de manos de Santa María.

La cesión en perpetuidad del uso y usufructo de aquel lugar, con sus dependencias y terrenos circundantes, se verificó por escritura del 24 de septiembre de 1962 |# 22|.

Enseguida se comenzó a restaurar la escultura de la Virgen. Al mismo tiempo, el Padre, llevado de un ardiente fervor, y soñando con los muchos bienes espirituales que se obtendrían, solicitó de la Santa Sede la coronación canónica de la imagen |# 23|. Pero como el proyecto arquitectónico, tal como lo quería el Padre, había de ser de gran alcance en cuanto a su capacidad, fue necesario levantar un nuevo santuario, que se construyó en la ladera terraplenada del monte.

En junio de 1967 el Padre habló en Roma con Heliodoro Dols, el arquitecto encargado de las obras, y le hizo indicaciones concretas, teniendo en cuenta las recientes disposiciones conciliares para el culto. Luego escribió una carta al Consiliario y a sus hijos de España, en la que expone las razones que le movieron a levantar el santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, y lo que de allí esperaba:

Un derroche de gracias espirituales espero, que el Señor querrá hacer a quienes acudan a Su Madre Bendita ante esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos confesonarios, para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y —renovadas las almas— confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y a amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo: la paz os doy, la paz os dejo. Así recibirán con agradecimiento los hijos que el cielo les mande, usando noblemente del amor matrimonial, que les hace participar del poder creador de Dios: y Dios no fracasará en esos hogares, cuando Él les honre escogiendo almas que se dediquen, con personal y libre dedicación, al servicio de los intereses divinos.

¿Otros milagros? Por muchos y grandes que puedan ser, si el Señor quiere así honrar a su Madre Santísima, no me parecerán más grandes que los que acabo de indicar antes, que serán muchos, frecuentísimos y pasarán escondidos sin que puedan hacerse estadísticas |# 24|.

Al visitar muchos de los santuarios marianos de Europa —Lourdes, Fátima, Einsiedeln— el Padre solía beber el agua de sus manantiales como cualquier devoto peregrino de Santa María, pero sin pedir ni esperar milagros.

En Torreciudad —seguía escribiéndoles—, donde quiera que pongamos agua para saciar la sed de los fieles, irá un cartel que diga clara y terminantemente: agua natural potable

La de esa Madre mía, Nuestra, que nos aguarda en aquellos riscos, será agua como un manantial fresco y vivo que manará sin cesar hasta la vida eterna |# 25|.

Aquello sería lugar de oración y penitencia, donde se facilitara a las almas el encuentro con Dios. Como decía el Padre, a la Virgen de Torreciudad no le pediremos milagros externos; nos dirigiremos a Ella para que haga muchos milagros internos (cambios en las almas, conversiones, un mayor trato con el Señor) |# 26|.

A su paso por Madrid tuvo ocasión el Padre de contemplar por vez primera la imagen restaurada. Era el 6 de abril de 1970. Del taller de restauración llevaron al centro de Diego de León, para que lo viese, el grupo escultórico —Niño y Virgen de Torreciudad—, que ya habían terminado de limpiar. La talla pudo entonces datarse como de finales del siglo XI.

Al primer golpe de vista, el Padre quedó prendado de su belleza. ¡Es preciosa!, exclamó entusiasmado. Después permaneció absorto contemplando la imagen; y, por espacio de diez o doce minutos, brotó de su alma un diálogo de amor con la Señora |# 27|.

De Madrid —como ya se mencionó páginas atrás— el Padre fue como peregrino a Torreciudad, donde pudo ver señalado el terreno de las obras del santuario. Asomado a un hoyo profundo, donde irían los cimientos de la iglesia, bendijo con mucha fe la futura cripta en que el día de mañana se instalarían 40 confesonarios. Soñaba el Padre con hacer de aquel lugar —monte y santuario— un conjunto de construcciones que invitasen a la oración y a la penitencia, y donde todo estuviera en función de la catequesis. A este propósito quería que, para el altar mayor, se esculpiese un gran retablo con escenas de la vida de la Virgen. Una catequesis en piedra, que avivase en los peregrinos el amor de Dios |# 28|; y que todos lo entendieran: tanto los intelectuales como la gente ruda de las aldeas. Dispuso también que se colocase dentro del templo una imagen de Cristo clavado en la Cruz, antes de morir, con los ojos abiertos, como diciendo con amor a los fieles: Mira, todo esto lo sufro por ti |# 29|. Era, asimismo, deseo del Padre que, dentro del ambiente de paz y recogimiento del santuario y sus alrededores, se prestara especial atención al Santísimo Sacramento, que debía ocupar lugar preeminente en el templo. Se le haría un Sagrario rico, que en un óculo, desde lo alto del retablo, presidiera todas las actividades apostólicas que entre aquellas peñas aragonesas se realicen, para honra de su Madre, para bien de todas las almas y para el servicio de la Iglesia Santa |# 30|.

El Padre no volvería a Torreciudad hasta mayo de 1975, esto es, un mes antes de su muerte. Sin embargo, desde lejos, con su fe, con su oración, con su trabajo y con su aliento, fue tal el impulso que recibieron cuantos estaban materialmente comprometidos en sacar adelante las obras, que resulta de justicia decir que Torreciudad es «un monumento de la fe del Padre en la intercesión de Santa María» |# 31|. Lanzarse a aquella costosa empresa era una locura, pero una locura necesaria; porque ¿de qué medios disponían? Reflexionando en la dificultad de aventurarse en aquel proyecto, con la mente puesta en la Virgen, comentaba el Padre: Torreciudad: empezamos aquello y, materialmente, sólo contábamos con la imagen de madera; pero ¡Tú ya sabes, Madre, cómo te queremos, y nos sacarás adelante! |# 32|.

Sentía la urgencia de abrir cuanto antes el santuario al servicio de los fieles. Y se propuso, con particular empeño, que no se retrasasen lo más mínimo las obras, consumiendo etapas según plazos previstos, puntualmente, sin demoras. Pero llegó un momento de grandes apuros económicos. No cabía otra salida que aplazar la realización de una parte importante de las obras. Y cuando enviaron al Padre un informe preciso sobre la crítica situación, les animó, haciendo renacer esperanzas y advirtiéndoles, con mucho sentido común: No olvidéis que las cosas no las terminan los muertos |# 33|.

La costumbre del Padre de plantear las labores apostólicas por delante de las posibilidades económicas, se tradujo en un penoso vivir al día, a base de donativos. Las contribuciones de miles de personas limosneras estaban hechas de sacrificios domésticos, de trabajos extraordinarios, de entregas de ahorros... Limosnas generosas todas ellas, venidas de todas partes de España y de otros países, pero en cantidades que nunca sacaban a la empresa del capítulo de las deudas |# 34|. Para aliviar gastos se procuró ahorrar en la adquisición de materiales. Al llenarse el embalse de El Grado, varios pueblos de las cercanías quedarían bajo las aguas. Antes de que llegara ese momento, el Padre sugirió la posibilidad de aprovechar algunos elementos de la construcción: comprando piedra labrada, tejas, puertas y marcos de ventanas. También recuperaron material de viejas casas en derribo |# 35|. Así y todo no faltaron habladurías e infundios sobre el lujo de las construcciones y ataques directos al Fundador, acusándole de ambición de grandeza, por ser magnánimo en su devoción a la Virgen de Torreciudad |# 36|.

Se hizo lo imposible por acabar las obras y abrir al culto el santuario en 1975. El que pudiera terminarse en esas fechas se debe a la tenacidad del Padre y a su confianza en Dios y en la Santísima Virgen |# 37|.

* * *

La etapa fundacional de la Obra es una historia de crecimiento y de fecundidad apostólica a ojos vistas. Pero, con el rápido crecer, los medios materiales de apostolado resultaron cada vez más insuficientes. La sede central del Opus Dei en Roma, que con tantos sudores y sacrificio se construyó, ya se había quedado pequeña antes de 1970. En efecto, el Colegio Romano de la Santa Cruz llevaba veinte años funcionando, desde que se instaló provisionalmente en Villa Tevere, en 1948. Los alumnos universitarios allí alojados seguían aumentando en número, gracias a Dios, con lo que el espacio disponible disminuía de curso en curso. El Padre ansiaba ver a sus hijos viviendo más al aire libre y con facilidades para hacer deporte. Era llegada la hora de acabar con aquella engañosa situación de provisionalidad, pues los órganos centrales de gobierno, cuyas funciones también se habían dilatado, necesitaban ahora el espacio ocupado por el Colegio Romano |# 38|.

Al tiempo de plantearse este problema el Padre tenía unos sesenta y cinco años. Con toda una vida de duro trabajo a las espaldas, bien pudiera tomarse un merecido respiro, contemplando las muchas cosas logradas. Pero nunca fue ésa la mentalidad del Padre. Nunca se mostró complacido del todo consigo mismo. Muy por el contrario. Su única guía era la idea de servicio. De cara a lo que quedaba por hacer, se exigía más y más; y se exigía en nombre de Dios y en nombre de sus hijos.

Se me hace de noche, hijos míos —pensaba—; ¡hay que correr! |# 39|. Fue entonces cuando determinó que el Colegio Romano no podía seguir alojado por más tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente. Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. Abundaban en Roma viejos palacios y caserones antiguos medio en ruina. Pero el acondicionarlos por dentro, adaptándolos a las necesidades específicas del Colegio Romano, resultaba más costoso que el partir de cero y comenzar demoliendo, cosa que no permitían las disposiciones municipales. Después de algunas consultas, y teniendo en cuenta el factor principal —la escasez de dinero—, el Padre se decidió por lo más ventajoso. Es decir, levantar edificios de nueva planta. Esto sucedía en noviembre de 1967 |# 40|.

Antes de comenzar las obras hubo un largo periodo preparatorio. Dos años se tardó en tener listos los proyectos arquitectónicos. Largas fueron las gestiones para conseguir la aprobación urbanística y los permisos de construcción, y las licencias técnicas indispensables. Los terrenos estaban en lo alto de un ribazo que dominaba el ancho valle del Tíber. A sus pies pasaba la vía Flaminia. En esos parajes habían acampado los legionarios de Constantino antes de derrotar a las tropas de Magencio. El vencedor proclamó luego el edicto de Milán a favor de los cristianos. Le gustaba al Padre recordar estos hechos históricos y el nombre dado a la finca: "Cavabianca", por la proximidad de una cantera. (Ciñéndose al nombre simbólico de ese Centro Internacional de formación, pensaba sacar de ahí el Padre piedras vivas, blancas y bien pulidas) |# 41|.

Llevar a cabo el proyecto era tarea de gran porte. En primer lugar estaba la financiación, aunque la falta de dinero era para el Padre cosa archisabida y de ordinaria administración. Ponía su entera confianza en la Providencia y veía "Cavabianca" como la última de las construcciones que pasarían por sus manos |# 42|. (En efecto, era larga la serie de obras que había promovido, sin tomarse descanso. La última piedra de Villa Tevere se colocó el 9 de enero de 1960, después de doce años de obras. En abril de 1960 se iniciaron los trabajos en el Colegio Romano de Santa María, en Castelgandolfo. Después, para las actividades estivales, se preparó Tor d’Aveia, que empezó a utilizarse en 1967 |# 43|. Y a principios de 1970, cuando se excavaban los cimientos del nuevo santuario de Torreciudad, ya estaba el Padre ocupándose del proyecto de Cavabianca). Depositados en su memoria, profundamente vivos y presentes, estaban los hechos. ¿Cuándo le había faltado el Señor? Esta seguridad en la Providencia desvanecía todos los obstáculos que humanamente pudieran presentársele antes de ponerse a construir. Y, como siempre, debía ir al paso de Dios. Ni más deprisa ni más despacio. De una cosa estaba convencido: era necesario formar a quienes —ellos y ellas— luego se esparcerían por países y continentes, para formar, a su vez, a las muchas personas que el Señor enviaba al Opus Dei. Pero antes había de proveer a su alojamiento. Donde hay muchos pájaros —decía— se necesitan muchas jaulas. Lo comentaba a gente de Barcelona en su correría por España en 1972:

En Roma, muy cerquita de Villa Tevere —que también hay que retocar, porque la hicimos muy deprisa—, hemos querido adquirir unas hectáreas, y se está construyendo una casa para más de trescientos pájaros. Vienen a verme obispos de todo el mundo, y me dicen: pero usted está loco... Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que hace falta es la jaula. Necesito formar allí —teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo más— a hijos míos intelectuales de todos los países |# 44|.

Algunos eclesiásticos, al oírle hablar del proyecto y de su ejecución, trataban de disuadirle. Una obra de tamaña envergadura era empresa de locos; y más en un período de fuertes crisis entre los cristianos de todos los países. ¿Cómo pensaba sostener y llenar aquellos edificios? Desde luego, aquello era una locura. Estaba cometiendo un grave error |# 45|.

El Padre no lo negaba. Era el primero en admitirlo. El proyecto era una auténtica locura; pero una locura ejemplar y necesaria. Y, por eso, no pensaba volverse atrás.

El 6 de diciembre de 1971, cuando llevaban ya un año de obras, el Padre pidió a los arquitectos que encomendasen la solución del problema económico a san Nicolás de Bari, cuya fiesta se celebraba ese día. Es más, les anunció que de allí a tres años tenían que estar acabadas las obras |# 46|. Pero comenzar los trabajos y surgir obstáculos fue todo uno. Algunas dificultades podían considerarse como previsibles; pero otras muchas se presentaron inesperadamente: impedimentos de carácter técnico y burocrático, huelgas laborales, subida inesperada de los costos del material... Todo ello en unos años de inestabilidad social, tensiones sindicales, secuestros de personas y terrorismo a gran escala... No podían haber escogido tiempo peor para emprender las obras |# 47|. Ante estos problemas, más de un amigo aconsejó al Padre en el sentido de si no sería mejor renunciar al proyecto de Cavabianca y construir lejos de Roma, o tal vez en otro país. Pero la razón principal del Padre, su argumento para sacar adelante Cavabianca, era de orden sobrenatural: el establecimiento en Roma, su "romanidad", era la garantía de unidad y de eficacia apostólica |# 48|.

En los días anteriores al comienzo de las obras, el Padre instaba a los alumnos del Colegio Romano a que no se desentendieran de los trabajos de Cavabianca. Con este fin les recordaba que los nuevos edificios se construirían con dinero ajeno, fruto de los sudores de muchos hermanos suyos, y con la ayuda de amigos y cooperadores que voluntariamente arrimaban el hombro, aunque algunos ni siquiera eran cristianos |# 49|. Pero al diablo, según dice el Padre, no le entusiasmaba el proyecto e hizo lo posible por obstaculizarlo |# 50|. Y así, para que Cavabianca tuviera más sabor de sacrificio y amor de Dios —como lo tenía Villa Tevere— no faltaron murmuraciones que añadir a la pobreza.

Torreciudad y Cavabianca eran dos locuras de amor, cronológicamente paralelas. Hermanas en su génesis material y espiritual. Expresión del amor del Padre a las almas y de su devoción a Santa María. Dos obras fundadas en la magnanimidad y en la pobreza. Emprendidas ambas con esperanza. Ejecutadas con esmero en los pequeños detalles |# 51|. Llevadas a cabo con constancia y sacrificio.

Hablaba un día el Padre delante de sus hijos acerca de Cavabianca, su penúltima locura, como solía llamarla. Y uno de ellos le preguntó: — ¿cuál será la última? — La última, respondió el Padre: morirme a tiempo |# 52|. Con ello dejaba entrever su pleno abandono en las manos de Dios y su humildad; no quería ser un estorbo para sus hijos cuando envejeciese y le faltasen las fuerzas.